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Caroline

1946-1947

Después de encontrar a la niña y organizarlo todo para que sus padres fueran a recogerla, me quedé en París haciendo todo lo posible por evitar a Paul. Ya era padre y yo no quería tener nada que ver con la ruptura de una familia. Aunque tampoco me resultaba difícil evitarlo, porque ellos seguían en casa de Rena, en Ruán.

Tal vez haya quien piense que no hay un lugar mejor para curarse de una herida sentimental que «la ciudad del amor», pero ese año, tras el fin de la guerra, todos los bancos de los parques estaban llenos de amantes que se besaban en público, algunos antes incluso del desayuno, recordatorios demasiado evidentes de mi amor perdido. Y no solo mi humor era sombrío, también lo eran las noticias que llegaban desde mi hogar, porque Roger me escribió para contarme que Cuddy, nuestro ascensorista, había muerto en combate en el Pacífico.

Parecía una drogadicta con un síndrome de abstinencia infernal. No dormía, no comía. ¿Por qué no podía seguir adelante volcándome en algún objetivo más ambicioso? Me iba a quedar soltera, sola el resto de mi vida. Cosas peores les ocurrían a muchas personas.

No me ayudó que nuestro buzón estuviera todos los días a rebosar de cartas de Paul. Mi madre las dejaba caer en un cesto del salón con un grandilocuente suspiro que habría quedado bien en un escenario. Más de una vez les había echado un vistazo, admirando la letra, y llegué a poner unas cuantas cerca de la lámpara para intentar ver al trasluz. ¿Pero por qué no leerlas? Porque eso solo serviría para prolongar la agonía.

Sentía que París me había engañado. Tanto la ciudad como yo habíamos tenido que encajar un golpe, pero la ciudad se estaba recuperando y empezaba a reconstruirse y a recoger los escombros. Si la industria de la moda servía como muestra, París estaba de vuelta. Ya albergaba elaborados desfiles de moda en las grandiosas casas de alta costura y sesiones de fotos para revistas con edificios en ruinas de fondo, mientras yo seguía deshaciéndome en lágrimas cuando veía a una paloma tullida o a un viejo frutero que tenía para vender tres manzanas llenas de gusanos expuestas sobre una toalla.


Pasaron los meses y una mañana de noviembre me desperté y decidí sumergirme en el trabajo y no pensar en Paul ni una vez al día. Ya no había nuevas cartas en la cesta y, afortunadamente, todavía había mucho que hacer en París, porque la reconstrucción estaba en pleno apogeo. Volcarme en las desgracias de otros sería una buena forma de olvidar mis problemas personales. ¿No había dicho el mismísimo lord Byron: «Los que están ocupados no tienen tiempo para las lágrimas»?

Seguía escaseando la gasolina, así que los parisinos iban en bicicleta a todas partes. También faltaban platos, cerillas y cuero para zapatos, aparte de comida decente. Los trabajadores seguían cultivando judías y patatas en la Esplanade des Invalides con arados tirados por caballos, pero había muy pocos huevos y se formaban unas colas interminables en las panaderías y las carnicerías en cuanto corría el más mínimo rumor de que había algo disponible.

Para poder complementar nuestra dieta, mi madre, gracias a una amiga que tenía en la tienda del puesto militar, se aseguró un suministro regular de las raciones que el ejército utilizaba durante la guerra. Cada bandeja de cartón tenía dentro un desayuno estadounidense en miniatura: una lata de jamón en dados y huevos, Nescafé, galletas envueltas en celofán, un paquete de chicles Wrigley y uno de cigarrillos Chesterfield. Era un milagro que nuestros chicos se hubieran mantenido vivos durante la guerra con esos desayunos, pero en aquella época cualquier alimento era precioso.

Mi madre era voluntaria en la ADIR, siglas francesas de la Asociación Nacional de Deportadas y Presas de la Resistencia, una nueva organización que ayudaba a las mujeres deportadas que volvían de los campos de concentración a recuperarse y organizar sus vidas. En muchas ocasiones, esas mujeres «afortunadas» lo habían perdido todo: sus maridos, sus hijos, sus casas. Y para empeorarlo aún más, el gobierno francés se centró en los hombres que habían vuelto, soldados sobre todo, pero en general cualquier hombre que hubiera sobrevivido a la guerra, mientras que las mujeres quedaban en segundo plano.

