1
Caroline
Septiembre de 1939
Si hubiera sabido que estaba a punto de conocer al hombre que me iba a hacer añicos el corazón, como un cuenco de porcelana que se estrella contra la terracota, ni me habría levantado esa mañana. Pero lo que hice fue sacar de la cama a nuestro florista, el señor Sitwell, para que me preparara un ramillete para la solapa. Mi primera fiesta de gala para el consulado no era ocasión para escatimar en nada.
Me uní a la enorme marea de gente que recorría la Quinta Avenida. Vi abrirse paso por mi lado a hombres con sombreros de fieltro gris que llevaban en sus maletines los periódicos de la mañana con los últimos titulares optimistas de la década. Ese día no había ninguna tormenta formándose al este, ni nada presagiaba lo que estaba por venir. La única señal de que desde Europa podría llegar algo malo era el olor de la marea muerta que llegaba desde el East River.
Cuando me acerqué a nuestro edificio, que estaba en la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cuarenta y Nueve, vi a Roger arriba, mirando por la ventana. Había despedido a gente por mucho menos que llegar veinte minutos tarde, pero el único día del año en que la élite de Nueva York abría sus carteras y fingía que le importaba lo que ocurría en Francia no era precisamente el momento para racanear con las flores de la solapa.
Tomé la esquina y vi los destellos que el sol arrancaba a las letras doradas esculpidas en la piedra: LA MAISON FRANÇAISE. El French Building, donde estaba el consulado francés, estaba justo al lado del British Empire Building, en plena Quinta Avenida. Los dos edificios formaban parte del Rockefeller Center, el nuevo complejo de granito y caliza de Rockefeller Junior. Muchos consulados extranjeros tenían allí sus oficinas y eso producía una interesante mezcolanza de diplomacia internacional.
—Vaya hasta el fondo y espere mirando al frente —dijo Cuddy, nuestro ascensorista.
El señor Rockefeller elegía personalmente a los ascensoristas atendiendo a criterios de buena presencia y educación. Cuddy destacaba en cuanto a su apariencia, pero ya lucía algunas canas en el pelo y parecía que su cuerpo tenía prisa por envejecer.
Cuddy fijó la vista en los números que se iban iluminando sobre las puertas.
—Hoy hay una buena multitud, señorita Ferriday. Pia me ha dicho que han llegado dos barcos nuevos.
—Estupendo —respondí.
Cuddy se sacudió algo de la manga de la chaqueta de su uniforme azul marino.
—¿Le toca trabajar hasta tarde hoy también?
Para ser los ascensores más rápidos del mundo, me dio la sensación de que el nuestro estaba tardando una eternidad.
—Tengo que salir a las cinco. Damos una fiesta esta noche.
Me encantaba mi trabajo. La abuela Woolsey empezó con la tradición de que las mujeres de nuestra familia trabajasen cuando decidió hacerse enfermera para atender a los soldados en el campo de batalla de Gettysburg. Pero mi puesto voluntario de directora de asistencia familiar en el consulado francés no se podía considerar trabajo, en realidad. El amor por todo lo francés era algo que estaba en mi genética. Mi padre era medio irlandés, cierto, pero su corazón era francés. Además, mi madre heredó un apartamento en París, donde pasábamos todos los años el mes de agosto, así que aquello era como mi casa.
El ascensor se detuvo. Incluso con las puertas aún cerradas, desde allí dentro se oía una terrible algarabía de voces. Sentí un escalofrío.
—Tercer piso —anunció Cuddy—. Consulado de Francia. Cuidado con…
En cuanto se abrieron las puertas, el ruido ahogó sus educadas instrucciones. El pasillo que llegaba hasta la recepción estaba tan atestado que apenas se podía pasar. El Normandie y el Île de France, dos de los transatlánticos más importantes de Francia, habían llegado esa mañana al puerto de Nueva York llenos de pasajeros ricos que huían de la incertidumbre que reinaba en Francia. En cuanto la sirena señaló que ya podían desembarcar, la élite del barco fue directa al consulado para resolver problemas con los visados y otros asuntos peliagudos.
Entré como pude en la recepción, atestada de humo, tras pasar junto a señoras con vestidos de día a la última moda en París, que estaban por allí, cotilleando, en medio de una deliciosa nube de perfume Arpège y con gotitas de agua de mar aún en el pelo. Las personas que conformaban ese grupo estaban acostumbradas a que las siguiera un mayordomo con un cenicero de cristal y una copa alta de champán. Los botones con la chaqueta de color escarlata del Normandie se medían con sus colegas con la chaqueta negra del Île de France. Crucé entre la multitud, abriéndome paso con el hombro, en dirección a la mesa de nuestra secretaria, al fondo de la sala, pero mi pañuelo de gasa de seda se quedó enganchado en el cierre del collar de perlas de una mujer deslumbrante. Mientras intentaba desengancharlo, el intercomunicador empezó a sonar, pero nadie respondió.
Roger.
