16
Kasia
1941-1942
Binz me envió dos semanas al búnker por mi insubordinación hacia Irma Grese. El bloque de castigo hacía honor a su reputación: confinamiento solitario en una celda fría y oscura, amueblada solo con un taburete de madera y donde campaban ejércitos de cucarachas. El tiempo que pasé allí lo dediqué a llorar la pérdida de la señora Mikelsky y planear mi venganza contra los alemanes. La oscuridad no dejaba de aumentar en mi pecho. Iban a pagar por lo que le habían hecho a mi profesora. Allí, en aquella celda oscura, fui reproduciendo diversas escenas en mi cabeza: yo liderando una huida masiva; yo asesinando a Binz con la pata de un taburete; yo escribiéndole cartas codificadas a papá en las que incluía todos los nombres. Tenía que ser paciente, pero el día de la venganza llegaría.
La primavera siguiente, un domingo, Matka vino a visitarnos. Eso era un regalo del cielo, porque desde que se la llevaron a los barracones de la élite, casi nunca la veíamos. Nos sorprendió cuando apareció junto a nuestra litera justo antes de la hora de apagar las luces. Luiza, Zuzanna y yo nos habíamos reunido para jugar a un juego muy tonto. Lo llamábamos «Qué llevaría para cruzar la carretera hermosa». Para entonces, la carretera hermosa había adquirido otro significado para nosotras. Cuando iban a ejecutar a alguna, la obligaban a recorrerla hasta el paredón de fusilamiento. Si había suerte, la elegida tenía tiempo antes de que se la llevaran para que su familia del campo le arreglara el pelo y la ropa, y poder hacer ese último trayecto lo más guapa posible.
El objeto del juego era imaginar lo más gracioso que llevaríamos cuando nos hicieran marchar hasta el paredón, de camino a la muerte. Por extraño que parezca, nos animaban juegos tan morbosos como «Humo rosa, humo azul», en el que intentábamos predecir el color del humo que produciría alguien cuando la incineraran. Después de doce horas de trabajo, exhaustas y muertas de hambre, nos ayudaba encontrar la forma de reírnos de todo.
Matka se subió a mi litera y me dio un beso en la frente. Llevaba el brazalete amarillo intenso de las presas privilegiadas que podían moverse libremente por todo el campo. Recorrí con el dedo las letras rojas bordadas que sobresalían sobre la tela del brazalete y sentí un escalofrío extraño.
Pero me esforcé por dejar a un lado las sensaciones negativas. ¡Qué alegría me dio verla! Me llamó la atención el trocito de cuerda azul que se había atado en el dedo anular. ¿Era para recordar que seguía casada con papá?
—No puedo quedarme mucho rato —dijo, todavía sin aliento tras haber venido corriendo desde el bloque 1.
Las puertas se cerraban a las nueve de la noche, sin excepciones. Aunque llevara el brazalete amarillo, si pillaban a Matka fuera de su bloque por la noche, iría al búnker o recibiría un castigo peor. Además, había nuevas normas para evitar las amistades, sobre todo entre las polacas: no se podía ir de visita a los otros bloques, ayudar a nadie durante el recuento, ni tampoco hablar con las otras sin permiso.
Matka nos dio un abrazo a cada una y yo inhalé profundamente su dulce aroma. De debajo de la falda sacó un paquete envuelto en un trapo blanco y limpio, y al abrirlo apareció una hogaza entera de pan blanco. La corteza de arriba estaba dorada y tenía cristales de sal. ¡Oh, ese olor a levadura! Una por una nos acercamos para tocarlo.
—¿Otra hogaza? —preguntó Zuzanna—. Pero ¿de dónde las sacas?
Matka sonrió.
—No os la comáis toda de una vez u os pondréis enfermas.
Zuzanna escondió la hogaza bajo su almohada. ¡Menudo regalo!
Luiza se acurrucó contra el cuerpo de Matka.
—Creo que ya he encontrado mi mayor talento.
—¿Ah, sí? —preguntó Matka—. Pues cuéntamelo, no me dejes en ascuas.
Luiza sacó un ovillo de lana azul bebé de su bolsillo. Yo se lo quité de la mano.
—¿Cómo lo has conseguido?
Ella lo recuperó.
—Lo cambié por un cigarrillo que me encontré en la platz. Mi supervisora dice que nunca ha visto a nadie tejer tan rápido. Hoy he hecho dos pares de calcetines. Ya no voy a seguir clasificando pieles de conejo. De ahora en adelante me voy a dedicar solo a tejer en el Strickerei.