Yo también era voluntaria aquí y allá. Como muchos niños de París no tenían abrigos, mi madre y yo les pedimos a los grandes almacenes Le Bon Marché que nos permitieran colocar un punto de donación justo delante de las puertas del establecimiento, y accedieron. Sacaron percheros y mesas plegables a la zona que acordonaron para nosotras, y mi madre y yo nos pusimos a trabajar, colgando por tallas los abrigos infantiles donados. El precio de admisión en nuestra tiendecita improvisada era de un abrigo infantil. Los padres podían escoger un abrigo o chaqueta de una talla mayor, y la prenda que donaban la llevábamos a limpiar y después la distribuíamos. Le Bon Marché incluso anunció nuestra iniciativa al pie de su boletín de anuncios, con una foto un poco deprimente de mi madre y de mí.

Escogimos un perfecto día soleado de noviembre en el que parecía que todo París había decidido salir a ver lo que tenían las tiendas de ropa para la temporada que estaba a punto de empezar. Dior había sacado esa primavera su revolucionario New Look, con las cinturas estrechas y las faldas con volumen, y París estaba expectante por ver lo que iba a sacar después. Era difícil no sentirse optimista ese día, con el olor de castañas asadas en el aire y la música de un hombre que cantaba en el parque que había al lado una versión muy animada de Le Chaland qui passe.

Pronto se formó una cola y la gente se arremolinó alrededor de nuestra tiendecita. Mi madre me dejó a cargo de todo porque ella, que ya había adquirido el estatus de mariscal de campo en el mundo de las organizaciones benéficas francesas tras la Segunda Guerra Mundial, tenía que ir a supervisar la sopa que se estaba preparando en una cocina al otro lado de la ciudad. Yo estaba entusiasmada porque necesitaba desesperadamente una nueva misión en mi vida. Además, había desarrollado la habilidad de escoger el abrigo perfecto para cada niño. La clave era el color. Al fin y al cabo, estábamos en París. Un abrigo amarillo para un niño de piel cetrina era peor que no llevar abrigo.

El puesto de intercambio de abrigos estaba a reventar a media mañana, cuando me di cuenta de que no me había dado tiempo de abrir mi cajita con el desayuno militar. Entonces se me acercó una señora mayor.

—Disculpe, mademoiselle, ¿podría ayudarme, por favor?

Estaba demacrada, pero tenía el aire de una condesa. Iba muy bien vestida, con una falda de lana, un cárdigan y guantes blancos limpios. Llevaba un pañuelo rosa Saumur de Hermés un poco desvaído, sujeto con un broche con piedras preciosas con la forma de una perdiz, que lucía en el pecho una perla de los mares del sur. Incluso en esas duras circunstancias, o tal vez a consecuencia de ellas, las mujeres de París seguían arreglándose con toques inesperados, suscribiendo así la verdad universal de que demasiada simplicidad es timidez. En una mano la mujer tenía un paquete envuelto en papel blanco y llevaba un bastón de ratán colgado de la muñeca. En la otra mano sujetaba la correa de un caniche de color ébano. Era un animal magnífico y, como su dueña, estaba delgado pero iba muy bien arreglado.

—He traído un abrigo —dijo la señora.

Agarré el paquete, abrí el envoltorio y saqué el abrigo. Al extraerlo me llegó un olor almizclado de rosa y lavanda. Ese día había visto prendas preciosas, algunas con flores bordadas a mano en los bolsillos y botones esmaltados o preciosos forros de piel de conejo, pero ese abrigo merecía una categoría especial para él solo. ¿Cachemir? Era del color de un huevo de petirrojo y pesaba bastante, lo que me sorprendió, pero era suave y estaba forrado con raso blanco acolchado.

—Gracias por su donación, madame. Escoja otro, por favor. Tenemos muchos abrigos bonitos, creo que ninguno tan bonito como este, pero…

—Tiene relleno de plumón de ganso. Lo hicieron para mi nieta. Nunca llegó a ponérselo.

—Escoja usted misma del perchero el que más le guste. ¿Qué talla tiene su nieta ahora?

La mujer le acarició el cuello al perro. Al mirarla más de cerca noté que no llevaba la chaqueta bien abrochada, lo que hacía que la prenda estuviera extrañamente torcida. Y a su broche le faltaba un diamante. ¿Vendido o perdido?