Seguí avanzando, hasta que sentí que me daban una palmadita en el culo y me giré. Ante mí encontré a un guardiamarina que me miraba con una sonrisa de dientes sucios.
—Gardons nos mains pour nous-mêmes —O lo que es lo mismo: «A ver si nos guardamos esas manos».
El chico levantó el brazo por encima de la multitud y agitó la llave de su camarote del Normandie. Al menos no tenía más de sesenta, como los hombres que normalmente se fijaban en mí.
Por fin llegué a la mesa de nuestra secretaria, donde la encontré sentada, con la cabeza gacha, escribiendo a máquina.
—Bonjour, Pia.
El primo de Roger, un chico de dieciocho años y ojos oscuros, estaba sentado en el escritorio de Pia, con las piernas cruzadas. Tenía un cigarrillo en la mano y elegía cuidadosamente de entre el contenido de una caja de bombones, el desayuno favorito de Pia. La bandeja de documentos para mí que había en su mesa ya estaba llena de carpetas.
—Vraiment? ¿Y qué es lo que tienen de buenos? —dijo ella sin levantar la cabeza.
Pia era mucho más que una secretaria. Todos desempeñábamos muchos papeles y entre los suyos estaba hacer el registro de nuevos usuarios y crear una carpeta para cada uno, pasar a máquina la considerable correspondencia de Roger y descifrar la colosal marea de mensajes en código morse que llegaban a diario y que eran parte vital de lo que hacíamos en nuestra oficina.
—¿Por qué hace tanto calor aquí? —pregunté—. Pia, está sonando el teléfono.
Ella se decidió por un bombón de la caja.
—Sí, no deja de hacerlo.
Pia atraía pretendientes de una forma sorprendente, como si emitiera una frecuencia que solo los hombres podían detectar. Tenía un atractivo salvaje, pero yo sospechaba que su popularidad se debía en parte a sus jerséis ajustados.
—¿Puedes ocuparte de alguno de mis casos hoy, Pia?
—Roger ha dicho que no puedo levantarme de esta silla. —Dio la vuelta al bombón y separó un poco el papel de la base, con el pulgar de manicura perfecta. Buscaba uno con crema de fresa—. También ha dicho que quería verte en cuanto llegaras, pero creo que la mujer que está en el sofá ha dormido esta noche en el pasillo. —Pia agitó la mitad de un billete de cien dólares delante de mí—. Y el señor gordo con los perros me ha dicho que te dará la otra mitad si le atiendes primero. —Señaló con la cabeza a una pareja mayor y rechoncha que esperaba cerca de la puerta de mi despacho. Cada uno llevaba en brazos un par de perros salchicha con el hocico gris.
Igual que ocurría con Pia, mi trabajo incluía varias tareas, entre ellas atender las necesidades de los ciudadanos franceses en Nueva York (muchas veces familias que estaban pasando por situaciones duras) y supervisar el Fondo para Familias Francesas, una organización benéfica a través de la que enviaba paquetes con artículos de primera necesidad a huérfanos franceses al otro lado del océano. Acababa de retirarme tras casi dos décadas dedicada a Broadway, y aquel trabajo me parecía fácil en comparación. Desde luego, no había que deshacer tantos baúles.
Mi jefe, Roger Fortier, apareció en el umbral de su despacho.
—Caroline, te necesito ahora mismo. Bonnet ha cancelado.
—No lo estarás diciendo en serio, Roger.
Esa noticia fue como un puñetazo. Yo había confirmado meses atrás que el Ministro de Asuntos Exteriores de Francia sería nuestro orador estrella en la fiesta de esa noche.
—No es fácil ser el Ministro de Asuntos Exteriores francés ahora mismo —aseguró Roger, dándome la espalda para entrar de nuevo en su despacho.
Yo entré en el mío y revisé la agenda giratoria. ¿Estaría libre esa noche mi amigo y monje budista Ajahn Chah?
—¡Caroline! —me llamó Roger.
Agarré la agenda y fui corriendo a su despacho, evitando a la pareja de los perros salchicha, que estaba haciendo grandes esfuerzos para dar verdadera lástima.
—¿Por qué has llegado tarde? —preguntó Roger—. Pia ya lleva aquí dos horas.
Como cónsul general, Roger Fortier dirigía el consulado desde su despacho, que estaba situado en una esquina del piso y tenía unas vistas impresionantes del Rockefeller Plaza y del Promenade Café. Normalmente la famosa pista de patinaje ocupaba la parte cóncava, pero la habían cerrado durante el verano y en esa época el espacio estaba lleno de mesas de cafetería entre las que corrían de acá para allá unos camareros de esmoquin con delantales hasta los tobillos. Detrás se veía el enorme Prometeo dorado de Paul Manship ya de vuelta en la tierra, sosteniendo en alto el fuego robado. Tras él se elevaba hacia el cielo de color zafiro el RCA Building, con sus setenta plantas. Roger tenía mucho en común con la imponente figura masculina de la Sabiduría que había tallada sobre la entrada del edificio: el ceño fruncido, la barba, la mirada furiosa.
