17

Herta

1942

En la primavera de 1942 los alemanes éramos optimistas.

Había rumores de que la guerra con dos frentes de Hitler iba a ser nuestra perdición, pero en Ravensbrück todas las mañanas leíamos buenas noticias en Der Stürmer. Según el periódico, nuestro Führer dominaba Europa, o al menos las zonas que necesitábamos. Seguro que la guerra se terminaría para el verano.

El final del año anterior había traído también un éxito para Japón, nuestro aliado, en su ofensiva contra los estadounidenses en Pearl Harbor, y esa primavera celebramos sus continuos avances militares. Una delegación japonesa había visitado Ravensbrück y se había quedado impresionada con lo bien arreglado que estaba el alojamiento de las estudiantes de la Biblia y con las macetas llenas de flores de los alféizares de las ventanas. Fue el propio Himmler quien ordenó que se instalaran esas jardineras, porque como Ravensbrück era un campo de exhibición, era esencial que causara una buena impresión.

Yo había llenado un álbum entero con los éxitos de Alemania en la campaña de Rusia: la captura de Kiev, el avance hacia Moscú. Era cierto que en esas tierras habíamos tenido que realizar nuestra mayor retirada, cuando estábamos solo a unos pocos kilómetros del Kremlin, por culpa del frío, de un invierno que llegó demasiado pronto y porque nuestros soldados combatían con unos uniformes demasiado ligeros. Pero cuando el Führer les pidió a los alemanes que enviaran ropa de abrigo para los chicos del ejército, todos enviamos botas de esquí, orejeras y medio millón de abrigos de piel. El periódico aseguraba que, como se acercaba el buen tiempo, se iban a producir rápidos avances a nuestro favor.

Mi carrera en Ravensbrück también estaba progresando rápidamente. En verano, el comandante Suhren reemplazó a Koegel, y a mí ese cambio me vino bien. Koegel era corpulento y enrevesado, mientras que Suhren era un hombre esbelto y conciso. También era encantador y apreció el duro trabajo que yo había desempeñado a la hora de organizar la clínica. Nos llevamos bien desde el principio.

Al poco de llegar, el comandante preparó su propia fiesta de bienvenida en su casa, un edificio de estuco beis, muy acogedor, con un tejado acabado en un alto pico y persianas verde bosque, que estaba en lo alto de un promontorio y tenía vistas al campo. Esa noche yo salí de mi alojamiento a las siete menos cinco y subí los empinados escalones que llevaban a la residencia del comandante.

Desde esa atalaya, Suhren tenía una visión clara de todo el campo y de la zona que lo rodeaba, incluido Uckermark, el campo juvenil, y el subcampo Siemens, a unos pocos kilómetros de distancia. Cuando cayó la noche, vi las filas de presas que volvían al campo principal después del trabajo. Después se encendieron los potentes focos del campo que iluminaban los bloques que había debajo. Sonó la sirena y las presas se dirigieron al patio para el recuento.

Estábamos probando los nuevos hornos. Dos chimeneas altísimas se elevaban por encima del nuevo crematorio y escupían humo y fuego hacia el cielo. La vista del lago era espectacular: una extensión de agua gris que terminaba en la orilla opuesta junto al grupo de casas de ladrillo del pintoresco Fürstenberg, entre las que destacaba la aguja de la iglesia. En el horizonte se veía que se acercaban unos nubarrones grises.

Cuando llegué a la puerta me encontré con varios miembros del personal del campo. Elfriede Suhren, la esposa delgada y rubia del comandante, nos abrió y nos indicó que pasáramos. A diferencia de su predecesora, Anna Koegel, que les gritaba a las presas peluqueras del salón de belleza del campo, Elfriede era una mujer amable, cuya principal tarea al parecer era cebar a sus cuatro hijos, como un granjero hace con sus gansos.

Crucé la casa, pasé ante un hombre mayor vestido con una chaqueta y una gorra tirolesas que estaba sentado al piano, tocando canciones populares alemanas, y entré en la pequeña biblioteca donde estaba Suhren, de pie en un rincón, disfrutando de la cerveza y los puros con Fritz y el doctor Rosenthal. Varios trofeos de caza cubrían las paredes: cabezas de ciervo, peces disecados, un jabalí ruso. Las estanterías de Suhren las ocupaba una amplia colección de figuritas de porcelana Hummel, aunque curiosamente solo tenía las de los niños varones.

