MIENTRAS LA ANCIANA NIÑERA DORMITA

DEJEMOS POR EL MOMENTO a Pirañavelo en casa de los Prunescualo, donde en su relativamente elástica capacidad de hombre-para-todo, asistente médico, ayuda de cámara y conversador, consiguió introducirse firmemente en la estructura doméstica. Amable y cortés, producía día a día un efecto más insidioso, hasta que al fin fue considerado parte del menage. Sólo el cocinero lo trataba como un intruso; como viejo sirviente de la casa, no tenía ninguna simpatía por un arribista y se mostraba abiertamente desconfiado.

El doctor comprobó que el muchacho aprendía con gran facilidad, y a las pocas semanas le confió todo el trabajo de la farmacia. En verdad Pirañavelo sentía una gran fascinación por los productos químicos y por las drogas, y a menudo se dedicaba a preparar recetas de su propia invención.

De las comprometedoras y trágicas consecuencias que acarrearía todo esto, aún no es momento de hablar.

Dentro del castillo, continuaban los venerables rituales cotidianos. La excitación que había seguido al nacimiento de Titus, había disminuido bastante. Tal como había anunciado, la condesa hizo caso omiso de las advertencias del consejero médico, y había vuelto a sus idas y venidas. Al principio, por cierto, se sentía muy débil, pero estaba tan irritada por no poder saludar el alba como tenía por costumbre, acompañada de la blanca marea de gatos, que al fin se enfrentó al cansancio de su cuerpo.

Durante los tres amaneceres que siguieron al nacimiento de Titus, había oído a los gatos que la llamaban desde el césped a sesenta pies por debajo de la habitación. Tendida todo a lo largo en la cama, a la luz de las velas, había deseado estar con ellos, y unas gotas de sudor le habían perlado la piel mientras agónicamente trataba de recuperarse.

Si los pájaros no hubieran estado con ella, la frustración le habría hecho más daño que el acto físico de levantarse. La siempre cambiante población de sus emplumados retoños fue el único consuelo que tuvo en esos pocos días que a ella le parecieron meses.

El grajo blanco era el que con más constancia reaparecía en la ventana ahogada de yedra, aun cuando hasta ese momento había sido la visita más inconstante.

La condesa le hablaba a veces hasta una hora, con aquella voz profunda, llamándolo «señor Tiza» o «criatura malvada». A veces acudían todos los compañeros del grajo, y los cantos estremecían la habitación. A veces, cuando tenían ganas de ejercitar las alas en el cielo, desfilaban en tropel uno tras otro hacia la ventana de yedra y una docena de grajos revoloteaban juntos alrededor mientras esperaban en el aire sombrío el turno de escurrirse fuera, cayendo y subiendo, agitando las alas multicolores. Quizás por este motivo, la condesa se encontraba a veces casi sola. En cierta ocasión, sólo la habían acompañado una tarabilla y un viejo mochuelo.

Ahora se sentía ya con fuerzas para caminar y observar cómo los pájaros volaban en círculos por el cielo, o bien para sentarse en el cenador al final del inmenso prado, y con los rayos del sol que le incendiaban el pelo cobrizo y le hacían más pálidos el rostro y el cuello, contemplar las circunvoluciones multiformes y níveas de sus felinos.

La señora Ganga se había dado cuenta de que dependía cada vez más de la ayuda de Keda, por mucho que le disgustara admitirlo. Había una calma en Keda que la anciana no lograba entender. De vez en cuando se esforzaba por impresionar a la joven con amagos de una autoridad que no tenía, y estaba siempre buscándole algún fallo. Era una actitud tan evidente y patética que ni siquiera molestaba a la muchacha de las casas de barro. Sabía que aproximadamente una hora después de que la señora Ganga creyera que ya había puesto los puntos sobre las íes, la niñera acudiría a ella al borde de las lágrimas por cualquier motivo insignificante, y le hundiría la temblorosa cabeza en el costado.