—He tenido que pasar a recoger el ramillete para la solapa de Bonnet…
—Oh, y eso te parece lo bastante importante para mantener a media Francia esperando.
Roger le dio un bocado a un donut y le cayó sobre la barba una cascada de azúcar glas.
A pesar de tener una figura que, siendo amable, se podía calificar de fornida, nunca le faltaba compañía femenina.
Su mesa estaba cubierta de pilas de carpetas, documentos de seguridad y dosieres de ciudadanos franceses desaparecidos. Según el Manual para el consulado francés, su trabajo consistía en: «Ayudar a los ciudadanos franceses en Nueva York en caso de robo, enfermedad grave o arresto; asistirles en los trámites para obtener certificados de nacimiento, de adopción o reemplazar documentos perdidos o robados; proporcionarles apoyo en momentos de dificultad política o desastre natural; y planificar las estancias de cargos públicos en visita oficial y de otros diplomáticos». Si considerábamos a Hitler como desastre natural por los problemas que estaba causando en Europa, podíamos decir que no nos faltaba el trabajo en ese aspecto.
—Tengo casos que revisar, Roger…
Él me lanzó una carpeta de color marrón que se deslizó por encima de la brillante mesa de reuniones.
—No solo no tenemos orador. He estado despierto la mitad de la noche reescribiendo el discurso de Bonnet. He tenido que eludir el tema de que Roosevelt haya permitido que Francia compre aviones estadounidenses.
—Francia debería poder comprarnos todos los aviones que quiera.
—Lo que queremos es recaudar dinero, Caroline. No es momento de irritar a los aislacionistas. Sobre todo a los ricos.
—Pero si ellos no apoyan a Francia de todas maneras…
—No nos conviene tener más mala prensa. ¿Estados Unidos le está abriendo demasiado las puertas a Francia? ¿Eso provocará que Alemania y Rusia acerquen posturas? No puedo acabar una comida sin que me interrumpa algún periodista. Y no podemos mencionar a los Rockefeller… No quiero otra llamada de Junior. Aunque creo que la voy a recibir de todas maneras ahora que Bonnet ha cancelado.
—Es un desastre, Roger.
—Tal vez tengamos que suspenderlo todo. —Roger se pasó los largos dedos por el pelo, haciéndose nuevas hendiduras entre los mechones engominados.
—¿Y devolver cuarenta mil dólares? ¿Y el Fondo para Familias Francesas? Está bajo mínimos. Y ya hemos pagado por casi cinco kilos de ensalada Waldorf…
—¿A eso lo llaman ensalada? —Roger fue pasando las tarjetas con los contactos de su agenda, la mitad ilegibles y llenas de tachones—. Es pathétique… No hay más que trozos de lechuga y manzana. Bueno, y esas nueces reblandecidas…
Yo también revisé mi agenda en busca de famosos que nos pudieran servir. Mi madre y yo conocíamos a Julia Marlowe, la actriz, pero estaba de gira por Europa.
—¿Y Peter Patout? La gente de mi madre lo ha empleado.
—¿El arquitecto?
—Sí, el de la Exposición Universal. Tenían ese robot de más de dos metros.
—Aburrido —contestó Roger dándose golpecitos en la palma con un abrecartas de plata.
Pasé a la L.
—¿Y el capitán Lehude?
—¿Del Normandie? ¿Lo dices en serio? Le pagan para que sea aburrido y soso.
—No puedes descartar todas mis sugerencias de esa forma, Roger. ¿Y Paul Rodierre? Betty dice que todo el mundo habla de él.
Roger frunció los labios, algo que siempre era buena señal.
—¿El actor? He visto su espectáculo. Es bueno. Alto y atractivo, si te gustan los hombres de ese tipo. Tendrá un metabolismo rápido, claro.
—Al menos sabemos que es capaz de memorizar un guion.
—Es un poco bala perdida. Y también está casado, así que mejor que no se te ocurran malas ideas.
—Yo no quiero saber nada de los hombres, Roger.
Con treinta y siete años, ya me había resignado a la soltería.
—No sé si Rodierre querrá hacerlo. A ver qué puedes conseguir, pero asegúrate de que quien sea se ajuste al guion. Nada de Roosevelt…
—Ni de los Rockefeller —concluí.
Entre un caso y otro fui llamando a los posibles candidatos de última hora y al final acabé con una sola opción: Paul Rodierre. Estaba en Nueva York, en el Broadhurst Theatre, actuando en una revista musical, Las calles de París, el gran debut en Broadway de Carmen Miranda.
Llamé a la agencia William Morris y me dijeron que iban a preguntar y que me llamarían. Diez minutos más tarde el agente del señor Rodierre me dijo que no tenía función en el teatro esa noche y que, aunque su cliente no tenía ropa adecuada para una gala, se sentía muy honrado por mi invitación para que diera un discurso en la fiesta de esa noche y que podíamos vernos en el Waldorf para hablar de los detalles. Nuestro apartamento, en la calle Cincuenta Este, estaba a tiro de piedra del Waldorf, así que tuve tiempo de pasarme por casa para ponerme el vestido de Chanel negro de mi madre.
