EL CUERPO JUNTO A LA VENTANA

EN LA TARDE QUE SIGUIÓ al nacimiento de su hermano, Fucsia estaba de pie en silencio junto a la ventana. Estaba llorando; las lágrimas le rodaban una tras otra por las ruborizadas mejillas mientras observaba la montaña de Gormenghast a través del velo que le irritaba los ojos. La señora Tata Ganga, incapaz de comprenderla, trataba en vano de consolarla. En esta ocasión no había habido abrazos mutuos ni sollozos, y los ojos de la niñera tenían una quejumbrosa expresión de derrota. Se apretujaba una y otra vez las manitas arrugadas.

—¿Qué te pasa, mi dulce tormento? ¿Qué pasa, mi patito feo? ¡Cuéntamelo! Cuéntamelo enseguida. Cuenta tus penas a la vieja Tata. ¡Oh, mi pobre corazón! Tienes que contármelo todo. Vamos, enfurruñada, habla…

Pero Fucsia bien podía haber sido una estatua de mármol oscuro. Sólo las lágrimas se movían.

Por último la anciana salió con pasitos ligeros de la habitación, diciendo que iría a buscar un pastel de pasas para su tormento, que nadie nunca le respondía, y que le dolía la espalda.

Fucsia oyó el repiqueteo de los pies de Tata Ganga que se alejaba por el pasillo. Al instante, se precipitó tras la vieja niñera, a la que abrazó violentamente antes de salir corriendo, tropezando con un torbellino del vestido escarlata, por varios tramos de escalera y varias lóbregas salas hasta el aire libre, lejos de las sombras de las paredes del castillo. Siguió corriendo al sol del atardecer. Finalmente, tras bordear la huerta de Pentecostés y trepar hasta el linde de un pequeño bosque de pinos, dejó de correr, y abriéndose paso a través de una suave pendiente de helechos, llegó ante un lago tranquilo. No había cisnes. No había aves zancudas. No llegaban gritos de pájaros de los árboles que se reflejaban en las aguas.

Fucsia se dejó caer al suelo y se puso a mordisquear unas briznas de hierba. Los ojos que miraban el lago seguían inflamados.

—¡Odio las cosas! ¡Odio todas las cosas! Odio y odio las cosas más insignificantes. ¡Odio el mundo entero! —dijo en voz alta, apoyándose sobre los codos, con la cara vuelta hacia el cielo—. Pienso vivir sola. Siempre sola. En una casa, o un árbol.

Fucsia empezó a masticar una nueva brizna de hierba.

—Un día aparecerá alguien, si vivo sola. Alguien de otro mundo…, un mundo nuevo…, alguien diferente, y se enamorará de mí al instante, porque vivo sola y no soy como las otras cosas detestables de este mundo, y se alegrará de tenerme, a causa de mi orgullo.

Un nuevo torrente de lágrimas.

—Será alto, más alto que Excorio, y fuerte como un león, con una cabellera amarilla de león, sólo que más rizada; y tendrá los pies grandes y fuertes, porque los míos también son grandes, pero no lo parecerán tanto si los suyos son más grandes; y será más listo que el doctor, y llevará una larga capa negra, y así mis vestidos parecerán todavía más resplandecientes; y me llamará «Lady Fucsia» y yo responderé «¿Qué pasa?».

Se sentó y se secó la nariz con el revés de la mano.

El lago se ensombreció, y mientras ella estaba allí sentada, mirando fijamente las aguas inmóviles, Pirañavelo empezaba a subir por la yedra.

La señora Ganga estaba contando sus preocupaciones a Keda, intentando mantener la dignidad que según ella debía mostrar como niñera principal del directo y único heredero de Gormenghast, y al mismo tiempo deseando desahogarse de una manera algo más espontánea. Excorio estaba bruñendo el casco adornado que lord Groan tenía que lucir la primera noche después del natalicio, y Vulturno afilaba un largo cuchillo de cocina en una piedra de amolar. Estaba doblado sobre la hoja como un cojín hinchado, y era evidente que hacía grandes esfuerzos para darle un filo extraordinariamente cortante. La piedra, de tamaño ridículo bajo la enorme mole blanca, giraba impulsada por un pedal. El chirrido arenoso del acero que raspaba oblicuamente la parte plana de la piedra de amolar parecía producir un gran placer a Vulturno, ya que una masa informe de carne se le desplazaba continuamente por la cara.

Cuando Fucsia se levantó y empezó a abrirse camino por la colina de helechos, Pirañavelo estaba a cuarenta pies de la ventana, y arrancaba los viejos nidos de gorriones, secos y sucios, que le impedían seguir subiendo.

