EL INCENDIO
AUNQUE LORD SEPULCRAVO era quien había convocado la Reunión, cuando los invitados llegaron a la biblioteca todos miraron a Agrimoho, ya que su conocimiento enciclopédico del ritual daba autoridad a cualquier procedimiento que fuese necesario. Como el más viejo, y en su opinión el más enterado de todos los presentes, estaba de pie junto a la mesa de mármol con un comprensible aire de importancia. Las suntuosas y favorecedoras vestimentas engendran sin duda un sentimiento de bienestar en quien las viste, pero ir cubierto, como Agrimoho, con unos harapos sacrosantos de color grana, era estar en un mundo por encima de consideraciones tales como el precio y la hechura de las ropas, y dar a la vez una impresión de decoro que ninguna riqueza puede comprar. Agrimoho sabía que si lo pidiera, los guardarropas de Gormenghast se abrirían enseguida para él. Pero no quería. Se había anudado recientemente la abigarrada barba de pelos alternados, blancos y negros. El arrugado pergamino de su rostro ancestral brillaba a la luz del atardecer que se derramaba por la ventana alta.
Excorio había conseguido encontrar cinco butacas, que alineó frente a la mesa. La señora Ganga, con Titus en el regazo, ocupó la posición central. Lord Sepulcravo se sentó a su derecha y la condesa Gertrude a la izquierda, en actitudes que les eran peculiares: el conde con el codo derecho apoyado en el brazo de la butaca y la barbilla hundida en la palma de la mano, y la condesa obliterando la butaca en que estaba sentada. A su derecha se sentó el doctor, con las largas piernas cruzadas, y una trivial sonrisa de anticipación en la cara. Al otro extremo de la hilera, la pelvis de Irma estaba por lo menos un palmo más atrás de la temblorosa perpendicular del tórax, el cuello y la cabeza. Fucsia, que se alegró de que no hubiera asiento para ella, se quedó de pie detrás de los otros, con las manos en la espalda. Retorcía entre los dedos un pequeño pañuelo verde. Al ver que Agrimoho daba un paso hacia adelante, se preguntó cómo se sentiría una persona tan vieja y arrugada. «Me pregunto si alguna vez seré tan vieja como él», pensó, «una anciana arrugada, más vieja que mi madre, más vieja incluso que Tata Ganga». Miró la masa negra de la espalda de su madre. «De todos modos, ¿quién hay aquí que no sea viejo? Ninguno. Sólo ese chico sin linaje. Mucho no me importa, pero es diferente, y demasiado listo para mí. Y ni siquiera él es joven. No como yo quisiera que fueran mis amigos».
Recorrió con la mirada la fila de cabezas. Unas tras otra: cabezas viejas que no comprendían.
Por último, clavó la mirada en Irma.
«Ella tampoco es de linaje», se dijo Fucsia, «y tiene un cuello demasiado limpio, y además es el más largo y delgado y divertido que yo haya visto jamás. Me pregunto si no es una jirafa blanca, y finge todo el tiempo que no lo es». La mente de Fucsia voló hacia la pata disecada de jirafa en el desván. «Quizá es suya», pensó. La idea le pareció tan divertida, que no pudo contenerse y estalló en una risa ahogada.
Agrimoho, que iba a empezar y había levantado la vieja mano con este propósito, se sobresaltó y la miró de soslayo. La señora Ganga apretó a Titus contra ella y se dispuso a escuchar con atención. Lord Sepulcravo no se movió ni una pulgada, pero abrió un ojo lentamente. Lady Gertrude, como si la risa sofocada de Fucsia hubiera sido una señal, le chilló a Excorio, que estaba detrás de la puerta de la biblioteca:
—¡Abra la puerta y deje entrar a ese pájaro! ¿A qué espera, buen hombre? —y emitió un curioso silbido de ventrílocuo; y una curruca del bosque entró ondulando por el largo y oscuro hueco de la biblioteca y se le posó en el dedo.
Irma se estremeció, pero era demasiado refinada para volverse, y fue el doctor quien entró en contacto con Fucsia por medio de un exquisitamente oportuno guiño del ojo izquierdo detrás de un lente convexo, como una ostra que se abre y se cierra en un remanso de agua.
Agrimoho, azorado por la indecorosa llamada y también por la presencia de la curruca, que lo distraía paseándose de arriba abajo por el brazo de lady Gertrude, alzó de nuevo la cabeza acariciándose un nudo corredizo en la barba.
La voz ronca y temblorosa erró por la biblioteca como si se hubiera perdido.