Encontré al señor Rodierre sentado a una mesa del Peacock Alley, el bar del Waldorf, que estaba pegado a la recepción, justo cuando los dos relojes de bronce de dos toneladas marcaron los dos cuartos con un bonito sonido que era igual que el de la catedral de Westminster. Los invitados a la fiesta, con sus mejores galas, ya iban subiendo hacia el gran salón de baile.
—¿Monsieur Rodierre? —saludé.
Roger tenía razón con lo de su atractivo. Lo primero de Paul Rodierre en lo que se fijaría cualquiera, tras el impacto inicial de su belleza física, era en su arrebatadora sonrisa.
—No sé cómo darle las gracias por acceder a hacer esto en el último minuto, monsieur.
Él se levantó de la silla y me encontré ante un hombre con una constitución más propia de un remero que fuera a participar en la regata del río Charles que de un actor de Broadway. Hizo un amago de besarme en la mejilla, pero yo le tendí la mano y él me la estrechó. Me resultó agradable estar frente a un hombre de mi estatura.
—Un placer —dijo a modo de saludo.
Pero su atuendo suponía un problema: pantalones verdes, una americana de terciopelo color berenjena, zapatos de ante marrón y, lo peor de todo, una camisa negra. Solo los curas y los fascistas llevaban camisas negras. Bueno, y los gánsteres, claro.
—¿Quiere ir a cambiarse? —Tuve que contenerme para no arreglarle el pelo, que llevaba lo bastante largo como para recogerlo en una coleta—. ¿Y a afeitarse tal vez?
Según me había dicho su agente, el señor Rodierre se alojaba en el hotel, así que su navaja de afeitar estaba a solo unas plantas de allí.
—Esta es mi ropa para la ocasión —afirmó con un encogimiento de hombros.
Muy típico de un actor. ¿Cómo no lo había previsto? El desfile de invitados que iba hacia el salón iba aumentando, las mujeres impresionantes con sus elegantes vestidos y todos los hombres con chaqué y zapatos tipo Oxford de charol o zapatos de salón de piel.
—Es la primera gala que organizo —confesé—. Además, se trata de la única noche en la que el consulado puede recaudar dinero. Y es de etiqueta.
¿Le quedaría bien el antiguo esmoquin de papá? El tiro le podría estar bien, pero le iba a quedar estrecho de hombros.
—¿Es usted siempre tan… digamos… enérgica, señorita Ferriday?
—Bueno, aquí en Nueva York no siempre se aprecia la individualidad. —Le pasé unos folios grapados—. Estoy segura de que tiene muchas ganas de leer el discurso.
Pero él me los devolvió.
—No, merci.
Volví a ponérselos en las manos.
—¡Pero el discurso lo ha escrito el cónsul general en persona!
—Recuérdeme por qué estoy haciendo esto…
—Para conseguir una cantidad de ayuda para los ciudadanos franceses desplazados que nos dure todo el año y para contribuir a mi Fondo para Familias Francesas. Ayudamos a los huérfanos de Francia que han perdido a sus padres por alguna razón. Con toda la incertidumbre que hay al otro lado del océano, nosotros suponemos un suministro fiable de ropa y comida. Además, los Rockefeller van a venir esta noche.
Él hojeó el discurso.
—Podrían extender un cheque y evitarse todo esto.
—Están entre nuestros donantes más generosos, pero no los mencione, por favor. Ni tampoco al presidente Roosevelt. Ni los aviones que Estados Unidos ha vendido a Francia. Algunos de los invitados de esta noche aprecian a Francia, pero creen que deberíamos mantenernos al margen de la guerra por ahora. Roger quiere evitar cualquier controversia.
—Evitar las cosas estropea cualquier sensación de autenticidad. Y el público lo nota.
—¿Le importaría simplemente limitarse a leer el discurso, monsieur?
—Las preocupaciones provocan problemas de corazón, señorita Ferriday.
Saqué el adorno que había ido a buscar a la floristería y separé el alfiler de la flor, un lirio de los valles.
—Tome. Un ramillete para la solapa por ser el invitado de honor.
—Muguet? —preguntó el señor Rodierre—. ¿Dónde lo ha encontrado en esta época del año?
—En Nueva York se puede encontrar de todo. No sé cómo lo hace, pero nuestro florista los cultiva y consigue que florezcan.
Apoyé la palma en su solapa y clavé el alfiler con fuerza en el terciopelo francés. ¿Ese olor delicioso provenía de él o de las flores? ¿Por qué los estadounidenses no olían así: a nardos, a madera, a almizcle…?
—Sabe que el lirio de los valles es venenoso, ¿verdad? —comentó el señor Rodierre.
—Pues no se lo coma. Al menos no hasta que haya terminado el discurso. O solo en caso de que la multitud se lance a por usted.
Él rio y eso provocó que me apartara. Fue una risa genuina, de esas que normalmente no se oyen en una reunión de clase alta, y menos aún con mis chistes.