Si bien Keda sentía cariño por Titus, a quien había cuidado y amamantado tiernamente, había empezado a comprender que era hora de volver a las casas de barro. Había dejado a los suyos bruscamente, como alguien que llamado por la Providencia, de repente abandona todo para emprender una nueva vida. Ahora comprendía que había cometido un error y que sería una falsedad permanecer en el castillo más tiempo del que fuera necesario para el niño. Más que un error, sería un problema de conciencia, pues sólo por una razón muy particular se había aprestado a acompañar enseguida a la señora Ganga.

Día tras día, desde la ventana de la pequeña habitación que le habían asignado junto a la de la señora Ganga, había contemplado la alta muralla del castillo que le ocultaba las viviendas que había conocido desde niña, y donde en el transcurso del último año sus pasiones habían sido tan cruelmente excitadas.

La criatura que había enterrado recientemente era hijo de un viejo escultor de reputación incomparable entre los Moradores. El matrimonio le había sido impuesto por una férrea ley. Los escultores cuyo genio era unánimemente reconocido tenían el privilegio, al sobrepasar los cincuenta años, de elegir esposa entre las doncellas, siendo imposible levantar la menor sombra de protesta contra la elección. Esta costumbre inmemorial había obligado a Keda a desposarse con ese hombre, que a pesar de ser un anciano agrio y grosero, ardía con una vitalidad que desafiaba los años.

Tallaba todos los días, desde la mañana hasta que le faltaba la luz. Miraba las tallas desde todos los ángulos, o se alejaba y se agachaba grotescamente, entornando los ojos a la luz del sol. Enseguida, precipitándose sobre la talla, parecía que iba a golpearla con furia, como una bestia que ataca a una presa paralizada; pero al llegar junto a la figura de madera, deslizaba la manaza sobre la superficie como un enamorado que acaricia los pechos de la mujer amada.

A los tres meses de celebrarse la boda, estando el hombre y Keda a solas en la colina de los esponsales, al sur del Bosque Retorcido, mientras una voz antigua los llamaba desde lejos en la penumbra, con las manos unidas y los pies de ella encima de los suyos, al cabo de esos tres meses el hombre había muerto. De pronto, dejando caer al suelo el cincel y el martillo, se había llevado las manos al corazón, y apartando los labios se había desplomado, vacío de energía, dejando sólo la bolsa vieja y reseca del cuerpo. Keda se encontró sola. No lo había amado, pero lo había admirado, y había admirado también la pasión que lo consumía como artista. De nuevo estaba libre, aunque ese mismo día había notado el movimiento de una nueva vida en las entrañas, y ahora, casi un año más tarde, su primer hijo reposaba junto al padre, sin vida, en la árida tierra.

La terrible y prematura vejez que se abatía tan repentinamente sobre los rostros de los Moradores de Extramuros, no había descendido del todo sobre las facciones de Keda. Pero parecía acecharla tan de cerca que la belleza del rostro se le rebelaba, desafiándola, como un ciervo acorralado que enfrenta a los sabuesos con una postura altiva y un temblor en la cornamenta.

Una belleza febril aparecía en las muchachas de las casas de barro aproximadamente un mes antes de que los estragos a que estaban predestinadas llegaran a atacarlas. Desde la infancia hasta este trágico ínterin de belleza, tenían un encanto curiosamente inocente, una calma cristalina que nada sabía del futuro. Cuando en esa claridad, las oscuras semillas empezaban a germinar y el humo se mezclaba con la llama, entonces, como sucedía ahora con Keda, un esplendor espinoso emanaba de las facciones de las mujeres.

Una cálida tarde, mientras amamantaba a Titus en la habitación de la señora Ganga, Keda se volvió hacia la anciana y anunció tranquilamente:

—A fin de mes regresaré a mi hogar. Titus está fuerte y sano, y ya no me necesita.

Tata, que cabeceaba un poco, pues se pasaba la vida a punto de echarse un sueñecito o acabando de despertar, abrió los ojos cuando las palabras de Keda acabaron de empaparle el cerebro. Se incorporó bruscamente y exclamó con voz asustada:

—¡No! ¡No! No debes irte. ¡No debes! ¡No debes! Oh, Keda, ya sabes qué vieja soy. —Y atravesó la habitación corriendo para agarrarse al brazo de Keda. Enseguida añadió precipitadamente, con aire digno—: Te he dicho muchas veces que no lo llames Titus. Tienes que llamarlo «lord Titus» o «su señoría». —Después, como si ya se hubiera tranquilizado, volvió a desahogar sus penas—. ¡Oh, no puedes irte! ¡No puedes irte!

