FIEBRE
AUNQUE LA LUZ de la ventana norte era fría y blanca, Keda sabía que el sol estaba solo en el cielo y que el día invernal era despejado y templado. No tenía idea de la hora, ni si era de mañana o de tarde. El anciano le dejó un cuenco de sopa junto a la cama. Ella quería hablarle, pero aún no, pues el hechizo del silencio era tan fuerte alrededor y tan elocuente que ella sabía que no necesitaba decir nada. El cuerpo flotante le parecía extraño, ligero y dulce, tendido como un lirio lastimado.
Ahora yacía con las tallas apretadas al costado, los dedos extendidos sobre los lisos contornos de la madera, mientras sentía que la lenta marea de la fatiga se le retiraba de los miembros. Transcurrían los minutos, la luz imperturbable llenaba la habitación de blancura. De vez en cuando, Keda se incorporaba y hundía la cuchara de loza en el potaje, y a medida que bebía recuperaba fuerzas, a saltos, pequeños y torpes. Cuando al fin vació el cuenco, se tumbó de costado, y un hormigueo de vitalidad despertó poco a poco en ella.
Era otra vez consciente de que tenía el cuerpo limpio. Durante un buen rato, el esfuerzo fue excesivo, pero cuando al fin consiguió apartar las mantas, vio que le habían quitado todo el polvo de sus últimos días de peregrinación. La suciedad había desaparecido, y no había en ella otras huellas de la pesadilla que los borrosos moretones y los largos rasguños causados por las espinas.
Intentó levantarse, y casi se cayó; pero tomando aliento, consiguió mantenerse en pie y se movió lentamente hasta la ventana. Ante ella se extendía un claro cubierto de espesa hierba gris sobre la que caía la sombra de un árbol. Hundida a medias en la sombra, una cabra blanca movía de un lado a otro la estrecha y sensible cabeza. Un poco más lejos, a la izquierda, se veía la boca de un pozo. El claro acababa donde un edificio de piedra en ruinas, sin techo y negro de musgo, detenía un bosquecillo de olmos, en el que murmuraba una bandada de estorninos. Más allá de los árboles, Keda distinguió un campo pedregoso, y más allá del campo un bosque que se encaramaba a una cima coronada de peñas. Volvió otra vez los ojos. Allí estaba la cabra blanca. Había salido de la sombra, y parecía un exquisito juguete, tan blanca era, con aquellos bucles de pelo, aquella barba de nieve, aquellos cuernos, aquellos ojos grandes y amarillos.
Keda se quedó un buen rato contemplando la escena, y aunque veía claramente la casa sin techo, la sombra del pino, las colinas, las vides, todo eso no era parte de su conciencia inmediata, sino sólo quimeras, nacidas de la languidez soñolienta del despertar. Le parecía más real el canto del pájaro en su pecho, desafiando el recuerdo de sus amantes y el peso en sus entrañas.
La vejez que era su herencia y el inexorable destino de los Moradores, ya había empezado a estragarle el rostro, un deterioro que se había iniciado antes de que naciese su primer hijo, enterrado al otro lado de la gran muralla; en la cara no le quedaba ahora más que la sombra de su belleza.
Keda se apartó de la ventana y envolviéndose en una manta abrió la puerta de la habitación. Se encontró mirando otra habitación de casi el mismo tamaño, pero con una gran mesa que monopolizaba el centro, una mesa cubierta con un mantel rojo oscuro. Más allá de la mesa, el suelo de tierra descendía en tres escalones, y en la parte más baja y alejada estaban los utensilios de jardinería del anciano, macetas y trozos de madera pintados y sin pintar. No había nadie en la habitación. Keda cruzó el umbral lentamente y salió al claro soleado.
La cabra blanca la miró mientras Keda se acercaba, y dio unos pocos pasos hacia ella, sacudiendo las patas delgadas, alzando la cabeza. Keda siguió andando y oyó un ruido de agua. El sol estaba a medio camino entre el cenit y el horizonte, pero Keda no supo decir al principio si era la mañana o la tarde, pues no había modo de saber si el sol subía por el cielo del este o se hundía por el cielo del oeste. Todo estaba en calma; el sol parecía estar clavado para siempre, como si fuese un disco de papel amarillo, pegado en el invernal cielo azulado.
Avanzó lentamente, en aquella hora desconocida, hacia el sonido del agua. Cruzó la sombra del edificio sin techo y durante un momento sintió que se le helaba la sangre.