Acompañé al señor Rodierre entre bambalinas y me quedé asombrada al ver el enorme escenario, que era el doble de grande que cualquiera de los que yo había pisado en Broadway. Miramos al salón, un mar de mesas iluminadas por velas que parecían barcos cargados de flores flotando en la oscuridad. Aunque las luces estaban atenuadas, la lámpara de araña de cristal de Waterford y sus seis satélites resplandecían.
—Este escenario es enorme —exclamé—. ¿Podrá con él?
El señor Rodierre se volvió hacia mí.
—Señorita Ferriday, a eso es a lo que me dedico.
Por no contrariarlo más, dejé al señor Rodierre con su discurso detrás del escenario e intenté olvidar mi fijación con sus zapatos de ante marrón. Fui hasta el salón para ver si Pia había ejecutado bien la organización de los asientos que yo había diseñado y que había resultado ser algo más complejo y peligroso que un plan de vuelo de la Luftwaffe. Cuando llegué, vi que solamente había dejado tiradas unas cuantas tarjetas en las seis mesas de los Rockefeller, así que me puse a colocarlas y después ocupé mi lugar, cerca del escenario, entre la cocina y la mesa principal. Tres plantas de palcos forrados de terciopelo rojo se elevaban sobre el gran salón y en cada uno había una mesa para la cena. Se iban a llenar las mil setecientas localidades. Eso supondría mucha gente descontenta si algo no salía bien.
Los invitados se fueron acercando para ocupar sus asientos, un mar de corbatas blancas, diamantes con solera y tantos vestidos provenientes de la Rue du Faubourg Saint-Honoré que seguro que habían vaciado la mayoría de las mejores tiendas de París. Solo con los fajines, los almacenes Bergdorf Goodman habrían alcanzado tres cuartas partes de sus objetivos de ventas totales.
A mi lado había una hilera de periodistas que acababan de sacarse los lápices de detrás de las orejas. El jefe de sala estaba preparado detrás de mí, esperando mi señal para empezar a servir. Entró en la sala Elsa Maxwell (cotilla oficial, anfitriona de fiestas profesional y el culmen del refinamiento según ella misma). ¿Se quitaría los guantes para escribir cosas terribles sobre esa velada para su columna o solo memorizaría todo lo que le pareciera horroroso?
Las mesas estaban casi llenas cuando llegó la señora de Cornelius Vanderbilt, «Su Excelencia» como la llamaba Roger, con un collar de diamantes de cuatro vueltas de Cartier que llenaba su escote de destellos. Di la señal de empezar a servir en cuanto el trasero de la señora Vanderbilt entró en contacto con el asiento de su silla y ella colgó del respaldo la estola de zorro blanco, con cabeza, patas y todo. Bajaron las luces y Roger avanzó torpemente hacia el atril, iluminado por un foco y acompañado de sinceros aplausos.
—Mesdames et messieurs, el Ministro de Asuntos Exteriores, el señor Bonnet, no ha podido acompañarnos esta noche, pero me ha pedido que les trasmita sus más sinceras disculpas.
Se oyó un rumor entre la multitud, que no estaba segura de cómo reaccionar ante esa decepción. ¿Escribir una carta para que les devolvieran el dinero? ¿O sería mejor llamar a Washington?
Roger levantó una mano.
—Pero hemos logrado convencer a otro ciudadano francés para que se dirija a ustedes esta noche. Aunque no ocupa ningún cargo en el gobierno, es un hombre que interpreta un papel estelar en Broadway.
Los invitados intercambiaron comentarios en susurros. No hay nada como las sorpresas, sobre todo si son buenas.
—Déjenme que les presente a monsieur Paul Rodierre.
El señor Rodierre ignoró el atril y se dirigió al centro del escenario. Pero ¿qué estaba haciendo? El foco se puso a barrer el espacio, intentando localizarlo. Roger volvió a su asiento en la mesa principal, al lado de la señora Vanderbilt. Yo me quedé de pie cerca, pero a una distancia prudencial, donde no pudiera alcanzarme para estrangularme.
—Es un gran placer para mí estar aquí esta noche —anunció el señor Rodierre cuando el foco lo encontró—. Y siento muchísimo que monsieur Bonnet no haya podido venir.
Incluso sin micrófono, la voz del señor Rodierre llenaba la sala. Y se podía decir que brillaba con luz propia bajo el foco.
—Yo no estoy a la altura de tan distinguido invitado. Espero que no haya tenido ningún problema con el avión. Si ese ha sido el caso, seguro que el presidente Roosevelt estará encantado de enviarle uno nuevo.
Se oyeron risas nerviosas por toda la sala. No tuve que mirar a los periodistas para saber que estaban escribiendo como locos. Roger, que era un experto en el arte del tête-à-tête, logró seguir conversando con la señora Vanderbilt y atravesarme con la mirada al mismo tiempo.
—Pero bueno, me han dicho que no puedo hablar de política —continuó el señor Rodierre.
—¡Gracias a Dios! —gritó alguien desde una mesa del fondo.
