REAPARICIÓN DE LAS MELLIZAS
EN EL MISMO MOMENTO en que Excorio salía del dormitorio de Fucsia, Pirañavelo apartaba su silla de la mesa de los Prunescualo, donde acababa de saborear, en compañía del doctor y de su hermana Irma, un tiernísimo pollo, una ensalada y una jarra de vino tinto; y ahora, con el café que los esperaba en una mesita junto al fuego, los tres se disponían a instalarse en un lugar más cálido y permanente. Pirañavelo fue el primero en levantarse; se deslizó alrededor de la mesa, y llegó justo a tiempo para retirar la silla de la señorita Prunescualo y ayudar a que se incorporara. Ella era perfectamente capaz de cuidar de sí misma; en realidad lo había hecho durante años, pero se apoyó en el brazo del muchacho mientras asumía lentamente la posición vertical.
Iba envuelta hasta los tobillos en encajes de color castaño. Que los vestidos se le pegaran al cuerpo como otra capa de piel, era para ella importante, a pesar de que más que a cualquier otra persona le hubiera convenido ocultar los angulares afloramientos óseos con que la naturaleza la había dotado, y que en la mayoría de las mujeres se disimulan bajo una considerable capa de grasa.
Llevaba el pelo echado hacia atrás, con una atención a la simetría mayor aún que en la noche en que Pirañavelo la había conocido, sin que un solo bramante gris se le escapara del moño adosado a la nuca, duro como una piedra.
El doctor mismo había notado que Irma dedicaba cada vez más tiempo a la toilette, que por otra parte había sido en todo momento una de sus ocupaciones más absorbentes; la paradoja fascinaba al doctor, ya que su hermana, incluso a sus ojos fraternales, estaba cruelmente equipada con las facciones de la familia. Cuando Irma acercó su sillón al lado izquierdo de la chimenea, Pirañavelo le soltó el codo, y empujando el sillón del doctor con el pie mientras Prunescualo cerraba las persianas, acercó el sofá hasta una posición más favorable delante del fuego.
—No se tocan. He dicho que no se tocan —exclamó Irma Prunescualo mientras servía el café.
Que pudiera ver algo, y sobre todo que pudiera ver si se tocaban o no, con aquellas gafas oscuras, era un misterio. El doctor Prunescualo, que iba ya hacia su sillón, en cuyo brazo acolchado humeaba la taza de café, se detuvo y juntó las manos bajo la barbilla.
—¿A qué estás aludiendo, querida mía? ¿Hablas del encuentro de dos espíritus? ¡Ja, ja, ja! ¿Almas gemelas que intentan fundirse una en otra? ¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja! ¿O tal vez te refieres a asuntos más terrenales? Infórmame, amor mío.
—Tonterías —dijo ella—. Mira las cortinas. He dicho: Mira las cortinas.
El doctor Prunescualo dio media vuelta.
—A mí —dijo— no me parecen otra cosa que cortinas. De hecho, son cortinas. Las dos. Una cortina a la izquierda, amor mío, y una cortina a la derecha. ¡Ja, ja! ¡Estoy absolutamente seguro!
Irma, esperando que Pirañavelo estuviera observándola, dejó su taza de café.
—¿Qué pasa en medio? He dicho: ¿qué pasa justo en medio? —Sintió un calor en la nariz afilada, como un presentimiento de victoria.
—Hay una languidez de añoranza entre ellas. Una fisura de noche impalpable las separa. Irma, mi querida hermana, hay una lacuna.
—Pues destrúyela —dijo Irma, hundiéndose en el sillón. Echó una mirada a Pirañavelo, pero se sintió decepcionada: parecía que el muchacho no había escuchado la conversación. Estaba cómodamente recostado en una esquina del sofá, las piernas cruzadas, con la taza entre las manos, como para sentir el calor del café, y la mirada clavada en el fuego. Era evidente que estaba a muchas leguas de allí.