Las largas estanterías se levantaban alrededor, hilera sobre hilera, circunscribiendo el mundo de las gentes de Gormenghast con una muralla de otros mundos, prisioneros aunque vivos entre la red de millones de comas, puntos y comas, puntos finales, guiones y otros símbolos impresos.
—Nos hemos reunido en esta antigua biblioteca —declamó Agrimoho— a instigación de Sepulcravo, septuagésimo sexto conde de la casa de Gormenghast y señor de las tierras que se extienden en todas direcciones, al norte hacia los yermos, al sur hacia las grises marismas de sal, al este hacia las tierras movedizas y el mar sin mareas, y al oeste hacia las rocas abruptas e interminables.
Esto fue comunicado en una sola tirada, con voz débil y monótona. Agrimoho tosió un rato y luego, recobrando el aliento, prosiguió mecánicamente:
—Nos hemos reunido en este decimoséptimo día de octubre para prestar oídos a su señoría. Estas noches la luna está en el ascendente y el río repleto de peces. Los búhos de la Torre de los Pedernales buscan sus presas como antaño y es oportuno que en el decimoséptimo día de un mes de otoño, su señoría dé a conocer el tema que le preocupa. Los deberes sagrados que nunca ha vacilado en cumplir concluyen a esta hora. Es apropiado que sea ahora, la sexta hora del día.
»Yo, Agrimoho, en tanto que Maestro del Ritual, Guardián de los Documentos y Confidente de la Familia, puedo afirmar que el hecho de que su señoría les hable no contraviene en ningún sentido los principios de Gormenghast.
»Pero, su señoría el conde y su señoría la condesa —continuó salmodiando Agrimoho—, no es ningún secreto para los que aquí están reunidos que es en la criatura que ocupa el lugar de honor, que es en lord Titus donde convergerán nuestros pensamientos esta tarde. No es ningún secreto.
Agrimoho descargó una horrible tos de pecho.
—Es en lord Titus —dijo, echando una mirada empañada a la criatura, y luego, alzando la voz—, es en lord Titus —repitió con irritación.
Tata advirtió de repente que el anciano le hacía señas y comprendió que tenía que levantar al bebé en el aire como si se tratara de una pieza de subasta. Lo levantó, pero nadie miró la pieza exhibida, excepto Prunescualo, que casi se tragó a Tata y el bebé con una sonrisa tan devoradora, tan dental, que Tata alzó el hombro defendiéndose y volvió a apretar a Titus contra el pecho plano.
—Voy a darles la espalda y a golpear la mesa cuatro veces —dijo Agrimoho—, Ganga pondrá a la criatura sobre la mesa y lord Sepulcravo… —en este momento tuvo un acceso de tos más violento que nunca, y el cuello de Irma tembló a la vez un poco, y enseguida ella retomó el hilo a su manera tosiendo recatadamente cinco veces. Se volvió a la condesa con aire de disculpa, y arrugó la frente reconociéndose culpable. Pudo ver que la condesa no había advertido la silenciosa disculpa. Arqueó la nariz. No había tenido conciencia de que hubiese en la sala otro olor, además del olor dominante a cuero rancio, pero ocurría que las terminaciones nerviosas de su hipersensible membrana pituitaria estaban actuando por su cuenta.
Agrimoho tardó un rato en recuperarse de su acceso de tos, pero al fin se enderezó y repitió:
—Ganga pondrá a la criatura sobre la mesa y lord Sepulcravo avanzará, precedido de su criado, y cuando esté justo detrás de mí, me tocará la nuca con el dedo índice de la mano izquierda.
»A esta señal, tanto yo como Ganga nos retiraremos, y lord Sepulcravo dará la vuelta a la mesa, sobre la que Ganga habrá depositado al bebé, y se pondrá al otro lado, de cara a nosotros.
—¿Tienes hambre, amorcito mío? ¿No has encontrado grano? ¿Es eso lo que te pasa?
La voz estalló tan repentina y pesadamente, y tan a continuación de los trémulos acentos de Agrimoho, que en un primer momento todos creyeron que la observación iba dirigida a ellos personalmente; pero al volver la cabeza, vieron que la condesa sólo le hablaba a la curruca. En cuanto a si el pájaro dio alguna respuesta, eso nunca se supo, pues Irma tuvo otro ataque menos recatado de tos seca, y fue pronto imitada por su hermano y Tata Ganga, que llenaron la sala de ruido.