Al principio los hombres estaban demasiado enfrascados en una conversación sobre su tema favorito como para fijarse en mí. Estaban hablando sobre el burdel al que Suhren estaba enviando a las presas de Ravensbrück, en Mauthausen, y daban detalles sobre cómo las afortunadas pasaban por una esterilización antes de ser enviadas allí. Fritz me vio y tuvo el detalle de hacer una mueca de disgusto.

Suhren y Rosenthal se apartaron y yo me acerqué a Fritz, que estaba bajo la cabeza del jabalí. Este tenía la boca abierta y mostraba una lengua rosa falsa.

Las cosas iban bien entre Fritz y yo. Habíamos ido juntos al cine del campo, que estaba sobre el complejo de garajes, a ver una película: Stukas, una conmovedora historia sobre un piloto alemán que se curaba de su depresión escuchando a Wagner. Fritz no paró de revolverse en su asiento durante toda la película, diciendo constantemente que todo eso era ridículo, pero fue agradable que pasáramos la velada los dos juntos. Me había regalado un jacinto en una maceta. Estaba en mi mesa y perfumaba el aire de mi despacho. Había sido muy inteligente al elegir una planta en una maceta en vez de flores cortadas, que se marchitaban muy rápido.

—Suhren tiene una casa muy bonita —comenté.

Fritz le dio un sorbo a la cerveza.

—Siempre y cuando no te gusten los animales a los que todavía les late el corazón.

Se oyó ladrar a un perro en la cocina. Por el sonido debía de ser de una raza pequeña. Esos eran los peores. Al menos las razas grandes tenían una utilidad: proteger la casa de los intrusos o cazar para traer comida.

Fuimos hasta la cocina, que era moderna y estaba limpia, y tenía brillantes armarios de roble y lo más avanzado en iluminación. Los invitados se servían un ponche rojo cereza de una ponchera de cristal tallado que había en la mesa de la cocina.

—¿Crees que Gebhardt le enviará a Himmler informes sobre los ensayos con las sulfamidas? —pregunté—. ¿Y mencionará nuestros nombres?

Fritz me sujetó la puerta de la cocina para que saliera y los dos pasamos al comedor.

—A mí eso no me preocupa. Me voy.

Me detuve en seco, un poco mareada. ¿Cómo podía Fritz irse sin más? Era uno de mis pocos aliados. ¿Me iba a dejar con Binz y Winkelmann?

—¿Y por qué tan de repente? Tal vez deberías pensártelo…

Fritz se terminó la cerveza y dejó la jarra vacía sobre una vitrina que tenía dentro una perdiz disecada, con cara de susto, que simulaba haber quedado congelada en mitad del vuelo.

—Ya no aguanto más a Gebhardt, por si no te habías dado cuenta.

—El estrés le afecta a cada persona de forma diferente…

—No sabes ni la mitad de las cosas que pasan en Hohenlychen. Ayer hicimos un trasplante de brazo. Medio Berlín estaba allí, en ese balneario, disfrutando del espectáculo. El brazo fue cortesía de una pobre presa gitana.

Gebhardt no solo era un Gruppenführer de las SS y un Generalleutnant de las Waffen-SS, el médico personal del Reichführer de las SS, Himmler, y el cirujano jefe del personal médico de las SS del Reich… También era el jefe de personal de Hohenlychen, el floreciente hospital y balneario situado a catorce kilómetros del campo.

—¿Y por qué no me invitaron a mí?

—Has tenido suerte de que no lo hicieran, Herta. Es puro espectáculo. En cuanto a ese proyecto con las sulfamidas…

—Al menos tú puedes operar.

Fritz se rascó la barba incipiente.

—Es repulsivo hacerle eso a mujeres sanas. En las salas de recuperación el hedor es terrible.

—No hacen más que pedir más morfina.

—Pues dásela —respondió Fritz—. Que se la des no va a cambiar los resultados. Todo esto es inhumano.

—Gebhardt dice que les administremos una cantidad mínima de medicación para el dolor. ¿Y por qué has cambiado de opinión tan de repente sobre lo de sacrificar presas?

