SOBRE LOS TEJADOS

LA OSCURIDAD cayó sobre el castillo, sobre el Bosque Retorcido y sobre la montaña de Gormenghast. Las largas mesas de los Moradores de Extramuros desaparecieron en el espesor de una noche sin estrellas. Los cactos y la avenida de acacias que Tata Ganga había recorrido, y la vetusta oxiacanta en el patio de los criados, se escondieron bajo el mismo sudario. Oscuridad en las cuatro alas de Gormenghast. Oscuridad apoyada en las puertas de cristal de la Sala de Bautizo e introduciendo su cuerpo impalpable entre las hojas de yedra que ahogaban la ventana de lady Groan. Pegándose a las paredes, haciéndolas desaparecer excepto al tacto; escondiéndose y escondiéndolo todo; tragándolo todo con una insaciable omnipresencia. Oscuridad sobre el campo de losas, donde flotaban unas nubes invisibles. Oscuridad sobre Pirañavelo, que dormía, despertaba y volvía a dormir espasmódicamente, y otra vez despertaba, vestido apenas con una ropa más apropiada para la atmósfera asfixiante de las cocinas que para la desnudez del aire de la noche. Temblando, miró fijamente la pared de noche, aliviada sólo por una estrella tenue. Entonces recordó la pipa. Había aún un poco de tabaco en la lata que llevaba en el bolsillo.

Llenó la pipa en la oscuridad, apretándola con un delgado y mugriento dedo índice, y encendió trabajosamente el burdo tabaco. No podía ver las volutas de humo, pero el brillo difuso de las hojas al arder y la creciente tibieza de la pipa lo reconfortaron. Puso las manos delgadas alrededor de la cazoleta, y levantando las rodillas hasta el mentón, saboreó la hierba tibia mientras los largos minutos pasaban lentamente. Cuando al fin la pipa se apagó, se encontraba demasiado despierto y aterido de frío para volver a dormirse. Entonces se le ocurrió la idea de dar una vuelta a ciegas por el campo de piedra, manteniendo la mano sobre la pared hasta regresar al punto de partida. Dejó la gorra en el parapeto y empezó a palpar a la derecha del muro, deslizando la mano por la áspera superficie de piedra, a la altura del hombro. Al principio contaba los pasos, con la esperanza de que a la vuelta podría ocupar otra parte de la noche midiendo el área cuadrangular, pero avanzaba de manera tan lenta y dificultosa que pronto perdió la cuenta.

Por lo que recordaba, no encontraría obstáculos ni tampoco fallas en el parapeto; pero los recuerdos de la escalada y la primera imagen del campo celeste se le juntaban y confundían, y en aquella oscuridad de tinta no podía confiar en su memoria. Por esa razón tanteaba el suelo a cada paso, convencido de que iba a toparse con una pared o con una grieta en las losas de piedra. Se detenía un instante y después reemprendía la marcha pulgada a pulgada, para descubrir que la intuición le había fallado, y que no había nada en el oscuro, monótono e inacabable circuito que tenía delante. Mucho antes de llegar a la mitad del primero de los cuatro lados, se puso a buscar la gorra que había dejado en el pretil, cuando comprendió que ni siquiera había doblado la primera esquina.

Le parecía que había andado durante horas y de pronto la mano se le detuvo, como si la hubieran golpeado, en el repentino ángulo derecho del parapeto. Tres veces más tendría que experimentar este súbito cambio de dirección antes de que encontrara la gorra tanteando en la oscuridad.

Desesperado por el tiempo que había pasado desde que iniciara este viaje a ciegas, apresuró el paso, adelantando bruscamente un pie tras otro, de una manera que le pareció casi temeraria. Se detuvo una o dos veces a lo largo de la segunda pared y se apoyó en el parapeto. Un viento empezaba a soplar y Pirañavelo se cruzó de brazos, encogiéndose.

A medida que se acercaba sin saberlo a la tercera esquina, tuvo la impresión de que el aire era más ligero, y aunque no podía ver nada, la atmósfera le pareció más tenue, y se detuvo sorprendido, como si le hubieran quitado de los ojos parte de una venda. Se apoyó contra la pared y miró hacia arriba. La oscuridad seguía allí, pero ya no era la oscuridad opaca de antes.

Entonces sintió, más que vio, un movimiento de volúmenes por encima de él. No se distinguía nada, pero era indudable que unas fuerzas desconocidas se desplazaban por la oscuridad; y de pronto, como si le hubieran quitado otra vuelta de venda, Pirañavelo vislumbró las formas borrosas de unas nubes enormes que desfilaban ordenada y solemnemente, como si fueran a cumplir una misión portentosa.

No se trataba, como Pirañavelo creyó al principio, del preludio del alba. Aunque le parecía que había pasado mucho tiempo desde que saltara por encima del parapeto, todavía faltaba una hora para el nuevo día. Pronto advirtió que estas esperanzas eran infundadas, pues cuando las nubes empezaron a disolverse, aparecieron otras por encima, que a su vez se desplazaron revelando regiones todavía más distantes. La primera capa, la más negra, era la que se movía con mayor rapidez. El campo de losas seguía invisible, pero Pirañavelo ya alcanzaba a verse la forma de la mano.