El Strickerei era el taller de punto del campo, un lugar extraño, reservado para las que tejían mejor y más rápido. Cuando mirabas allí dentro, solo veías mujeres sentadas en hileras tejiendo a una velocidad vertiginosa, como una película que pasara demasiado rápido por el proyector.
Le puse una mano en el brazo a Luiza.
—Sabes que esos calcetines van al frente para calentar los pies de los soldados alemanes, ¿verdad?
Luiza se zafó de mi mano.
—No me importa. Cuando salgamos de aquí, voy a abrir una tienda de lanas. Las tendré de todos los colores y me pasaré el día tejiendo.
—Qué bonito —exclamó Matka, atrayendo a Luiza hacia sí—. Seguro que podrás hacerlo pronto. Papá y los demás… —Me lanzó una mirada. ¿Quiénes eran los demás? ¿Lennart?—. Estarán trabajando para liberarnos.
—Estábamos a punto de empezar a jugar a «Qué llevaría» —intervino Janina.
Todavía resultaba raro ver a Janina sin su pelo rojo fuego. Después de que en nuestro primer día en el campo le afeitaran la cabeza, el pelo le crecía muy fino y castaño, como el plumaje de una cría de gorrión. A muchas otras nos permitían conservar el pelo, pero Binz insistía en que a ella le afeitaran la cabeza regularmente, como castigo por haberse resistido tanto aquel día.
—Matka no va a querer jugar a eso —comentó Zuzanna con expresión seria.
—Es un juego muy tonto, pero ¿quieres jugar con nosotras? —preguntó Janina.
—Claro —contestó Matka—. Pero tenemos que darnos prisa.
Ella era capaz de hacer cualquier cosa para que estuviéramos contentas.
Janina nos instó a que nos acercáramos más.
—Tienes que decir qué te llevarías si tuvieras que recorrer la carretera hermosa.
Matka ladeó la cabeza.
—¿Te refieres a…?
—Tu último paseo. Por ejemplo, yo me llevaría los tacones más altos y más bonitos. De cuero negro… No, de ante… Para ir caminando bien erguida. Y el pelo de Rita Hayworth…
—Eso son dos cosas —replicó Luiza.
—Y un par de rellenos para el sujetador.
—Janina… —empezó a decir Zuzanna.
—¿Qué? Me gustaría tener tetas por una vez en mi vida. Si voy a morir, quiero estar espectacular.
Zuzanna se acercó.
—Yo me llevaría una caja de los mejores bombones polacos. De todas las clases: con crema de vainilla, con caramelo, con avellana…
—Para, por favor —interrumpió Janina.
No le gustaba nada que la gente hablara de comida, y se tapaba los oídos cuando las chicas se ponían a describir sus platos favoritos y a intercambiar recetas, algo que hacían continuamente.
Luiza se irguió.
—Yo llevaría mi labor de punto. Cuando Binz viera lo bonita que es, me perdonaría.
Matka sonreía mientras lo escuchaba todo. Era bonito verla sonreír.
Había llegado mi turno. Oí a una Stubova llamar a alguien desde el baño. Estaba cerca, así que hablé en voz baja.
—Yo me llevaría un colchón con un edredón de plumas gigante y dormiría todo el camino. Las guardias de Binz tendrían que llevarme en volandas y la propia Binz me abanicaría con una enorme pluma de avestruz rosa.
Janina contuvo una carcajada.
—¿Y tú qué llevarías? —le susurró Zuzanna a Matka, todavía riendo.
Matka se quedó pensando un momento, mirándose las manos. Tardó tanto que creímos que al final no iba a decir nada. Cuando por fin habló, tenía una expresión extraña en la cara.
—Yo llevaría un ramo de flores: rosas y lilas.
—Oh, a mí me encantan las lilas —exclamó Luiza.
—Caminaría con la cabeza alta y por el camino le daría mi ramo a las guardias, y les diría que no se sintieran culpables por lo que estaban haciendo.
¿Es que Matka no había entendido que el objetivo del juego era reírse un rato?
—Y cuando llegara al paredón, rechazaría la venda de los ojos y gritaría: ¡Viva Polonia! antes de… —Matka volvió a mirarse fijamente las manos—. Y os iba a echar mucho de menos a todas —concluyó con una leve sonrisa.
Esa respuesta tan seria hizo que desapareciera al instante la expresión feliz de la cara de Zuzanna. También al resto se nos quitaron las ganas de reírnos y nos quedamos muy calladas. No podíamos ni pensar en ello, era demasiado horrible.
Seguramente estábamos todas al borde de las lágrimas, por eso Matka cambió de tema.