Asustada, la curruca salió volando, y lord Sepulcravo, que se encaminaba hacia la mesa, se detuvo y miró con irritación la hilera de ruidosas figuras; pero en ese instante, un ligero olor a humo empezó a hacerse perceptible, y el conde alzó la cabeza y husmeó el aire de un modo lento y melancólico. Al mismo tiempo, Fucsia notó una aspereza en la garganta. Miró alrededor y arrugó la nariz, pues el humo, aunque todavía invisible, se estaba infiltrando ininterrumpidamente en la biblioteca.
Prunescualo se había levantado de la butaca que ocupaba junto a la condesa; torciendo la boca con una mueca burlona, y enlazando las manos blancas, dejó que sus ojos recorrieran rápidamente el salón. Tenía la cabeza inclinada de costado.
—¿Qué pasa, buen hombre? —preguntó la voz profunda de la condesa, que seguía sentada en la butaca.
—¿Que qué pasa? —dijo el doctor, sonriendo más enfáticamente pero moviendo siempre los ojos—. Es una cuestión de atmósfera; por lo que puedo juzgar, así, con tan, pero tan escasa información, su señoría, por lo que apenas me atrevo a juzgar, ja, ja, ja. Es una cuestión de espesamiento de la atmósfera, ja, ja.
—Humo —replicó la condesa brusca y pesadamente—. ¿Qué pasa con el humo? ¿Es que nunca lo ha olido antes?
—En muchas y repetidas ocasiones, su señoría —respondió el doctor—. Pero nunca, si me permite, nunca aquí.
La condesa gruñó entre dientes y se apoltronó aún más en la butaca.
—Aquí nunca hay humo —comentó lord Sepulcravo. Enseguida volvió la cabeza hacia la puerta y elevó un poco la voz—: Excorio.
El larguirucho criado emergió de las sombras como una araña.
—Abra la puerta —dijo el conde severamente; y mientras la araña se volvía y emprendía el viaje de regreso, lord Sepulcravo dio un paso hacia el viejo Agrimoho, ahora doblado sobre la mesa en un paroxismo de tos. Su señoría lo sujetó por el codo e hizo un signo a Fucsia para que se acercara y sostuviera al anciano por el otro lado. Los tres se encaminaron hacia la puerta siguiendo a Excorio.
Lady Groan seguía sentada como una montaña y observaba al pájaro.
El doctor Prunescualo estaba frotándose los ojos y tenía las gruesas gafas momentáneamente levantadas por encima de las cejas. Pero estaba muy atento, y en cuanto se reajustó las gafas, dedicó una sonrisa a cada uno de los presentes. Detuvo unos instantes la mirada en su hermana Irma, que estaba rasgando sistemáticamente un carísimo pañuelo de seda de color crema y delicado bordado. Los cristales oscuros de las gafas le ocultaban los ojos, pero a juzgar por el surco fino, húmedo y caído de los labios y el temblor de la puntiaguda nariz, era de suponer que estaban en contacto con la humedad que el humo había depositado en las gafas y que empañaba la cara interior de los cristales.
El doctor juntó las yemas de los dedos, y luego, separando las afiladas extremidades de los índices, observó un momento cómo giraban uno alrededor del otro. Enseguida volvió los ojos hacia el fondo de la sala y vio que el conde y su hija iban hacia la puerta, sosteniendo al anciano. Alguien, probablemente Excorio, hacía mucho ruido forcejeando con el pesado pomo de la puerta.
La humareda se estaba extendiendo. Preguntándose por qué demonios la puerta no estaba abierta, el doctor empezó a escudriñar la sala buscando la fuente de las cada vez más espesas espirales. Al pasar por delante de Tata Ganga, vio que había sacado a Titus de la mesa de mármol. Lo apretaba contra ella envuelto en unas capas de tela que lo ocultaban por completo. Del bulto se escapaban unos sollozos ahogados. La arrugada boquita de Tata colgaba entreabierta, y sus lacrimosos ojos parecían más enrojecidos que de costumbre a causa del humo punzante; pero la anciana no se movía.
—Mi queridísima buena mujer —dijo Prunescualo, y giró bruscamente cuando ya iba a pasar flotando junto a ella—, mi queridísima Ganga, lleve a su minúscula señoría hacia la puerta, que por alguna sutil razón que a mí se me escapa permanece cerrada. ¿Por qué? En nombre de la ventilación, no me lo explico. Pero es así. Permanece cerrada. De cualquier manera, llévelo, mi querida Ganga, a la susodicha puerta y póngale la cabeza infinitesimal junto al ojo de la cerradura (¡seguramente eso está todavía abierto!), y aunque no pueda introducir al bebé por el agujero, por lo menos dará a los pulmones de su señoría algo para ir tirando.
