UN PICO DE ORO
MIENTRAS REGRESABA por el vestíbulo, el doctor iba tan absorto pensando en la nueva imagen de Fucsia, que había olvidado a Pirañavelo y se sobresaltó al oír el sonido de unos pasos detrás de él. Muy poco antes, unas pisadas que descendían por la escalera habían sorprendido al propio Pirañavelo, sentado justo debajo en las sombras atigradas de las barandas.
Se acercó rápidamente al doctor.
—Me temo que aún sigo aquí —dijo, y luego echó un vistazo por encima del hombro, siguiendo la mirada de Prunescualo. Vio entonces a una dama que descendía los tres últimos escalones, una dama cuyo parecido con el doctor Prunescualo parecía evidente, aunque tenía un porte mucho más rígido. También ella era corta de vista, pero como llevaba gafas de color, resultaba imposible saber a quién estaba mirando, excepto por la inclinación general de la cabeza, lo que no era una indicación segura.
La dama se les acercó.
—¿Quién es? ¿Quién es? —preguntó volviendo la cara hacia Pirañavelo.
—Se trata —dijo el doctor— ni más ni menos que del maestro Pirañavelo. Me lo han traído a causa de sus muchas aptitudes. Está empeñado en que me sirva de su cerebro, ¡ja, ja!…, no, como podrías imaginar, como un espécimen flotante en uno de mis tarros de mermelada, ya, ¡ja, ja!, sino en su capacidad funcional como vórtice de una asombrosa materia gris.
—¿Acaba de estar arriba? —dijo la señorita Irma Prunescualo—. He dicho: ¿Acaba de estar arriba?
La dama larguirucha tenía la costumbre de hablar muy deprisa y repetir irritablemente todas las preguntas, sin dar tiempo a que le respondieran. En momentos de buen humor, Prunescualo se había divertido intentando introducir con rapidez una respuesta a las preguntas menos complejas, entre la interrogación inicial y el eco vehemente.
—¿Arriba, querida? —repitió su hermano.
—He dicho «arriba», me parece —dijo Irma Prunescualo en tono seco—. Me parece que he dicho «arriba». ¿Has estado tú, o él, o alguien, arriba hace un cuarto de hora? ¿Habéis subido? ¿Habéis subido?
—¡Ciertamente que no! ¡Ciertamente que no! —respondió el doctor—. Estábamos todos abajo, creo, ¿no es así? —añadió volviéndose hacia Pirañavelo.
—Así es —confirmó Pirañavelo.
Al doctor empezaba a gustarle la forma de responder del joven, tranquila y concisa.
Irma Prunescualo se puso tiesa. El largo y ajustado vestido negro le enfatizaba singularmente las principales formaciones óseas, como la cresta ilíaca, y de hecho toda la pelvis, los omoplatos, y desde ciertos ángulos, y a la luz de la lámpara, las propias costillas. Tenía el cuello largo, rematado por la cabeza de los Prunescualo, envuelta en una masa de cabellos parecida a la del doctor, pajiza y gris, aunque ella la llevaba recogida en un moño sobre la nuca.
—El criado ha salido. Ha salido —dijo—. Es su noche libre, ¿no? ¿No?
Parecía hablarle a Pirañavelo y él respondió:
—No estoy al corriente de las disposiciones que ha tomado usted, señora. Pero puesto que él se encontraba en el gabinete del doctor hace unos minutos, imagino que es a él a quien ha oído delante de la puerta.
—¿Quién le ha dicho que he oído algo delante de mi puerta? —dijo Irma Prunescualo un poco menos rápido que de costumbre—. ¿Quién?
—¿Acaso no estaba usted en su habitación, señora?
—¿Y qué? ¿Y qué?
—Por lo que usted dice, he deducido que le pareció que alguien andaba por arriba —respondió Pirañavelo oblicuamente—. Y si como dice, usted estaba dentro de la habitación, entonces tiene que haber oído los pasos fuera de la habitación. Esto es lo que intentaba aclarar, señora.
—Parece estar demasiado enterado del asunto. ¿No es cierto?, ¿no es cierto?
Se inclinó hacia adelante y sus gafas de apariencia opaca se clavaron inexpresivamente en Pirañavelo.
—No sé nada, señora.