—Oh, ella ya no está. Se la llevaron con su madre y su hermano hace años. Mi hija y una de nuestras doncellas habían estado imprimiendo panfletos en nuestra despensa.

La resistencia clandestina.

—Lo siento mucho… —Se me emborronó la vista. ¿Cómo podía consolar a otros si no podía controlar mis emociones?

—Lo guardé pensando que tal vez volviera a casa, pero después me llevaron a mí. ¿Se lo imagina? ¿Qué podían querer de una vieja como yo? Mi ama de llaves se llevó a mi perro a Saint-Étienne mientras yo estuve… bueno, lejos. Ahora él es mi única familia. —Sacudió la cabeza porque no podía continuar y después se irguió—. Tal vez ese abrigo le pueda servir a alguien.

Yo volví a meter el abrigo en el envoltorio.

—Gracias, madame. Me aseguraré de que vaya a un buen hogar. Hay café caliente dentro, si quiere.

Puso una mano enfundada en un guante sobre la mía durante un momento. Noté el algodón caliente y suave.

—Gracias, querida.

Saqué una tarjeta del bolsillo.

—Es de ADIR, una organización benéfica con la que colabora mi madre. Ayudan a mujeres que han vuelto de… bueno, de los campos. La dirigen mujeres que también fueron deportadas desde uno de sus apartamentos. Cerca del Jardín du Luxembourg.

—Gracias, mademoiselle.

La mujer cogió la tarjeta y se volvió.

—Espere, madame. —Saqué la caja con el desayuno militar de debajo de la mesa—. Tengo otra. ¿Quiere esta?

Ella miró la caja.

—Oh, no, querida, dásela a alguien más…

—Cójala, por favor.

—Está bien, tengo una vecina…

Sonreí.

—Una vecina. Muy bien. Me alegro de que alguien la aproveche.

La mujer se metió la caja bajo el brazo y salió de nuestro lugar de intercambio de abrigos entre los empujones de la gente.

Hubo muchas historias parecidas esa tarde y al final del día ya necesitaba un descanso, pero la multitud no hacía más que crecer. Para empeorar las cosas, la temperatura se había desplomado, lo que me hizo recordar que no tenía abrigo. Mi madre había puesto por equivocación nuestros abrigos en una de las pilas de donaciones y se los había llevado, así que yo me había quedado sin abrigo. El viento arreció y empezó a arrancar los abrigos de las resbaladizas perchas de madera.

Me agaché para recoger una chaqueta y al levantarme me quedé petrificada. Fue inevitable detectar a Paul en medio del gentío, porque era más alto que la mayoría. Y se abría camino hacia mí. Mi primer impulso fue perderme entre la multitud para no hablar con él, pero ¿quién se iba a ocupar del puesto? Seguro que a estas alturas ya habría pasado página. Se habría acostumbrado a su nueva vida y me habría olvidado.

Cuando se acercó no pude evitar darme cuenta de que estaba muy guapo con su chaqueta de terciopelo de color berenjena. Había estado comiendo bien, al parecer; seguía delgado, pero por fin iba recuperando algo de peso.

Paul vino directo hacia mí. A ambos nos empujaba la gente de un lado a otro. Me tendió un pequeño abrigo de tweed del color del trigo maduro, con un lazo tricolor un poco mustio sujeto en la parte delantera. Lo así con mucho cuidado para no tocarle. El mínimo roce y volvería a verme arrastrada por el torbellino Paul. Y el dolor volvería. E incluso empeoraría.

—¿Te acuerdas de mí? —preguntó.

Habían pasado casi dos años desde la última vez que nos vimos, en la mesa de su cocina.

—Gracias por su donación, monsieur. Escoja otro, por favor.

Era el abrigo de Pascaline, claro. Fino y ligero. ¿Mezcla de lana y algodón? Le habían bajado el dobladillo de las mangas dos veces, lo que había dejado dos rayas en los puños, oscuras como el grafito, y le habían cosido sobre el tweed dos bonitas coderas con puntadas diminutas y regulares. Rena.

—Siento haberte obligado a hablar conmigo, Caroline. Es obvio que no quieres.

—Tenemos muchos abrigos de buena calidad…

—¿Podrías mirarme, por favor? —Se pasó los dedos de la mano por los labios.

¿Paul nervioso? Era la primera vez que lo veía así. El terciopelo de su chaqueta estaba gastado a la altura del codo. ¿Es que a Rena no le importaba lo bastante como para arreglarle la chaqueta a él también?