Tata Ganga no había sabido nunca interpretar las frases largas del doctor, especialmente cuando le llegaban a través de un velo de humo, y todo lo que consiguió entender fue que tenía que tratar de introducir a su pequeña señoría por la cerradura. Estrechando al bebé contra el pecho, se apartó del doctor, gritando:
—¡No! ¡No! ¡No!
El doctor Prunescualo volvió los ojos en blanco hacia la condesa. Parecía que ella se había dado cuenta al fin de lo que ocurría en la sala, y estaba recogiendo grandes pliegues de tela de un modo lento y deliberado, como preparándose para ponerse de pie.
El golpeteo en la puerta era cada vez más violento, pero el humo y la penumbra natural del lugar impedían ver alrededor.
—¡Ganga! —dijo Prunescualo, avanzando hacia ella—, ¡vaya de prisa a la puerta, como mujer inteligente que es!
—¡No!, ¡no! —chilló la enana con una voz tan ridícula que el doctor, después de sacar un pañuelo del bolsillo, la levantó del suelo y se la puso debajo del brazo. Envolviendo la cintura de Tata Ganga, el pañuelo impedía que las ropas de la niñera estuvieran en contacto con las del doctor. Las piernas de Tata, como ramitas negras al viento, se sacudieron unos instantes y luego se quedaron quietas.
Pero antes de que llegaran a la puerta vieron a lord Sepulcravo, que misteriosamente emergía del humo.
—La puerta está cerrada con llave desde fuera —susurró entre ataques de tos.
—¿Cerrada con llave? —preguntó Prunescualo—. ¿Con llave, su señoría? ¡En nombre de la perfidia, esto se está poniendo intrigante! Muy intrigante. Tal vez demasiado intrigante. ¿Qué te parece a ti, Fucsia, mi querida damisela? ¿Eh?, ja, ja. Bueno, bueno, tenemos que ponernos muy cerebrales, ¿no es cierto? En nombre del raciocinio, ¡no nos queda más remedio! ¿Puede romperse? —Se volvió hacia lord Sepulcravo—. Su señoría, ¿podremos abrir una brecha, ya sabe, embestirla con un ariete y todas esas cosas deliciosas?
—Demasiado gruesa, Prunescualo —le respondió el conde—, roble de cuatro pulgadas.
Habló lentamente, en extraño contraste con el gorjeo rápido e interjectivo de Prunescualo.
A Agrimoho lo habían dejado sentado junto a la puerta, y tosía como si estuviese destrozándose el viejo cuerpo.
—No hay llave para la otra puerta —prosiguió lord Sepulcravo lentamente—. Nunca se utiliza. ¿Y qué me dicen de la ventana? —Por primera vez una mirada de alarma apareció en su rostro ascético. Fue rápidamente hacia las estanterías más próximas y pasó los dedos por los lomos encuadernados. Luego se volvió con una rapidez insólita en él—. ¿Dónde es más denso el humo?
La voz de Prunescualo salió de la humareda.
—He estado buscando el origen, su señoría, pero es tan denso en todas partes que es difícil saberlo. En nombre de los abismos tenebrosos, es condenadamente difícil. Pero sigo indagando, ja, ja, sigo indagando. —Gorjeó un rato como un pájaro, y luego volvió a recuperar el habla—. ¡Fucsia, querida! —exclamó—. ¿Estás bien?
—¡Sí, sí! —Fucsia tragó saliva antes de poder contestar, pues estaba muy asustada—. Sí, doctor Prune.
—¡Ganga! —chilló el doctor—. Mantenga a Titus cerca de la cerradura. Vigila que lo haga, Fucsia.
—Sí —susurró Fucsia, y fue en busca de Tata Ganga.
En aquel momento, un grito incontrolado resonó en la biblioteca.
Irma había desgarrado el pañuelo color crema en tiras tan diminutas que ya no le quedaba nada que rasgar, y con las manos forzosamente ociosas no pudo dominarse por más tiempo. Llevándose los nudillos a la boca, había intentado ahogar el grito, pero su terror era ahora demasiado fuerte para tales recursos, y a último momento olvidó todo lo que había aprendido sobre el decoro y el comportamiento de las damas, y con las manos clavadas en los muslos se levantó de puntillas y su garganta de cisne dejó escapar un grito que hubiera helado la sangre de un guacamayo.