—Debo irme —dijo Keda—. Tengo mis razones.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —gritó Tata a través de las lágrimas que empezaban a correrle bruscamente por la cara alelada—. ¿Por qué debes irte? —Golpeó contra el suelo un pie calzado con una zapatilla diminuta que apenas hizo ruido—. ¡Tienes que responderme! ¡Responde! ¿Por qué me abandonas? —Concluyó, estrujándose las manos—: Se lo diré a la condesa. Se lo diré…

Keda no se inmutó, y pasó a Titus de un hombro al otro, donde el niño dejó de llorar.

—Estará a salvo al cuidado de usted. Y puede buscar a alguien que la ayude cuando él crezca, pues será demasiado para usted.

—Pero no serán como —chilló Tata Ganga, como si protestara por la competencia de Keda—. Nunca serán como tú. Me tiranizarán. Bien sabes que algunas tiranizan a las ancianas como yo. ¡Oh, mi débil corazón! ¡Mi pobre y débil corazón! ¿Qué será de mí?

—Vamos —dijo Keda—, no es tan difícil.

—¡Sí que lo es, sí que lo es! —exclamó la señora Ganga, volviendo al tono autoritario—. Es peor, mucho peor. Todo el mundo me abandona, porque soy vieja.

—Tiene que encontrar a alguien en quien pueda confiar. Intentaré ayudarla.

—¿Lo harás? ¿Lo harás? —chilló Tata, llevándose los dedos a la boca y mirando fijamente a Keda entre los bordes enrojecidos de los párpados—. ¿Lo harás de verdad? Me cargan con todo. La madre de Fucsia deja todo en mis manos. Casi no ha visto al pequeño conde, ¿verdad que no?, ¿verdad que no?

—No. Ni una sola vez. Pero él es feliz.

Keda apartó a la criatura, levantándola, y la acostó entre las mantas de la cuna, donde después de unos lloriqueos, Titus se chupó tranquilamente el puño.

De pronto, Tata Ganga volvió a agarrarse del brazo de Keda.

—No me has dicho por qué. No me has dicho por qué —dijo—. Quiero saber por qué te vas. Nunca me cuentas nada. Nunca. No vale la pena, supongo. Crees que yo no importo. ¿Por qué no me cuentas cosas? Oh, mi pobre corazón, supongo que soy demasiado vieja.

—Le contaré por qué tengo que irme —le dijo Keda—. Siéntese y escuche.

Tata se sentó en una silla baja y se apretó las arrugadas manos.

—Cuéntamelo todo —dijo.

Keda nunca pudo explicarse por qué razón había roto el largo silencio que tanto la había acompañado. Al hablar a alguien que apenas podía entenderla, estaba hablándose virtualmente a sí misma. Se había sentido aliviada, descargando el corazón.

Se sentó en la cama de la señora Ganga, cerca de la pared. Muy erguida, con las manos en el regazo, miró durante unos instantes en el hueco de la ventana una luna que había aparecido perezosamente. Luego se volvió hacia la anciana.

—Cuando vine con usted aquella primera noche —dijo serenamente—, yo estaba atormentada. Estaba atormentada y todavía me siento infeliz, a causa del amor. Tenía miedo del futuro; y en mi pasado no había más que tristeza. Y en el presente usted me necesitaba y yo necesitaba un refugio, de modo que vine. —Hizo una pausa—. Dos hombres de las casas de barro estaban enamorados de mí. Me amaban demasiado y con demasiada violencia.

Volvió los ojos a Tata Ganga, pero apenas la vio, y no advirtió que la anciana fruncía los labios arrugados y que tenía la cabeza ladeada como un gorrión. Prosiguió serenamente:

—Mi esposo había muerto. Era un Tallista Brillante, y murió luchando. Yo me sentaba a la sombra alargada de nuestra casa y observaba cómo la cabeza de una dríada encontraba día a día sus contornos escondidos. A mí me parecía que estaba tallando una ninfa de las hojas. No descansaba ni un momento, sino que luchaba, y miraba, y miraba. Miraba fijamente, quitando madera para dar aliento a la dríada. Un atardecer, al notar que mi hijo se movía en mis entrañas, el corazón de mi esposo dejó de latir, y se le cayeron las herramientas. Corrí hacia él, y me arrodillé junto a su cuerpo. El cincel yacía en el polvo. Por encima de nosotros, la dríada inacabada miraba hacia el Bosque Retorcido, con una bellota entre los dientes.