—La clínica va mucho mejor ahora…
—¿Cómo se comporta la doctora? —pregunté. Tenía tantas preguntas y tan poco tiempo…
—Está satisfecha de que todo esté más organizado, pero ya no puedo permitir que las enfermas se queden allí un poco más del tiempo necesario. —Se inclinó y bajó la voz—. Las presas que no pueden trabajar son ejecutadas, así que procurad manteneros alejadas de ese lugar. No se puede confiar en la doctora. Lo mejor es que guardéis muy bien las distancias.
—Alemanes… —exclamó Zuzanna—. Me avergüenza que una parte de mí sea alemana, Matka.
—No digas eso. Deberías conocer a la farmacéutica de la ciudad, Paula Schultz. Es buena. Cuando viene a traer medicinas para las SS, me da cosas de contrabando: tinte para que las mujeres mayores parezcan más jóvenes y se libren en las selecciones, estimulantes cardíacos para que las más débiles puedan aguantar en el recuento. Me ha dicho que los americanos…
Una Stubova pasó junto a nuestra litera limpiándose los dientes y escupió en una taza metálica.
—¡Luces fuera! —gritó.
Yo abracé a Matka con fuerza. No era capaz de dejarla ir. No dejé de llorar como una niña hasta que tuvo que separarse de mí. Salió sin hacer ruido para que no la pillaran. Me dio mucha vergüenza actuar así, pero verla alejarse con prisa y en medio de la oscuridad por la carretera hermosa, tras darse la vuelta un momento para lanzarnos un beso, era peor que el hambre o cualquier paliza.
Una agonía horrible.
Unos días después, Roza vino al dormitorio antes del recuento de la mañana y leyó una lista de diez presas que tenían que ir a la clínica. Luiza, Zuzanna y yo estábamos en esa lista.
Después de que las otras se fueran a trabajar, Roza nos acompañó por la carretera hermosa hasta allí.
—Vamos, chicas —nos animó con amabilidad.
¿Dónde estaba la antigua Roza que nos daba bofetadas por retrasarnos? Empecé a sentir un mal presagio. El amanecer tiñó el cielo de rosa y azul a medida que íbamos acercándonos al bloque gris de la clínica.
Me volví hacia Zuzanna.
—¿Qué está ocurriendo?
—No lo sé —confesó mirando el sol de la mañana con los ojos entornados.
—Tenemos a Matka —dije con seguridad.
—Claro —contestó Zuzanna, algo distante.
La Revier estaba extrañamente silenciosa ese día. Matka no estaba en su puesto, en el mostrador de madera de la entrada. Me quedé mirando fijamente el taburete amarillo en el que se sentaba todos los días para revisar a los pacientes, que ese día estaba vacío.
—¿Dónde está tu madre? —me susurró Luiza cuando pasamos por delante.
Zuzanna miró alrededor.
—Tiene que estar por aquí, en alguna parte.
Roza nos dejó en manos de dos robustas enfermeras de las SS con sus uniformes marrones y aquellas cofias que parecía tartaletas blancas, sujetas con pasadores a su moño alto. Nos llevaron por un pasillo hasta una sala, una habitación blanca en la que habían conseguido meter tres literas y seis camastros. En una de las paredes había una ventana, del tamaño de un felpudo, que estaba tan alta que casi rozaba el techo bajo. De repente sentí como si las paredes se cerraran sobre mí. ¿Por qué parecía que no había aire en esa habitación?
Una chica que conocía de las exploradoras, Alfreda Prus, estaba sentada en una de las camas, vestida con una bata de hospital y con las manos en el regazo.
Me limpié el sudor del labio superior. ¿Qué nos iba a pasar?
Una de las enfermeras nos dijo que nos quitáramos la ropa, la dobláramos bien y nos pusiéramos unas batas de hospital con la parte de atrás abierta. Yo inspiré hondo, llenando el pecho de aire hasta que sentí que estaba a punto de explotar, y después lo fui soltando lentamente. Tenía que mantener la calma por Luiza.
Cuando las enfermeras se fueron, Zuzanna recorrió la sala. Cogió un portapapeles que había colgado de un gancho en el extremo de una cama y estudió el gráfico en blanco que tenía.
—¿Qué crees que hacen aquí? —preguntó Luiza.
—No estoy segura —contestó Zuzanna.
—Tú quédate a mi lado —dije yo.
—Yo llevo aquí ya dos días, con una gitana loca —contó Alfreda—. A ella se la llevaron esta mañana. ¿Qué creéis que nos van a hacer? Hay más chicas en la sala de al lado. He oído llorar a una.