Paul intentó cogerme del brazo.

—Ha sido todo terrible sin ti, C.

Yo me aparté. ¿Estaba actuando? Eso se le daba muy bien, no había duda.

—Puede escoger usted cualquier abrigo…

¿Por qué no podía parar de hablar de abrigos?

Paul se acercó.

—Estoy destrozado, Caroline.

Si estaba actuando, era el papel de su vida. Estaba claro que no había dormido mucho últimamente. Abrumada, me giré y agarré un perchero para que no lo tirara el viento.

Paul me cogió la muñeca y me obligó a volverme hacia él.

—¿Has leído alguna de mis cartas?

Yo me zafé de su mano.

—He estado ocupada. Deberías ver el apartamento. Mamá ha estado hirviendo algodón en la cocina…

—Si las hubieras leído, sabrías…

—Deberías verla: se sube a un taburete y revuelve el perol con un remo.

Me giré y me puse a colocar los abrigos. Él vino detrás de mí.

—¿Así que ya está? ¿Nunca más vamos a estar juntos?

Durante un momento se irguió aún más.

A Paul le sentaba bien el sufrimiento. Un sufrimiento desaliñado, sin afeitar, hermoso. Me concentré en abrochar un diminuto abrigo rosa.

Paul se apartó.

—Cuando leí que ibas a estar aquí, supe que tenía que venir a verte. He tenido que hacer autoestop desde Ruán.

—Pues entonces será mejor que vuelvas pronto. Parece que va a llover.

—¿Hay otra persona? He oído que estabas con un hombre…

—¿Qué?

—Y que os cogíais de la mano. En el Café George. Eres muy conocida, Caroline. Corren rumores. Al menos me debes una explicación.

Había comido con uno de los admiradores de mi madre, un conde de Amiens, que era un hombre con una gran barba y veinte años mayor que yo. Desconsolado porque mi madre no tenía tiempo para él, se pasó la mitad de la comida agarrándome la mano y suplicándome que intercediera en su favor (y a la vez impidiendo que pudiera tomarme mi vichyssoise).

—¿Cómo puedes ser tan insensible, Caroline?

—¿Insensible?

—Yo sigo sin poder trabajar y tú estás haciendo de buena samaritana por ahí, como si yo no significara nada para ti.

¿Buena samaritana? Sentí mucho calor y que se me erizaba la piel de la espalda, todo ello fruto de mi temperamento irlandés. Me volví para mirarlo.

—¿Y no fuiste tú insensible cuando decidiste tener una hija? —pregunté.

—Sabías que estaba casado…

—Dijiste que erais incompatibles, Paul. Que los niños complicaban las cosas, ¿te acuerdas? «No hay lugar para los niños en la vida de un actor», eso dijiste.

—Las cosas ocurren. Los adultos lidian con ellas. A menos que seas una mujer rica y mimada…

—¿Mimada? ¿En serio? ¿Es propio de una persona mimada renunciar a su felicidad por la de una niña que ni siquiera conoce? ¿Tienes idea de cómo es levantarse cada mañana sabiendo que tú y tu familia estáis juntos y yo estoy sola? No se te ocurra llamarme insensible.

Hasta que no se abrió la chaqueta y me envolvió con su terciopelo no me di cuenta de que estaba temblando.

—Sé sensata, Caroline. ¿Cómo vamos a volver a encontrar cualquiera de los dos lo que ya tenemos?

—Tienes razón —dije contra el algodón de su camiseta—. Seguro que eres el último hombre que queda en París.

Él rio y me apretó contra él.

—Te echo de menos, C.

Su delicioso olor nos envolvió a ambos, cubiertos con esa chaqueta, él con sus dedos entrelazados en la parte baja de mi espalda. Había echado mucho de menos ese olor a pino y cuero. Me rozó la mejilla con los labios.

—Vamos a comer algo —propuso—. Oigo los rugidos de tu estómago incluso por encima de esa horrible música que tocan. Un amigo mío tiene un local en el Barrio Latino que te va a encantar. Y ha hecho tarta de manzana. Con crème fraîche de verdad.

