UN TECHO DE JUNCOS

A SU IZQUIERDA, mientras andaba lentamente por el sendero herboso y quebrado, Keda era consciente en todo momento del blasfemo dedo de piedra que había dominado el horizonte occidental durante siete fatigosos días. Había sido como una presencia, algo que tanto a la luz del sol como de la luna parecía siempre siniestro, de esencia maligna.

Entre el sendero por el que avanzaba y la cadena de montañas había una región de pantanos que reflejaban el cielo voluptuoso en charcas cristalinas, o bien con un brillo más apagado allí donde las ciénagas estancadas absorbían el color y lo exhalaban de nuevo en vapores perezosos. Una hilera de juncos centelleaba; las largas hojas lanceoladas tenían un borde de hilo carmesí. La lisa superficie de una de las charcas mayores reflejaba no sólo el cielo ardiente, sino también el macabro índice de roca, que se hundía en el agua inanimada.

A la derecha, el terreno subía en una pendiente de árboles deformes. Aunque estaban aún iluminados, la violencia del sol poniente decrecía, y por momentos la luz caía en trozos de las ramas.

La sombra de Keda se extendía a la derecha, alargándose mientras ella avanzaba, y menos y menos oscura a medida que el tinte rojizo de la tierra almagrada se apagaba en un ocre inclasificable, y luego en un gris cada vez más frío, hasta que Keda se encontró descendiendo por un camino de luz cenicienta.

Durante los dos últimos días el gran lomo de la montaña, cubierto de árboles achaparrados y fibrosos de una horrible monotonía, había estado a la derecha de Keda, y ella casi podía sentir la presencia de la montaña que respiraba detrás y pretendía agarrarla con brazos deformes. Le pareció que estos árboles opresivos la habían acompañado toda la vida, árboles estultos que la miraban maliciosamente, respirando sobre su hombro derecho, gesticulando cada uno de ellos con manos peludas, cada uno con una amenaza propia, y sin embargo, cada uno monótonamente igual a todos los otros a lo largo del interminable viaje.

Esa monotonía empezaba a parecerse a un sueño, sin grandes incidentes pero sin embargo aterrador. Tenía la impresión de que un muro de vegetación interminable le flanqueaba el cuerpo y el cerebro. Pero los dos últimos días le habían revelado una llanura glacial a la izquierda, donde un cañón de roca pelada le había detenido y fatigado los ojos durante largo rato, y en cuya superficie gris el único signo de vida había sido algún ave de carroña posada sobre un saliente ocasional. Pero Keda, entrando en la cañada, agotada, tropezando, ignoraba a las aves que la vigilaban y seguían con la mirada, los cuellos desnudos alzándose sobre los vientres descamados, las espaldas encorvadas por encima de las cabezas, las mortíferas garras enroscadas en las perchas precarias.

La nieve se había extendido ante ella como una larga alfombra gris, pues el sol de invierno no entraba jamás en el fondo del cañón, y cuando por fin el camino dobló otra vez y una ráfaga de luz se precipitó sobre ella, Keda dio unos cuantos pasos tambaleantes y cayó de rodillas en una especie de acción de gracias. Al levantar la cabeza, la luz rubia había sido como una bendición.

Pero estaba agotada, y caminaba dejando caer delante de ella los pies doloridos, mecánicamente. Tenía el pelo caído en desorden sobre la cara; la pesada capa estaba moteada de barro y cubierta de zarzas y brezos.

Llevaba la mano derecha aferrada mecánicamente a la correa del zurrón que le colgaba del hombro, vacío ya de comida, pero con el peso de un cargamento extraño.

Antes de abandonar las casas de barro, la noche en que sus amantes se mataran bajo el círculo de aquella luna inolvidable que lo veía todo, Keda había descubierto en una especie de trance el camino de regreso, había recogido toda la comida que pudo encontrar, y enseguida, como una sonámbula, se encaminó primero al taller de Braigon y después al de Rantel, llevándose de cada uno una talla pequeña. Después salió al vacío de la mañana, tres horas antes del alba, y echó a andar, sintiendo que el cerebro se le dilataba con un dolor sordo e ilocalizable, hasta que el alba, como una herida en el cielo, se abrió paso en su conciencia, y ella se desplomó sobre la hierba salobre al borde de una charca, y con las tallas entre los brazos, durmió sin ser vista todo un día de sol. De eso hacía mucho tiempo. ¿Cuánto? Keda había perdido la noción del tiempo. Había viajado a través de muchas regiones, había recibido comida de muchas manos a cambio de muchos tipos de tareas. Durante una larga temporada, había apacentado los rebaños de alguien cuyo pastor había enfermado de peste ovina y había muerto con una oveja en los brazos. Había trabajado en una larga barcaza con una mujer que de noche gritaba como una nutria mientras nadaba entre los juncos. Había tejido zarzos de avellano y grandes redes para los peces de agua dulce. Había viajado de comarca en comarca.

A la salida del sol, se había sentido abatida, y con náuseas, y no obstante, tenía que seguir andando continuamente. Pero llevaba siempre con ella sus ardientes trofeos: el águila blanca y el ciervo amarillo.

Y ahora ya no tenía fuerzas para trabajar, y un poder que ella no cuestionaba la empujaba inexorablemente hacia las chozas de los Moradores.

