15

Caroline

1941

Me agarré al borde del cajón del archivador.

—¿Qué pasa, Roger?

—Me acabo de enterar, Caroline. He encontrado los nombres de Paul y Rena en una lista de arrestados.

¿Paul arrestado?

—Gracias por no decírmelo delante de Pia. —Conseguí contener las lágrimas, pero las carpetas marrones que tenía delante se volvieron borrosas—. ¿Sabemos algo del padre de Rena? Vivía con ellos en Ruán.

—Todavía no. Reviso las listas cada hora. Haremos todo lo posible para localizarlos, ya lo sabes.

—Al menos sabemos que están vivos. ¿De qué les acusan?

—Ojalá lo supiera. La información que llega desde Londres es fragmentaria. En la lista tampoco pone adónde los han llevado. Y hay algo más, C. Tres millones de soldados alemanes marchan ya sobre Rusia.

—¿Y qué pasa con el pacto de no agresión?

Hitler era un loco y un mentiroso, pero cada nuevo revés suponía un golpe todavía más duro.

—Hitler lo ha ignorado, C. El Oso no está contento.

Roger tenía la costumbre de referirse a los soviéticos como «el Oso». Y la verdad es que resultaba un nombre muy adecuado.

—Hitler se está apropiando de todo. Eso no nos augura nada bueno.

Tenía razón. A ese paso no tardaría en ser el dueño de medio mundo. ¿Iría después a por Inglaterra?

—Siento mucho todo esto, C.

Roger parecía sinceramente compungido. Tal vez se arrepentía de no haber hecho algo por Rena.

Ese día no fui capaz de hacer nada útil. Estaba completamente aturdida, con la mente llena de dudas. ¿Y si Paul se hubiera quedado aquí, a salvo en Nueva York? ¿Y si yo hubiera presionado más a Roger para conseguirle un visado a Rena?

Para complicar aún más el día, me telefonearon para informarme de que Betty Stockwell Merchant había tenido un bebé de más de tres kilos al que había puesto el nombre de Walter, como el padre de Betty. Aunque tenía mucho trabajo, me escapé a la hora de comer para ir a visitarla al hospital. Estaba deseando ver al bebé, aunque desde que me enteré había estado tragándome los celos que sentía con la ayuda de unos cuantos donuts con mermelada. Esperaba que un cambio de aires me sirviera para aclararme las ideas. Y además me vendría bien compartir con Betty mi preocupación por Paul.

De camino al hospital compré un ramo de tulipanes papagayo, los favoritos de Betty, aunque la verdad era que ella no necesitaba más flores. Su habitación en el hospital Saint Luke estaba igual que el establo del campeón Whirlaway después del derbi de Kentucky, a rebosar de ramos de flores enormes y presidida por una herradura hecha de rosas y claveles, que habían colocado sobre un caballete, con una cinta cruzada que decía: ¡ENHORABUENA! En un jarrón había dos docenas de rosas de un color azul bebé con los tallos un poco curvados hacia abajo, como si estuvieran avergonzadas.

—Gracias por los tulipanes, Caroline —dijo Betty. Estaba sentada en su cama de hospital, apoyada en las almohadas, guapísima con una chaquetilla de raso rosa y un turbante a juego—. Qué bien conoces mis gustos.

Entró una enfermera con el bebé. Sus zapatos de suela de goma no emitían ningún ruido al pisar los azulejos. Todos mis problemas se esfumaron en cuanto vi al niño.

—Cógelo, no tengas miedo —me animó Betty, haciéndome un gesto con la mano.

Acomodé al bebé en mis brazos, bien arropado, su peso cálido contra mi cuerpo. Tenía los puños cerrados colocados bajo la barbilla y la cara hinchada como la de un boxeador. El pequeño Walter tendría que ser duro para sobrevivir a unos padres que se llevaban mejor cuando estaban en diferentes zonas horarias.