El doctor juntó las cortinas con gran deliberación y dio un paso atrás para asegurarse de que la noche quedaba satisfactoriamente excluida de la sala; volvió al sillón, pero apenas se había sentado, empezó a sonar la campanilla de la puerta principal, y el discordante ruido no cesó hasta que el cocinero se quitó la pasta de las manos, se sacó el delantal y fue hasta la puerta.
Dos voces femeninas hablaban al unísono.
—Sólo un momento, sólo un momento —decían—. Pasábamos por aquí… de camino a casa… pero sólo un momento… Dígale que no nos quedaremos… No, claro que no, no nos quedaremos… Claro que no. ¡Oh, no!… Sí, sí… Sólo un instante, solamente un instante. —Hubiera sido difícil creer que no era una sola persona quien estaba hablando, tan uniforme y continuo parecía el timbre apagado del sonido, pero no había voz en el mundo capaz de introducir tantas palabras en tan corto espacio de tiempo, y de articularlas simultáneamente.
Prunescualo alzó las manos hacia el techo y revolvió los ojos por detrás de los cristales convexos de las gafas.
Las voces que Pirañavelo estaba escuchando en el pasillo, no le eran familiares. Desde que estaba en casa de los Prunescualo, había aprovechado todos sus ratos libres y creía haber llegado a conocer a todos los personajes principales de Gormenghast. Pocos secretos se le habían escapado, pues tenía la facultad del animal carroñero que adquiere sin ningún remordimiento, y en las más variadas fuentes, retazos de saber que luego guarda hábilmente en el fondo del cerebro para utilizarlos en provecho propio en el momento oportuno.
Cuando las mellizas, Cora y Clarice, entraron juntas en la sala, Pirañavelo se preguntó si el vino tinto no se le habría subido a la cabeza. No las había visto nunca, ni tampoco nada que se les pareciese. Iban vestidas con el inevitable color púrpura.
El doctor Prunescualo se inclinó elegantemente.
—Mis señorías —dijo—, nos sentimos más que honrados. Realmente nos sentimos mucho más que honrados, ¡ja, ja, ja! —relinchó satisfecho—. Adelante, mis queridas señoras, tengan la bondad de entrar. Irma, querida, somos doblemente afortunados con este privilegio. ¿Por qué «doblemente» te preguntarás, por qué «doblemente»? Pues bien, mi querida hermana, porque han venido las dos. ¡Ja, ja, ja! Sí, sí, las dos juntas.
Prunescualo, que sabía por experiencia que los cerebros de las mellizas no captaban más que una fracción de lo que se les decía, se permitía ciertas libertades cuando hablaba delante de ellas, introduciendo comentarios sicofánticos que lo divertían y que jamás se hubiera atrevido a hacer ante gentes más astutas que las mellizas.
Irma se había adelantado; un haz de luz se le reflejaba en la cresta ilíaca.
—Muy encantada, señorías. He dicho: Muy, muy encantada.
Intentó una cortés reverencia, pero el traje era demasiado apretado.
—Ya conocen a mi hermana, por supuesto, por supuesto, por supuesto. ¿Tomarán una taza de café? Por supuesto. ¿O tal vez una copita de vino? Naturalmente… ¿O prefieren otra cosa?
El doctor y su hermana advirtieron entonces que ni Cora ni Clarice les habían prestado la menor atención, pues tenían los ojos clavados en Pirañavelo de una manera que parecía más la de una pared que mira a una persona que la de una persona que mira a una pared.
Vestido con un uniforme negro de buen corte, Pirañavelo avanzó hacia las hermanas y se inclinó.
—Señorías —dijo—, estoy encantado de tener el honor de que nos encontremos bajo el mismo techo. Es una intimidad que nunca olvidaré. —Y como si estuviera escribiendo la última línea de una carta, añadió—: El más humilde servidor de ustedes.
Clarice se volvió hacia Cora, pero manteniendo los ojos clavados en Pirañavelo.
—Dice que está contento de encontrarse bajo el mismo techo que nosotras —dijo.
