7
Caroline
Diciembre de 1939
En Nochebuena, Paul y yo fuimos a patinar sobre hielo a The Pond, en Central Park, muy cerca de la Quinta Avenida. Me encantaba patinar; había aprendido en Bird Pond, cerca de nuestra casa en Connecticut, pero practicaba muy poco, porque siempre intentaba evitar cualquier actividad que me hiciera parecer más alta de lo que era. Además, nunca había tenido a nadie con quien ir; Betty habría preferido tragar abejas vivas a ponerse unos patines. Así que decidí aprovechar al máximo el tiempo que le quedara a Paul en Nueva York.
Hacía un tiempo perfecto para patinar. Era un día despejado y frío, con un viento fuerte que por la noche había dejado el hielo tan liso como la superficie de una bola de billar. Como resultado, en el castillo Belvedere habían izado la bandera que todos los patinadores deseaban ver: una con una esfera roja sobre un campo blanco. La noticia de que el hielo estaba en condiciones óptimas se fue trasmitiendo de portero en portero por toda la Quinta Avenida y pronto el lago se llenó de patinadores.
La primera oleada ya estaba allí cuando llegamos Paul y yo. Los hombres, casi profesionales, hacían genuflexiones y molinetes con carámbanos colgándoles de la barba y la nariz. Después llegaron las mujeres, de dos en dos o de tres en tres, con gruesos abrigos que parecían velas ondeando sobre el hielo. Con un poco de práctica, Paul demostró ser un patinador aceptable, y los dos, con los brazos entrelazados, nos deslizamos sobre el hielo recorriendo la red de lagos comunicados. Mi antiguo yo nunca se habría atrevido a patinar en un lugar público como aquel, pero ese día me lancé al hielo con ganas y pronto establecimos un buen ritmo coordinado. Y de repente me encontré intentando todas las cosas nuevas que se me ocurrían.
Patinamos bajo los arcos de los puentes al son de la Sonata del claro de luna de Beethoven y del Vals de los patinadores de Waldteufel, que no podría haber sonado mejor, a pesar de que lo hacía a través de los diminutos altavoces de la caseta de los patines.
Según avanzaba la mañana, la superficie se fue llenando de gente, así que volvimos a la caseta. El olor de las castañas calientes inundaba el aire. Estábamos a punto de sentarnos para quitarnos los patines cuando oí que alguien me llamaba.
—¡Caroline! ¡Aquí!
Era David Stockwell. Vino patinando hasta donde estábamos nosotros y paró en seco cortando el hielo, con una sonrisa y una pose que parecían sacadas de un anuncio de la marca de ropa masculina Brooks Brothers. Se quedó allí plantado, apartándose la chaqueta con una mano enguantada. ¿Cómo podía actuar David como si no hubiera pasado nada entre nosotros, como si largarse de repente y casarse con una conocida después de haber estado tonteando conmigo durante diez años fuera algo completamente natural?
—¿Quién es este hombre, Caroline? —preguntó David.
¿Y eso era un ataque de celos? David parecía muy pequeño en comparación. ¿Pensaría que Paul y yo teníamos una relación romántica? Pues no había muchas posibilidades de eso. Paul mantenía las distancias y solo emitía señales de amistad, ni siquiera se colocaba demasiado cerca de mí. ¿Y si hacía algo para que David pensara que había algo entre él y yo? Cuando se me ocurrió, deseé que lo hiciera.
Paul le tendió la mano.
—Paul Rodierre.
David se la estrechó.
—David Stockwell. Conozco a Caroline desde…
—Tenemos que irnos —interrumpí.
—Sally está allí, atándose los patines. Seguro que quiere saludarte.
Betty ya me había informado sobre Sally, claro. Su nueva cuñada era una chica menuda a la que la señora Stockwell le había preparado un ajuar de boda de alta costura que costó una indecente cantidad de dinero que podría haber alimentado a media Nueva York durante un año. Miré a David con cara de: «Lo siento, pero es que no puedo».