—Sé que suena un poco desagradecido, Caroline, pero no estoy preparada para cuidar de un bebé —confesó Betty, enjugándose las lágrimas con un pañuelo.

—¿Pero cómo puedes decir eso, querida?

—Le dije a Phil que no quería un hijo tan pronto, pero no me hizo caso. Después de todo lo que he hecho por él. Si he llegado a ponerme zapatos de golf por ese hombre.

—Vas a ser una madre fantástica.

—El servicio aquí es excelente, Caroline —continuó Betty, un poco más contenta—. Mejor que en el Plaza, te lo digo en serio. Me traían el bebé cada hora hasta que les he dicho que lo dejasen en el nido. Aquí están especializados en bebés.

—Es un bebé precioso —comenté.

Le acaricié el puño, que era suave como el pétalo de una flor.

Walter se revolvió en mis brazos y sus párpados se agitaron en mitad del sueño. Sentí ese dolor que conocía más que de sobra y se me llenaron los ojos de lágrimas. No, por favor…

—Ahora tenemos que buscarte un marido y un bebé, Caroline. Y en ese orden, además.

—Yo ya no quiero saber nada de ese tema —aseguré.

—¿Ya has empezado a ponerte la ropa interior de tu madre? ¿No, verdad? Entonces todavía no has acabado.

La enfermera volvió, como si Betty hubiera pulsado el botón de debajo de la mesa para llamar a la doncella, y se llevó a Walter. Yo me aferré a él hasta el último segundo antes de entregárselo. Lo vi alejarse y sentí que los brazos se me habían quedado fríos y vacíos.

—Roger me ha dicho hoy que han arrestado a Paul y a Rena —solté.

—Oh, no, Caroline. Lo siento mucho, cariño. ¿Saben adónde los han llevado?

Me acerqué a la ventana con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Nadie lo sabe. A una cárcel de París o a algún campo de tránsito seguramente. No sé qué hacer.

Abajo, en el parque, un niño intentaba volar una cometa, pero esta no hacía más que rebotar sobre la parte inferior, negándose a elevarse. La cola pesa demasiado. Quítale la cola y ya está, pensé.

—Pero qué doloroso para ti, querida —dijo Betty.

—No puedo trabajar.

—Cuando vuelva a casa voy a hacer una fiesta luau. Ayúdame a organizarla. O puedes ser mi pareja de bridge en la fiesta de los Vanderbilt. Iba a jugar con Pru, pero seguro que te deja el sitio encantada.

—No puedo pensar en fiestas ahora, Betty. Tengo que averiguar adónde han llevado a Paul.

—Lo que tienes que hacer es pasar página, C. Es muy triste, pero nunca podrías tener una vida normal con Paul Rodierre.

—¿Y quién establece lo que es normal?

—¿Por qué siempre eliges el camino difícil? David y tú podríais…

—Fue David quien me dejó…

—Se habría casado contigo si hubieras estado más tiempo con él. Una gira de diez teatros no es lo más conveniente para afianzar una relación. A los hombres les gusta ser el centro del mundo. Ahora que estás más asentada, debes apresurarte a casarte y tener hijos. Los óvulos de las mujeres se desintegran, ¿sabes?

La sola mención de esos óvulos que flotaban dentro de mí, frágiles y microscópicos, provocó que hiciera una mueca de dolor.

—Eso es ridículo, Betty.

—Eso se lo dices a tus ovarios. Hay hombres disponibles por toda Nueva York y tú vas persiguiendo a uno que está en una cárcel francesa.

—Tengo que volver al trabajo. ¿Te costaría mucho ser un poco comprensiva? Estamos hablando de las vidas de otras personas.

—Siento que no te guste oírlo, pero él no es de nuestra clase, cariño.

—¿Nuestra clase? Mi padre consiguió todo lo que tenía por sí mismo.

—Después de que sus padres lo enviaran al colegio St. Paul.

—Con todo el respeto hacia tu hermano, que tus padres te mimen no es algo muy útil para forjar el carácter.