Una enorme figura surgió de la humareda a unos pocos pies de lord Sepulcravo, y mientras él observaba la borrosa mitad superior, y la identificaba como la cabeza de su esposa, se le paralizaron los miembros, pues el grito de Irma había resonado en el momento en que apareciera la cabeza, cuya amenazadora proximidad se juntó con el grito dando un horror de ventrílocuo al momento. Al espanto de una cabeza y una voz que le atacaban el oído y el ojo simultáneamente, aunque desde distintas direcciones, se sumaba la horrible idea de que Gertrude había perdido el juicio hasta el punto de emitir un grito de un tono estridente, incompatible con la grave cuerda floja de violonchelo que le reverberaba en la garganta. Comprendió enseguida que no era Gertrude quien había chillado, pero la sola idea de que hubiera podido ser ella, hizo que se sintiera enfermo, y se le cruzó el pensamiento de que a pesar del peso intransigente y severo del carácter de su mujer, sería algo horrendo y maligno que ahora fuera a cambiar.
La forma borrosa de la cabeza de Gertrude se volvió hacia el grito sobre un cuello borroso, y el conde vio que el enorme y vacilante perfil se alejaba poco a poco, abriéndose paso a través de la espesura, guiado por la estridente estrella fugaz del grito de Irma.
Lord Sepulcravo se estrujó las manos convulsivamente, hasta que los nudillos se le pusieron blancos, y sus diez pronunciadas crestas temblaron a través del humo que tenía entre las manos y la cabeza.
La sangre empezó a martillearle las sienes, y la amplia frente blanca se le perló de gruesas gotas.
Se mordió el labio inferior y arrugó las cejas como si estuviera meditando algún problema académico. Sabía que nadie podía verlo ahora, pues el humo era casi opaco, pero se observó minuciosamente. Notó que la posición de los brazos y la actitud de todo su cuerpo eran exageradas y rígidas. Descubrió que tenía los dedos extendidos en un histriónico gesto de pánico. Tendría que dominar sus miembros antes de poder organizar las actividades de la sala llena de humo. Y así observaba, esperando poder recuperarse, y mientras observaba comprendió que estaba librando una batalla. Tenía sangre en la lengua y se había mordido la muñeca. Ahora entrelazaba las manos, y le pareció que pasaba una eternidad antes de que los dedos abandonaran aquella pugna mortal y fratricida. No obstante, su pánico no podía haber durado más que unos pocos instantes, pues el eco del grito de Irma aún le resonaba en los oídos cuando empezó a aflojar las manos.
Entretanto, Prunescualo había llegado junto a su hermana y la había encontrado con el cuerpo erguido como preparándose para volver a gritar. Prunescualo, aunque cortés como siempre, tenía en sus ojos de pez algo que casi podría llamarse determinación. Una ojeada a su hermana le bastó para comprender que tratar de razonar con ella sería tan inútil como intentar cristianizar a un buitre. Irma estaba de puntillas, con los pulmones dilatados. Con la larga mano blanca el doctor le abofeteó la larga cara blanca, haciéndole expulsar el aire de los pulmones por la boca, las orejas y la nariz. Hubo un ruido como de guijarros, de guijarros arrastrados hacia el mar en una noche oscura.
La llevó rápidamente a través de la sala, con los talones rascando el suelo, y después de palpar en la humareda con un pie delicado, descubrió una silla y acomodó allí a su hermana.
—¡Irma! —le chilló en la oreja—, mi humillante y calamitoso viejo cordel enjalbegado, ¡quédate sentada! Alfred se ocupará del resto. ¿Puedes oírme? ¡Ahora sé buena! Sangre de mi sangre, compórtate ya, ¡maldita sea!
Irma estaba quieta como una muerta, salvo por una mirada de profundo asombro en los ojos.
Prunescualo iba a hacer un nuevo intento por descubrir el origen del humo, cuando oyó la voz de Fucsia imponiéndose por encima de las toses, que eran entonces el constante ruido de fondo de la biblioteca.
—¡Doctor Prune! ¡Doctor Prune! ¡Rápido! ¡Rápido, rápido, doctor Prune!
El doctor se estiró elegantemente los puños de la camisa, trató de cuadrar los hombros, aunque sin éxito, y fue medio corriendo y medio andando hacia la puerta donde Fucsia, la señora Ganga y Titus habían sido vistos por última vez. Cuando estimó que estaba a mitad de camino y que ya no quedaba ningún mueble como obstáculo, aceleró la marcha. Lo hizo aumentando no sólo el largo sino también la altura de sus pasos, de modo que corría como haciendo cabriolas en el aire. De pronto, chocó brutalmente contra algo que le pareció un enorme travesaño puesto de punta.