Él se volvió hacia Paul.
—Trabajo en el Departamento de Estado. Intentamos mantenernos al margen de la guerra. He oído hablar de su discurso en la gala. Parece que usted se esfuerza para conseguir justo lo contrario, que nos metamos en ella.
—Solo dije la verdad —repuso Paul.
—Y fue la fiesta que mejor ha ido de todas las que hemos organizado —añadí.
Paul patinó hasta donde yo estaba y me tomó el brazo para entrelazarlo con el suyo.
—Sí, querida. Fue impresionante, ¿verdad?
¿Cómo que querida?
David parpadeó, desconcertado.
Me acerqué a Paul.
—Un aplauso ensordecedor. Y menuda cantidad de donaciones… Después de eso todo el mundo apoya a Francia.
Sally Stockwell se acercó hacia nosotros patinando entre la gente. Era difícil ignorar lo pequeñita que era, uno sesenta de estatura como mucho. Llevaba el equipo completo para patinar: una falda de lana hervida con forma de campana, una chaqueta tirolesa acolchada muy gruesa y por encima de los patines le sobresalía una piel blanca. La borla que coronaba el gorro de lana, que llevaba atado bajo su bonita barbilla, se movía de un lado a otro mientras se acercaba.
—Debes de ser Caroline —dijo Sally a modo de saludo.
Me tendió una mano cubierta por un mitón de angora y yo se la estreché.
Sally era más Olivia de Havilland que Bette Davis, y era imposible que te cayera mal porque exhibía una franqueza que desarmaba y que hacía que la conversación más trivial se volviera incómoda.
—David me ha hablado mucho de ti: «Caroline ayuda a los bebés franceses», «Caroline y yo fuimos los protagonistas de nuestra primera obra»…
—Yo fui el primer coprotagonista masculino de Caroline —añadió David—. Fui Sebastian y ella Olivia[6].
Paul sonrió.
—Esos personajes se besan, ¿no? ¿Qué tal fueron las críticas?
—Poco entusiastas —contesté yo.
Sally se acercó un poco más sobre sus patines.
—A veces pienso que David y tú deberíais haberos casado…
—Me ha alegrado mucho veros a los dos —interrumpí en ese momento—. Perdonad las prisas, pero tenemos que irnos ya.
—Sí, vamos a pasar todo el día juntos, ¿verdad, cariño? —dijo Paul.
Estaba cargando las tintas. Eso iba a poner en funcionamiento la maquinaria del cotilleo, pero me daba igual. Daba gusto sentirse querida, aunque solo fuera una pantomima.
Nos despedimos y seguí diciéndoles adiós con la mano a Sally y a David hasta que se mezclaron con la marea de parejas de patinadores. Qué buen gesto había tenido Paul, fingiendo que era mi pretendiente. Yo no podía ir por ahí luciéndolo, por supuesto, pero era agradable tener a alguien en mi vida del que poder alardear, sobre todo delante de David Stockwell, después de que me pisoteara el ego como lo había hecho.
Tras la sesión de patinaje, Paul volvió al Waldorf a cambiarse y yo me dediqué a decorar el grueso abeto azul que nos había traído desde la casa de campo el amigo del alma de mi madre, el señor Gardener, y después preparé coq au vin. Serge había enviado desde Connecticut una sopa de verduras de invierno, con abundancia de chirivías, gruesas zanahorias y delicioso hinojo dulce, como primer plato.
Esa noche, la nieve, que había llegado antes a Connecticut, empezó a caer con fuerza sobre Manhattan y dejó a mi madre atrapada con Serge en nuestra casa de campo. Paul apareció en mi puerta con copos de nieve en el pelo y sobre los hombros del abrigo. Noté su cara fría contra la mía cuando me dio un beso en cada mejilla. Se había puesto mucho Sumare, uno de los perfumes favoritos de mi padre. Le había echado un vistazo al armarito del baño de Paul en el Waldorf y había visto allí un frasco de ese perfume al lado de un tarro azul de crema de afeitar.