—Bajo el mismo techo —repitió Cora—. Está muy contento.
—¿Por qué? —dijo inexpresivamente Clarice—. ¿Qué tiene de particular este techo?
—Nada. Este techo no tiene nada de particular —dijo su hermana.
—Me gustan los techos —dijo Clarice—; más que cualquier otra cosa, porque están por encima de las casas que cubren, y a Cora y a mí nos gusta estar por encima de las cosas porque nos gusta el poder, y por eso a las dos nos encantan los techos.
—Por eso —continuó Cora—. Ésa es la razón. Nos gusta todo lo que está por encima de otra cosa, a menos que sea alguien desagradable quien esté por encima de las cosas que nos gustan, como por ejemplo nosotras mismas. No se nos permite estar en lo más alto, pero nuestra habitación está arriba, oh, muy arriba en la pared del castillo, con nuestro Árbol…, nuestro propio Árbol que sale de la pared. Gertrude misma no tiene nada tan importante.
—Oh, sí —dijo Clarice—, ella no tiene nada tan importante. Pero nos roba nuestros pájaros.
Volvió los ojos inexpresivos hacia Cora, que los miró como si ella misma fuera un reflejo de su hermana. Quizás eran capaces de reconocer distintos matices de expresión en la cara de la otra, pero lo cierto es que nadie más, por muy penetrantes que tuviera los ojos, hubiera podido detectar el más mínimo cambio en los músculos que presumiblemente gobernaban la falta de expresión en ambas caras. Evidentemente, la alusión a los pájaros robados era la razón por la que se habían acercado hasta que los hombros de las dos se tocaron. Era obvio que estaban compartiendo una pena.
Mientras, los esfuerzos del doctor Prunescualo por conducirlas hasta los sillones junto al fuego habían sido infructuosos. Cuando las mentes de las hermanas estaban ocupadas, no tenían en cuenta a los demás. La habitación y las personas de alrededor dejaban de existir. En las cabezas sólo les cabía un pensamiento a la vez.
Aprovechando la primera tregua, el doctor, ayudado por su hermana, consiguió con una combinación de deferencia y de fuerza bruta mover a las mellizas e instalarlas junto a la chimenea. Pirañavelo, que había desaparecido de la sala, reapareció con otra cafetera y dos tazas más. Eran esos detalles los que agradaban a Irma, y bajando ligeramente la cabeza, levantó las comisuras de los labios en un gesto que se acercaba al recato.
Pero cuando les sirvieron el café, las mellizas decidieron que no lo querían. Una, siguiendo el ejemplo de la otra, decidió que ella, o la otra, o posiblemente ambas, o ninguna de las dos, querían café.
—¿Deseaban beber alguna otra cosa? ¿Coñac, vino de cerezas, jerez, algún licor…?
Menearon bruscamente las cabezas.
—Hemos venido sólo un momento —dijo Cora.
—Porque pasábamos por aquí —dijo Clarice—. No hay otro motivo.
Pero aunque por esos motivos no querían ninguna bebida, no parecían tener prisa en marcharse, ni tampoco tener nada que decir durante un buen rato; se daban por satisfechas estando allí sentadas y mirando a Pirañavelo.
Después de un prolongado intervalo, hacia la mitad del cual el doctor y su hermana habían renunciado a cualquier conversación, Cora se volvió hacia Pirañavelo.
—Muchacho —dijo—, ¿por qué estás aquí?
—Sí —respondió el eco—, eso es lo que queremos saber.
—Mis señorías —respondió Pirañavelo, midiendo sus palabras—, sólo deseo la amable protección de ustedes, sólo el favor de ustedes.
Las mellizas se miraron una a otra, y juntas se volvieron a mirar a Pirañavelo.
—Repítelo —dijo Cora.
—Otra vez todo —dijo Clarice.
—La amable protección de ustedes, señorías. Únicamente el favor de ustedes. Eso es todo lo que deseo.