—Y eso lo dice una mujer a quien vestían sus doncellas hasta que tuvo dieciséis años. Oh, seamos prácticas, Caroline. Todavía no es demasiado tarde…

—¿Para qué? ¿Para salvar mi reputación? ¿Para casarme con alguien que no soporto solo para tener un compañero de luau? Tú tienes un marido y un bebé, pero yo quiero ser feliz, Betty.

Betty acarició el dobladillo de raso de la manta.

—Bien, pero no vengas a llorar cuando todo termine mal.

Di media vuelta y salí de allí, preguntándome cómo podía tener una amiga a la que no le importaba un comino mi felicidad. No necesitaba a Betty. Tenía a mi madre. Y tendría que conformarme con eso por el momento.

No había forma humana de que abandonara a Paul.


Unos días más tarde, Roger me dijo que el consulado ya no podía ayudarme a financiar el envío de los paquetes a Francia. Pero seguían llegándome postales y cartas de los orfanatos franceses pidiéndome ayuda con mucha educación. ¿Cómo iba a decirles que no? No me atreví a pedirle a mi madre dinero de la cuenta destinada a los gastos de la casa. Desde que mi padre murió, ella había vivido con lo justo. Durante un tiempo esperé un milagro, pero al final me di cuenta de lo que tenía que hacer.

Ir a la tienda de antigüedades de Snyder & Goodrich.

Años antes mi madre me sugirió que vendiéramos parte de la plata, la que apenas usábamos, y que donáramos el dinero a la beneficencia. No me sorprendió, porque, además de su dinero, había heredado de Mamá Woolsey su predilección por la beneficencia. Mi madre no medía su valía por su patrimonio, así que estaba segura de que no iba a echar de menos unos cuantos tenedores de ostras que nadie había tocado desde la Guerra Civil.

Porque yo nunca vendería los tenedores normales, claro.

La tienda de antigüedades de Snyder & Goodrich se encontraba lo bastante lejos del centro como para resultar un lugar discreto. Estaba al lado de una floreciente tiendecita de postizos muy realistas. Nadie volvía a ser el mismo después de pasar por Snyder & Goodrich y vender las herencias familiares para pagar los gastos de un tío al que le gustaba demasiado el juego o unos impuestos demasiado elevados. La prima segunda de Betty, cuyo marido fue a la cárcel por evasión de impuestos, se tomó un bote de pastillas el día que la porcelana de su boda acabó por necesidad en Snyder & Goodrich. Ella se recuperó, pero su reputación no.

A los que tenían toneladas de dinero no les importaban nada las apariencias. Tras la limpieza de primavera, enviaban a un chófer con librea o a una doncella con su uniforme a la tienda de antigüedades con los objetos de los que querían deshacerse. Una alfombra de Hamadán un poco descolorida. Unos cuencos de porcelana de Limoges para lavarse los dedos.

Mi madre nunca tuvo chófer para moverse por la ciudad y las pocas doncellas que seguían a nuestro servicio estaban en The Hay, así que una mañana saqué de la pirámide de envoltorios de tela del armario de la plata el correspondiente a los tenedores de ostras y lo llevé yo misma a la tienda. El señor Snyder se alegraría sin duda de ver la plata de los Woolsey.

Al entrar en la tienda, me engulló una nube de humo de puro. Daba la impresión de que había allí más vitrinas que en todo el Museo de Historia Natural. Las paredes estaban cubiertas de vitrinas que iban del suelo al techo, y había más por todo el perímetro de la sala, de la altura de un mostrador y separadas de la pared la distancia justa para que cupiera una persona. En todas se veía el rastro de pelusa que queda después de limpiar con limpiacristales y estaban llenas de enseres domésticos organizados por categorías: espadas con sus vainas repujadas y adornadas con borlas, monedas, cuadros y numerosos juegos de cristalería. Y, cómo no, cuberterías y vajillas de plata, en vitrinas distintas y colocadas un poco más allá, en un lugar discreto.

