KEDA

LOS CACTOS DESCOLORIDOS se alzaban entre las largas mesas. Los Moradores de Extramuros estaban de vuelta en sus sitios. La señora Ganga había dejado de interesarles. No había sombras, excepto directamente debajo de cada cosa. La luna estaba en el cenit. Era un cuadro pintado sobre plata. La compañera de Tata había esperado tranquilamente junto a ella. Había una cierta fuerza en su manera de caminar y en su manera de estar callada. Con la túnica oscura que le colgaba hasta los tobillos, ceñida a la cintura por la correa de raíz, con las piernas y los pies desnudos y la cabeza todavía iluminada por el crepúsculo del día ennegrecido, contrastaba de modo singular con la pequeña Tata Ganga, de pasos rápidos y espasmódicos, vestida de satén oscuro y guantes negros, y aquel monumental sombrero de uvas de cristal. Antes de descender por el árido montículo hacia la arcada de la muralla, un grito repentino y gutural, como de alguien a quien estuvieran estrangulando, heló la sangre de la anciana, que se aferró como una criatura al brazo que tenía al lado. Luego miró hacia las mesas. Estaban demasiado lejos para que sus ojos cansados pudieran ver con claridad, pero le pareció distinguir a unas figuras de pie y a alguien que estaba agazapado como un animal a punto de dar un salto.

La compañera de la señora Ganga, después de mirar despreocupadamente al lugar de donde venía el grito, pareció no dar más importancia al incidente, y agarrando con mayor decisión a la vieja dama, la empujó hacia la entrada de piedra.

—No es nada —fue la única respuesta que recibió la señora Ganga, y al llegar a la avenida de las acacias la sangre se le había calmado.

Cuando torcían por aquel largo paseo hacia la entrada de Gormenghast, de la que tan subrepticiamente había salido Tata al aire del anochecer una hora antes, la anciana niñera miró a la joven, y encogiendo ligeramente los hombros, consiguió tener una expresión de fingida importancia.

—Vamos a ver —dijo—, ¿cómo te llamas?

—Keda.

—Bien, Keda, querida, si vienes conmigo, te llevaré donde está el niñito. Te lo enseñaré yo misma. Está junto a la ventana de mi cuarto. —De pronto la voz de Tata fue de un tono confidencial, casi patético—. Mi cuarto no es muy grande —dijo— pero lo he tenido siempre. No me gusta ninguno de los otros —añadió hipócritamente— y estoy más cerca de lady Fucsia.

—Quizás la veré —dijo la muchacha, después de una pausa. Tata se paró de golpe en la escalera.

—Eso no lo sé. Oh no, no estoy segura. Es muy rara. Nunca sé qué va a hacer.

—¿Hacer? —dijo Keda—. ¿Qué quiere decir?

—Sobre el pequeño Titus. —Los ojos de Tata empezaron a extraviarse—. No, no sé qué va a hacer. Puede llegar a convertirse en un verdadero terror…, el peor terror del castillo.

—¿Por qué está tan asustada? —dijo Keda.

—Sé que va a odiarlo. Le gusta ser la única, ya sabes cómo es eso. Le gusta soñar que es la reina y que cuando los demás estén muertos ya nadie podrá ordenarle lo que tiene que hacer. Me dijo, querida, que lo quemaría todo, que quemaría Gormenghast cuando fuera la dueña, y que viviría a su modo, y yo le dije que era mala, y ella me respondió que todo el mundo lo era, que todo era malo, excepto los ríos, las nubes y algunos conejos. A veces me asusta.

Subieron los restantes escalones, cruzaron un pasillo, subieron el último tramo de escalera y llegaron en silencio a la segunda planta.

Cuando estuvieron en la habitación, la señora Ganga se llevó un dedo a los labios y mostró una sonrisa imposible de describir, entre astuta y lacrimosa. Después giró cuidadosamente el pomo y abriendo despacio la puerta metió el alto sombrero de uvas de cristal, a modo de avanzadilla, antes de aventurar el resto del cuerpo por la estrecha abertura.

Keda la siguió al interior de la habitación. Los pies descalzos no hacían ningún ruido. Cuando Tata llegó a la cuna, se llevó la mano a la boca y miró dentro como si se tratara de los más profundos abismos de un mundo desconocido. Ahí estaba. El pequeño Titus. Con los ojos abiertos, pero completamente inmóvil. La cara arrugada del recién nacido, vieja como el mundo, sabia como las raíces de los árboles. Una cara que lo contenía todo: el pecado y la bondad, el amor, la piedad y el horror, y aun la belleza, pues tenía los ojos del más puro color violeta. Las pasiones de la tierra, los sufrimientos de la tierra, los caprichos de la tierra, estaban dormidos pero eran ya visibles en esta cara de manzana arrugada.

Tata Ganga se inclinó sobre la suya y sacudió un dedo curvo ante los ojos del bebé.

—Mi terrón de azúcar —gimoteó—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido?

La señora Ganga se volvió hacia Keda con una expresión nueva en la cara.

—¿Crees que he hecho bien en dejarlo solo? —preguntó—. Cuando he salido a buscarte. ¿Crees que he hecho bien en dejarlo solo?

Keda miró a Titus. Unas lágrimas le asomaron a los ojos. Luego se volvió hacia la ventana. Miró la gran muralla que cercaba Gormenghast. La muralla que mantenía apartada a la gente de Keda, como si fueran apestados; la muralla que le impedía ver las extensiones de tierra árida, más allá de las casas de barro, donde acababa de enterrar a su hijo.

Traspasar la muralla era ya un gran acontecimiento para la gente de las chozas, algo que en circunstancias normales se reservaba para el día de las Tallas Brillantes; pero estar dentro del castillo mismo era un acontecimiento único. Sin embargo, Keda no parecía estar impresionada y no se había molestado en hacer preguntas a la señora Ganga, y ni siquiera miraba alrededor. A la pobre señora Ganga esto le parecía una impertinencia, pero no sabía si tenía que hacer o no algún comentario al respecto.

Pero Titus había pasado a ocupar el centro del escenario y la indiferencia de Keda quedó pronto olvidada, ya que el niño se había echado a llorar y los chillidos eran cada vez más fuertes por mucho que la señora Ganga sacudiera un collar delante de él, y se esforzara por cantarle una nana de un medio olvidado repertorio. Lo alzó y los agudos chillidos subieron de volumen. Keda seguía con la mirada fija en la muralla, pero de pronto se apartó de la ventana, y se puso detrás de Tata Ganga mientras se desabrochaba la túnica oscura y dejaba libre el pecho izquierdo; entonces tomó al bebé de los hombros de la anciana. A los pocos instantes, la carita estaba apretada contra ella y los lloros y pataleos habían cesado. Al volver a sentarse junto a la ventana, una gran calma la invadió, como si procediera del centro de ella, mientras la leche de su cuerpo y los tesoros de su amor frustrado brotaban y socorrían a la pequeña criatura.

Titus Groan
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