Zuzanna fue hasta la puerta que unía las dos salas y agarró el picaporte metálico.
—Cerrado —informó.
Al poco rato, las enfermeras llevaron a la sala a más chicas polacas, entre ellas una alta y muy callada que se llamaba Regina, que llevaba unas gafas de leer redondas y daba clases de inglés a escondidas en nuestro bloque. Janina Grabowski también estaba allí. Nos pusimos las batas de hospital, y Janina y Regina se rieron al verse el trasero, que la bata abierta por detrás dejaba al descubierto.
—¿Tal vez quieran enviarnos a un subcampo y por eso nos van a hacer antes un examen especial? —aventuró Alfreda.
—O quizá vayan a mandarnos al burdel —aportó Regina.
Todas sabíamos que se había montado un burdel en otro campo. Binz había hecho más de un anuncio de reclutamiento durante el recuento. Prometía que, a cambio de unos meses de servicio voluntario, nos darían ropa y zapatos de la mejor calidad y tendríamos garantizada la libertad al acabar ese período.
—No digas eso, Regina —la regañé.
Luiza me cogió la mano. Nuestras palmas se unieron, ambas húmedas.
—Preferiría morir —dijo ella.
—Me he traído el libro de frases en inglés —comentó Regina, escondiéndolo bajo una de las almohadas.
Lo había hecho ella misma con ochenta hojas de papel higiénico, en las que había escrito con una letra minúscula.
—Pues sí que nos va a servir para mucho un libro —exclamó Janina—. Somos sus ratas de laboratorio. ¿Es que necesitas que te haga un dibujo para entenderlo?
—Espero que no haya agujas —comentó Alfreda.
Luiza se apretó contra mí.
—No puedo soportar las agujas —dijo.
Para tranquilizarnos, Luiza y yo nos sentamos en una cama y contemplamos cómo un chochín hacía un nido al otro lado de la ventana. Se iba volando y después volvía con más material de construcción. Después nos fuimos examinando la una a la otra sobre nuestros conocimientos de inglés: Hello. My name is Kasia. Where might I find a taxicab?
Pronto entró en la sala una enfermera con un termómetro, un cuenco de metal y una navaja.
—¿Por qué nos van a afeitar? —susurró Luiza.
—No lo sé —reconocí.
¿Es que nos iban a operar? Tenía que haber un error. ¿Cómo iba a permitir Matka que pasara algo así?
Gerda, la enfermera guapa, entró con otras dos. Una llevaba una bandeja llena de agujas y viales. Gerda fue directa a por Luiza.
—No, por favor —suplicó Luiza, rodeándome el cuello con los brazos.
Yo la abracé fuerte por la cintura.
—Por favor, no le haga daño —supliqué—. Lléveme a mí en vez de a ella.
Zuzanna vino a sentarse en la cama, al otro lado de Luiza.
—Tenga compasión. Luiza solo tiene quince años y le dan miedo las agujas.
Las que ayudaban a Gerda separaron los brazos de Luiza de mi cuello por la fuerza.
—No es para tanto —le dijo Gerda a Luiza con una sonrisa—. Dentro de un momento verás flores y oirás campanillas.
Llevaron a Luiza hasta una camilla y le estiraron un brazo. Yo me tapé los ojos cuando la oír chillar al notar el pinchazo de la aguja. Pero al momento Luiza se quedó adormecida de inmediato, y Gerda y las otras enfermeras se llevaron la camilla rodando.
Zuzanna vino hasta el camastro en el que yo estaba, al fondo de la sala.
—Me temo que van a…
—¿Operarnos? —Sentí una punzada de miedo solo con decirlo en voz alta.
—Me llevarán a mí después —aseguró—. Quieren deshacerse de las difíciles primero.
Desde el pasillo llegó el ruido de las ruedas giratorias de otra camilla.
—Tenemos que avisar a Matka —dije.
Gerda volvió a meter la camilla en la sala y le hizo señas a Zuzanna.
—Auf die Bahre —ordenó con una sonrisa. Súbete a la camilla.
—¿Pero qué está ocurriendo aquí? —Zuzanna se irguió—. Tenemos derecho a saberlo.
Gerda fue hasta donde estaba Zuzanna, la agarró del brazo y tiró de ella.
—Vamos. Es mejor que no alborotes. Tienes que ser valiente.
Yo agarré a Zuzanna por el otro brazo. Gerda intentó acercarla a la camilla.
—No puede hacernos esto —exclamé.