Descendiendo por una empinada loma de helechos, llegó casi de inmediato al arroyo, que corría entre zarzas peladas y oscuras. Un poco a la izquierda de Keda, entre las matas espinosas de la orilla del agua, había un vado de piedras gastadas y lisas, ahuecadas como cuencas en la superficie por el tránsito de lo que debieron de haber sido siglos de pisadas. Más allá del vado, una yegua gris bebía en la corriente. La crin le caía sobre los ojos y flotaba en la superficie del agua mientras bebía. Más lejos, había otra yegua de pelaje moteado, y más lejos aún, en el lugar donde el riachuelo doblaba hacia la derecha y se hundía bajo una pared de matorrales, había un tercer animal, un caballo cuya piel parecía de terciopelo negro. Los tres estaban inmóviles y absortos, con las crines moviéndose en el agua, y las patas sumergidas hasta las rodillas en la sonora corriente. Keda sabía que si avanzaba unos pasos por la orilla hasta distinguir el próximo tramo del río, vería que los caballos se alejaban uno tras otro a lo largo del llano, cada uno un eco del anterior, ecos de color cambiante, pero todos con el agua hasta las rodillas, todos con las crines colgando, las gargantas sedientas.
De repente, empezó a sentir frío. Los caballos alzaron la cabeza y la miraron fijamente. La corriente pareció quedarse quieta; y luego Keda se oyó a sí misma, hablando.
—Keda —decía—, tu vida ha concluido. Tus amantes están muertos. Tu hijo y su padre están enterrados. Y tú también estás muerta. Sólo tu pájaro sigue cantando. ¿Qué dice el pájaro brillante? ¿Que todo ha concluido? La belleza morirá de repente y en cualquier momento. Desde ahora, en cualquier momento desaparecerá del cielo y de la tierra y de los miembros y los ojos y el pecho y la fuerza de los hombres y de las semillas y la savia y el capullo y la espuma y la flor…
Todo se derrumbará para ti, Keda, pues todo ha acabado; sólo te queda esa criatura que un día nacerá, y luego ya sabrás qué hacer.
De pie sobre las piedras del vado, se vio reflejada en el agua cristalina. Había envejecido mucho; la maldición de los Moradores la había alcanzado; sólo los ojos, como los ojos de una gacela, desafiaban la calamidad que le arruinaba la cara. Miró la imagen un rato; luego se llevó las manos al corazón, donde el pájaro lloraba, lloraba de alegría. «¡Se ha acabado!», chillaba la voz picuda. «Estás esperando, pero sólo por el niño. Todo lo demás se ha cumplido, ya no necesitas nada más».
Keda levantó la cabeza, abrió los ojos y vio el cielo, donde colgaba un cernícalo. El corazón le latía y le latía, y el aire se espesó hasta que la oscuridad le embozó los ojos, mientras el alegre grito del pájaro seguía repitiendo: «¡Se ha acabado! ¡Se ha acabado! ¡Se ha acabado!».
El cielo se aclaró delante de ella. A su lado estaba el padre moreno. Cuando Keda se volvió hacia él, el padre moreno alzó la cabeza y la llevó de nuevo a la cabaña de madera, donde ella se tendió exhausta en la cama.
El sol y la luna se le habían metido bajo los párpados y le llenaban la cabeza con un torbellino de imágenes. Los cactos gigantes de las casas de barro giraban alrededor de las torres de Gormenghast, que flotaban alrededor de la luna. Unas cabezas se precipitaban hacia ella, al principio meras puntas de aguja en un horizonte infinitamente lejano, pero creciendo de un modo insoportable a medida que se aproximaban y estallaban sobre su cara: los rostros de su difunto marido, de la señora Ganga, de Fucsia, de Braigon, de Excorio, de la condesa, de Rantel y la del doctor, de devoradora sonrisa. Le ponían algo en la boca. Era el borde de una taza. Le estaban diciendo que bebiera.
—¡Oh, padre! —exclamó.
El anciano la empujó gentilmente contra la almohada.
—Hay un pájaro gritando —dijo Keda.
—¿Qué grita? —preguntó el viejo.
—Grita de alegría, por mí. Está feliz por mí, pues pronto habrá acabado todo; cuando me libre de mi carga y pueda hacerlo, oh, padre, cuando me libre de mi carga.
—¿Qué vas a hacer?
Keda miró fijamente el techo de juncos.
—Eso pasará entonces —murmuró—, con una cuerda, o con agua profunda, o con un cuchillo…, o con un cuchillo.