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Kasia

1959

La primavera siguiente todas viajamos desde las diferentes ciudades en las que estábamos hasta el aeropuerto internacional de San Francisco. Para entonces ya llevábamos varios meses fuera y todas echábamos de menos nuestras casas, pero San Francisco nunca había visto tantas mujeres polacas felices. Janina vino desde Francia. Se había estado recuperando allí con la ayuda de Anise y había ido a una escuela de peluquería en París, así que nuestros peinados mejoraron mucho con su llegada. ¡Cuánto nos gustó California! El aire era fresco y limpio, y el sol nos venía muy bien a las que habíamos pasado el invierno en la fría Nueva Inglaterra.

Por muy bonito que fuera San Francisco, Los Ángeles era el plato fuerte de la Costa Oeste. Tendrían que haber oído las conversaciones en el autobús. ¿Adónde iríamos primero? ¿Al teatro chino Grauman? ¿A Rodeo Drive? Y lo mejor de todo era que yo podía andar. Como una persona normal. Con algo de dolor, pero sin una cojera evidente. Además, la cirugía plástica me había reconstruido la pantorrilla y había conseguido que mi pierna pareciera más normal. El doctor Rusk me había recetado unos analgésicos, pero podría haberme pasado el día entero caminando por Rodeo Drive.

Fuimos a Disneylandia, un lugar del que habíamos oído hablar mucho. Las treinta y seis llegamos en un autobús con aire acondicionado. Caroline lo estaba grabando todo con una cámara de ocho milímetros, como una directora de Hollywood. Se llevó su guitarra y tocaba a la hora de la comida, pero eso no nos estropeaba la mañana. Frontierland fue de lo más divertido. Fuimos a la isla de Tom Sawyer en una balsa de troncos. Zuzanna se enamoró de los Tres cerditos. Le llegaron al corazón esas tres pobres almas atrapadas en ropa de humanos a punto de reventar, con unas cejas negras que parecían paréntesis pintadas en sus cabezas de papel maché, que les daban una expresión de sorpresa perpetua. Cuando lo mencionó, Caroline se empeñó en hacerle un millón de fotos con esos cerditos enormes y calvos.

Las cosas se pusieron tensas durante el viaje en el Casey Jr. Circus. Era el tren para niños que rodeaba el perímetro del parque. En principio no daba miedo, pero el sonido de su silbato nos había estado siguiendo por el parque todo el día. Cuando llegó el momento de subirnos, Janina no pudo. Era difícil olvidar otro tren en el que habíamos subido.

Después de California cruzamos Estados Unidos parando en el Gran Cañón y Las Vegas. Zuzanna pensó que había roto una máquina tragaperras cuando las luces empezaron a parpadear y la máquina escupió dinero. Para cuando llegamos a Washington D.C., donde nos invitaron a una sesión especial del Congreso, ya nos sentíamos como estrellas de cine.

A nuestro regreso a Nueva York, nos separamos para alojarnos con diferentes familias durante nuestra última semana. Zuzanna y yo seguimos siendo las invitadas de Caroline, esta vez en su apartamento de Nueva York. Caroline estaba todo el día pendiente de mi hermana, como una mamá gallina, y la sorprendió con un nuevo camisón y unas zapatillas. Cuando los médicos nos dieron las buenas noticias de que el cáncer de Zuzanna estaba oficialmente en remisión, Caroline lo celebró comprándonos vestidos en Bergdorf Goodman a las dos. Nunca habrán visto a una mujer más feliz; cualquiera habría pensado que Caroline era la madre de Zuzanna.

Si su forma de comer servía de muestra, mi hermana se estaba recuperando a velocidad récord. Puede que también tuviera algo que ver que estuviéramos en Manhattan, el lugar con el que Zuzanna siempre había soñado. O tal vez fuera por el cocinero ruso de Caroline, que la estaba cebando con comida polaca.

O quizá fuera por las cafeterías Automat.

—Cuando me muera, quiero venir aquí —dijo Zuzanna sosteniendo su taza de porcelana blanca bajo el surtidor con forma de delfín plateado. El café cayó en la taza, oscuro y fragante.

