PRIMERAS REPERCUSIONES

INCAPAZ DE RECONCILIAR el heroísmo de Pirañavelo durante el rescate con su rostro, tal como lo viera al otro lado de la ventana antes de caer, Fucsia empezó a tratar al joven con creciente desconfianza. Admiraba su ingenio, su temeridad, su facilidad de palabra, algo para ella tan difícil, y tan simple para él. Admiraba su fría eficiencia y la odiaba al mismo tiempo. La maravillaban la prontitud con que actuaba, la seguridad que tenía en sí mismo. Cuanto más lo veía, más se sentía inclinada a reconocer en él una personalidad más astuta y ágil que la suya. De noche, la cara pálida de ojos juntos se le aparecía una y otra vez, y al despertarse, recordaba con un sobresalto que les había salvado la vida.

Fucsia no llegaba a entenderlo. Lo observaba con atención. De alguna manera, Pirañavelo se había convertido en un personaje importante, una figura central en la vida del castillo. Había estado insinuando su presencia ante las personas más relevantes con tal sutileza, que cuando irrumpió dramáticamente en la escena para rescatar a la familia de la biblioteca en llamas, esta valiente hazaña fue suficiente para empujarlo a un primer plano.

Seguía viviendo en casa de los Prunescualo, pero secretamente planeaba instalarse en una larga y espaciosa habitación, con una ventana que dejaba entrar el sol de la mañana. Estaba en el ala sur, en la misma planta que las habitaciones de las tías. Realmente, tenía pocos motivos para quedarse con el doctor, que no parecía darse suficiente cuenta de la nueva posición social de Pirañavelo, y que insistía en hacerle preguntas sobre cómo había encontrado el pino, ya abatido y desmochado para el Rescate, y sobre otros varios detalles; y aunque a él no le costaba mucho contestar (pues había preparado respuestas para todo) estas preguntas no dejaban de ser pertinentes. El doctor había cumplido un valioso papel. Le había servido de trampolín, pero ahora había llegado el momento de instalarse en una habitación, o incluso una suite de habitaciones, en el propio castillo, donde le sería más fácil enterarse de lo que estaba sucediendo.

Desde el incendio, Prunescualo se había vuelto para él extrañamente silencioso. Cuando hablaba, la voz era la de siempre: alta, rápida y aflautada, pero se pasaba la mayor parte del día recostado en un sillón de la sala, sonriendo de continuo a todo el que veía, los dientes desplegados en una sonrisa inmóvil, pero con algo más reflexivo en los agrandados ojos que nadaban detrás de los gruesos cristales de las gafas. Irma, que desde el incendio había estado atada a la cama, y a quien extraían un cuarto de litro de sangre en martes alternos, tenía ahora permiso para bajar por las tardes. Allí se quedaba sentada con aire abatido, desgarrando sábanas de calicó que dejaban junto a su sillón todas las mañanas. Durante horas y horas continuaba con este ruidoso, derrochador y monótono soporífero, mientras meditaba sobre el hecho de que ya no era una dama.

La señora Ganga estaba todavía muy enferma. Fucsia hacía por ella todo lo que podía. Había trasladado la cama de la niñera a su propio cuarto, pues la anciana tenía ahora mucho miedo a la oscuridad, que asociaba con el humo.

Titus parecía ser el menos afectado por el incendio. Tuvo los ojos inyectados de sangre durante un tiempo, pero la única otra secuela fue un severo resfriado, y mientras duró, Prunescualo cuidó del bebé en su propia casa.

Los huesos del viejo Agrimoho fueron sacados de la mesa de mármol entre los restos calcinados de madera y libros.

Excorio, a quien habían encomendado la misión de recoger los restos del fallecido bibliotecario y transportarlos al patio de los criados, donde se estaba construyendo un ataúd con cajas viejas, tuvo dificultades en manejar el calcinado esqueleto. La cabeza había quedado un poco suelta, y después de rascarse largamente el cráneo, Excorio decidió por fin que la única solución era llevar en brazos las traqueteantes reliquias, como si se tratara de un bebé. No sólo era la forma más respetuosa; también eliminaba el riesgo de desarticulación o rotura.

Ese anochecer, mientras regresaba a través del bosque, la lluvia empezó a caer intensamente antes de que llegara al linde de los árboles, y a medio camino del yermo que separaba los pinos de Gormenghast, corría ya a raudales por los huesos y el cráneo que llevaba en brazos y burbujeaba en las cuencas de los ojos. Excorio tenía las ropas empapadas y el agua le había entrado en las botas. Al aproximarse al castillo, el aire era tan oscuro a causa del aguacero que no veía más que unos pocos pasos delante de él. De pronto, lo sobresaltó un ruido justo detrás, pero antes de que pudiera volverse, sintió un dolor agudo en la nuca, y cayendo de rodillas, soltó el esqueleto y se desmayó en el suelo burbujeante. No supo si había estado allí tendido varias horas o algunos minutos, pero cuando recobró el conocimiento, la lluvia seguía cayendo torrencialmente. Se llevó a la nuca la mano grande y callosa y descubrió allí un bulto del tamaño de un huevo de pata. Rápidas punzadas de dolor le atravesaban el cerebro de lado a lado.

De pronto, se acordó del esqueleto, y se puso de rodillas, tambaleándose. Con los ojos todavía empañados, alcanzó a distinguir la silueta borrosa de los huesos; pero cuando un momento más tarde se le aclararon los ojos, descubrió que faltaba la cabeza.

Titus Groan
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