En cuanto Fucsia llegó al castillo, fue directamente a su cuarto, cerró la puerta detrás de ella, y después de revolver en una vieja caja que había en un rincón, encontró un trozo de carbón de leña. Se acercó a un panel de la pared y se quedó un rato inmóvil contemplando el yeso. Después, dibujó un corazón y alrededor escribió: Soy Fucsia. Tengo que serlo siempre. Yo soy yo. No tengas miedo. Espera y verás.

De pronto tuvo ganas de ver su libro de poemas ilustrados. Encendió una vela, retiró la cama, se escurrió por la puerta de la escalera, y empezó a ascender en espiral hacia el oscuro refugio.

No era muy frecuente que subiera al desván al caer la tarde, y cuando alcanzó el último escalón, la oscuridad del cuarto hizo que se detuviera un momento. Al atravesar el estrecho desfiladero, la vela iluminó caprichosamente la extraña colección de objetos en las paredes, y cuando Fucsia llegó al espacio vacío de la sala de teatro, avanzó lentamente en la pálida aureola de luz que envolvía la vela.

Sabía que en la buhardilla secreta había dejado semanas antes una provisión de velas rojas y verdes, que había descubierto, apartado y olvidado. Había vuelto a descubrirlas. Tres de estas velas iluminarían magníficamente el cuarto, pues quería cerrar la ventana. Se encaramó por la escalerilla hasta el balcón, empujó la puerta de un solo gozne, y penetró en la buhardilla en un éxtasis de amor sombrío.

Las largas velas de colores estaban junto a la puerta. Encendió una enseguida con la llama de la pequeña vela blanca que tenía en la mano. Al volverse para ponerla en la mesa, el corazón se le detuvo: al otro lado de la habitación, bajo la ventana, yacía un cuerpo acurrucado.

Pirañavelo había estado desvanecido durante un tiempo considerable, y cuando empezó a volver en sí, el crepúsculo había caído sobre Gormenghast. En las tinieblas de su cerebro, las lejanas formas de la habitación fueron acercándose y cobrando bulto, hasta hacerse reconocibles.

Permaneció echado en el suelo varios minutos. La relativa frescura de la habitación y la inmovilidad de su cuerpo lo devolvieron al fin a un estado de curiosidad. Por supuesto, no recordaba la habitación, ni tampoco cómo había llegado allí. Sólo sabía que tenía la garganta reseca y que por debajo del cinturón las zarpas de un tigre le desgarraban el estómago. Durante un rato contempló una silueta grotesca que se retorcía como un borracho en medio de la habitación. Si la hubiera visto aparecer inclinada ante él en el momento de despertar, su sorpresa hubiese sido considerable, pero ahora que estaba recuperándose del desmayo, no tenía ningún temor; sólo se sentía débil. Habría sido extraño que hubiese reconocido a la luz de la sala crepuscular la fantástica raíz que Fucsia había traído del Bosque Retorcido.

Al fin apartó los ojos y descubrió los oscurecidos cuadros de las paredes, pero la luz era demasiado débil para distinguir lo que representaban.

Movió los ojos, más fuertes ahora, mirando aquí y allá, pero aún yacía tendido, inerte en el suelo, hasta que al fin logró incorporarse sobre un codo.

Encima de él había una mesa. Hizo un esfuerzo y se puso de rodillas, y agarrándose al borde, se incorporó poco a poco. La habitación empezó a dar vueltas delante de él, y los cuadros se empequeñecieron hasta parecer sellos de correos y se balancearon alocadamente en las paredes. Las manos de Pirañavelo, aferradas al borde de la mesa, no le pertenecían. Eran las manos de algún otro, pero alcanzaba a notar en ellas, de una manera oculta, una sombra de sensación. Sin embargo, aún independientes del cuerpo y del cerebro, los dedos no soltaron el borde, y Pirañavelo esperó a que los ojos se le aclararan, y descubrió debajo de él las rancias provisiones que Fucsia había llevado al desván en la mañana del día anterior.

Estaban esparcidas sobre la mesa, y cada una de ellas le pareció implacablemente real. La nebulosa incoherencia de las cosas cambió en el cerebro de Pirañavelo mientras contemplaba el bodegón encima de la mesa, de una proximidad aterradora.

Dos peras arrugadas; medio pastel de semillas; nueve dátiles en una maltrecha caja de cartón blanco, y una botella de vino de diente de león. Junto a todo esto, un gran libro pintado a mano, abierto donde unos pocos versos acompañaban a una ilustración púrpura y gris. En el insólito estado físico en que se encontraba Pirañavelo, la ilustración fue para él el mundo, y pensó que él mismo, desde una sombría región adyacente, estaba mirando la realidad.