Si Nueva York era nuestra Tierra de Oz, Automat era nuestra Ciudad Esmeralda. Como decía la cajita de cerillas de publicidad, se trataba de HORN & HARDART AUTOMAT EN LA CINCUENTA Y SIETE CON LA SEXTA. Dentro hacía suficiente calor para poder quitarse el abrigo y la comida aparecía como por arte de magia. En las cabinas de cristal, unas mujeres alegres vestidas de negro cambiaban los billetes en monedas con ayuda de unos dedales de goma. Metías una moneda en una ranura que había al lado de la comida que querías y se abría una puertecita. Y así podías elegir un pollo asado, tarta de manzana o unas judías estofadas al estilo Boston, marrones y dulzonas. ¡Había más de cuatrocientos platos distintos! Queríamos comer allí todos los días.

Zuzanna y yo encajábamos en ese lugar. Con nuestros vestidos de Bergdorf Goodman estábamos a la altura del nuevo nombre que nos habían puesto: «Las damas de Ravensbrück». Era difícil creer que nuestro viaje estuviera a punto de terminar, que pronto tomaríamos el avión de vuelta y lo dejaríamos todo atrás, pero yo estaba deseando llegar a casa y ver a Pietrik y a Halina. Me costaba admitirlo, pero iba a echar de menos a Caroline, que había hecho tanto por todas nosotras, aunque iba a ser agradable tener por fin a Zuzanna para mí sola durante el viaje de vuelta a casa para reírnos y hablar de todo.

Zuzanna puso su bandeja frente a la mía.

—Estoy engordando, Kasia. ¿No te encanta el puré de patatas?

En su plato, unos guisantes de color esmeralda rodaban sobre un montón de puré de patata que tenía un charco de salsa marrón encima.

Vino a nuestra mesa una mujer con una jarra de café recién hecho y se acercó para servirme en la taza.

—No —dije poniendo una mano encima, porque no había pedido más café.

—Te lo rellenan gratis —explicó Zuzanna.

Nueva York estaba lleno de sorpresas como esa.

Zuzanna hundió el tenedor en el puré, atrapó unos cuantos guisantes y se los comió. Estaba preciosa, como una modelo de pasarela.

—Lo que habríamos dado por tener guisantes entonces —dijo.

No era capaz de decir el nombre de Ravensbrück.

—Al menos, ahora Herta Oberheuser está en una fría celda comiendo judías de lata —respondí.

—Deberías considerar dejar atrás el rencor, Kasia.

—No los perdonaré nunca, si eso es lo que quieres decir.

—Aferrarte al dolor solo te hace daño.

No solía molestarme la actitud de mi hermana, pero su positividad a veces resultaba irritante. ¿Cómo iba a perdonarlos? Algunos días el odio era lo único que me hacía seguir adelante.

Cambié de tema.

—Me alegro de que estés engordando —comenté—. Papá no te va a reconocer. Pareces otra persona. Una persona que no ha hecho todavía la maleta, por cierto.

Zuzanna no apartó la vista del puré.

—Tengo que pedirte un favor, Kasia.

Sonreí. ¿Qué no haría yo por mi hermana? Me pasé la lengua por el diente nuevo, para comprobar que seguía allí. Era mi souvenir favorito, liso y perfecto, exactamente del mismo color que los otros. Me pasaba el día ensayando sonrisas solo por diversión. Un grupo de hombres y mujeres jóvenes entraron en la cafetería y se sentaron a una mesa. Un chico besó a una chica con decisión y durante bastante tiempo, allí, en público. Qué libres y felices parecían. Lo estaba viendo todo con mis elegantes gafas nuevas.

—Lo que quieras —contesté.

Zuzanna sacó una carpeta de su bolso y la colocó al lado de mi bandeja.

—Necesito que me ayudes. A elegir…

Abrí la carpeta y miré las fotografías que había dentro. Había seis o siete fotos en blanco y negro, fotos de cara, cortadas a la altura de los hombros, como fotografías de pasaporte. Todas eran de niños. Algunos muy pequeños, otros un poco más mayores.

Cerré la carpeta.

—¿Qué es esto?

Zuzanna hizo dibujos con el tenedor en el puré.

—Me lo ha dado Caroline.

—¿Para qué? —Le agarré la mano libre—. Zuzanna, ¿qué ocurre?

Ella apartó la mano.

—Llevo un tiempo queriendo decírtelo… La semana pasada estaba en el hospital y me pidieron mi opinión sobre un caso.