Después de apartar la cara de los ropajes con olor a sebo que parecían colgarle alrededor como cortinas, alargó la mano tentativamente y se estremeció al notar que estaba tocando unos dedos largos.
—¿Prune? —dijo la enorme voz—. ¿Es usted Prune?
La boca de la condesa se abría y cerraba a una pulgada de la oreja izquierda de Prunescualo.
El doctor gesticuló con elocuencia, pero su artística demostración se perdió en el humo.
—Lo es. O mejor dicho —puntualizó, hablando aún más rápido que de costumbre—, es Prunescualo, lo cual, si me permite decirlo, es más estrictamente correcto, ja, ja, ja, incluso en la oscuridad.
—¿Dónde está Fucsia? —dijo la condesa. Prunescualo sintió que lo agarraban por el hombro.
—Junto a la puerta —dijo el doctor, deseando librarse del peso de la mano, y preguntándose, incluso en medio de las toses y de la oscuridad, en qué estado quedaría la tela que se le ajustaba a los hombros tan elegantemente cuando la condesa hubiera acabado con ella—. Iba a buscarla, y de pronto nos encontramos, ja, ja, nos encontramos, por así decir, tan palpablemente, tan inevitablemente.
—¡Calma, buen hombre! ¡Calma! —dijo lady Gertrude, aflojando la mano—. Vaya a buscármela y tráigala aquí… y rompa el cristal de una ventana. Prune, rompa un cristal.
El doctor se alejó como un relámpago, y cuando le pareció que se encontraba a unos pocos palmos de la puerta, preguntó gorjeando:
—¿Estás ahí, Fucsia?
Fucsia estaba justo debajo de él, y el doctor se sorprendió al oír la voz de la muchacha subiendo a borbotones a través del humo.
—Está enferma. Muy enferma. ¡Rápido, doctor Prune, rápido! Haga algo por ella. —El doctor notó que le aferraban las rodillas—. Está ahí abajo, doctor Prune. La estoy sosteniendo.
Prunescualo se subió los pantalones y se arrodilló rápidamente.
La atmósfera parecía más vibrante en esta parte de la sala, más de lo que pudiera atribuirse a cualquier cantidad de aire que hubiese entrado por la cerradura. Las toses eran horribles: la de Fucsia profunda y jadeante, y la de Tata débil y continua, y la que más alarmó al doctor. Buscó a tientas a la vieja niñera y la encontró en el regazo de Fucsia. Deslizando la mano sobre el diminuto pecho de polluelo, notó que el corazón le latía apenas. Había un olor rancio en la oscuridad, a la izquierda, y enseguida oyó los accesos de tos más secos que hubiera conocido jamás; le recordaron el polvo de ladrillo, y le revelaron la proximidad de Excorio, que abanicaba el aire mecánicamente con un voluminoso libro que había arrancado de una estantería próxima. El hueco dejado en la hilera de libros ocultos se había llenado inmediatamente de volutas de humo —un nicho alto y estrecho de sofocante oscuridad, un hueco fantasmal en una hilera de coriáceas muelas del juicio.
—Excorio —llamó Prunescualo—, ¿puede oírme, Excorio? ¿Cuál es la ventana más grande de la sala? Rápido, amigo mío, ¿cuál es?
—Pared norte —dijo Excorio—. Muy alta.
—Vaya y rómpala enseguida. Vamos, enseguida.
—No hay galería allí. Imposible alcanzarla.
—¡No discuta! Utilice la cabeza. Usted conoce la sala. Encuentre un proyectil, mi buen Excorio, encuentre un proyectil, y rompa el cristal. Oxígeno para la señora Ganga, ¿no le parece? ¡En nombre de todos los céfiros, sí! Ve a ayudarlo, Fucsia. Encontrad la ventana y romped el cristal, incluso si tenéis que lanzar a Irma como proyectil, ja, ja, ja. Y no tengas miedo, Fucsia. Después de todo, el humo no es más que humo: no está compuesto de cocodrilos, oh no, no es tan tropical. Ahora daos prisa. Romped el cristal como sea y dejad que la noche entre a raudales, y entretanto yo me ocuparé de la querida Tata y de Titus, ja, ja, ja, ¡oh, sí!, ¡claro que sí!