Paul traía una botella de borgoña y un ramillete de unas hermosas rosas carmesíes envueltas en papel blanco. Iba a tener que mantener la cabeza bien fría y vigilar cuánto vino bebía. Me alivió ver que se había arreglado y llevaba su chaqueta de color berenjena, porque yo llevaba un vestido y medias de seda.
Me puso la botella, pesada y fría, en las manos.
—Joyeux Noël. Es la última de una caja que me envió mi primo de su viñedo. Espero que no te importe, pero le he dejado tu número a la operadora del Waldorf, por si alguien necesita localizarme.
—Claro que no me importa. ¿Estás preocupado por Rena?
—Siempre, pero ha sido solo por precaución. He hablado con ella esta mañana para contarle cómo va lo de su visado. Roger dice que sabrá algo dentro de unos días.
Rena. Era como si estuviera allí con nosotros.
Paul entró en el salón.
—Aquí dentro podría aterrizar un avión. ¿No viene nadie más a cenar hoy?
—No han podido salir de casa en Connecticut.
—¿Así que voy a ser yo el único entretenimiento? Demasiada presión.
Después de cenar, dejé los platos en el fregadero y me senté en el sofá de pelo de caballo lleno de bultos para compartir con Paul una botella del coñac de papá. Ese sofá había pertenecido a la madre de mi madre, a quien llamábamos «mamá Woolsey». Lo había comprado para evitar que los pretendientes de mi madre se quedaran mucho tiempo.
Cuando el fuego se redujo a solo unas ascuas empezó a hacer frío, porque en el apartamento normalmente manteníamos la calefacción baja. Paul echó un tronco de abedul a la chimenea y la llama se avivó, lamiendo el hueco de la chimenea y produciendo mucho calor, que empecé a notar en la cara.
Me quité los zapatos y metí los pies debajo del cuerpo.
—Alguien ha estado bebiendo coñac —dije mirando la botella al trasluz.
—Tal vez lo que falta es «la parte de los ángeles». Así es como llaman en las bodegas de coñac a la parte que se evapora —explicó Paul.
Removió el tronco con el atizador. Su cara se veía muy pensativa a la luz del fuego. ¿Por qué los hombres se ponían tan serios cuando removían el fuego?
Volvió al sofá.
—Cuando estoy aquí, así, me da la sensación de que todavía lo tengo todo por delante. Me siento como un niño.
—En algún rincón de nuestros corazones todos tenemos siempre veinte años —dije. ¿Cuántas veces había repetido eso mi madre?
Paul se echó un poco de coñac en el vaso.
—Tu exnovio es un hombre muy guapo.
—Él estaría de acuerdo contigo, sin duda.
Le tendí el vaso para que me sirviera más coñac.
Paul dudó.
—«Puesto que el hombre es razonable, necesario resulta que se embriague» —recité. ¿Por qué estaba citando a Byron? Eso me hacía parecer vieja, como si tuviera dos millones de años.
—«Ya que los momentos de embriaguez son los mejores de la vida» —contestó Paul, mientras me servía más coñac.
¿Conocía la obra de Byron?
—¿Cómo es que nunca me has preguntado por Rena? —preguntó Paul de repente.
—¿Y por qué iba a hacerlo? —Ese era el último tema del que yo quería hablar.
—Oh, no sé. Pensaba que tal vez tendrías curiosidad por saber por qué estoy lejos de casa tanto tiempo.
—Por la obra, ¿por qué si no? —contesté sin vacilar.
El líquido de color ámbar de mi vaso resplandeció a la luz del fuego.
—Lo nuestro prácticamente ya no es un matrimonio.
—Paul, eso es un tópico terrible…
¿Por qué no podía dejar de hablarles a los hombres como una maestra de escuela? Me merecía acabar abandonada por los míos en medio del hielo, como hacían las tribus esquimales con los ancianos.
—Rena es muy joven y muy divertida, te caería bien, seguro, pero nosotros nunca podríamos sentarnos así, a hablar de la vida.