—Eso pasa a menudo. Pero ¿qué tiene que ver eso con todo lo demás?

—Después me pidieron que diera clases.

—¿Aquí?

—Sí, aquí. ¿Dónde si no, Kasia? Y le pedí a Caroline que ampliara mi visado.

—¿No vienes a casa?

¿Por qué había luchado tanto para llevarla allí? ¿Para perderla?

—Claro que voy a casa. No seas tonta. Pero me han concedido una ampliación especial para médicos.

—Es por el cocinero, ¿no?

¿Por qué había dejado que eso continuara tanto tiempo?

Zuzanna me miró con su expresión seria de doctora.

—Tiene nombre, Kasia.

—A papá le va a dar un ataque. Yo no se lo pienso decir.

—Las fotos de los niños son de Caroline. Necesitan un hogar. Uno que se llama Julien ha perdido a ambos padres en un accidente en Ingonish, en la costa de Cabo Bretón, en Canadá.

—Para eso están los orfanatos.

—Es un bebé, Kasia. Caroline dice que si Serge y yo hacemos las cosas… más… permanentes…

—¿Casarte con él? Espero que lo estés diciendo en broma.

—Ella podría ayudarnos a adoptar. Cuando yo esté bien del todo. Queremos abrir un restaurante los dos juntos. Crêpes y quiches al principio…

—¿Así que yo me voy a casa sola y tú te quedas aquí para casarte con un cocinero ruso, abrir un restaurante francés y criar al hijo de otra persona?

—Tengo cuarenta y cuatro años y no tengo nada, Kasia. Tú ya tienes tu familia. Esta es mi única oportunidad.

—En casa podrías…

—¿Hacer qué? ¿Trabajar hasta la muerte en el hospital? ¿Ayudando a dar a luz a los bebés de los demás? ¿Sabes lo que se siente? Voy a hacer todo lo que pueda por tener una vida feliz el tiempo que me quede. Y te sugiero que hagas lo mismo. Es lo que habría querido Matka.

—¿Y qué sabes tú de Matka? ¿Crees que ella habría querido que tú te acostaras con un ruso y le dieras la espalda a todo lo que tienes en Lublin?

Zuzanna cogió la carpeta y volvió a meterla en su bolso.

Y se fue sin mirar atrás, dejando la bandeja en la mesa, aunque apenas había tocado el puré de patatas.


Caroline nos llevó de nuevo a The Hay para pasar los últimos días del viaje. Mi última mañana en Connecticut me desperté sobresaltada, porque estaba soñando que volaba sobre campos de trigo, agarrada de la mano de mi madre. Era uno de esos sueños felices tan reales que podrías jurar que estaban ocurriendo de verdad, hasta que me di cuenta de que no era la mano de Matka la que agarraba la mía, sino la fría mano de Herta Oberheuser.

Me senté en la cama con el corazón martilleándome en el pecho. ¿Dónde estaba? A salvo en el dormitorio de invitados de Caroline. Toqué la cama a mi lado. Fría. ¿Se habría levantado ya Zuzanna? Habría ido a ver a su amiguito ruso. Tal vez fuera bueno que se quedara. Estaría a salvo y bien cuidada. Pero ¿cómo iba a volver a Lublin sin ella?

Recorrí el pasillo descalza, crucé el dormitorio de altos techos de Caroline, dejando atrás su perfecta cama con dosel, y llegué a las ventanas que daban al jardín de abajo. Un querubín con alas de piedra se alzaba en medio de los podados setos circulares para vigilar los tulipanes y las campanillas. Caroline estaba arrodillada junto a un rosal. Salía vapor de una taza blanca que tenía a su lado en la hierba. La brisa agitaba un mar de lilas que había detrás de ella.

Inhalé profundamente la seguridad que exudaba todo y exhalé; el vaho de mi respiración sobre el cristal hizo que la escena se convirtiera en una mancha de color verde eléctrico y lavanda. Me moría por ver a Pietrik y a Halina de nuevo, pero allí, en aquella casa antigua, nada podía hacerme daño y había un océano entero entre mis problemas y yo.