—¿Qué pretendes, mi querida Irma? En nombre de todos los circunloquios, ¿adónde pretendes llegar?
—He oído pasos. Eso es todo. Ruido de pies. —Y luego de una pausa, añadió con renovado énfasis—: De pies.
—Irma, querida hermana —dijo Prunescualo—, tengo que decir dos cosas. En primer lugar, ¿por qué, en nombre de la máxima incomodidad, estamos aquí demorándonos en el vestíbulo, arriesgando la vida en esta corriente de aire que en lo que a mí concierne ya me está subiendo por la pierna derecha del pantalón y me contrae el glúteo mayor? En segundo lugar, ¿qué tienes contra los pies? Yo siempre he pensado que los míos eran singularmente útiles, sobre todo para andar. De hecho, ja, ja, ja, casi se podría afirmar que han sido diseñados precisamente con este propósito.
—Como de costumbre —dijo su hermana—, estás emborrachándote con tu propia frivolidad. Eres inteligente, Alfred. Nunca lo he negado. Pero tu insufrible frivolidad lo echa todo a perder. Te digo que alguien ha estado merodeando arriba y tú no haces caso. No había nadie que pudiera merodear. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Yo también oí algo —interrumpió Pirañavelo—. Estaba sentado en el vestíbulo, donde el doctor me había sugerido que esperara mientras decidía cómo emplear mis capacidades, cuando oí un ruido como de pasos en el piso superior. Me deslicé en silencio escaleras arriba, pero como no vi a nadie, volví a bajar.
En realidad, creyendo que la planta de arriba estaba desierta, Pirañavelo había echado una ojeada al piso, hasta que oyó a alguien, Irma seguramente, que se acercaba a la puerta del cuarto, y él entonces se había retirado deslizándose por la barandilla.
—Ya oyes lo que dice —observó la dama, mientras seguía a su hermano con una envarada irritación—. Ya oyes lo que dice.
—Lo oigo muy bien —dijo el doctor—, lo oigo muy bien en verdad. Muy difícil de digerir.
Pirañavelo acercó un sillón para Irma Prunescualo, con tanta destreza y tantas muestras de deferencia que ella se quedó mirándolo y se le aflojó una comisura de la boca.
—Pirañavelo —dijo, levantándose el vestido negro por las caderas mientras se reclinaba un poco en el sillón.
—A su servicio, señora —dijo Pirañavelo—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Por Dios, ¿de qué va vestido? ¿De qué va vestido, muchacho?
—Me produce un gran pesar tener que presentarme ante usted con una vestimenta tan contraria a mi refinada naturaleza, señora. Si tiene la bondad de indicarme dónde puedo conseguir ropa adecuada, trataré de estar presentable desde mañana mismo. Para estar junto a usted, señora, con ese exquisito traje de tinieblas…
—«Traje de tinieblas» es excelente —interrumpió Prunescualo llevándose la mano a la cabeza y extendiendo sobre la frente unos dedos blancos como la nieve—. «Traje de tinieblas». Qué frase, ¡ja, ja! Toda una frase.
—¡Alfred, lo has interrumpido! He dicho: ¡Lo has interrumpido! Mañana mismo ordenaré que le hagan un traje, Pirañavelo. ¿Estará aquí, supongo? ¿Dónde va a dormir? ¿Dónde va a dormir, Alfred? ¿Dónde vive? ¿Dónde vive, Alfred? ¿Qué has dispuesto? Nada, me imagino. ¿Qué cosa has dispuesto? ¿Qué cosa has dispuesto?
—¿Qué tipo de cosa, Irma, querida? ¿A qué tipo de cosa te refieres? Hoy he hecho todo tipo de cosas. He extraído un cálculo del tamaño de una patata. He tocado delicadamente el violín mientras un arco iris brillaba en la ventana del dispensario; me he sumergido tan profundamente en los poetas del dolor que de no haber tomado la precaución de clavarme anzuelos en la ropa nunca hubiera podido emerger, ja, ja, de esos afligidos abismos.
Irma podía predecir exactamente cuándo su hermano se desviaría hacia el soliloquio, y en esos casos había desarrollado la habilidad de no prestarle atención. El ruido de pasos en el piso de arriba parecía olvidado. Observó cómo Pirañavelo le servía una copa de oporto con una galantería y una perfección técnica de movimientos realmente notables.