—¿Qué le gusta hacer a ella? —pregunté.
El fuego chisporroteó y siseó al consumir una gota de savia.
—Bailar, las fiestas. No es más que una niña en muchos sentidos. Nos casamos muy poco tiempo después de conocernos. Era muy divertido al principio, y el tiempo que pasábamos en el dormitorio era increíble, pero pronto se empezó a aburrir. He oído que ha tenido unos cuantos amantes atractivos.
¿Que el tiempo que pasaban en el dormitorio era increíble? Seguro que sí. Me quité una pelusa de la manga.
—Por cierto, para que lo sepas, en este país los hombres no hablan de sus hazañas de alcoba.
—En este país los hombres no tienen nada de qué hablar —repuso Paul—. Se casan y sus hazañas se marchitan y se caen al suelo muertas. Rena es una chica estupenda, pero, según ella, somos incompatibles. Créeme, lo he intentado.
Se levantó a revolver el fuego un poco más y volvió de nuevo, pero esta vez se sentó más cerca en el sofá. Para ser un hombre tan viril, tenía una boca muy sensual.
—Pero ¿queda alguien realmente compatible? —pregunté—. Mis padres son la única pareja de las que he conocido que me parecían realmente afines.
—¿Cómo murió tu padre?
—Nunca se lo he contado a nadie. Tenía once años y entonces no se hablaba de esas cosas.
—¿Era un buen padre?
—Los fines de semana salíamos de la ciudad e íbamos a Connecticut. Se quitaba el cuello almidonado y el chaleco, se ponía pantalones informales y nos daba charlas interminables en el campo de béisbol que mi madre había instalado en un extremo de la finca.
—¿Se ponía enfermo con frecuencia?
—Jamás. Pero un día de la primavera de 1914, sin previo aviso, lo aislaron en su dormitorio de este apartamento. Solo podían entrar el doctor Forbes y mi madre. Cuando me enviaron con la maleta a casa de unos parientes supe que algo iba muy mal. Las doncellas dejaban de hablar cuando yo entraba en la habitación y mi madre tenía una expresión atormentada que no le había visto nunca antes.
—Lo siento mucho, Caroline. —Paul me apretó la mano con una de las suyas, caliente y suave, y después me la soltó.
—Cinco días después me permitieron volver a casa, pero nadie me miraba a los ojos. Me enteré de la información que necesitaba saber escondiéndome en el montaplatos que había junto a la cocina y mirando por una rendija, como había hecho muchas veces. En aquel momento teníamos cuatro doncellas irlandesas internas. La mayor, Julia Smith, les contó a sus compañeras lo que estaba pasando mientras todas pelaban guisantes en la mesa de la cocina. Todavía recuerdo todas y cada una de sus palabras. Julia dijo: «Sabía que el señor Ferriday no se iría sin luchar». Y Mary Moran, una doncella nueva muy delgada, que estaba fregando los azulejos blancos y negros con una fregona de tiras grises que parecían los tentáculos de un calamar, dijo entonces: «Morir de neumonía es la forma más terrible de morir. Es como ahogarse, solo que más lento. ¿Has estado en la habitación? Espero que no lo hayas tocado». A lo que Julia contestó: «De pronto se estaba riendo como un loco y al momento se agarraba el pecho, decía que hacía mucho calor y le decía a gritos al doctor Forbes: “Abra una ventana, por todos los santos”. Después empezó a preguntar por su hija, Caroline, y eso estuvo a punto de romperme el corazón. La señora Ferriday no dejaba de decir: “Henry, cariño, no me dejes”, pero ya debía de haber muerto, porque el doctor Forbes sacó la cabeza por la puerta y me dijo: “Ve a buscar al encargado de la funeraria”». Lilly Clifford, la más joven de las cuatro, fue la que habló entonces: «Vi un segundo a la señora Ferriday. Estaba abrazándolo allí, en la cama, y repetía: “No puedo vivir sin ti, Henry”. Se la veía tan triste y sola que estuve a punto de echarme a llorar». Esa tarde mi madre me dio la noticia. Me quedé mirando fijamente el humidificador de puros de mi padre, preguntándome qué pasaría con ellos ahora que ya no estaba. Mi madre y yo nunca hablamos de la muerte de mi padre y ella nunca lloró delante de mí ni de ninguna otra persona después de ese día.