—Bien, te lo concederemos —dijo Clarice. Pero por primera vez hubo una momentánea desavenencia entre las hermanas.
—Todavía no —dijo Cora—. Es demasiado pronto.
—Demasiado pronto, sí —convino Clarice enseguida—. Demasiado pronto para concederte un favor. ¿Cómo se llama este joven?
La pregunta iba dirigida a Pirañavelo.
—Se llama Pirañavelo —respondió el joven.
Clarice se inclinó hacia adelante y le susurró a Cora, que estaba al otro lado de la alfombra:
—Se llama Pirañavelo.
—¿Y por qué no? —dijo su hermana con voz inexpresiva—. Servirá.
Pirañavelo estaba, por supuesto, rebosante de proyectos e ideas. Estas dos mujeres medio bobas eran un regalo celestial. Que fueran las hermanas de lord Sepulcravo tenía un tremendo valor estratégico. Supondrían un verdadero ascenso en relación con los Prunescualo, si no intelectualmente por lo menos socialmente, y de momento eso era lo que importaba. De todas maneras, cuanto más baja fuera la mentalidad de sus patrones, más campo tendría él para llevar a cabo sus proyectos.
Que una de ellas hubiera dicho que el nombre «Pirañavelo» serviría le pareció interesante. ¿Significaba que querían volver a verlo? Esto simplificaría considerablemente las cosas.
El viejo truco de la adulación desvergonzada le pareció lo más adecuado en ese primer momento crítico. Luego ya se vería. Pero fue otro comentario lo que despertó todavía más su sentido de la oportunidad: la alusión a lady Groan.
Al parecer, esas ridículas mellizas guardaban algún resentimiento, y la causa era sin duda la condesa. Si hurgaba un poco en este asunto, podía llevarlo por caminos inesperados. Pirañavelo empezaba a disfrutar a su manera, seca y desangrada.
De pronto, como un relámpago, recordó dos diminutas figuras del tamaño de piezas de halma, vestidas del mismo púrpura chillón. En cuanto las vio entrar, un eco despertó en algún lugar de su subconsciente, y si lo había desechado entonces por considerarlo irrelevante para sus necesidades, sintió que ahora le volvía con fuerza redoblada, y recordó dónde había visto las dos diminutas réplicas de las mellizas.
Las había visto a través de un vasto espacio de aire y una extensión de torres y paredes altas. Las había visto sobre el tronco lateral de un árbol muerto en el verano, un árbol que brotaba en ángulo recto de una pared alta y lisa.
Ahora comprendía por qué habían dicho «nuestro Árbol que sale de la pared… Gertrude misma no tiene nada tan importante». Aunque luego Clarice había añadido: «Pero nos roba nuestros pájaros». ¿Qué implicaba esto? Naturalmente, Pirañavelo había espiado a menudo a la condesa con los pájaros o con los gatos blancos. Había que investigar un poco más este asunto. No tenía que descartar nada sin darle antes mil vueltas y convencerse de que era inútil.
Pirañavelo se inclinó hacia adelante juntando las puntas de los dedos.
—Sus señorías —dijo—, ¿están ustedes prendadas de los seres alados? ¿De los picos, las plumas, la forma de volar?
—¿Qué? —dijo Cora.
—¿Están ustedes enamoradas de los pájaros, señorías? —repitió Pirañavelo, más simplemente.
—¿Qué? —dijo Clarice.
Pirañavelo sintió un calor en el cuerpo. Si eran estúpidas hasta este punto, podría hacer con ellas lo que quisiera.
—Los pájaros —dijo levantando la voz—, ¿les gustan?
—¿Qué pájaros? —preguntó Cora—. ¿Para qué quieres saberlo?
—No estábamos hablando de pájaros —dijo Clarice inesperadamente—. Los odiamos.
—Son tan tontos —remató Cora.
—Tontos y estúpidos; los odiamos —dijo Clarice.
