FORMAS DE EVASIÓN

EL SEÑOR EXCORIO tenía dos grandes aflicciones. La primera era el odio a muerte que se había declarado entre él y la montaña de carne pálida; el odio que había estallado y que había fructificado en un ataque al chef. Ahora evitaba con mayor escrupulosidad que en el pasado cualquier pasillo, patio o claustro en los que podrían asomar las proporciones inequívocas del adversario. Mientras cumplía sus obligaciones, el señor Excorio no olvidaba jamás que el enemigo estaba en el castillo, y le obsesionaba la idea de que un plan diabólico se estuviese incubando por momentos en aquella cabeza hidrópica, una maquinación infernal, en una palabra: venganza. Excorio no alcanzaba a imaginar qué oportunidad encontraría o propiciaría el chef, pero estaba siempre alerta, dando vueltas y más vueltas en el cráneo sombrío a cualquier posibilidad que se le ocurriera. Si Excorio no estaba verdaderamente asustado, sentía por lo menos una inquietud cercana al miedo.

La segunda preocupación se refería a la desaparición de Pirañavelo. Catorce días antes había encerrado al muchacho, y cuando doce horas más tarde volviera con una jarra de agua y un plato de patatas, el cuarto estaba vacío. Desde entonces no había habido ni rastro de él, y aunque a Excorio no le interesaba el muchacho, le preocupaba tan extraordinaria desaparición, así como el hecho de que hubiera sido uno de los pinches de Vulturno, ya que, en caso de volver a las fétidas regiones de donde había escapado, podría revelar al chef el incidente del encuentro, y dando quizá una versión deformada del asunto, contarle que había sido atraído lejos de su provincia y encerrado por algún siniestro motivo de su propia invención. Y eso no era lo peor, ya que Excorio recordaba que el muchacho había oído casualmente los comentarios de lord Groan acerca del heredero, comentarios que perjudicarían la dignidad de Gormenghast en caso de que se difundieran entre la chusma del castillo. No interesaba de ninguna manera que al iniciarse la trayectoria del nuevo conde Groan, fuera de conocimiento común que la criatura era fea y que esto afligía a lord Sepulcravo. Excorio no había determinado aún cómo asegurar el silencio del joven, pero lo más urgente era sin duda dar con él. Había inspeccionado, en sus ratos libres, cuarto tras cuarto, balcón tras balcón, sin encontrar ninguna pista.

De noche, acostado ante la puerta de su señor, se despertaba con un sobresalto y se sentaba erguido sobre el helado piso de madera. Al principio, veía aparecer ante él la cara de Vulturno, enorme y difusa, con aquellos ojos de abalorio hundidos en los pliegues de carne, implacables y fríos. Entonces Excorio adelantaba la dura y rapada cabeza, y se secaba el sudor de las manos en la ropa. Luego, cuando el horrible fantasma se disolvía en la oscuridad, se le aparecía la habitación vacía en la que había visto por última vez a Pirañavelo, y se imaginaba recorriéndola, palpando los paneles de las paredes, acercándose a la ventana, desde donde contemplaba los cientos de pies de escarpado muro que descendía hasta el patio.

Las articulaciones de las rodillas le crujían en la oscuridad cuando estiraba las piernas, con la llave de sabor ferruginoso entre los dientes.

He aquí lo que ocurrió realmente en la Habitación Octogonal y los acontecimientos ulteriores con que tropezó Pirañavelo:

Cuando el muchacho oyó girar la llave se precipitó hacia la puerta, pegó el ojo al agujero de la cerradura y vio los fondillos de los pantalones de Excorio que desaparecían en el pasillo. Lo oyó doblar una esquina, una puerta se cerró con un golpe lejano, y luego, silencio. La mayoría de la gente hubiera probado el pomo de la puerta. El instinto, aunque irracional, hubiera sido irresistible; el primer impulso de alguien que quiere huir. Pirañavelo miró el pomo unos instantes. Había oído girar la llave. No tenía por qué desobedecer una conclusión simple y lógica. Se apartó de la única puerta de la habitación, y asomado a la ventana echó una mirada al precipicio.

El cuerpo de Pirañavelo tenía un aspecto deforme, giboso, pero era difícil explicar exactamente por qué. Uno a uno, los miembros parecían relativamente bien formados, pero la suma de todos ellos era un conjunto inesperadamente torcido. Tenía un rostro pálido y arcilloso, y parecía una máscara; excepto los ojos, que los tenía muy juntos y eran muy pequeños, de color rojo oscuro y de una concentración sorprendente.

El uniforme rayado de cocina le quedaba muy ajustado. En la coronilla llevaba encasquetada una pequeña gorra blanca.

Mientras observaba tranquilamente el escarpado precipicio, fruncía los labios y echaba una ojeada al patio cuadrangular del fondo. De pronto, se apartó de la ventana y con el paso apresurado que le era peculiar recorrió la habitación, como si necesitara que los miembros trabajaran junto con el cerebro. Después volvió a la ventana. Todo estaba quieto. La luz de la tarde palidecía en el cielo, aunque en la imagen de los torreones y tejados encuadrados en la ventana había aún un tinte cálido. Echando por encima del hombro una última mirada a las paredes y el techo de aquel cuarto-calabozo, apretó las manos detrás de la espalda y volvió su atención al marco de la ventana.

Esta vez, asomándose precariamente sobre el alféizar y con la cara vuelta hacia el cielo, escrutó las ásperas piedras de la pared por encima del dintel y advirtió que veinte pies más arriba acababan en un inclinado techo de pizarra. Una larga arista remataba este tejado, a modo de contrafuerte, y a su vez conducía en largas curvas hacia la techumbre principal de Gormenghast. Los veinte pies sobre él, que al principio le habían parecido inaccesibles, no eran peligrosos, advirtió, sino en los primeros doce pies, donde no había otros puntos de apoyo que unos escasos salientes de piedra irregular. Más arriba, una yedra desvaída y macilenta que se había incrustado entre la pizarra, dejaba caer un brazo velludo que, si no cedía bajo su peso, sería relativamente fácil de escalar.

Pirañavelo reflexionó que una vez a horcajadas sobre la cornisa, podría sin mucha dificultad ir de un lado a otro por todo el armazón exterior del centro de Gormenghast.

De nuevo clavó la mirada en los primeros doce pies de pared vertical, intentando descubrir los apoyos más adecuados. La inspección lo intranquilizó. No sería una empresa agradable. Cuanto más escrutaba, menos le gustaba la perspectiva, pero alcanzaba a ver que el ascenso sería posible si concentraba pensamientos y fibra en el empeño. Se descolgó de nuevo al interior de la habitación, a cuyo silencio se había sumado de pronto una atmósfera tranquilizadora. Tenía dos posibilidades: esperar el eventual retorno de Excorio, que seguramente querría devolverlo a las cocinas, o intentar el azaroso descenso.

De pronto se sentó en el suelo, se quitó las botas y se las colgó del cuello enlazando los cordones. Luego se metió los calcetines en los bolsillos y se incorporó. De puntillas en medio de la habitación, movió los dedos de los pies hasta notar un hormigueo de complicidad, y a continuación abrió cruelmente las manos para desentumecérselas. No había ya nada que esperar. Se arrodilló en el alféizar, y después de volverse, se enderezó lentamente, con el cuerpo fuera de la ventana y la luz mortecina del crepúsculo en los omoplatos.

Titus Groan
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