—Qué historia tan terrible, Caroline —contestó Paul—. Eras tan pequeña…
—Siento haber aguado la fiesta.
—Es una carga muy pesada para una niña.
—Hablemos de algo más alegre.
—Tienes buen corazón, Caroline —aseguró Paul, y se acercó para colocarme un rizo detrás de la oreja. Casi di un salto al notar su contacto y sentí una oleada de calor.
—Basta de hablar de la muerte —insistí—. ¿De qué otra cosa podemos hablar?
Los dos nos quedamos un rato contemplando el fuego y escuchando los crujidos de los troncos al quemarse.
Paul se volvió hacia mí.
—Tengo que hacerte una confesión.
—¿Los buenos católicos no se confiesan delante de un cura?
Me recorrió con uno de sus dedos el pie cubierto por la media de seda.
—Bueno, lo que te iba a decir es que no me puedo controlar cuando tengo cerca una media de seda.
¿Entendía Paul el poder que tenía ese dedo?
—Me temo que la culpa la tiene un amigo del colegio —continuó.
Me erguí un poco en el asiento.
—No sé si quiero saberlo.
—Tenía cajas de fotos viejas bajo su cama.
—¿Fotos de desnudos?
—Bueno, sí, en cierto modo. La mayoría eran de mujeres que llevaban medias de seda y poco más. —Paul hizo girar el líquido ámbar en el vaso—. Después de eso ya nunca volví a ser el mismo. Es algo que tienen esas costuras. Después de ver a Marlene Dietrich en El ángel azul cantando Naughty Lola tuve que esperar a que todo el mundo hubiera salido del cine antes de levantarme.
—Marlene llevaba unas medias finas negras en esa escena.
—¿Podemos no hablar de eso? Todavía… bueno, me afecta físicamente.
—Eres tú quien ha sacado el tema.
—Supongo que siempre me han atraído las mujeres fuertes —prosiguió Paul.
—Dile a mi madre que te presente a Eleanor Roosevelt.
Paul sonrió y dejó el vaso en el suelo.
—¿Sabes? Eres única, Caroline. Tienes algo que hace que quiera desnudarte mi alma. —Me miró un momento en silencio—. Tengo tendencia a aferrarme a las personas. Tal vez luego no puedas deshacerte de mí.
—Como una lapa —bromeé.
Él sonrió y se inclinó hacia mí.
—Sí, sea lo que sea eso.
Me levanté y me estiré el vestido. Teníamos que reducir la tensión antes de que las cosas se pusieran complicadas.
—No te muevas. Tengo una cosa para ti. No es nada sofisticado —aclaré.
—Siempre tan misteriosa, Caroline. Te pareces mucho a Marlene.
Fui a mi dormitorio. ¿Era un error todo esto? ¿Los amigos de diferentes sexos se hacían regalos entre ellos? Pero él no había traído nada para mí, en realidad. Saqué el paquete cubierto en papel plateado que había envuelto y desenvuelto varias veces para darle una apariencia más informal y se lo llevé a Paul.
—¿Qué es? —Quiso saber.
¿El rubor de sus mejillas era por la vergüenza o por el coñac?
—No es nada —dije sentándome otra vez a su lado.
Pasó una mano por debajo del papel para romper la cinta adhesiva.
—No es más que el regalo de una amiga —añadí—. Betty y yo nos hacemos regalos continuamente. Algo informal.
Desdobló los extremos y se quedó mirando el contenido del envoltorio, un rectángulo plegado del color del clarete añejo, que tenía sobre las rodillas. Se había quedado sin palabras.