—Ya no puedo con ello, Herta. Todo ese sufrimiento…

—No tenemos otra opción.

—Sí que hay otras opciones, Herta. Si dejamos de operarlas, dejarán de sufrir. Gebhardt solo nos utiliza para hacerle el trabajo sucio, ¿es que no lo ves?

—No se puede evitar, Fritz.

¿Cómo podía dejar que el sentimentalismo interfiriera en su juicio? Las operaciones eran por el bien de Alemania.

—Bueno, pues yo me voy. Necesitan cirujanos en el frente para coser a nuestros hombres, que están muriendo en una guerra que no podemos ganar.

—Pero ¿cómo dices eso? Qué derrotista…

Fritz me acercó a él.

—Antes de irme quiero decirte una cosa: ten cuidado con tu nueva enfermera.

—¿Con Halina?

—He oído cosas…

—Cómo os gustan los cotilleos a los hombres. ¿Qué se dice por ahí?

—No sé si…

—Dímelo.

—Se dice que hay algo entre vosotros.

—Eso es lo más…

—Algo que no está en sintonía con los deseos del Führer.

Suhren y el doctor Gebhardt se abrieron paso entre los invitados y se acercaron a nosotros con una gran sonrisa en la cara, Suhren alto y pulcro, y Gebhardt pelirrojo y más bajito.

El comandante Suhren me estrechó la mano.

Fräulein Oberheuser, tengo buenas noticias para usted.

¿Por qué no se dirigía a mí como «doctora»?

—Me alegra informarle de que una de mis primeras tareas será otorgarle un gran honor.

Gebhardt se acercó un poco más.

—Y no un honor cualquiera. La han recomendado para recibir la Cruz al Mérito de Guerra.

¿La Cruz al Mérito de Guerra? Mutti se iba a desmayar si volvía a casa con algo así: una cruz plateada con una cinta roja y negra. Esa distinción la había creado el mismísimo Führer. Iba a estar entre los pocos elegidos por Hitler para recibir ese honor. Adolf Eichmann y Albert Speer eran dos de ellos. ¿Se debería a mi participación en los experimentos con las sulfamidas?

Me volví para compartir mi alegría con Fritz.

Pero entonces me di cuenta de que se había ido.


Yo fui la primera doctora en llegar al quirófano a la mañana siguiente, lista para mi primer día ayudando en una nueva ronda de operaciones para los experimentos con las sulfamidas. Fui al lavabo a lavarme. Me quité el anillo de Halina, que había cogido del sobre del Effektenkammer, donde se guardaban los objetos personales de las presas, y me lo guardé en el bolsillo. Era mejor que el doctor Gebhardt no viera en mi dedo un anillo tan vistoso como ese, porque las directrices del campo prohibían llevar joyas que llamaran la atención. Se lo devolvería a Halina algún día. Era un diamante precioso. Si no lo hubiera recuperado yo, a saber dónde habría acabado. En el dedo de Elfriede Suhren, seguro.

La enfermera Gerda tenía a las pacientes preparadas y sedadas. La enfermera Marschall había hecho un buen trabajo con las listas de pacientes para los experimentos. Todas estaban tumbadas en camillas y tapadas con una manta. Revisé el instrumental quirúrgico, abrí una caja de viales de Evipan y la dejé en la bandeja.

Habíamos preparado objetos para introducir en las heridas con el objetivo de simular heridas de guerra: clavos oxidados, astillas de madera y cristal, gravilla, y una mezcla de tierra del huerto con un cultivo de bacterias Clostridiun tetani. A cada paciente se le introducía un agente infeccioso diferente en la herida. El doctor Gebhardt había llegado desde el sanatorio de Hohenlychen en su coche privado esa misma mañana.

—Me alegro de que haya llegado temprano, doctora Oberheuser. El doctor Fischer no va a poder reunirse con nosotros.

—¿Está enfermo, doctor?

Gebhardt se quitó la chaqueta.

—Ha sido trasladado.

Intenté que no se notara mi decepción. ¿De verdad se había ido Fritz?

—¿Y puedo saber adónde, doctor?

—A la 10ª División de las SS, como cirujano jefe de una compañía médica asignada al 10º Regimiento Panzer, en el frente oeste —informó el doctor Gebhardt con la cara enrojecida—. Aparentemente él cree que será más útil allí…

¿Cómo podía haberse ido Fritz sin despedirse?