Luego el velo gris que cubría la faz de la noche se desgarró de pronto, y más allá de la última capa de nubes estalló toda una constelación de cristales candentes, y flotando en el centro, una curvada astilla de fuego.

Al ver la declinación de la luna, y descubriendo malhumorado que era mucho más temprano de lo que esperaba, Pirañavelo miró alrededor y comprobó que las nubes parecían ahora inmóviles, mientras que el racimo de estrellas y la luna delgada se habían puesto en movimiento, y se deslizaban oblicuamente por el cielo.

Viajaban rápidamente, esos prodigios brillantes, y, como las nubes, con un propósito muy inmediato. Puntas de fuego se desprendían aquí y allá sobre el mundo amplio del cielo en jirones, y cuando el último rabo de nube negra desapareció del firmamento, y la alta y rápida belleza de los soles flotantes dejó de moverse, una noche de estrellas estacionarias brilló sobre el espectral campo de losas.

Ahora que el cielo relucía con piedras amarillas, Pirañavelo podía ponerse otra vez en marcha sin ningún temor, y avanzó tambaleándose, prefiriendo completar el circuito hasta llegar adónde había dejado la gorra, antes que atravesar el patio. Cuando llegó al punto de partida se encasquetó la gorra, ya que a estas horas cualquier cosa que sirviera para mitigar el frío era algo precioso. Ahora sentía un cansancio insoportable.

Los sufrimientos de las últimas doce o quince horas le habían minado las fuerzas. El sofocante infierno de la embriagada provincia de Vulturno, el horror de los Pasadizos de Piedra, donde se había desmayado y donde Excorio lo había descubierto, y luego la pesadilla de la escalada por el muro y el tejado de pizarra, y desde allí, la larga marcha, menos peligrosa pero no menos difícil, hasta el enorme campo de losas en el que estaba ahora, y donde al llegar se había desmayado por segunda vez en el día, todo esto pesaba ahora sobre él. Puesto que ya ni siquiera el frío podía mantenerlo despierto, se tumbó en el suelo y apoyando la cabeza sobre los brazos cruzados durmió hasta que lo despertaron unos martilleos de hambre en el estómago y el sol que resplandecía en el cielo matinal.

Si no tenía en cuenta los miembros doloridos, que eran una dolorosa prueba de la realidad de lo que había sufrido, las penalidades del día anterior le parecían ahora irreales como un sueño. Esta mañana, a la luz del sol, era como si se hubiera encontrado trasplantado a un nuevo día, una especie de vida nueva en un mundo nuevo. Sólo el hambre le impedía asomarse alegremente por encima del parapeto cada vez más tibio, y con un centenar de torres debajo de él, planear para él mismo un increíble futuro.

Las horas por venir no le traerían ningún respiro. La jornada anterior lo había dejado exhausto, pero el día en que ahora entraba prometía ser igualmente riguroso, pues, aunque ninguna parte de la escalada que tenía por delante sería tan desesperada como los peores momentos de las aventuras de la noche, el hambre y la debilidad auguraban para las horas siguientes una pesadilla a la luz del sol.

Una hora después de haber despertado, ya se había dejado caer desde el parapeto de nueve pies, se había deslizado por un largo tejado en pendiente y había subido por una escalera de piedra en espiral que lo llevó a un paso angosto entre dos altos muros. Allí un grupo de tejados cónicos lo obligó a dar un largo y peligroso rodeo. Cuando por fin alcanzó el lado opuesto, rendido y mareado de fatiga y sintiendo el creciente calor del sol, vio extendido ante él un ruinoso panorama de fachadas montañosas, el paisaje de los tejados de Gormenghast, los riscos y los muros escarpados moteados por innumerables ventanas anónimas. Por un momento Pirañavelo se sintió descorazonado, viéndose en aquella región tan árida como la luna, y de súbito se sintió desesperado de debilidad, y cayendo de rodillas tuvo un acceso de profundas arcadas espasmódicas.

Los ralos cabellos de color de estopa se le habían pegado a la frente, como encolados, y eran ahora más oscuros, de color sepia. Las comisuras de la boca se le habían torcido hacia abajo. En aquella cara de máscara cualquier cambio era más que notable. De rodillas aún, se tambaleó. Luego, muy deliberadamente se sentó en cuclillas, y apartándose de la frente parte del pelo pegajoso, que le asomó sobre la cabeza en una cresta tiesa y húmeda, apoyó la barbilla sobre los brazos cruzados y enseguida, muy lentamente, se puso a escrutar el cuadro escarpado que tenía debajo con la misma metódica minuciosidad con que había examinado la pared sobre la ventana del cuarto-calabozo.

Hambriento como estaba, no interrumpió en ningún momento el escrutinio de todos los rincones, todas las superficies. Una hora más tarde, se distendió, y apartó los ojos del panorama, y después de cerrarlos un rato, los clavó de nuevo en una ventana que había descubierto minutos antes en un lejano precipicio de piedra gris.

Titus Groan
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