»Lo enterraron, a mi tosco marido, en el inmenso valle arenoso, el valle de las tumbas, donde entierran a los nuestros. Los dos hombres sombríos que me amaban y me aman, transportaron el cuerpo y lo bajaron al hoyo arenoso que habían excavado. Había cien hombres y cien mujeres; pues había sido el más excepcional de los tallistas. Lo cubrieron de arena, y un nuevo túmulo polvoriento se elevó entre los montículos del valle; todo estaba en silencio. Durante el entierro, no me quitaron los ojos de encima, los dos que me aman. Y yo no podía pensar en aquel a quien llorábamos. No podía pensar en la muerte. Sólo en la vida. No podía pensar en la quietud, sólo en el movimiento. No podía comprender el funeral, ni que la vida pudiera concluir. Todo era un sueño. Yo estaba viva, viva, y dos hombres me observaban, de pie, al otro lado de la tumba. No les veía más que las sombras, pues no me atrevía a levantar los ojos y demostrar mi alegría. Pero sabía que me observaban, y sabía que yo era joven. Eran hombres fuertes, con caras que la cruel calamidad que sufrimos aún no había tocado. Eran fuertes y jóvenes. No los había visto mientras mi esposo vivía. No obstante, uno me había traído unas flores blancas del Bosque Retorcido, y el otro una piedra oscura de la montaña de Gormenghast, pero yo no había querido verlos, pues conocía la tentación.

»De eso hace mucho tiempo. Ahora todo ha cambiado. Mi hijo está enterrado y mis amantes se odian. Cuando usted vino a buscarme, yo estaba atormentada. Están cada día más celosos, y para evitar que se derramara sangre, decidí venir al castillo. ¡Oh, hace mucho tiempo, con usted, aquella noche terrible!

Se detuvo y se apartó un mechón de cabellos de la frente. No miró a la señora Ganga, quien parpadeó y asintió sabiamente con la cabeza.

—¿Dónde estarán ahora? ¡Cuántas, cuántas veces he soñado con ellos! Cuántas, cuántas veces, con la cara en la almohada, he gritado: «¡Rantel!», a quien vi por primera vez recogiendo raíces, con los cabellos ásperos sobre los ojos…, o «¡Braigon!», que meditaba a solas en la arboleda. Y sin embargo, no los amo con todo mi ser. Hay demasiado silencio dentro de mí. No estoy, como ellos, ahogada en la crueldad del Amor. No puedo hacer otra cosa que mirarlos y tener miedo de ellos y del hambre que tienen en los ojos. La exaltación que me dominó junto a la tumba ha desaparecido. Ahora estoy cansada, cansada de un amor que no tengo. Cansada de los odios que he despertado. Cansada de ser la causa y de no poder hacer nada. Mi belleza pronto me abandonará, pronto, muy pronto, y entonces vendrá la paz. Pero ¡ah!, demasiado pronto.

Keda levantó la mano y se secó las lágrimas lentas que le bajaban por las mejillas.

—Necesito amor —murmuró.

Desconcertada ante su propia elocuencia, Keda se levantó de la cama y se quedó de pie, muy rígida. Luego miró a la niñera. Se había sentido tan sola durante su monólogo, que le pareció natural descubrir que la anciana se había dormido. Se acercó a la ventana. La luz de la tarde se posaba sobre las torres. Un pájaro hizo crujir la yedra debajo de ella. Más abajo aún, una voz gritaba débilmente a alguna figura invisible, y hubo otra vez silencio. Keda respiró profundamente, y se inclinó hacia la luz. Agarrada a los bordes laterales de la ventana, observaba distraída las torres, cuando su mirada se sintió inexorablemente atraída por la alta muralla que ocultaba las casas de su gente, su infancia, y la substancia de su pasión.

Titus Groan
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