MEDIA LUZ
ENTRETANTO, EL CONDE y Fucsia estaban sentados doscientos pies más abajo y a más de una milla de distancia de Pirañavelo y las tías. Lord Sepulcravo tenía la espalda apoyada contra un pino y las rodillas levantadas hasta el mentón, y miraba a su hija con una sonrisa torcida en esa boca que antaño fuera de contornos tan delicados. Cubriéndolo hasta los pies, y amontonado encima de su cuerpo enjuto, había un jergón oscuro, frío y ondulante de agujas de pino, roto aquí y allá por pesados helechos de cabeza doblada, y salpicado de hongos grises cuya superficie cenicienta exudaba un sudor invernal.
Una especie de oscuridad esplendente llenaba el valle. El techo era a prueba de cielo, pues las ramas se entrelazaban tan espesamente que ni siquiera el aguacero más fuerte podía atravesarlo; el metódico y repetido goteo de la lluvia capturada por las ramas no caía a la alfombra de agujas hasta varias horas después de desencadenarse la más violenta tormenta. No obstante, una pequeña cantidad de luz diurna se filtraba en el claro, sobre todo por el lado este, donde se encontraba el esqueleto de la biblioteca. Entre el claro y el sendero que se extendía por delante de la ruina, la cortina de árboles, aunque también espesa, no tenía más que treinta o cuarenta metros de profundidad.
—¿Cuántas estanterías has construido para tu padre? —preguntó el conde con una sonrisa siniestra.
—Siete estanterías, padre.
Fucsia tenía los ojos muy abiertos y las manos le temblaban colgándole a los lados.
—Tres más, hija mía…, tres estanterías más, y ya podremos colocar otra vez los libros.
—Sí, padre.
Fucsia cogió una ramita y añadió tres líneas largas a las siete ya marcadas en el suelo de agujas, entre su padre y ella.
—Eso es, eso es —dijo la voz melancólica—. Ahora ya hay sitio para los poetas sonianos. ¿Tienes los libros preparados…, hijita?
Fucsia alzó la cabeza y clavó los ojos en su padre. Nunca le había hablado de esa manera…, nunca le había oído esa voz afectuosa. Aunque helada de horror por la creciente demencia de su padre, una compasión hasta entonces desconocida había despertado en ella. Ahora sintió algo más que compasión, se sintió inundada por una súbita y cálida corriente de amor hacia la figura acurrucada que apoyaba una larga y pálida mano sobre las piernas, y cuya voz sonaba tan serena y pensativa.
—Sí, padre, tengo los libros preparados —respondió—; ¿quieres que los ponga en los estantes?
Se volvió a un montón de piñas que habían recogido.
—Sí, estoy listo —contestó el conde después de una pausa que se llenó con el silencio del bosque—. Pero uno a uno. Uno a uno. Esta noche llenaremos tres estanterías. Tres de mis estanterías más largas y excepcionales.
—Sí, padre.
El silencio de los pinos altos intoxicaba el aire.
—Fucsia.
—¿Qué, padre?
—Tú eres mi hija.
—Sí.
—Y está Titus. Él será conde de Gormenghast, ¿no?
—Sí, padre.
—Cuando yo esté muerto. Pero ¿te conozco, Fucsia? ¿Te conozco?
—No lo sé… muy bien —contestó ella; pero al advertir la debilidad de su padre habló con voz más segura—. Supongo que no nos conocemos muy bien.
Un arrebato de amor volvió a conmoverla. La sonrisa demente del conde, que hacía incongruentes todos sus comentarios, pues hablaba con ternura y moderación, había dejado de aterrorizarla. En su corta existencia había tenido que enfrentarse con tantas manifestaciones raras que aunque el misterioso horror de esa sonrisa evasiva la entristecía, la súbita rotura de las barreras que siempre los habían separado era más fuerte que el miedo. Por primera vez en su vida sentía que era una hija, sentía que tenía un padre, su propio padre. Poco le importaba que estuviese volviéndose loco, aunque lo sentía por él. Era su padre. El padre de ella.
—Mis libros… —dijo el conde.
—Los tengo aquí, padre. ¿Quieres que llene el primer estante?
—Con los poetas sonianos, Fucsia.
—Sí.
Fucsia escogió una piña del montón que tenía al lado y la puso en el extremo de la línea que había trazado en el suelo. El conde la observaba con atención.
—Ése es Andrema, el poeta lírico…, el enamorado…, de pluma palpitante cuando escribía, y que se teñía de azul como una uña magullada. Los versos de Andrema, Fucsia, se abren como flores de cristal, y en el centro, entre los pétalos frágiles hay un estanque de añil, translúcido e inmenso como el destino. La voz diáfana de Andrema es como una campana clara en la noche de nuestra confusión; pero esa claridad es la claridad de un abismo insondable… y de ese abismo manan continuamente sus estrofas, Fucsia, continuamente. Ése es Andrema… Andrema.
El conde, con los ojos fijos en la piña que Fucsia había colocado en un extremo de la primera línea, abrió más la boca, y de pronto los pinos vibraron con los ecos de un grito horripilante, mitad sollozo, mitad risa.
Fucsia se endureció, muy pálida. Su padre, con la boca todavía abierta, aun después de que el grito se desvaneciera en el bosque, estaba con las manos y las rodillas en el suelo. Fucsia intentó hablar, pero tenía reseca la garganta. Mientras, el conde la miraba con fijeza, hasta que por fin cerró los labios y sus ojos recobraron la melancólica dulzura que Fucsia había descubierto tan recientemente. Entonces la muchacha escogió otra piña y haciendo como si fuera a ponerla al lado de «Andrema», consiguió decir:
—¿Quieres que siga con la biblioteca, padre?
Pero el conde no la oía. Miraba con ojos desenfocados. Fucsia dejó caer la piña y se le acercó:
—¿Qué te pasa? —dijo—. ¡Oh, padre! ¡Padre! ¿Qué te pasa?
—Yo no soy tu padre —respondió él—. ¿Acaso no sabes quién soy? —Y cuando sonrió mostrando los dientes, se le agrandaron los ojos negros y en cada pupila le ardía una estrella, y a medida que las estrellas se agrandaban se le iban curvando los dedos—. Vivo en la Torre de los Pedernales —gritó—. Soy el búho de la muerte.