Zuzanna le dio un puñetazo a Gerda en el brazo y esta llamó a un par de robustas Kapos con triángulos verdes, que vinieron corriendo, subieron a Zuzanna a la camilla a la fuerza y la ataron con unas tiras de algodón blanco.
—Es mejor que no te resistas —continuó Gerda—. Todo esto se acabará pronto y te soltarán y podrás volver a Polonia.
¿Sería cierto?
—¿Adónde la lleváis? —pregunté a unas de las mujeres.
Janina y Regina estaban observándolo todo, abrazadas en una de las literas de abajo.
La Kapo me apartó de un empujón y Gerda consiguió clavarle una aguja en el brazo a Zuzanna.
—Somos presas, no conejillos de indias —repuse.
Zuzanna se quedó inmóvil y Gerda sacó la camilla de la sala.
—Te quiero, Kasia —murmuró cuando se la llevaban.
Pocos minutos después, Gerda vino a por mí. Yo me resistí y las Kapos tuvieron que obligarme a tumbarme en la camilla, pero cuando me ataron, empecé a temblar como si estuviera cubierta de hielo. Me estiraron el brazo y sentí el pinchazo de la aguja en la parte interna del codo.
—Estas chicas… Sois peores que los hombres —comentó con una carcajada.
¿Hombres? ¿Qué hombres? ¿Dónde estaban?
Perdí toda noción del tiempo. ¿Era morfina? Alguien me llevó en la camilla a una sala con una luz redonda en el techo y me puso una toalla sobre la cara. Sentí una inyección intravenosa y una mujer me dijo que contara hacia atrás. Yo conté en polaco y ella en alemán y me quedé inconsciente.
Me desperté en medio de la noche. ¿Estaba alucinando? Me encontraba otra vez en la sala, en mi camastro, y por la ventana solo se veía una luz tenue. Un haz de luz iluminó la habitación cuando la puerta se abrió y se cerró. Me llegó el olor de mi madre y durante unos segundos me pareció que estaba a mi lado, junto a la cama. Entonces sentí que me arropaba, levantando el colchón y remetiendo bien la sábana por debajo, como hacía siempre. ¡Matka! Después noté el contacto de sus labios en la frente, y permanecieron ahí un momento.
Intenté extender la mano para tocarla, pero no pude. Quédate, por favor, pensé.
Un momento después vi otro breve haz de luz y ella ya no estaba.
A la mañana siguiente me desperté como si acabara de salir de lo más profundo del océano.
—¿Matka? —Era Luiza quien la llamaba desde una cama que estaba al lado de la mía—. Tengo mucha sed, Matka.
—Estoy aquí, Luiza —dije.
Me incorporé apoyándome en los codos y vi que todas las camas estaban ocupadas. Todas las chicas, excepto Zuzanna, llevaban una escayola o vendas de papel en una pierna. Algunas gemían y llamaban a sus madres, sus maridos o sus hijos. Todas teníamos mucha sed. Me habían puesto en la cama que estaba más cerca de la ventana, y a Zuzanna en la misma hilera donde yo estaba, pero en el otro extremo, al lado de la puerta que daba al pasillo.
—¿Zuzanna? —la llamé, pero no contestó.
Había vomitado y tenía toda la ropa y las sábanas sucias.
—¡Matka! —grité lo más fuerte que pude.
¿De verdad había venido a visitarme la noche anterior? ¿O había sido un sueño?
Yo también tenía muchas náuseas y un dolor terrible. Cuando me desperté la primera vez, no estaba segura de que todavía conservara la pierna, pero entonces la vi, cubierta por una pesada escayola desde la punta de los dedos hasta la parte alta del muslo. Por dentro de la escayola notaba un material suave, como si tuviera la pierna envuelta en algodón. Algunas de nosotras teníamos símbolos escritos en las escayolas y los vendajes, en la parte de abajo, cerca del tobillo: AI, CII y cosas similares. A algunas les habían operado la pierna izquierda, a otras la derecha, y a unas cuantas, ambas. En mi escayola vi números romanos escritos con rotulador negro. ¿Qué significarían?
¡Cuánto rezamos para que nos dieran agua! Pero no nos permitieron beber a ninguna. La doctora Oberheuser nos dio un vaso cuando vino a vernos, pero tenía vinagre. Era imposible de beber.
Yo no lograba estar consciente mucho rato. Todas estábamos bastante groguis, pero Alfreda y Luiza estaban especialmente mal. Tenían una gran letra T en sus escayolas. Al principio Alfreda gritaba de dolor, pero pronto se le quedó el cuello rígido y la cabeza arqueada hacia atrás. Según fue avanzando la mañana, perdió la movilidad en los brazos y las piernas.