Un hombre elegante de más de sesenta años estaba junto a una de las vitrinas que llegaban a la altura de la cintura. Estaba lustrando un juego de caviar de plata que tenía sobre unas páginas extendidas de The New York Times. Vi unas cerillas, unos palitos quitacutículas de madera y unos trapos para abrillantar alrededor de un artículo del periódico, cuyo titular pude leer al revés: «Hitler inicia la guerra con Rusia. Sus ejércitos avanzan desde el Ártico hasta el mar Negro. Cae Damasco. Estados Unidos ha destituido al cónsul en Roma».

El hombre, que se presentó como el señor Snyder, abrió mi rollo de fieltro y sacó un tenedor para ostras con sumo cuidado, como si estuviera manipulando una delicada flor de azafrán. Se puso una lupa de joyero en un ojo y examinó el escudo familiar de los Woolsey que tenían grabado. Seguro que el señor Snyder se quedaría impresionado con ese escudo de armas, que quedaba extraordinario en la plata: dos leones muy ornamentados sujetaban el escudo en alto, y por encima de él, saliendo del casco de un caballero medieval, un brazo con una tibia en la mano.

El señor Snyder leyó las palabras escritas en la banda del escudo: Manus Haec Inimica Tyrannis.

—Es el lema de nuestra familia. Significa: «Esta mano es enemiga de los tiranos». —¿Cómo no iba a estar deseando el señor Snyder tener aquel trozo de historia en su tienda?—. ¿Cuánto me ofrece por ellas? —pregunté.

—Esto no es un mercadillo, señorita Ferriday. El mercadillo de Clignancourt está por allí —respondió, señalando en dirección a París con un dedo ennegrecido por el producto para lustrar.

El señor Snyder hablaba mi idioma de forma excelente, pero con un leve acento alemán. Aunque su nombre sonaba anglosajón, obviamente era descendiente de alemanes. Asumí que ese Snyder antes se escribiría Schneider y que lo había adaptado por el bien del negocio. Tras la Primera Guerra Mundial, los alemanes que se habían instalado en Estados Unidos sufrieron por culpa de los prejuicios, aunque las cosas habían cambiado en los últimos tiempos y ya había muchos estadounidenses que eran claramente proalemanes. El nombre de Goodrich probablemente lo añadió después para hacerlo sonar todo un poco más británico, porque allí no se veía a ningún señor Goodrich.

El señor Snyder se puso a palpar el tenedor, como un ciego tocando una cara, intentó doblar las puntas de los dientes y después le echó el aliento.

—Los dientes no están doblados. Eso es bueno. El sello está sucio. ¿Les han echado algún producto corrosivo?

—Nunca —aseguré—. Solo producto para limpiar la plata y un trapo suave.

Me contuve para no intentar buscar su favor con una sonrisa. Con los franceses, por ejemplo, la táctica de sonreír era una equivocación, porque para ellos era una señal de debilidad estadounidense.

El señor Snyder cogió el extremo cuadrado de una cerilla de madera y lo metió en el sello. Su rosado cuero cabelludo, que relucía bajo el escaso cabello blanco, era del mismo color que el producto para limpiar la plata del trapo.

—Bien —concluyó el señor Snyder, y me miró sacudiendo un dedo—. Pero siempre debe tener la plata lustrada y, cuando la vaya a necesitar, solo pulirla. El lustre la protege.

—Esos tenedores de plata pertenecieron a mi bisabuela, Eliza Woolsey —informé, y de repente sentí ganas de llorar. Eso me sorprendió.

—Todo lo que hay aquí perteneció a la bisabuela de alguien. No he sacado de las vitrinas un tenedor para limones, sardinas, cerezas u ostras en los últimos cinco años, así que mucho menos podría encontrar comprador para doce. No se pueden vender.

Pues para ser alguien que proclamaba los beneficios del lustre, tenía toda la plata bien pulida.

—Tal vez debería intentarlo en Sotheby’s —aventuré.

El señor Snyder empezó a enrollar el paño marrón.