Los invitados volvieron a reír, algo más fuerte esta vez.
—Pero sí puedo hablarles de los Estados Unidos que yo conozco, un lugar que me sorprende cada día. Un lugar donde una gente de mente abierta acepta de buen grado, no solo el teatro, la literatura, el cine y la moda franceses, sino también a nosotros, los ciudadanos de Francia, a pesar de todos nuestros defectos.
—Mierda —murmuró un reportero que había a mi lado, porque se le había roto la punta del lápiz. Le pasé el mío.
—Veo todos los días a gente que ayuda a los demás. Estadounidenses, inspirados por la señora Roosevelt, que tienden su mano al otro lado del Atlántico para auxiliar a los niños franceses. Estadounidenses como la señorita Caroline Ferriday, que trabaja todos los días para hacerle la vida más fácil a las familias francesas que están aquí, en Estados Unidos, y también para enviar ropa a los huérfanos de Francia.
Roger y la señora Vanderbilt miraron en mi dirección. El foco me iluminó, de pie junto a una pared, y esa luz, que me era tan familiar, me cegó. Su Excelencia aplaudió y la multitud siguió su ejemplo. Yo estuve saludando hasta que el foco me abandonó (muy pronto, por suerte) y volvió al escenario, dejándome envuelta en una fría oscuridad. No echaba de menos los escenarios de Broadway, pero no estaba mal sentir el calor de la luz de los focos sobre la piel una vez más.
—Estamos en un país que no tiene miedo de venderle aviones a la gente que estuvo a su lado en las trincheras de la Gran Guerra. Un país que no duda a la hora de ayudar a mantener a Hitler lejos de las calles de París. Un país que no temerá luchar hombro con hombro a nuestro lado en caso de que ocurra lo peor…
Yo lo miraba fijamente, incapaz de apartar la vista, aunque un par de veces le eché un vistazo al público. Estaban embelesados y sin duda nadie se había fijado en sus zapatos. Pasó media hora en un instante. Cuando el señor Rodierre concluyó con una reverencia, yo contuve la respiración. Los aplausos comenzaron tímidamente, pero fueron creciendo en oleadas, como una tremenda tormenta que golpea un tejado. Una Elsa Maxwell con los ojos llenos de lágrimas utilizó una servilleta del hotel para enjugárselos. Para cuando el público se puso en pie y se lanzó a cantar La marsellesa, me alegré de que Bonnet no hubiera venido para leer el discurso. Incluso el personal del hotel se puso a cantar con las manos sobre los corazones.
Cuando subieron las luces del salón, Roger pareció aliviado y saludó a un grupo de gente que se había acercado a la mesa principal. Tras la cena, él se fue al Rainbow Room con algunos de los mejores donantes y unas cuantas Rockettes, las únicas mujeres de Nueva York que hacían que yo pareciera bajita.
El señor Rodierre me puso una mano en el hombro cuando salíamos del salón.
—Conozco un sitio con vistas al Hudson que tiene un vino estupendo.
—Tengo que volver a casa —contesté yo, aunque no había comido nada. Me vinieron a la cabeza imágenes de pan caliente y caracoles con salsa de mantequilla, pero no era aconsejable que me vieran por ahí, cenando a solas con un hombre casado—. Lo siento, esta noche no, monsieur, pero gracias.
Mi casa estaba a pocos minutos del hotel. Allí me esperaba un apartamento frío y las sobras de ensalada Waldorf.
—¿Va a permitir que cene solo después de nuestro triunfo? —insistió el señor Rodierre.
¿Y por qué no iba a ir? La gente que me conocía solo iba a unos cuantos restaurantes, que se podían contar con los dedos de una mano y que estaban en un radio de cuatro manzanas desde el Waldorf, todos ellos lejísimos del Hudson. ¿Qué daño podía hacerme ir a cenar con ese hombre?
Fuimos en taxi hasta Le Grenier, un bistró lleno de encanto en el West Side. Los transatlánticos franceses subían por el río Hudson y atracaban frente a la calle Cincuenta y Uno, así que en esa zona estaban los mejores locales pequeños de Nueva York, que aparecían como setas tras un buen chaparrón. Le Grenier estaba a la sombra del SS Normandie, en el ático del edificio donde en otro tiempo vivió el capitán de puerto. Cuando salimos del taxi, nos encontramos con el enorme casco del barco cerniéndose sobre nuestras cabezas, con la cubierta alumbrada por los focos y cuatro niveles de ojos de buey iluminados. Un soldador que había en la proa provocaba unas chispas de color albaricoque que volaban por el cielo nocturno, mientras los marineros bajaban un farol por uno de los lados para iluminar a unos pintores subidos en un andamio. Allí, debajo de esa enorme proa negra y mirando sus tres chimeneas rojas, todas más grandes que los edificios de almacenes que ocupaban el muelle, me sentí diminuta. El aire de finales de verano olía a salitre, proveniente del lugar donde el agua salada del Atlántico se encontraba con la dulce del río Hudson.