Bajo el alto, horrible y escabroso flanco de la montaña, Keda caminaba tropezando. El cielo había perdido todo color, y el profano dedo de roca ya no era visible más que como una estrecha banda de oscuridad sobre la oscuridad. La puesta de sol había llameado y se había apagado —y cada momento había parecido permanente—, aunque el derrumbe del fuego en cenizas no había durado más que unos pocos instantes demoníacos.

Keda andaba ahora entre tinieblas; todo, excepto unos pocos metros delante de ella, se había oscurecido. Sabía que necesitaba dormir, que las pocas fuerzas que aún le quedaban se le acabarían pronto, y que no era la falta de costumbre de pasar la noche sola entre formas hostiles lo que le impedía acurrucarse al pie de la montaña. Las últimas noches habían sido dolorosas, pues no había piedad en el aire que le apretaba las manos heladas contra el cuerpo; pero no era ésta la razón por la que seguía arrastrando los pies pesadamente, uno tras otro, el cuerpo inclinado hacia adelante, obligándolos a proseguir.

Tampoco era una razón que aquellos árboles terroríficos jadearan sobre su hombro derecho, pues estaba ahora demasiado cansada como para que la imaginación le poblase la mente con lo macabro. Seguía adelante porque esa mañana había oído una voz mientras andaba. No se había dado cuenta de que era su propia voz, que le gritaba a ella; exhausta, no sabía que sus labios aireaban lo oculto.

Se había vuelto, creyendo que la voz hablaba a su lado. «No te detengas», decía, «no esta noche, pues tendrás un techo de juncos». Sorprendida, apenas dio unos pocos pasos cuando la voz de dentro dijo: «El anciano, Keda, el anciano moreno. Es preciso que tus pies no se detengan».

No se había asustado, pues la realidad de lo sobrenatural era aceptada por los Moradores. Diez horas más tarde, mientras se tambaleaba en la oscuridad, las palabras le danzaban en la mente, y cuando una antorcha osciló de pronto en el camino delante de ella, desprendiendo brasas rojas, Keda gimió de agotamiento y de alivio por haber sido encontrada, y se desplomó en los brazos del padre moreno.

Qué le pasó después de este momento, Keda no lo supo; pero cuando despertó, estaba tendida sobre un colchón de agujas de pino, de una fragancia cálida y seca, y entre las paredes de madera de una cabaña. Se quedó así un rato, sin levantar los ojos; las palabras que había oído en el camino le resonaban aún en los oídos y sabía lo que iba a ver. Cuando por fin alzó la cabeza hacia el techo de juncos, se acordó del anciano, y miró hacia una puerta en la pared de madera. Se abrió lentamente, mientras ella yacía medio amodorrada por el perfume de pino, y una figura apareció en el umbral. Era como si el otoño estuviera junto a ella, o un roble, cargado de hojas rizadas y tenaces. El viejo era moreno pero brillante, como un cristal de color sepia oscuro a la luz del fuego. Llevaba el cabello y la barba desordenados, como hierbas de la pampa; la tez tenía el color de la arena, y las ropas le colgaban alrededor como el follaje que cuelga de una rama. Todo era moreno, una sinfonía de morenos: un árbol moreno, un paisaje moreno, un hombre moreno.

Se acercó a ella; los pies desnudos no hacían ningún ruido en la tierra del suelo de la cabaña, invadido por plantas trepadoras con tributarios verdes e inquisitivos.

Keda se incorporó sobre el codo.

La cima rugosa del roble se movió, y una de las ramas le indicó que se tumbara otra vez sobre las agujas de pino. Con la mirada clavada en el anciano, la envolvió una paz, como una nube, y comprendió que estaba en presencia de un extraño desapego.

El anciano se apartó, y moviéndose por el suelo de tierra con paso lento y arrastrado, abrió unas persianas y la pálida luz del norte entró por una ventana cuadrada. Dejó la habitación, y ella se quedó allí tranquilamente tendida, con la mente más clara a medida que pasaban los minutos. La cama en la que reposaba era amplia y baja; dos gruesos troncos sostenían las largas planchas de madera a tan sólo un palmo del suelo. El fatigado cuerpo de Keda parecía flotar, con todos los músculos distendidos, en un mar de agujas ondulantes. Incluso el dolor de los pies, los golpes que había soportado en sus idas y venidas, estaban flotando; eran una especie de dolor flotante, impersonal, casi agradable. El anciano moreno la había tapado con tres mantas ásperas, y la mano derecha se le deslizó por debajo de las mantas, como probando el placer de moverse con independencia de la fatigada masa del cuerpo, y de pronto topó con algo duro. Keda estaba demasiado cansada para preguntarse qué era, pero poco después lo sacó: era el águila blanca. «Braigon», murmuró, y con ese nombre retornaron cien pensamientos obsesionantes. Palpó de nuevo y encontró el ciervo de madera. Apretó las dos tallas contra sus tibios costados, y después del dolor del recuerdo, la invadió una nueva emoción, parecida a la que había sentido la noche en que se acostó con Rantel, y su corazón, débilmente al principio, y luego más y más fuerte, empezó a cantar como un pájaro salvaje, y aunque una náusea repentina le sacudió el cuerpo, el pájaro salvaje seguía cantando.

Titus Groan
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
RostroTitus.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
autor.xhtml