—¡Avis, avis, estáis perdidas, perdidas! —dijo la voz de Prunescualo—. ¡Vuestros días están contados! ¡Oh vosotras, hordas del cielo! No cantaréis a coro en las copas de los árboles y sólo las nubes surcarán el cielo azul.
Prunescualo se inclinó hacia adelante y dio unos golpecitos a Irma en la rodilla.
—Bastante agradable —le dijo, y le mostró los brillantes dientes, todos a la vez—. ¿A ti qué te parece, mi querida y alborotada hermana?
—¡Tonterías! —dijo Irma, que estaba sentada en el sofá junto a Pirañavelo. Pensando que como anfitriona había tenido esta noche pocas oportunidades de lucir lo que para ella, y sólo para ella, era su talento más sobresaliente en ese campo, inclinó las gafas oscuras hacia Cora y luego hacia Clarice e intentó hablar a ambas a la vez.
—Los pájaros —dijo con un cierto aire zumbón en la voz y la actitud—, los pájaros dependen…, ¿no lo creen así, mis estimadas señorías? Digo que los pájaros dependen en gran medida de sus huevos. ¿No están de acuerdo conmigo? He dicho: ¿No están de acuerdo conmigo?
—Ahora mismo nos vamos —dijo Cora, levantándose.
—Sí, ya hemos estado aquí demasiado rato. Demasiado rato. Nos espera un montón de costura. Cosemos de maravilla, las dos.
—Estoy convencido —dijo Pirañavelo—. ¿Me concederán el privilegio de poder apreciar el arte de ustedes en una ocasión futura que crean adecuada?
—También bordamos —dijo Cora, que se había levantado, acercándose a Pirañavelo.
Clarice se puso al lado de su hermana, y las dos se quedaron mirando al joven.
—Hacemos mucha labor de aguja, pero nadie se entera. Nadie se interesa por nosotras, ¿comprendes? Sólo tenemos dos criados. Antes…
—Eso es todo —dijo Cora—, antes teníamos centenares, cuando éramos más jóvenes. Nuestro padre nos dio cientos de criados. Éramos personas de gran, gran…
—Alcurnia —apostilló su hermana—. Sí, eso era exactamente lo que éramos. Sepulcravo andaba siempre tan distraído y taciturno…, pero a veces jugaba con nosotras, y hacíamos lo que queríamos. Pero ahora ni siquiera quiere vernos.
—Se cree tan inteligente… —dijo Cora.
—Pero no es más listo que nosotras.
—No es más listo.
—Y Gertrude tampoco —dijeron las dos casi al mismo tiempo.
—Les ha robado los pájaros, ¿no es así? —dijo Pirañavelo, guiñando un ojo a Prunescualo.
—¿Cómo lo sabes? —dijeron ellas, acercándose un paso más a Pirañavelo.
—Todo el mundo lo sabe, señorías. Todo el castillo está enterado —respondió Pirañavelo, esta vez guiñando el ojo a Irma.
Las mellizas se cogieron de la mano y se apretaron una contra otra. Lo que Pirañavelo había dicho había calado en ellas, causándoles una seria impresión. Habían pensado que la afrenta de Gertrude, que se había llevado los pájaros de la Habitación de las Raíces, decorada por ellas mismas con tanto trabajo, era sólo una cuestión privada. ¡Pero todo el mundo lo sabía! ¡Todo el mundo!
Se volvieron para irse, y el doctor abrió los ojos, pues casi se había quedado dormido con el codo sobre la mesa y la cabeza apoyada en la mano. Se incorporó, pero no pudo hacer nada más elegante que curvar un dedo; estaba demasiado cansado. Su hermana se puso de pie junto a él, crujiendo un poco, y fue Pirañavelo quien les abrió la puerta y se ofreció a acompañarlas. Al atravesar el vestíbulo, descolgó su capa de una percha. Se la echó a los hombros con un floreo y se la abotonó al cuello. La capa ceñida le acentuaba la altura de los hombros y el cuerpo delgado.
Las tías parecían aceptar el hecho de que estaba dejando la casa junto con ellas, a pesar de que no habían respondido cuando les pidiera permiso para escoltarlas.