—Me parece una buena idea. Esos no distinguen entre un cucharón de caldo y una pala para frutos secos.

—La plata de los Woolsey sale en el libro Los tesoros de la Guerra Civil.

Él señaló con la mano una vitrina que tenía a su espalda.

—Esa ponchera Astor es de la Revolución Francesa.

El señor Snyder cambió de actitud cuando me dirigí a él en su lengua materna. Por primera vez me alegré de que mi padre hubiera insistido en que aprendiera alemán.

—El libro también menciona una copa con dos asas que perteneció a mi bisabuela Eliza Woolsey —dije esforzándome para encontrar el pasado del verbo pertenecer en alemán en algún rincón de mi cerebro.

—¿Cómo es que habla alemán? —preguntó con una sonrisa.

—Lo aprendí en el colegio. Fui a la escuela Chapin.

—¿Y esa copa de dos asas de la que habla es de plata maciza? —preguntó también en alemán.

—Sí, y de oro. Se la regaló la familia de un joven cabo al que ella curó en Gettysburg. Habría muerto si no hubiera sido por Eliza, y después le enviaron esa copa como agradecimiento, junto con una carta muy emotiva.

—Gettysburg, una batalla terrible. ¿Y está grabada?

—«Para Eliza Woolsey, con nuestra más profunda gratitud» —recité—. Y en la parte de delante se ve al dios Pan con unas cestas de flores de oro.

—¿Todavía tiene la carta?

—Sí, y en ella se detalla cómo el cabo logró salir de las ciénagas de Chickahominy.

—Es un buen certificado de procedencia —concedió el señor Snyder.

Habría preferido que me dispararan a separarme de aquella copa, pero la historia ablandó al señor Snyder lo bastante como para que terminara haciéndome una oferta por los tenedores.

—Cuarenta y cinco dólares es lo máximo que le puedo ofrecer —dijo—. La plata no se ha recuperado desde que las cosas se pusieron difíciles.

Habían pasado más de diez años desde el Martes Negro. En 1941 la economía estaba mejorando, pero había personas que todavía no eran capaces de pronunciar la palabra «depresión».

—Señor Snyder, podría fundirlas y conseguir setenta y cinco dólares.

—Sesenta.

—Acepto —respondí.

—Es un placer hacer negocios con usted —replicó el señor Snyder—. Es que por aquí vienen muchos judíos con unos aires que cualquiera diría que son ellos los que me están haciendo un favor a mí.

Yo me aparté del mostrador.

—Discúlpeme si le he dado la impresión de que voy a tolerar infamias como esa, señor Snyder. No sé cómo hacen ustedes las cosas en Alemania, pero yo no hago negocios con antisemitas.

Enrollé el trapo marrón con los tenedores dentro.

—Por favor, señorita Ferriday. He cometido una indiscreción. Discúlpeme.

—Este país se fundó sobre los principios de igualdad y justicia. Será mejor que no lo olvide. No creo que contribuya a su negocio que la gente piense que tiene usted opiniones negativas sobre algún colectivo en concreto.

—Lo recordaré —contestó, y me quitó los tenedores de las manos—. Acepte mis más sinceras disculpas, por favor.

—Disculpas aceptadas. Yo no le guardo rencor a nadie, señor Snyder, pero sí que soy muy exigente con la gente con la que hago negocios.

—Se lo agradezco, señorita Ferriday, y disculpe si la he ofendido.

Ese día salí de Snyder & Goodrich con un optimismo renovado, y suficiente dinero en efectivo en el bolsillo para mis paquetes de ayuda y para incluir también un bote de cereales en polvo con sabor a cacao. Me consolé con la idea de que a veces hay que hacer un trato con el diablo para ayudar a los que lo más lo necesitan. Había hecho negocios con un antisemita, pero había sido por el bien de los que sufrían por la guerra.

Gracias al señor Snyder, cincuenta niños franceses huérfanos sabrían que no nos habíamos olvidado de ellos.