Qué maravilloso sería sentarme con Paul en el reservado de un bistró, en un banco con tapizado de cuero que nos permitiera sentarnos con las caderas pegadas, como muchos amantes habían hecho antes que nosotros. Puede que la comida fuera escasa, pero al menos habría pan caliente y vino. Hablaríamos de todo. ¿Cuál es la mejor crème fraîche? ¿La del sudeste o la del sudoeste de Francia? ¿Qué nueva obra debería hacer él? Cuánto me quería. ¿Y después qué? Él se iría a casa con su familia y me dejaría peor que antes.

—Me iré a Nueva York —ofreció Paul, con los labios suaves junto a mi oreja—. Será como antes.

Sentí su pecho contra el mío, solo separados por la seda de mi vestido y el algodón de su camiseta.

—No puedes irte de aquí sin más, Paul.

Aunque no tuviera familia, ya no podría ser como antes. El mundo era diferente ahora.

Paul se apartó, me sostuvo un poco alejada de su cuerpo y en su cara apareció esa sonrisa peligrosa.

—Necesito volver a Nueva York. Broadway se está recuperando, ¿sabes?

Me separé de él y me estremecí cuando el viento me levantó la falda del vestido. ¿Me estaba utilizando para escapar de sus nuevas responsabilidades? ¿Me quería a mí o solo buscaba un descanso de la vida familiar?

—Vamos, C. Podríamos hacer algo juntos. Tal vez Shakespeare. Hablémoslo durante la cena.

Sentí que una fría gota de lluvia me caía en la mano. Iba a tener que llevar los abrigos debajo de la marquesina de los grandes almacenes.

—Tienes que volver con tu familia, Paul.

Él dio un paso atrás.

—Eres irritante.

—Y tú eres padre.

—Pero te quiero…

—Quiere a tu hija. Si no lo haces, yo habré renunciado a todo por nada. Así que actúa si es necesario y pronto te darás cuenta de que lo haces de verdad. —Le toqué la manga—. No es tan difícil. Solo tienes que estar allí cuando se despierte por las noches asustada, si se tropieza y se cae en el colegio.

—Rena no quiere que esté…

—Pero tu hija sí. Quiere que le enseñes a navegar y que presumas de ella en el parque. No tienes idea de lo poderoso que es tu amor, Paul. Sin él, ella se enamorará del primer chico que le diga que la quiere y él le hará pedazos el corazón para siempre.

—¿Y por qué tirar por la borda todo lo que tenemos? Esa moral peregrina tuya es ridícula.

—Moral puritana —corregí.

—No creo que pueda.

—Puedes. ¿Sabes una cosa curiosa del dolor? Se vuelve más fácil con la práctica.

Le tendí el paquete envuelto en papel blanco.

—Este abrigo es perfecto para ella —dije—. Es un poco grande, pero ya crecerá.

—Te quiero, C. Y yo también soy muy testarudo, ya lo sabes.

—Quiérela a ella, Paul. Si no lo haces por ti, hazlo por mí.

—Te vas a despertar una mañana y te darás cuenta de que has cometido un error terrible.

Solo pude contener una sonrisa. ¿Cómo cada mañana, quería decir?

Paul siguió mirándome durante un buen rato, después se quitó la chaqueta y me la puso sobre los hombros. Solo llevaba debajo una camiseta vieja y raída en algunas partes. Era de antes de la guerra sin duda, porque le colgaba un poco, pero cuando Paul se quedó solo vestido con ella, a pesar de lo delgado que estaba, más de una de las mujeres del puesto se giraron para admirarlo.

—Siempre te ha quedado mejor a ti —aseguró.

El forro de raso de la chaqueta me hizo sentir bien al entrar en contacto con mi piel. Todavía conservaba el calor de su cuerpo.

Paul me dio un beso en ambas mejillas y cogió el paquete blanco. Yo acaricié la solapa de un bolsillo de terciopelo. Era tan suave como la oreja de un gato.

Levanté la vista justo a tiempo para ver la hermosa espalda de Paul alejarse entre la gente. Después me giré y aparté los percheros para que no se mojaran.


En los meses que siguieron, Paul me envió unas cuantas cartas más y yo intenté distraerme con mi voluntariado. Al menos tenía a mi madre, aunque ella no estaría conmigo para siempre. Nuestra vida se reducía a una rutina bien conocida por los que viven en residencias de ancianos: té con los amigos de mi madre, conversaciones que trataban de articulaciones sacroilíacas inflamadas, algún recado en la embajada para Roger y los conciertos del coro de la iglesia.