—Desea empleo, ¿no es así?, ¿no es así? —dijo.
—Mi más ardiente deseo es estar al servicio de usted, señora —dijo Pirañavelo.
—¿Por qué? Dígame, ¿por qué?
—Siempre he intentado equilibrar en mi mente los argumentos intuitivos y los racionales, señora. Pero con usted me es imposible, ya que el deseo intuitivo de estar a su servicio es tan poderoso que eclipsa mis razones, por muy numerosas que sean. Sólo puedo decirle que desearía encontrarme a mí mismo trabajando bajo el techo de usted. Y ésta —añadió, levantando las comisuras de la boca en una sonrisa burlona— es la razón por la que no puedo darle otras razones.
—Mezclado con ese impulso metafísico, esa búsqueda de sí mismo de la que habla con tal desenvoltura —dijo el doctor—, está sin duda el deseo de aprovechar la primera oportunidad y alejarse de Vulturno y las desagradables tareas que sin duda ha desempeñado. ¿No es cierto?
—Lo es —contestó Pirañavelo.
Esta respuesta directa complació tanto al doctor que se levantó del sillón, y mostrando los dientes, se sirvió otra copa. Lo que le satisfacía especialmente era esa mezcla de astucia y de honestidad que aún no había llegado a reconocer como parte de un estrato todavía más profundo en la inteligencia de Pirañavelo.
Tanto Prunescualo como su hermana estaban encantados de haber conocido a un joven con sesos, por muy retorcidos que los tuviera. Era cierto que en Gormenghast había varias personas cultivadas, pero apenas se relacionaban con ellos en estos días. La condesa era poco conversadora. El conde solía estar demasiado deprimido para interesarse por temas sobre los que hubiera podido discutir largo y tendido con una perspicacia visionaria. Y las hermanas gemelas no eran capaces de mantener ningún tipo de conversación.
Aparte de la servidumbre, había otras muchas personas con las que Prunescualo tenía un contacto casi diario en el curso de sus obligaciones profesionales o sociales, pero el trato frecuente había hecho que ya no le interesara conversar con ellas, y estaba agradablemente sorprendido al comprobar que Pirañavelo, a pesar de su juventud, tenía talento para las palabras y una mente afilada. La señorita Prunescualo trataba con menos gente que el doctor. La referencia de Pirañavelo a propósito de su vestido la había complacido, y se sentía halagada por la forma en que a él le preocupaba la comodidad de ella. Ciertamente, no era más que un pequeño don nadie. Tendría que ocuparse de su vestimenta, por supuesto. En un principio, los ojos juntos y de mirada fija le parecieron un tanto simiescos, pero al cabo de un tiempo encontró excitante la manera en que la miraban. Estaba claro que el joven la consideraba no sólo como una dama, sino también como una mujer.
Aunque más superficial que su hermano, Irma era dueña también de una mente rápida y penetrante, e instintivamente advirtió en el joven una vena de inteligencia similar a la suya, aunque más poderosa. Ya se le había pasado la edad de buscar marido. Suponiendo que algún hombre se hubiera fijado en ella con esta intención, y además hubiera tenido la valentía de abordar el tema, la coincidencia habría sido demasiado inaudita. Irma Prunescualo no había dado nunca con una tal rara avis, y sus admiradores se habían limitado a una aproximación meramente verbal.
Precisamente, Irma había estado muy abatida antes de que los pasos de Pirañavelo delante de la puerta del cuarto la hubieran interrumpido. La mayoría de la gente pasa por períodos de retrospección en los que vuelve una y otra vez a los aspectos menos atractivos de su pasado. Irma Prunescualo no era una excepción, pero hoy había habido una nota desesperada en su abatimiento. Después de ajustarse las gafas sobre el puente de la nariz con gesto irritado, se retorció las manos y se sentó delante del espejo. Ignoró el hecho de que tenía el cuello demasiado largo, la boca delgada y dura, la nariz demasiado afilada, y los ojos muy hundidos, y se concentró en la profusión de áspero pelo gris que le caía en una sola onda desde la frente hasta la nuca, donde se recogía en un gran moño, así como en la calidad de la piel, que era realmente inmaculada. A sus ojos, estas dos cualidades bastaban por sí solas para hacer de ella un objeto digno de admiración. Y sin embargo, ¿qué admiración había recibido hasta ahora? ¿Dónde estaban los que debían admirarla y halagarla por aquella suave e incomparable tez y la espesa onda de la cabellera?