El espectro era él; la página púrpura y gris era la verdad material del mundo.

Debajo de él había tres hombres. Iban vestidos de gris y llevaban flores púrpuras en los rizos oscuros y enmarañados. Estaban de pie sobre la melancólica cima de una pequeña colina, y detrás se extendía un paisaje desolado, atravesado por viejos puentes de metal. Las manos de los hombres eran de forma exquisita, y también los pies descalzos, y parecía que estuviesen escuchando una música extraña, pues miraban ensimismados más allá de la página y más allá de lo que Pirañavelo podía ver, más allá de la colina de Gormenghast y del Bosque Retorcido.

Igualmente reales le parecieron al muchacho en aquel momento las letras sencillas de color gris oscuro y el significado del poema en el lado opuesto de la página. La sencilla pero firme solidez visual de todo lo que había sobre la mesa le había hecho olvidar por un momento el hambre que lo devoraba, y aunque ni la poesía ni la pintura le interesaban demasiado, Pirañavelo leyó, a pesar de sí mismo, con una deliberada concentración curiosamente lenta, acerca de los tres viejos y el mundo gris y púrpura.

Sencillos, solitarios y tristes

somos;

las colinas de Halibut

lejos,

con dulces, locas expresiones

antiguas,

de rara hermosura,

comentan

aquellos que se mueven

en el cielo

y mueren

de noche cuando los árboles marchitos

retozan y lloran.

Sensibles, solitarios y tristes…

Sensibles, solitarios y tristes…

Sencillos, solitarios y tristes

somos

cuando viajamos

por el mar purpúreo

con dulces, locas expresiones,

de antaño,

de rara hermosura,

y todavía más

en la noche de todas las noches

cuando el cielo

pasa

en jirones,

mientras los árboles marchitos

retozan y lloran.

Sensibles, solitarios y tristes…

Sensibles, solitarios y tristes…

Pirañavelo advirtió unas pequeñas huellas dactilares en el margen de la página. Eran para él tan importantes como el poema o la ilustración. Todo le parecía igualmente importante, porque todo lo que había sido tan borroso era ahora tan real. La mano apoyada en la mesa era otra vez su propia mano. Había olvidado enseguida el significado de las palabras, pero las letras estaban allí, negras y redondas.

Alargó la mano y cogió una de las peras arrugadas. Al llevársela a la boca, notó que ya le habían dado un mordisco.

Aprovechando el minúsculo y estriado precipicio de carne dura y blancuzca, donde la dentadura de Fucsia había dejado unos surcos paralelos, mordió ávidamente; los dientes superiores cortaron la rugosa piel de la pera y los de la mandíbula inferior se hundieron a media altura del pálido acantilado. Allí se encontraron, en el oscuro y secreto centro del fruto, en esa región de simetrías radiadas donde, desde que una lejana brisa de junio dispersara los pétalos del peral, una maduración profunda y clandestina había progresado día y noche.

Al morder el fruto por segunda vez, la debilidad volvió a invadirlo, como si lo envolviera en una atmósfera enrarecida, y lentamente inclinó la cabeza cara abajo, y la apoyó sobre la mesa, y esperó a recuperarse antes de proseguir la clandestina comida. Al alzar la cabeza, vio el largo canapé, de contornos elegantes. Después de meterse los dátiles de la caja de cartón en el bolsillo; agarró el pastel de semillas con una mano y la botella de vino de diente de león con la otra, se arrastró por el borde de la mesa, y cubrió dando traspiés los pocos pasos que lo separaban del canapé, en el que se desplomó, levantando uno tras otro los pies polvorientos sobre el cuero color burdeos de la tapicería.

Había pensado que la botella contenía agua, pues no había mirado dentro cuando la alzó y sopesó en el antebrazo, y al sentir el sabor de vino en la lengua, se enderezó en el asiento como si hubiese recuperado las fuerzas en un instante, como si el pensamiento del vino hubiera bastado para resucitarlo. En verdad el vino hizo maravillas con Pirañavelo, y a los pocos minutos las propiedades tónicas del vino, el pastel y los dátiles lo revivieron del todo, y levantándose, se puso a recorrer la habitación con su característico paso arrastrado. Frunciendo los labios y con los dientes apretados, emitió unos silbidos agudos y penetrantes que interrumpía a veces, cuando un cuadro le merecía algo más que una simple ojeada.