—Era de mi padre. Tenía muchas, pero nunca se las ponía. Tal vez si se hubiera puesto alguna…
Paul sacó la bufanda, que era de lana merina con el forro de seda, y la sostuvo en la mano, acariciando la tela con los dedos.
—No sé qué decir —dijo al fin.
Se me secó la boca. ¿Me había excedido con un regalo tan personal?
—¿No le molestará a tu madre?
—Ella ya se habría deshecho de todas las cosas de mi padre si yo la hubiera dejado.
—Tal vez le cueste verlas ahora que él no está.
—Estuvo a punto de regalarle su abrigo de vicuña a un chico de los recados que no llevaba suficiente ropa de abrigo.
Él levantó un extremo de la bufanda y lentamente se envolvió el cuello con ella, con la cabeza gacha.
—Es demasiado bonita, Caroline. —Terminó de ponérsela y abrió las manos con las palmas hacia arriba—. ¿Me queda bien?
Con ese rubor en las mejillas parecía un niño a punto de cruzar en trineo el Bird Pond de Bethlehem. ¿Cómo sería besarle? ¿Nos arrepentiríamos los dos porque él tenía una esposa, incompatible o no, que pronto se despertaría en Francia esperando su llamada?
Por supuesto que sí.
Me levanté, un poco mareada.
—¿Quieres verla? La ropa de mi padre, quiero decir.
Llevé a Paul por el pasillo hasta la habitación de mi padre. Mi madre y mi padre tenían dormitorios separados, como era costumbre entonces. La lámpara de escritorio que había en un rincón proyectaba sombras en la pared. Las doncellas seguían limpiando el polvo de la habitación, lavaban las cortinas de organza todas las primaveras y cambiaban la ropa de cama adornada con una greca, como si esperaran que mi padre volviera cualquier día y gritara: «¡Hola a todos!» después de dejar su maleta de cuero sobre la cama. Había un pequeño sofá en el hueco de la ventana en saliente, tapizado con cretona de flores relajante y desvaída que había perdido su capa brillante tiempo atrás. Abrí la puerta del armario de papá y del interior escapó una nube de olor a Vicks VapoRub y a tabaco. Encendí la luz interior.
—Oh, Caroline —exclamó Paul.
El armario doble de papá estaba casi como él lo había dejado: había hileras de pantalones de algodón, de lana marrón y de franela blanca doblados sobres perchas; todo tipo de chaquetas, desde unas cuantas Norfolk con sus cinturones, pasando por las de lana de estambre, hasta cruzadas con un botón; cantidad de zapatos de dos colores y un par de zapatos de vestir de charol, rellenos con papel tisú y alineados en el suelo; y las corbatas compartían espacio con los cinturones, todos colgados de sus hebillas metálicas. El crespón negro que mi madre llevó en el funeral estaba en la balda de arriba, en un montoncito. Yo no estuve en la iglesia de Saint Thomas ese día, porque solo tenía once años. Pero The New York Times escribió: «En el primer banco, las mujeres Woolsey se sostuvieron mutuamente cogidas del brazo». Saqué un cinturón y acaricié con los dedos la piel de foca forrada de ante.
—Era un hombre muy elegante —dijo Paul.
—La verdad es que no. Era mi madre la que se ocupaba de que fuera arreglado.
Paul bajó de la balda de arriba un sombrero gris relleno con un papel tisú amarillento. Lo hizo girar, como un científico que examinara un raro meteorito, y volvió a dejarlo en su sitio. De repente parecía taciturno. ¿Por qué había tenido que estropear la velada?
—Mi padre no tenía ojo para las combinaciones de colores, ¿sabes? —expliqué.
Paul solo se me quedó mirando. ¿Es que no podía dejar de parlotear?
—Y para empeorarlo todo, se negaba a que le vistiera un ayuda de cámara.
Paul no intentó frenarme, solo me miró con una expresión que no pude identificar. ¿Lástima por una pobre solterona que echaba de menos a su padre fallecido?