—Que alguien me ayude —suplicaba—. Agua. Por favor.
Janina consiguió levantarse el primer día y fue saltando a la pata coja de cama en cama, haciendo todo lo que podía para que estuviéramos cómodas: estiraba las mantas o les llevaba la cuña a las que la necesitaban.
—Pronto traerán agua —nos decía, aunque ella sufría constantemente arcadas por la sed.
—¡Matka, soy Kasia! —grité, esperando que me oyera desde el mostrador de la clínica.
Pero no vimos ni un alma, aparte de la doctora Oberheuser y la enfermera Gerda, que venían a vernos cama por cama.
A veces Luiza me despertaba en plena noche. ¿Cuánto tiempo llevábamos allí? ¿Dos días? ¿Dos semanas? No había forma de saberlo, porque no distinguíamos de ninguna manera una hora de la siguiente.
—Kasia, ¿estás despierta? —preguntó Luiza.
Cruzaban la sala a intervalos regulares unos rayos de luz que hacían arcos. Procedían de los focos de las torretas de vigilancia e iluminaban la cara pálida de Luiza, tensa por el dolor. Se estremecía porque sufría terribles escalofríos.
—Estoy aquí, Lu —aseguré.
Extendió el brazo en el espacio que separaba las dos literas y yo le agarré la mano fría.
—Dile a mi madre que he sido valiente.
—Se lo podrás decir tú.
—No, Kasia. Tengo mucho miedo. Creo que me voy a volver loca del miedo que tengo.
—Cuéntame una historia. Para que tengas el cerebro ocupado.
—¿Una historia de qué?
—De cualquier cosa. Cuéntame esa de la cicatriz de Pietrik.
—¿La del biberón? Te la he contado cien veces.
Esperé a que el arco de luz me iluminara la cara y la miré con la expresión más seria que pude conseguir.
—Cuéntamela otra vez.
—No puedo, Kasia.
—No te rindas, Lu. Cuéntame la historia.
Ella inspiró hondo.
—Cuando Pietrik era un bebé, mi abuela, que en paz descanse, le dio un biberón de cristal con agua para que bebiera en la cuna.
—¿Era un bebé bueno, Lu?
—Ya sabes que sí. Pero no sé cómo consiguió romper el biberón contra los barrotes de la cuna y se hizo un corte en el puente de la nariz. Nuestra Matka fue corriendo al oír sus aullidos.
—No te olvides de la sangre.
—Salía tanta sangre que estaba todo empapado. Mi abuela se desmayó en el suelo de la habitación. Se desmayaba mucho…
Luiza dejó la frase a medias.
—¿Y después? —insistí.
—Los médicos le cosieron. Por suerte el cristal no le dañó sus preciosos ojos azules, pero le quedó esa fea cicatriz en el puente de la nariz.
—A mí no me parece fea —comenté.
La luz reveló la sonrisa de Luiza, pero eso solo consiguió que pareciera aún más enferma.
—Aunque tuviera dos cabezas, tú seguirías loca por él, ¿a que sí?
—Supongo. Pero él está enamorado de Nadia. Y ella de él. Una chica no compra los diez bailes de un chico si no está enamorada de él.
—¿Sabes que puede que estés equivocada? Nadia me dijo que dejó algo para ti en vuestro lugar secreto.
¿Luiza sabía lo de nuestro lugar secreto? Nada era sagrado.
—Deberías dormir un poco.
—Vale, pero solo si me dices una cosa antes: ¿es pecado romper una promesa?
—Depende de la promesa —respondí.
Luiza giró la cara para mirarme. Hasta ese leve movimiento pareció provocarle un gran dolor.
—Pero es que me hice una cruz sobre el corazón. ¿Le parecerá mal a Dios?
—Dios nos debe una muy grande por habernos metido aquí.
—Eso es una blasfemia.
—Puedes contármelo, Lu. ¿A quién le hiciste la promesa?
—A Pietrik.
Se me aceleró el pulso. ¿Sería sobre mí?
—Júrame que nunca le dirás que te lo he dicho. Seguramente no lo vuelva a ver, pero no podría soportar que creyera que su hermana no sabía guardar un secreto.
—No pienses así, Luiza. Lo volverás a ver. Y ya sabes que yo sí sé guardar secretos.
—Me dijo que se dio cuenta de algo cuando bailasteis en el casino.
—¿De qué?
—De algo importante.
—Luiza, no me hagas sacártelo con sacacorchos…
—Vale. Me dijo que estaba enamorado de ti. Ya lo he dicho.
—No.
—Sí. Dijo que te lo iba a decir.