Las mesas de Le Grenier estaban ocupadas por personas con bastante buena pinta, sobre todo de clase media, entre las que se encontraba uno de los reporteros que habían asistido a la fiesta y unos cuantos comensales, que parecían pasajeros de alguno de los transatlánticos, celebrando que por fin estaban en tierra firme. Nosotros elegimos un reservado estrecho, de una madera bastante gastada, que parecía pensado para el interior de un barco, porque era un espacio en el que cada centímetro contaba. El maître de Le Grenier, monsieur Bernard, se emocionó mucho al ver al señor Rodierre, le dijo que había visto Las calles de París tres veces y le contó, con gran profusión de detalles, cómo iba su carrera en el teatro comunitario de Hoboken.
Después monsieur Bernard se volvió hacia mí.
—Y usted, mademoiselle, ¿no compartió escenario con la señorita Helen Hayes?
—¿Es usted actriz? —exclamó el señor Rodierre con una sonrisa.
De cerca esa sonrisa era peligrosa. Tenía que mantener la cabeza fría, porque los franceses eran mi talón de Aquiles. De hecho, si Aquiles hubiera sido francés, seguramente yo le habría llevado en brazos de acá para allá hasta que se le curara el talón.
—Las críticas fueron muy injustas… —comentó monsieur Bernard.
—Vamos a pedir —intenté cambiar de tema.
—En una utilizaron la palabra «acartonada», pero yo creo… —insistió él.
—Tomaremos los caracoles, monsieur. Con poca nata, por favor…
—¿Y qué fue eso que dijo The Times sobre su Noche de Reyes? «La señorita Ferriday estuvo “justita” como Olivia». Creo que fueron demasiado crueles…
—Y sin ajo. Y que no los cocinen mucho, para que no estén muy duros.
—¿Quiere usted que vengan arrastrándose hasta la mesa, mademoiselle? —Monsieur Bernard escribió la comanda y se dirigió a la cocina.
El señor Rodierre estudió detenidamente las marcas de champán de la carta.
—Conque actriz, ¿eh? Nunca lo habría dicho.
Había algo atractivo en su apariencia desaliñada, como un jardincillo que solo necesita que le arranquen la maleza.
—El trabajo en el consulado casa mejor con mi personalidad. Mi madre conoce a Roger desde hace años y cuando me propuso que lo ayudara, no me pude resistir.
Monsieur Bernard colocó una cesta de pan en la mesa y se quedó un momento mirando fijamente al señor Rodierre, como si quisiera memorizar sus facciones.
—Espero que esta noche no le esté quitando tiempo para estar con su novio —dejó caer Paul.
Los dos estiramos la mano a la vez para hacernos con un panecillo y la mía rozó la suya, suave y cálida, pero la aparté rápidamente y la apoyé en el regazo.
—Tengo demasiado trabajo para encontrar tiempo para un novio. Ya sabe cómo es Nueva York, todas esas fiestas y compromisos. Agotador.
—No la he visto nunca en el restaurante Sardi’s.
Abrió un panecillo y de su interior salió una voluta de vapor que se elevó, iluminada por la luz.
—Oh, trabajo mucho.
—Tengo la sensación de que no lo hace por dinero.
—Es un trabajo sin sueldo, si es a lo que se refiere. Pero eso no es algo de lo que se suela hablar dentro de la buena sociedad, monsieur.
—¿Podemos prescindir del tratamiento de cortesía? Me hace sentir un anciano.
—¿Quiere que nos tuteemos? Pero si acabamos de conocernos.
—Estamos en 1939.
—La sociedad de Manhattan es como un sistema solar, tiene su propio orden de las cosas. Una mujer soltera que cena con un hombre casado ya es suficiente para sacar a más de un planeta de su órbita.
—Aquí no nos va a ver nadie conocido —aseguró Paul mientras le señalaba un champán de la lista a monsieur Bernard.
—Pues creo que eso tendría que decírselo a la señorita Evelyn Shimmerhorn, que está allí, en el reservado del fondo.
—¿He arruinado su reputación? —dijo con una especie de amabilidad que no se veía a menudo en hombres tan tremendamente atractivos. Tal vez la camisa negra no era tan mala elección para él, después de todo.
—Evelyn no va a decir nada. Va a tener un bebé que no llega en el momento adecuado, pobrecilla.
—Niños… Lo complican todo, ¿verdad? No hay lugar para los hijos en la vida de un actor.
Otro actor egoísta.
—¿Cómo se ha ganado su padre su lugar en este sistema solar? —continuó él.
Paul estaba haciendo demasiadas preguntas, teniendo en cuenta que acabábamos de conoceros.
—Ganó, en pasado. Trabajaba en el negocio textil.
—¿Dónde?
Monsieur Bernard colocó en la mesa una cubitera, con unas asas que parecían pendientes de zíngara, de la que asomaba por un lado el cuello verde esmeralda de la botella de champán.
—Tenía una sociedad con James Harper Poor.
—¿De los hermanos Poor[1]? He estado en su casa de East Hampton. Y no hacen honor a su nombre, porque no tienen nada de pobres. ¿Va mucho a Francia?