—Mi padre insistía en vestirse solo. Así que mi madre le compraba únicamente colores básicos. Marrón y azul marino. —Apagué la luz del armario—. Tenías que haber visto lo que se ponía antes.
Cuando cerré la puerta del armario, sentí los ojos llenos de lágrimas.
—Una mañana, a la hora del desayuno, apareció con una chaqueta amarilla, una corbata morada, pantalones de un naranja fuerte y calcetines rojos. Mi madre estuvo a punto de ahogarse de la risa.
Giré la cara hacia la puerta del armario y apoyé la frente sobre la pintura, que noté fresca.
—Lo siento, Paul. Ahora me recupero.
Paul me tomó por los hombros, me giró y me acercó a su cuerpo. Me apartó el pelo y rozó mi mejilla con los labios. Se demoró brevemente bajo la comisura del ojo y después me recorrió la cara. Se tomó su tiempo para llegar hasta mi boca y una vez allí, noté que sabía a coq au vin y a cigarrillos franceses.
Paul se quitó la bufanda del cuello y el movimiento provocó que me llegara una oleada de Sumare.
Pino. Cuero. Almizcle.
Volvimos al sofá mientras una nieve helada azotaba las ventanas que teníamos encima como arena en medio de un huracán. Se me paró el corazón un segundo cuando su mano me rozó el interior del muslo mientras me bajaba una de las medias. Metió dos dedos bajo la seda y la fue deslizando. Yo le desabroché el botón de arriba de la camisa. Y después el siguiente. Metí las manos por la abertura de su camisa y las bajé por sus costados, que eran tan lisos como el interior de la concha de una caracola.
—Creo que te has tomado algo más que la parte de los ángeles de ese coñac —me susurró Paul al oído.
Y me desabrochó el botón de arriba del vestido. En la penumbra su cara se veía especialmente hermosa, así, tan seria. Lo estábamos haciendo de verdad… Aparté de mi mente todo pensamiento de él con Rena.
Muy despacio fue soltando el segundo y tercer botón.
Me bajó el vestido por el hombro y me besó la piel desnuda.
—No me puedo creer lo guapa que eres —dijo bajando poco a poco con los labios hacia mi pecho, sin la más mínima prisa—. Tal vez sería buena idea irnos a la cama —sugirió.
Solo pude asentir. ¿Mi cama con dosel con la colcha de raso rosa? Esa cama nunca había visto nada como Paul Rodierre.
Nos dirigimos haciendo eses hasta mi dormitorio y mi ropa interior se fue quedando por el camino.
—Sube los brazos —pidió Paul cuando llegamos a la cama.
Los levanté como si me fuera a tirar de cabeza y él me quitó la combinación y el vestido de una vez. Se desprendió de la chaqueta y me acercó a su cuerpo. Me temblaban los dedos cuando los acerqué a su cinturón. Me besó mientras yo sacaba el extremo por la hebilla y después lo deslizaba por todas las trabillas. La cremallera siseó al bajar. Él salió de sus pantalones y me guio hacia la cama hasta caer juntos sobre el suave raso. Las lamas del somier emitieron un sonido al recibir el peso repentino.
—¿Todavía llevas puestos los calcetines? —pregunté.
Él me besó la base de la garganta.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó Paul siguiendo su camino descendente.
—¿Qué? —Me incorporé sobre un codo—. ¿Hay alguien ahí?
Él me empujó otra vez sobre la cama y acercó los labios a mi oreja.
—No es nada. —Su barbilla áspera me arañó la mejilla de una forma que me gustó—. No te preocupes.
Era estupendo tener a Paul en mi cama, todo para mí. Me hundí más en la colcha de raso rosa mientras él se colocaba encima de mí y me besaba en la boca, esta vez con más urgencia.
Pero entonces fui yo la que oyó el ruido. Alguien llamaba a la puerta. ¿Cómo habría logrado quienquiera que fuera que el portero le dejara subir? Me quedé petrificada mientras los labios de Paul seguían bajando.
—Hay alguien en la puerta —dije, estremeciéndome en la oscuridad.