Excorio agarró el brazo de Fucsia y los dos se alejaron en la oscuridad.
Prunescualo atendió ante todo a la señora Ganga, asegurándole que el problema se resolvería en un santiamén sin necesidad de intervenciones científicas. Luego, después de comprobar que, aunque prietamente envuelto, Titus era capaz de respirar, se sentó sobre los talones. De repente, volvió la cabeza, pues se le acababa de ocurrir una idea.
—¡Fucsia! —gritó—, encuentra a tu padre y pídele que arroje su bastón de jade contra la ventana.
Lord Sepulcravo, que acababa de superar otro momento de pánico, y que casi se había partido en dos el labio inferior, habló con una voz maravillosamente tranquila en cuanto el doctor acabó de gorjear su mensaje.
—¿Dónde está Excorio? —dijo.
—Estoy aquí —respondió Excorio, unos pasos más atrás del conde.
—Venga a la mesa.
Excorio y Fucsia avanzaron hacia la mesa, buscándola a tientas con las manos.
—¿Ya ha llegado?
—Sí, padre —dijo Fucsia—, estamos los dos aquí.
—¿Eres tú, Fucsia? —dijo una voz nueva. Era la condesa.
—Sí —contestó Fucsia—. ¿Estás bien?
—¿Has visto a la curruca? —dijo la condesa—. ¿La has visto?
—No —dijo Fucsia. El humo le irritaba los ojos y la oscuridad la aterraba. Como su padre, había sofocado ya una veintena de gritos.
La voz de Prunescualo sonó de nuevo desde el fondo de la sala:
—¡Al diablo la curruca y todos sus amigos emplumados! ¿Ha encontrado los proyectiles, Excorio?
—Venga usted aquí, Escualo… —empezó la condesa, pero no pudo continuar pues los pulmones se le llenaron de penachos negros.
Durante unos instantes no hubo nadie en la sala que pudiera hablar, y respiraban cada vez con más trabajo. Por fin, se oyó la voz del conde.
—Sobre la mesa —susurró—, pisapapeles… de latón…, sobre la mesa. Rápido… Excorio… Fucsia…, buscadlo. ¿Lo habéis encontrado?… Pisapapeles… de latón.
Las manos de Fucsia toparon pronto con el pesado pisapapeles, y en ese preciso momento la sala se iluminó con una lengua de fuego que subió entre los libros, a la derecha de la puerta inutilizada. Se extinguió casi inmediatamente, retirándose como una lengua de víbora, pero un instante después se alzó de nuevo en una espiral escarlata, retorciéndose de izquierda a derecha mientras lamía los lomos dorados y tachonados de los libros de lord Sepulcravo. Esta vez no se extinguió, y una miríada de tentáculos vacilantes se aferraron al cuero mientras los títulos de los libros brillaban con una gloria efímera. Fucsia no los olvidaría nunca, esos primeros títulos refulgentes que parecían estar anunciando la muerte de todos ellos.
Durante un rato hubo un silencio absoluto; luego, con un grito ronco, Excorio se precipitó hacia las estanterías a la izquierda de la puerta principal. Las llamas habían prendido en un bulto caído en el suelo, y sólo cuando Excorio lo levantó y lo transportó a la mesa, se acordaron los demás del octogenario; pues el bulto olvidado era Agrimoho. Al doctor le costó tiempo determinar si estaba vivo o no.
Mientras Prunescualo intentaba reanimar al anciano, tendido sobre la mesa de mármol en sus harapos de color granate, Sepulcravo, Fucsia y Excorio se pusieron debajo de la ventana, que cada vez se distinguía con mayor claridad. Sepulcravo, el primero en arrojar el pisapapeles de latón, fracasó de un modo lamentable, prueba definitiva (pero quizás innecesaria) de que no era hombre de acción, y de que no había malgastado su vida consagrándola a los libros. Excorio fue el siguiente en probar su habilidad. Aunque contaba con la ventaja de una mayor estatura, no fue más afortunado que su señoría, a causa de una superabundancia de calcio en las articulaciones de los codos.
Entretanto, Fucsia había empezado a escalar las estanterías, que llegaban hasta unos cinco pies de la ventana. Mientras subía con dificultad, los ojos inundados de lágrimas y el corazón latiéndole desaforadamente, echaba los libros al suelo buscando puntos de apoyo para las manos y los pies. Era un difícil ascenso, pues la pared caía a plomo y los pulimentados estantes estaban demasiado resbaladizos para agarrarse a ellos con mano firme.