Me vestí y bajé al piso de abajo en busca de mi hermana y un café caliente. Como en la cocina no encontré ninguna de las dos cosas, me quedé ante la ventana, mirando dubitativa a Caroline trabajar en el jardín. Llevaba unos guantes de jardinería de lona y el pelo sujeto por un pañuelo mientras arrancaba las malas hierbas que asomaban entre los tallos espinosos. La cerda de Caroline dormía con la boca abierta a tiro de piedra de una planta de lilas, arañando el suelo con las pezuñas como si estuviera corriendo en sueños. ¿Debería acompañarlas? No estaba de humor para un sermón.

Caroline me vio en la ventana y me hizo un gesto con la pala para que saliera.

No me quedó más remedio que salir por la puerta de la cocina.

—¿Has visto a Zuzanna? —pregunté.

—Serge y ella han llevado a mi madre a Woodbury. Ven y ayúdame con las malas hierbas, Kasia. Es bueno para el alma.

Y también lo es el café, pensé.

Recorrí el camino de gravilla y me arrodillé al lado de Caroline. La casa se cernía sobre nosotras como un enorme barco blanco en un mar de lilas moradas que se agitaban al viento. Nunca había visto lilas de esos colores; iban del berenjena oscuro, casi negro, al lavanda más claro.

—Perdona que me haya servido lo que quedaba del café —se disculpó—. Los que se han levantado primero se han bebido la mayor parte.

¿Era una provocación? La ignoré.

—Me parece que has diseñado un jardín perfecto —la felicité.

—Oh, fue mi madre. Acabábamos de venir aquí y mi padre llamó a unos paisajistas para que diseñaran un jardín. Pillaron desprevenida a mi madre cuando le preguntaron qué plan tenía. Ella cogió un lápiz, dibujó el diseño de la alfombra de Aubusson de la biblioteca y se lo dio a aquellos hombres. Y a mí me parece que es bonito.

Donde yo estaba arrodillada, el olor a rosas y lilas casi se podía cortar de lo denso que era.

—Qué fragancia más maravillosa.

Caroline arrancó un diente de león, con su raíz peluda y todo, y lo tiró a un cubo.

—El olor es más fuerte por la mañana. Cuando el sol está en lo más alto, las plantas se secan y las flores se guardan su fragancia para ellas.

¿Por qué no había hablado antes con Caroline de su jardín? Las dos compartíamos el amor por las flores. Cogí un desplantador de su cubo y saqué de la tierra una planta verde con un satisfactorio ruido seco. Trabajamos sin decir nada, clavando las herramientas en la tierra oscura. Solo se oían los trinos de los pájaros que charlaban en los árboles cercanos y el suave ronquido de la cerda.

—Tengo que decirte que eres el pilar de tu familia, Kasia, querida.

¡Qué agradable era oír ese cumplido!

—Supongo que sí.

—La primera vez que te vi en aquel escenario en Varsovia supe que tenías una fuerza especial.

—La verdad es que no. Desde que mi madre…

Caroline apoyó en mi brazo una mano con su guante de tela.

—Parece que tu madre era una mujer extraordinaria, más o menos como tú. Fuerte. Firme. Estoy segura de que la querías mucho.

Asentí.

—Cuando mi padre falleció, creí que me iba a morir. Fue hace mucho tiempo, pero no pasa un día sin que desee que él estuviera aquí. —Caroline señaló las lilas que se agitaban cerca de nosotras—. A él le encantaban. Ver florecer sus lilas favoritas cuando él no está es un recordatorio precioso, pero también muy triste.

Caroline se frotó la mejilla con el dorso del guante y se dejó una mancha oscura bajo un ojo. Después se quitó los guantes.

—Pero de alguna forma resulta adecuado… A mi padre le encantaba el detalle de que las lilas solo florecieran tras un invierno duro.

Caroline extendió la mano y me apartó el pelo de la frente casi sin tocarme. ¿Cuántas veces había hecho eso mi madre?

—Es un milagro que toda esta belleza emerja tras pasar por condiciones tan duras, ¿no crees?

De repente se me llenaron los ojos de lágrimas y la hierba que tenía delante se convirtió en un manchón borroso. Solo pude asentir.

Caroline sonrió.

—Le pediré al señor Gardener que os prepare unos esquejes de lilas para que los plantéis en Lublin.

—Para Zuzanna no será necesario —solté.

Caroline se sentó sobre los talones.

—Quería habértelo dicho antes…

—No pasa nada. Está bien en realidad. Al principio estaba triste, pero tú la has ayudado de formas que yo nunca podría. A ponerse bien. A tener un niño algún día. A mi madre le habría gustado eso. No sé cómo agradecértelo.