—Entiendo, doctor Gebhardt. Por cierto, hoy está trabajando la enfermera Gerda Quernheim.

—Bien. Me impresiona mucho su atención al detalle —dijo Gebhardt—. ¿Quiere tomar las riendas hoy?

—¿Se refiere a operar, doctor?

—¿Por qué no? ¿No le gustaría practicar?

—Sí, gracias, doctor —me apresuré a responder.

¿Me estaba pasando de verdad?

—Asegúrese de que tengan las caras cubiertas, doctora —apuntó el doctor Gebhardt—. Solo como precaución para mantener el anonimato. Y sea agresiva. Vaya directa. No hace falta que tenga excesivo cuidado con los tejidos.

Una tras otra Gerda fue trayendo a las pacientes con toallas sobre la cara.

Trabajamos hasta bien entrada la noche. Procuré no cerrar con prisas, haciendo con cuidado las suturas de nudo cuadrado, puntiagudas y negras como senderos de alambre de espino, para que protegieran cada incisión.

—No suelo hacer cumplidos, doctora Oberheuser, pero tiene usted un don para la cirugía que no se puede enseñar. Lo único que necesita es práctica.

¡Menudo elogio!

Acabamos la jornada con unas cuantas esterilizaciones, un nuevo tratamiento que había ordenado Himmler. Crucé el campo en silencio hasta mi alojamiento y dormí profundamente gracias a las pastillas de Luminal que tomaba para dormir. Solo me desperté una vez, cuando oí a Binz y su novio Edmund haciendo el amor en la bañera.


Me tomé mi tiempo en vestirme a la mañana siguiente, sabiendo que las enfermeras se ocuparían de registrar las constantes vitales de las pacientes y que Halina gestionaría la clínica por mí, pero cuando llegué, aquello era un caos. Me encontré una nueva enfermera presa sentada en el lugar de Halina y una cola de pacientes que esperaban atención médica que llegaba hasta la puerta.

—Señora doctora, nos hemos quedado sin vendas de papel —me dijo la enfermera mientras agitaba un termómetro.

—¿Dónde está Halina?

—No lo sé, señora doctora. La supervisora Binz me ha dicho que me siente aquí.

Fui a la sala de recuperación para ver a las pacientes del día anterior. El olor que había allí era nauseabundo. Sabía que eso significaba que los cultivos estaban haciendo efecto, pero las gráficas estaban intactas y nadie había registrado las constantes. Una de las pacientes había salido de la cama e iba de acá para allá a la pata coja, viendo a otras pacientes.

—Necesitamos agua, por favor —pidió—. Y más cuñas.

Salí de la sala y encontré a Gerda en el pasillo, fumando un cigarrillo.

—Que no salgan de la cama —ordené—. El movimiento evita que la infección prospere.

Cerré la puerta con llave y fui a buscar a Binz. Después de recorrer medio campo, la encontré con los conejos de Angora, en un enorme complejo de jaulas con calefacción que las estudiantes de la Biblia mantenían inmaculado. Ella y una de sus subordinadas estaban acariciando a un conejito, una bolita de pelo blanco con orejas que parecían plumeros.

—¿Qué es lo que está pasando en la clínica? —pregunté.

La otra guardia volvió a meter al conejito en la jaula y desapareció lo más rápido que pudo.

—¿Entras aquí sin saludar ni nada? —respondió Binz—. Alguien tenía que ocuparse de eso.

—No tienes derecho…

—No se podía evitar —concluyó Binz cruzando los brazos sobre el pecho.

—Binz, lo que dices no tiene sentido.

—¿Es que no lo sabes?

Tuve que contenerme para no gritar.

—¿Dónde está Halina?

—Tal vez deberíamos hablar de esto en otro sitio.

—¿Qué has hecho, Binz?

—Por Dios, deja de lloriquear. No querrás que mis chicas te vean así. Te avisé sobre las polacas, ¿o no? Ahora la única culpable eres tú.

—No te entiendo.

—Bueno, pues yo tampoco. Suhren no se podía creer lo que ha estado haciendo esa polaca tuya. Dejémoslo en que simplemente vas a necesitar una nueva ayudante.