La luz decrecía rápidamente. Pirañavelo iba a probar el pomo de la puerta para ver si, oscuro como estaba, podía encontrar un cuarto aún más confortable para pasar la noche, antes de acabar tumbado en el largo canapé, cuando oyó el claro sonido de una pisada.

Con la mano extendida aún hacia la puerta, Pirañavelo se quedó inmóvil un momento, y luego inclinó la cabeza sobre el hombro izquierdo, escuchando. No había duda de que alguien se movía en la habitación contigua, o en la contigua a esta última.

Silencioso como un fantasma, Pirañavelo dio un paso hacia la puerta, y girando el pomo, la abrió apenas una fracción de pulgada, lo suficiente para acercar un ojo a la abertura y encontrarse mirando algo que le cortó la respiración. Como la buhardilla en la que había pasado la última hora era pequeña, había imaginado, sin ningún fundamento, que la puerta conduciría a un cuarto de aproximadamente las mismas dimensiones. Pero al mirar por el resquicio de la puerta y comprobar hasta qué punto se había equivocado, se llevó un verdadero susto, sólo superado por la aparición de la figura que se acercaba.

Y no era sólo el tamaño. Quizás le sorprendió todavía más comprobar que había estado sobre esta otra habitación. Distinguió en la penumbra la figura de una joven, sosteniendo una vela encendida que le iluminaba de color escarlata el corpiño del vestido. El suelo por el que andaba con paso lento, pero firme, parecía extenderse indefinidamente por detrás y a la derecha y a la izquierda. Que la joven estuviese por debajo de él y que un balcón los separase a unos pocos pies de distancia, mientras ella se iba aproximando, fue algo tan inesperado que Pirañavelo volvió a tener aquel sentimiento de irrealidad que había conocido al salir del desmayo. Pero el sonido de las pisadas era muy verdadero, y cuando distinguió el labio inferior de la joven, iluminado por la llama de la vela, acabó de despertar a la realidad. A pesar de la apurada situación en que estaba, no podía dejar de preguntarse dónde la había visto anteriormente. Un repentino movimiento de sombras sobre la cara de la muchacha le despertó un recuerdo. La mente le trabajaba deprisa. Sin duda había unas escaleras que conducían al balcón. Ella venía al cuarto donde estaba él. Andaba con paso seguro. No vacilaba. No tenía miedo. Pirañavelo pensó que había ido a parar a las habitaciones de la joven. ¿Qué hacía ella aquí a estas horas? ¿Quién era? Cerró la puerta suavemente.

¿Dónde había visto este vestido rojo? ¿Dónde? ¿Dónde? Muy recientemente. Ese rojo escarlata. La oyó subir las escaleras. Echó una rápida ojeada por la habitación. No había donde esconderse. Reparó en el libro sobre la mesa. El libro de ella. Vio unas cuantas migas del pastel de semillas sobre la tela. Fue de puntillas hasta la ventana y miró hacia abajo. El etéreo aire oscuro que caía sobre la cima de las torres lo mareó un instante, reavivando los recuerdos de su ascensión por la yedra. Retrocedió. Los pasos se oían ya en el balcón, pero él no cesaba de repetirse: «¿Dónde? ¿Dónde? ¿Dónde he visto este vestido rojo?». En el momento en que los pasos se detuvieron en la puerta, se acordó, y entonces se agachó en silencio al pie de la ventana, y acurrucándose en una extraña posición, con un brazo lánguidamente extendido, cerró los ojos simulando el desvanecimiento del cual no hacía mucho rato había despertado.

La había visto a través de la mirilla circular en la pared de la habitación octogonal. Era lady Fucsia Groan, la hija de Gormenghast. Los pensamientos empezaron a perseguirse en la cabeza de Pirañavelo. La había visto desquiciada. Se había puesto furiosa al enterarse de que acababa de tener un hermano; había corrido pasillo abajo huyendo de su padre. Allí no cabía esperar amabilidad. Como su padre, parecía siempre incómoda. Ya estaba abriendo la puerta. A la luz de la vela el aire osciló un momento. Pirañavelo, observando entre las pestañas, vio que el aire se hacía más brillante cuando ella encendió dos velas largas. La oyó girar sobre los tacones y dar un paso adelante, y luego hubo un silencio absoluto.

Pirañavelo permaneció inmóvil, con la cabeza recostada en la alfombra y el cuello ligeramente torcido.

La muchacha parecía estar tan inmóvil como él, y en el prolongado silencio de muerte, alcanzó a oír los latidos de un corazón. No era el suyo.

Titus Groan
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