La galantería de Pirañavelo le había quitado por un momento el frío del corazón.
Ahora estaban los tres sentados. El doctor había bebido una dosis bastante superior a la que hubiera prescrito a un paciente. Movía los brazos a un lado y a otro mientras hablaba, y parecía disfrutar contemplando los arabescos que dibujaba con los dedos y que subrayaban en silencio cualquier tema sobre el que estuviera hablando.
También su hermana notaba los efectos de haber sobrepasado el cupo habitual de oporto. Cada vez que Pirañavelo hablaba, asentía con bruscos movimientos de cabeza, como para mostrar un acuerdo total.
—Alfred —dijo—, Alfred, te estoy hablando. ¿Me oyes? He dicho: ¿Me oyes, Alfred?
—Con toda claridad, Irma, mi querida, queridísima hermana. Tu voz me está sonando en el oído medio. De hecho, me suena en ambos oídos. Justo en el medio, o mejor dicho, en ambos oídos medios. ¿Qué sucede, carne de mi carne?
—Lo vestiremos de gris perla —dijo.
—¿Pero a quién, sangre de mi sangre? —exclamó Prunescualo—. ¿A quién vamos a ataviar del color de las palomas?
—¿Quién? ¿Cómo puedes decir «Quién»? A este joven, Alfred, a este joven. Va a ocupar el puesto de Bodoque. Mañana pienso despedir a Bodoque. Siempre ha sido lento y torpe. ¿Estás de acuerdo, Alfred? ¿Estás de acuerdo?
—Estoy más allá de los acuerdos, hueso de mis huesos. Mucho, mucho más allá de los acuerdos. Te cedo las riendas, Irma. Monta y echa a correr. El mundo es todo tuyo.
Pirañavelo advirtió que era el momento propicio.
—Confío en que desempeñaré mis obligaciones satisfactoriamente, señora. Mi recompensa será verla una vez más, o tal vez dos, con este traje oscuro que tan bien le sienta. He advertido una pequeña mancha en el dobladillo. Con su permiso, mañana la quitaré. Señora —dijo, con esa sorprendente simplicidad con la que salpicaba sus comentarios—, ¿dónde puedo dormir?
Irma se puso rígidamente en pie, y afectando una mayor dignidad de la que había sido necesaria en los últimos tiempos, le indicó con un gesto singularmente envarado que la siguiese, y salió por la puerta.
En algún lugar de las bóvedas de su pecho, un pájaro diminuto había empezado a cantar.
—¿Te vas para siempre y un día más? —exclamó el doctor, despatarrado en el sillón como un trozo de cuerda—. ¿Me vas a abandonar para siempre como a un náufrago, ja, ja, ja, para siempre y más que siempre?
—Por esta noche, sí —respondió la voz de Irma—. El señor Pirañavelo vendrá a verte mañana por la mañana.
El doctor bostezó, con un último destello de dientes, y se quedó dormido.
La señorita Prunescualo condujo a Pirañavelo hasta una puerta de la segunda planta. El joven comprobó que la habitación era sencilla, espaciosa y confortable.
—Haré que lo llamen por la mañana, y después le indicaré cuáles son sus obligaciones. ¿Me oye? ¿Me oye?
—Con gran placer, señora.
Irma Prunescualo fue hacia la puerta más tiesa que de costumbre, pues hacía mucho tiempo que no se esforzaba por andar con elegancia. La seda negra del vestido le brillaba a la luz de las velas, le susurraba en las rodillas. Volvió la cabeza desde la puerta, y Pirañavelo la saludó, inclinándose, y se mantuvo así hasta que la puerta se cerró detrás de ella.
Entonces Pirañavelo corrió hacia la ventana y la abrió.
Más allá del patio, la silueta montañosa del castillo de Gormenghast se elevaba oscuramente hacia la noche. El aire fresco le abanicó la frente grande y abombada. El rostro continuaba siendo una máscara, pero en lo más profundo del estómago sonreía satisfecho.