La condesa había subido a la galería, donde había encontrado a la curruca revoloteando alocadamente en un rincón oscuro. Arrancándose una mecha de cabellos rojizos, le había atado cuidadosamente las alas, y después de apretarle el pecho palpitante contra su mejilla, se había metido la curruca entre su propio cuello y el escote del vestido, dejando que se deslizara hasta las espaciosas regiones nocturnas de los pechos, donde se quedó quieta, pensando, sin duda una vez olvidado el terror de las llamas, que había dado con el nido de los nidos, más suave que el musgo, inviolado, y caldeado con sangre somnolienta.
Cuando Prunescualo comprobó más allá de toda duda que Agrimoho estaba muerto, alzó un cabo suelto de la arpillera grana que se desplegaba sobre la mesa de mármol desde los hombros del anciano, y le cubrió los ojos.
Después miró de soslayo las llamas. Se habían extendido y ardían en una cuarta parte de la pared este. El calor estaba haciéndose insoportable. Echó una segunda mirada a la puerta que tan misteriosamente había quedado cerrada, y vio a Tata Ganga, con Titus en brazos, agachada junto a la cerradura, el único sitio posible para ellos. Si pudieran romper la ventana y montar debajo algún tipo de andamio, tal vez aún podrían escapar a tiempo, aunque cómo diablos se las arreglarían para descender por la parte de afuera, era harina de otro costal. Una cuerda, quizá. ¿Pero de dónde iban a sacar una cuerda? Y además, ¿con qué iban a construir el andamio?
Prunescualo miró alrededor, buscando algo que pudiera utilizarse. Descubrió a Irma tendida en el suelo, contorsionándose como un trozo de anguila que acaban de seccionar, pero que todavía conserva ideas propias. Tenía la hermosa y ajustada falda toda arrugada alrededor de los muslos. Las elegantes uñas pintadas arañaban convulsivamente el suelo de madera. «Dejemos que se retuerza un rato», se dijo rápidamente. «Ya nos ocuparemos de ella más tarde, pobre desdichada». Volvió a mirar a Fucsia, que ya casi había llegado al último estante de libros y alargaba una mano temblorosa hacia el bastón con pomo de jade negro.
—¡Ánimo, Fucsia, mi niña!
Fucsia oyó vagamente la voz del doctor que le llegaba de abajo. Durante un momento, todo osciló ante ella, y la mano derecha le tembló agarrada a la resbaladiza estantería. Lentamente, se le aclararon los ojos. No le era fácil blandir el bastón en la mano izquierda, y estiró tiesamente el brazo hacia atrás, preparándose para golpear la ventana con un único y rígido movimiento.
La condesa, apoyada en la baranda de la galería, la observaba tosiendo ruidosamente, y entre seísmo y seísmo de tos, bajaba los ojos, y abriendo con el dedo índice el escote del vestido, silbaba entre dientes al pájaro acurrucado entre sus pechos.
Sepulcravo miraba a su hija a medio camino de la pared, rodeada de libros que bailaban en la luz escarlata. Las manos del conde estaban librando otra lucha, pero adelantaba la delicada barbilla, y en los ojos melancólicos no tenía más pánico que el razonable en un hombre normal en esas condiciones. El hogar de libros estaba en llamas. Toda una vida amenazada, y él ni siquiera se movía. La mente sensible ya no le funcionaba como antes; había trabajado tanto tiempo en un mundo de abstracciones filosóficas que este otro mundo de acciones prácticas y rápidas la habían trastornado. El ritual que su cuerpo había tenido que desempeñar durante cincuenta años, no lo había preparado para los accidentes fortuitos. Observaba a Fucsia con una fascinación ensoñadora, mientras sus manos entrelazadas continuaban luchando.
Excorio y Prunescualo se colocaron justo debajo de Fucsia, que se tambaleaba. En cuanto la muchacha estiró el brazo, ambos se apartaron un poco a la derecha para evitar los trozos de cristal que pudieran caer dentro.
Fucsia balanceó el brazo con los ojos clavados en el ventanal, y de pronto se encontró mirando una cara, una cara encuadrada en un marco de oscuridad, a unos pocos palmos de la suya. Sudaba llamaradas, y unas sombras carmesíes le pasaban por encima mientras las llamas brincaban en la sala de abajo. Sólo los ojos repelían el aire lúcido. Juntos como las ventanas de una nariz, no eran tanto ojos como túneles estrechos por los que se derramaba la Noche.