—Voy todos los años a París. Mi madre heredó un apartamento… en la Rue Chauveau Lagarde.
Monsieur Bernard le extrajo el corcho al champán, que hizo un sonido muy satisfactorio, más seco que sonoro. Sirvió el líquido dorado en mi copa y las burbujas llegaron hasta el borde, estuvieron a punto de rebosar, y después bajaron hasta un nivel perfecto. La forma de servir de un experto.
—Mi mujer, Rena, tiene una tiendecita cerca de allí que se llama Les Jolies Choses. ¿La has visto alguna vez?
Le di un sorbo al champán y sentí el cosquilleo de las burbujas en los labios.
Paul sacó la foto de su mujer de la cartera. Rena era más joven de lo que yo había imaginado y llevaba el pelo oscuro cortado como una muñeca de porcelana. Sonreía con los ojos muy abiertos, como si encerraran un secretito delicioso. Era preciosa y seguramente todo lo opuesto a mí. Me imaginé que la tienda de Rena sería uno de esos locales diminutos tan chics que visitaban las mujeres para vestir «a la francesa»: con prendas no demasiado coordinadas, pero con el toque justo de extravagancia.
—No, no la conozco —contesté y le devolví la foto—. Pero su mujer es preciosa.
Vacié la copa de champán. Paul se encogió de hombros.
—Es demasiado joven para mí, claro, pero… —Miró la foto durante unos segundos con la cabeza ladeada, como si la viera por primera vez, antes de volver a guardarla en la cartera—. No nos vemos mucho.
Se me aceleró un poco el corazón al oírlo, pero después se calmó, lastrado por la idea de que, aunque Paul estuviera libre, mi naturaleza enérgica acabaría saliendo a la luz, extinguiendo cualquier leve chispa de romance.
Por la radio de la cocina, que estaba a todo volumen, se oía a una Edith Piaf con interferencias.
Paul sacó la botella de la cubitera y me sirvió más champán. Burbujeó y una espuma rebelde rebosó la copa. Lo miré. Los dos sabíamos lo que eso significaba, por supuesto. La tradición. Cualquiera que haya estado en Francia la conoce. ¿Lo había hecho a propósito?
Sin dudar, Paul mojó el dedo en el champán que resbalaba por la base de mi copa, se acercó y me rozó detrás de la oreja izquierda con el líquido frío. Estuve a punto de dar un respingo al notar su contacto, pero me quedé esperando mientras me apartaba el pelo y me tocaba detrás de la oreja derecha, donde su dedo se quedó un momento. Después fue su turno de tocarse detrás de las dos orejas sin dejar de sonreír.
¿Por qué de repente tenía tanto calor?
—¿Y viene a verlo Rena alguna vez? —pregunté.
Me froté el dorso de la mano para intentar quitarme una mancha oscura, pensando que era de té, pero descubrí que era de la edad. Estupendo.
—Aún no ha venido. No le interesa el teatro. Ni siquiera ha visto Las calles de París todavía, pero yo no sé si podré quedarme mucho tiempo. Hitler tiene a todo el mundo de los nervios en Francia.
En alguna parte de la cocina dos hombres se pusieron a discutir. Pero ¿dónde estaban nuestros caracoles? ¿Es que habían ido a Perpiñán a buscarlos?
—Al menos Francia tiene la Línea Maginot —respondí.
—¿La Línea Maginot? Por favor… Un muro de hormigón y unos cuantos puestos de vigilancia. Eso es como darle con un guante en la cara a Hitler.
—Tiene veinticinco kilómetros de ancho.
—Nada detendrá a Hitler si se le mete algo en la cabeza —aseguró Paul.
Lo de la cocina ya se había convertido en un verdadero griterío. No me extrañaba que los entrantes no hubieran llegado aún. El cocinero, un artista voluble sin duda, estaba teniendo una pataleta por algo.
Monsieur Bernard salió de la cocina. La puerta de vaivén con un ojo de buey se cerró tras él, se abrió y se cerró varias veces y por fin se quedó quieta. El hombre fue hasta el centro del comedor. ¿Había estado llorando?
—Excusez-moi, señoras y caballeros…
Alguien empezó a dar golpecitos a una copa con una cuchara y el comedor se quedó en silencio.
—Me acaba de contar una fuente fiable… —Monsieur Bernard inspiró hondo y su pecho se expandió como un fuelle de chimenea—. Sabemos de buena tinta que… —Hizo una pausa, abrumado durante un momento, y después continuó—: Adolf Hitler ha invadido Polonia.
—Oh, Dios mío —exclamó Paul.
Nos miramos mientras en el comedor estallaban conversaciones nerviosas, un runrún de especulaciones y temores. El periodista que había estado en la fiesta se levantó, dejó unos billetes arrugados en la mesa, se puso el sombrero y salió apresuradamente.
Las últimas palabras de monsieur Bernard quedaron ahogadas en medio del alboroto que siguió al anuncio.
—Que Dios nos ayude.