LA CONDESA GERTRUDE
MUCHO DESPUÉS de que la gota de agua del lago se desprendiera de la hoja de encina, precipitando irrecuperablemente hacia el abismo donde nunca había luz las miríadas de reflejos que flotaban en la superficie, la cabeza asomada al punto minúsculo de la ventana seguía contemplando el verano.
Pertenecía a la condesa. Estaba subida a una escala, ya que sólo así podía ver algo a través de la alta abertura invadida por la yedra. Detrás, la sombría habitación estaba llena de pájaros.
Unos pocos rayos de sol pasaban más allá de la cabeza de Gertrude y estallaban con silenciosa violencia contra la pared; unos fuegos incandescentes salpicaban el papel rojo oscuro. Totalmente inmóviles en la penumbra, ardían sin llamaradas, acentuando aún más la oscuridad de la habitación y transformándola en una especie de movimiento subyugado, un contra-juego de volúmenes de diferentes tonalidades, entre el gris ceniciento y el negro.
Era difícil distinguir los pájaros, pues no había velas encendidas. El verano ardía al otro lado de la ventana alta y pequeña.
Por fin, la condesa bajó de la escala, un paso de mamut tras otro, hasta que dio media vuelta con los pies en el suelo y empezó a moverse hacia la cama sombría. Al llegar a la cabecera, encendió la mecha de una vela medio derretida, y sentándose junto a los almohadones silbó una nota particularmente dulce y apagada entre los labios gruesos.
A pesar del volumen de la condesa, parecía como si un enorme árbol de invierno fuera ahora un árbol de verano. Mas no era con hojas con lo que estaba revestida sino con pájaros, frondosos como un follaje. Un centenar de ojos brillaban como cuentas de cristal a la luz de la vela.
—Escuchad —dijo—. Estamos solos. Las cosas andan mal. Se están poniendo feas. Se trama algo malo. Lo sé.
Entornó los ojos.
—Pero que se atrevan a intentarlo. Esperaremos el momento propicio. Estaremos dispuestas. Dejemos que alcen esas manos sucias, y por todos los hados, les partiremos el espinazo. Dentro de cuatro días, la Investidura… y entonces yo misma me ocuparé de él, del bebé y del niño, de Titus, el septuagésimo séptimo.
Se puso en pie.
—¡Que Dios perdone mi alma, pues va a necesitarlo! —tronó en medio de un revoloteo de alas y de pequeñas garras que intentaban recobrar el equilibrio—. ¡Que Dios la perdone cuando yo descubra al malvado! Pues con absolución o sin ella, encontraré satisfacción.
Cogió algunas migas de pastel de una caja próxima y se las puso entre los labios. Al sonido de trote de la lengua, una curruca se acercó a picotear de la boca de Gertrude, pero ella tenía los ojos entornados, y lo que podía vérsele del iris era tan duro y brillante como un sílex húmedo.
—Satisfacción —repitió con voz ronca las sílabas que sonaban pesadamente, con una especie de ronroneo—. Todo está centrado en Titus. La piedra y la montaña, la Sangre y el Cumplimiento. Que se atrevan a acercarse. Por cada pelo que le toquen haré que un corazón deje de latir. Y si consigo la gracia una vez acabado el desorden, bienvenida sea. Y si no, entonces ¿qué?