—Me temo que no voy a bailar mucho después de esto —comenté.
—No hagas como si no te importara. Tú también estás enamorada de él. Se te nota.
—Bueno, si lo quieres saber, pues sí. Pero él está loco por Nadia.
—No, que te quiere a ti. A mí no me mentiría. Tienes suerte de tener a mi hermano, Kasia. Los dos tendréis bebés y os haréis viejos juntos. —Se quedó un momento en silencio—. Lo voy a echar de menos. Y a mis padres. ¿Les dirás que he sido valiente, aunque no pueda serlo al final?
Le estuve sujetando la mano a Luiza hasta que se durmió. Después me dejé llevar también por el sueño, pensando en lo agradable que era sentirse querida, y en Pietrik cuando era un bebé y en que jamás me perdonaría si no le devolvía a Luiza.
Pronto todas empezamos a tener fiebre alta y muchas empeoraron. Me dolía mucho la pierna; era como si tuviera todo un enjambre de abejas picándome en la pantorrilla.
No vimos a la doctora Oberheuser hasta la noche siguiente, y para entonces Alfreda y Luiza ya no podían moverse; tenían todo el cuerpo rígido y las espaldas arqueadas. Intenté darle la mano a Luiza, pero tenía los dedos agarrotados. Ya no podía hablar, pero en sus ojos se veía que estaba aterrorizada.
Zuzanna recuperaba la consciencia a ratos, pero la mayor parte del tiempo no había forma de despertarla. Los breves períodos que pasaba despierta se quedaba hecha un ovillo, apretándose el vientre y gimiendo. ¿Qué le habían hecho a ella?
Cuando la doctora Oberheuser entró en la sala con la enfermera Gerda dijo:
—Es stinkt hier.
¿Qué podíamos hacer nosotras si la sala olía mal? La carne en proceso de putrefacción tenía esos inconvenientes.
—Por favor, señora doctora, ¿podría darme un poco de agua? —pedí, pero ella me ignoró y siguió yendo de una cama a otra, escribiendo en sus gráficos.
—Gleiche, gleiche, gleiche.
Igual, igual, igual era lo único que decía cada vez que llegaba junto a una cama y comparaba nuestras piernas operadas con las sanas.
—¡Zuzanna! —llamé.
¿Cómo no me contestaba? Estaba dormida de lado, con las rodillas apretadas contra el pecho.
La doctora Oberheuser se acercó a Luiza, le tomó el pulso y le hizo un gesto a la enfermera.
—Se puede llevar a esta —ordenó señalando a Luiza.
Se me heló la sangre en las venas.
—No, por favor, señora doctora. Luiza solo tiene quince años.
La enfermera Gerda trajo una camilla desde el pasillo y la colocó al lado de la cama de Luiza.
—Solo necesita más medicinas, por favor —supliqué.
La doctora Oberheuser se puso un dedo sobre los labios para indicarme que me callara.
—Por favor, deje que se quede conmigo —insistí.
Entre las dos levantaron a Luiza y la depositaron en la camilla.
Extendí la mano hacia la doctora.
—Estaremos calladas. Lo prometo.
La doctora Oberheuser vino hasta mi cama y me puso la mano en el brazo.
—No despiertes a las otras chicas.
—¿Dónde está mi madre? —pregunté—. Halina Kuzmerick.
La doctora Oberheuser se quedó petrificada allí, a mi lado, y apartó la mano despacio. En su cara apareció de repente una expresión indescifrable.
—Necesito hablar con ella —insistí.
La doctora se apartó.
—Tu amiga estará bien. No te preocupes. Solo la vamos a trasladar.
Intenté agarrarle la solapa de la bata, pero la escayola pesaba mucho y no pude incorporarme. La enfermera Gerda me clavó una aguja en el muslo.
—Dígale a mi madre que la necesito —logré decir.
En un instante la habitación se emborronó. ¿Adónde se habían llevado a Luiza? Intenté mantenerme despierta. ¿Era ella la que lloraba en la otra sala?
Después de eso estuve a punto de volverme loca. Las que teníamos escayolas tuvimos que permanecer tumbadas en la cama durante días, escuchando una música clásica que reproducían una y otra vez en alguna parte del edificio de la clínica. ¿Dónde estaba mi madre? ¿Habría ayudado a Luiza? Perdimos totalmente la noción del tiempo. Pasado un período, que a nosotras nos pareció de varios meses, Zuzanna mejoró hasta el punto de poder incorporarse y sentarse. Le suplicó a la doctora Oberheuser que nos quitara o nos cambiara las escayolas, pero la doctora nos ignoró y siguió con su tarea. Muchos días estaba de mal humor, daba golpes con los portapapeles por todas partes y nos trataba con brusquedad.