Eran días sosos, indistinguibles unos de otros, pero la visita de una amiga de mi madre una mañana lo cambió todo. Mi madre me había dicho que se iba a pasar por el apartamento una amiga suya, que se llamaba Anise Postel-Vinay, una mujer que había sido arrestada por trabajar para la resistencia francesa en la clandestinidad durante la guerra y después encerrada en el campo de concentración de Ravensbrück. Anise y sus amigas eran quienes habían fundado la ADIR. Aunque mi madre fue extrañamente evasiva cuando le pedí más detalles, accedí a ver a Anise cuando viniera al apartamento, seguramente a buscar ropa usada utilizable y comida en lata.

El día que vino Anise, mi madre, que estaba inmersa en su fase de ponchos muy poco favorecedores, llevaba una prenda de estilo caftán de cuadros rojos que había sacado de Dios sabía dónde. Cuando se ponía ese poncho los parisinos se quedaban mirándola, como preguntándose de dónde había salido esa prenda: seguramente de encima de una mesita y de debajo de un plato de buen queso.

Sonó el timbre y mi madre abrió la puerta. Detrás de Anise entraron dos hombres cargando con una camilla de lona, en la que había una mujer tapada con una manta de algodón blanco.

—Dios santo —exclamé.

Anise, una mujer guapa y decidida, se plantó sobre la alfombra Aubusson de nuestro salón y se pasó los dedos por el pelo corto.

—Buenos días, madame Ferriday. ¿Adónde la llevan los muchachos?

Yo me aparté un poco.

—¿Se va a quedar? ¿Aquí? Pero no sabíamos nada de esto.

Mi madre se acercó a la camilla.

—Anise me pidió que ayudáramos a esta amiga suya polaca —me explicó mi madre—. ¿Está inconsciente, Anise?

Anise puso la mano sobre la pierna de la mujer, cubierta por la manta.

—Muy sedada. Acaba de venir en avión desde Varsovia.

—Tiene que ir a un hospital, madame Vinay —repuse.

—Se llama Janina Grabowski. La conocí en el campo de concentración de Ravensbrück. La operaron los doctores nazis. —Anise le tocó la frente—. Tenemos que ocuparnos de ella de forma privada. La hemos sacado de Polonia sin el permiso de las autoridades.

¿Íbamos a alojar a una fugitiva polaca enferma?

—¿No podía obtener ayuda en Varsovia?

—La mayor parte de Varsovia ha quedado reducida a escombros, señorita Ferriday. Su sistema sanitario es un caos. Y hay escasez de antibióticos.

Anise apartó la manta para mostrar la pierna de la mujer. Bajo la gasa se veía una terrible infección.

—Llévenla a mi habitación —ordenó mi madre—. Voy a preparar vendajes limpios. —Por fin mi madre podía revivir aquellos días en que las mujeres Woolsey fueron enfermeras en el campo de batalla de la Guerra Civil Americana—. Llamaremos a nuestro médico personal para que la atienda.

Yo extendí una mano hacia la camilla.

—Esperen. He escuchado el juicio en la BBC. Se supone que los alemanes están reparando el daño causado…

—Nada de eso, señorita Ferriday. Alemania ha decidido no reconocer a la Polonia comunista como un país. La consideran parte de Rusia.

—Eso es ridículo.

—Janina es una chica adorable. Una vez me dio a mí una medicina que podría haber utilizado para ella y gracias a eso estoy aquí ahora. Ha sufrido más esta mañana de lo que va a sufrir usted en su vida, y es posible que se esté muriendo mientras hablamos.

Les hice un gesto a los hombres para que pasaran.

—Estamos encantadas de tenerla aquí —dije por fin.

—Bien. Gracias, mademoiselle.

Fui hasta la ventana.

—Que la lleven a mi cama. La primera puerta a la izquierda.

Los hombres llevaron la camilla por el pasillo hasta mi dormitorio y mi madre los siguió. Cuando pasaron a mi lado, vi que la sangre de la pierna de Janina estaba manchando la manta. Pero ¿dónde nos habíamos metido?

—Estamos a su servicio, madame Vinay —aseguré.

Anise fue hacia la puerta.

—Su madre me dijo que usted nos ayudaría. —Se volvió y casi sonrió—. Es una suerte. Porque hay otras sesenta y dos en el mismo sitio del que vino ella.