Con movimientos de una rara galantería, Pirañavelo las condujo como ovejas a través del patio.
—Has dicho que todo el mundo lo sabe.
La voz de Cora parecía tan indiferente y al mismo tiempo era tan lastimera que hubiera despertado una respuesta compasiva en cualquiera que tuviera un corazón más tierno que Pirañavelo.
—Eso es lo que has dicho —repitió Clarice—. ¿Y qué podemos hacer? No podemos hacer nada para mostrar lo que podríamos hacer si tuviéramos el poder que no tenemos —continuó lúcidamente—. En otro tiempo teníamos cientos de criados.
—Los tendrán otra vez —dijo Pirañavelo—. Los tendrán otra vez. Nuevos criados. Mejores. Obedientes. Yo me ocuparé de todo. Trabajarán para ustedes, bajo mi dirección. El piso de ustedes en el castillo vivirá otra vez. No tendrán rival. Dejen que me ocupe de la administración, señorías, y conseguiré que todos bailen al son de la canción de ustedes, sea cual sea.
—Pero ¿qué dirá Gertrude?
—Sí, ¿qué dirá Gertrude? —preguntaron las dos voces.
—Dejen que me ocupe de todo. Yo defenderé sus derechos. Ustedes son lady Cora y lady Clarice, lady Clarice y lady Cora. No lo olviden. Nadie debe olvidarlo.
—Sí, tiene que ser así —dijo Cora.
—Todo el mundo tiene que saber quiénes somos —dijo Clarice.
—Y no olvidarlo nunca —dijo Cora.
—O utilizaremos nuestro poder —dijo Clarice.
—Mientras tanto, las acompañaré a sus aposentos, queridas señoras. Tienen que confiar en mí. No cuenten a nadie nuestra conversación. ¿Me han comprendido bien las dos?
—Y Gertrude nos devolverá los pájaros.
Pirañavelo las cogió por los codos mientras subían las escaleras.
—Lady Cora —dijo—, intente concentrarse en lo que le estoy diciendo. Si me hacen caso, restauraré la noble posición de ustedes en Gormenghast, de la que lady Gertrude las ha destronado.
—Sí.
—Sí.
Las voces no mostraban vivacidad alguna, pero Pirañavelo comprendió que sólo por lo que decían, y no por cómo lo decían, podía llegar a saber si los cerebros de las hermanas reaccionaban de alguna manera.
También sabía cuándo tenía que detenerse. En el difícil arte del engaño y la ambición, como en cualquier otra carrera, ésta es la piedra de toque del maestro. Sabía que en cuanto llegaran a la puerta, ardería en deseos de entrar y ver qué tipo de mobiliario tenían y qué diantres era la Habitación de las Raíces. Pero también sabía perfectamente cuándo era el momento de aflojar las riendas. A pesar de sus cortas luces, las mellizas eran de sangre Groan, y si en algún momento diera un paso en falso, esa sangre podría encenderse y desbaratar todo un mes de estrategias. Por lo tanto Pirañavelo las dejó delante de la puerta e hizo una reverencia que casi llegó al suelo. Enseguida se retiró a lo largo del pasillo de roble y justo antes de doblar a la izquierda, echó una mirada a la puerta donde había dejado a las mellizas. Seguían allí, mirándolo fijamente, inmóviles como un par de figuras de cera.
No las visitaría al día siguiente, pues les iría bien una jornada de inquietud y discusiones ociosas entre ellas. Por la noche, empezarían a ponerse nerviosas y necesitarían consuelo, pero no pensaba llamar a aquella puerta hasta la mañana siguiente. Entretanto, recogería toda la información que pudiera acerca de ellas y sus inclinaciones.
Una vez en el patio, en lugar de cruzarlo hacia la casa del doctor, decidió pasearse por los prados y quizás también por las terrazas hasta el foso, pues el cielo se había vaciado de nubes y brillaba fieramente con cien mil estrellas.