Las escaras eran horribles, pero nada comparado con el profundo dolor de las incisiones.
Un día, Anise Postel-Vinay, la amiga francesa de Zuzanna con la que había coincidido trabajando en el almacén de la mercancía confiscada, logró lanzarnos por la ventana alta regalos que había conseguido sacar de la cocina de las SS. Todo cayó en mi cama, a mi alrededor: dos zanahorias y una manzana, un trozo de queso y un terrón de azúcar. Fue como maná caído del cielo.
—Eso es para las «conejas» —dijo para que lo oyéramos solo nosotras.
Si la pillaban, iría directa al búnker.
Yo até a la cuchara de la sopa una nota para Matka, escrita en un papel que me había dado Regina, y la tiré por la ventana.
—¿Puedes hacerle llegar esto a mi madre?
—Lo intentaré —respondió Anise.
La cuchara volvió por la ventana, sin la nota, y aterrizó sana y salva en mi cama.
—Desde las operaciones han prohibido a las presas enfermeras entrar en la clínica —explicó Anise.
¡Menuda noticia! Por eso Matka no había podido venir.
—Gracias, Anise —respondí.
Era maravilloso poder decirle a Matka que la echábamos de menos, aunque fuera solo en una nota.
Después de eso, el nombre de «conejas» se extendió y todos en el campo empezaron a llamarnos así. Króliki en polaco. Conejillos de indias de los médicos. Lapins en francés. Incluso la doctora Oberheuser nos llamaba Versuchskaninchen. Conejas de experimentación.
Durante semanas, todas las que teníamos escayolas pasamos dificultades para utilizar las cuñas. A mí el picor constante de mi herida me volvía loca. Cuando me despertaba por la noche por el picor, me quedaba insomne y febril, sin poder volver a dormir, y me preocupaba por Luiza. ¿Qué le iba a decir a Pietrik? ¿Y a sus padres? No se iban a recuperar nunca de la pérdida de Lu.
Un día conseguí sacar un trozo largo de alambre de la estructura metálica de la cama y lo metí por dentro de la escayola para rascarme la incisión.
Y me alivió.
Compusimos un himno al pudín de pan. Regina nos leía su único libro en inglés y nos contaba historias sobre su hijo pequeño, Freddie, que acababa de empezar a andar cuando la arrestaron. Yo me pasaba horas mirando al pájaro que Luiza y yo vimos construyendo su nido el día que llegamos a la clínica. Me parecía precioso, hasta que me di cuenta de que el chochín estaba forrando su nueva casa con mechones de pelo humano, rubio, castaño y cobrizo, que entretejía entre las ramitas.
Una mañana, las enfermeras vinieron a llevarse a las chicas con escayolas.
—Ha llegado el día de quitaros las escayolas —anunció la enfermera Gerda, como si fuera la mañana de Navidad.
Me llevaron a mí primero. Estaba emocionada por la posibilidad de verme liberada por fin. Una enfermera me ayudó a subir a una camilla, me puso una toalla sobre la cara y me llevó a la sala de operaciones. Oí allí a varias personas, hombres y mujeres, entre ellas la doctora Oberheuser y la enfermera Gerda.
Me quedé tumbada en la camilla, aferrada a la sábana que tenía debajo, contenta porque tenía una toalla sobre la cara. ¿Quería verme la pierna? Recé para poder volver a caminar y a bailar. ¿Pietrik me vería horrorosa? Tal vez la pierna no estaría tan mal cuando me quitaran la escayola.
—Yo haré los honores —dijo una voz masculina, como si estuviera hablando de abrir una botella de champán caro. ¿Era el doctor Gebhardt?
Sentí un trozo de metal frío recorriéndome un lado de la pierna; eran una especie de tijeras con las que me estaban cortando la escayola. El aire me acarició la piel cuando los dos trozos de escayola se separaron y alguien los separó por un extremo. A pesar de que tenía la toalla sobre la cara, me llegó el hedor que salió al abrirla. Me senté, la toalla se cayó de mi cara y vi a los médicos y las enfermeras apartarse. La enfermera Gerda soltó una exclamación.
—Santo Dios —dijo el doctor Gebhardt.
Intenté apoyarme sobre los codos para verme la pierna, pero Gerda me puso otra vez la toalla sobre la cara y tiró de mí para que volviera a tumbarme. Conseguí zafarme, me senté otra vez y entonces vi por primera vez el horror de mi pierna.