Caroline me apretó la mano.

—No es necesario, Kasia, cariño.

—Nos has dado mucho a Zuzanna y a mí. Ojalá tuviera yo algo que darte.

—Tú has sido buena para nosotras, sobre todo para mi madre.

Seguimos arrancando malas hierbas en silencio. Iba a echar de menos Bethlehem.

Caroline se volvió hacia mí.

—Bueno, hay una cosa, Kasia…

—¿Qué es?

—Algo que hace tiempo que quiero comentarte.

—Dímelo.

—Tiene que ver con alguien… alguien que conociste.

—Pídeme lo que sea.

—Bueno, es sobre Herta Oberheuser, en realidad.

Solo con oír su nombre sentí náuseas. Me apoyé en la hierba para sostenerme.

—¿Qué pasa con ella?

—Siento mucho sacar el tema, pero mis fuentes me dicen que la han liberado antes de tiempo…

Me levanté, mareada, con el desplantador en la mano.

—Es imposible. Los alemanes no pueden haberla dejado salir…

¿Por qué no podía respirar?

—Por lo que sabemos, lo hicieron los estadounidenses. En 1952. Con discreción.

Caminé en dirección a la casa y después volví.

—¿Lleva fuera todo este tiempo? ¿Y por qué lo hicieron? Hubo un juicio…

—No lo sé, Kasia. Con Rusia intentando atraer a los doctores alemanes para alejarlos de Estados Unidos, tal vez estaban intentando ganarse su favor. No sé cómo lo hacen, pero los alemanes pierden todas las guerras y ganan todas las paces.

—Tus fuentes se equivocan.

Caroline se levantó y me tocó la manga.

—Creen que el gobierno de Alemania Occidental ha ayudado a Herta a establecerse en Stocksee, al norte de Alemania. Es posible que esté ejerciendo la medicina otra vez… Como médico de familia.

Me zafé de su mano.

—No lo puedo creer, ha matado a gente. Me hizo esto —dije, apartándome la falda.

Caroline se acercó.

—Lo sé, Kasia. Pero podemos luchar contra ello.

Reí.

—¿Contra ellos? ¿Y cómo exactamente?

—Primero necesitamos que alguien haga una identificación.

—Y ese alguien tendría que ser…

—Solo si te sientes cómoda con ello.

El sol salió desde detrás de los árboles y me calentó los hombros.

—¿Cómoda? No, no estoy cómoda con ello. —Tiré la herramienta al cubo, donde aterrizó con un repiqueteo—. ¿Cómo puedes sugerirme siquiera que vaya a ver a Herta Oberheuser? —De repente me pareció que el calor del sol era insoportable.

—Necesitamos una fotografía o un recibo oficial de su consulta. Si no, son solo rumores.

—¿Que le haga una foto a Herta Oberheuser? Tienes que estar de broma.

—Yo te conseguiré papeles para viajar y dinero.

¿De verdad me estaba pidiendo que fuera a ver a Herta? Recordé su cara. Su mirada de autosuficiencia. La expresión aburrida. Y el estómago se me contrajo. ¿Iba a vomitar allí mismo, sobre la hierba perfecta?

—Lo siento. Has sido muy buena con nosotras, pero no, gracias.

Empecé a caminar hacia la casa por el sendero de gravilla.

Caroline me siguió.

—A veces tenemos que sacrificarnos por un bien mayor.

Me detuve y me volví.

—¿Sacrificarnos?

¿Así que Zuzanna se iba a quedar allí, a salvo, mientras yo iba sola al encuentro de Herta?

—Solo piénsalo, cariño.

—Pero…

—Tómate todo el tiempo que necesites. Voy a preparar otra cafetera.

La cerda se despertó sobresaltada, se puso de pie con dificultad y nos siguió por el camino hacia la casa. La gravilla crujía bajo nuestros pies.

Me hacía sentir bien que Caroline me necesitara, pero me estaba pidiendo algo imposible. ¿Que fuera a ver a la doctora Oberheuser? ¿Y tendría que hablar con ella? ¿Me reconocería? ¿Recordaría a Matka?

Para cuando llegamos a la casa, me di cuenta de que Caroline tenía razón sobre las flores. Desde que había salido el sol, la fragancia había desaparecido.