13

Kasia

1941

Se abrieron las puertas del tren y todas nos quedamos dentro del vagón, como si estuviéramos congeladas.

—¡Fuera, fuera! —gritaron las guardias que había en el andén.

Nos clavaron los palos que llevaban y nos pegaron con ellos y con las porras de cuero. Si nunca les han pegado con una porra de cuero, les diré que escuece una barbaridad. A mí nunca me habían pegado con nada antes y el dolor hizo que me quedara bloqueada, pero entonces llegó lo peor de todo: los perros. Nos ladraban e intentaban mordernos. Se acercaban tanto que llegué a sentir su aliento cálido en las piernas.

—Oléis como cerdas —exclamó una guardia—. Polacas. Siempre llegan cubiertas de mierda.

Eso me enfureció más que ninguna otra cosa. ¿Solo nos daban un cubo pequeño para todas y después se quejaban de que olíamos mal?

Al amanecer de aquel domingo marchamos a paso rápido por el centro de Fürstenberg en filas de cinco. Yo tenía a Matka a un lado y a la señora Mikelsky con Jagoda al otro. Miré hacia atrás y vi a Zuzanna y a Luiza una fila por detrás, con los ojos vidriosos por culpa de esa peculiar clase de terror al que íbamos a llegar a acostumbrarnos. Fürstenberg parecía un pueblo medieval sacado de un cuento, con sus edificios con los tejados cubiertos de hierba y macetas llenas de petunias en los alféizares de las ventanas bien cerradas. ¿Los alemanes estarían todavía durmiendo en sus camas calentitas? ¿O se estarían vistiendo para ir a la iglesia? Alguien estaba ya despierto, porque en el aire flotaba el olor de tostadas y café recién hecho. En una persiana de una segunda planta se abrió una rendija y después se volvió a cerrar.

Las que no podían mantener el paso lo pagaban caro, porque a las más lentas las guardias les pegaban y los perros les mordían las piernas. Matka y yo sujetábamos a la señora Mikelsky para que no tropezara. Ella le masajeaba a la niña los pies, que se le habían vuelto azules por el frío. Los apretaba como si fueran masa de pan mientras avanzábamos deprisa.

Nos azuzaron para que siguiéramos por una carretera adoquinada que discurría junto a la orilla de un lago.

—¡Qué lago más bonito! —oí decir a Luiza desde detrás de nosotras—. ¿Nos dejarán venir a nadar?

No le respondimos. ¿Qué iban a hacer con nosotras? Estábamos en Alemania. Cuando era niña, viajar a Alemania siempre había sido divertido, pero nunca nos quedamos mucho tiempo. Con la mayoría de las cosas ya sabes más o menos lo que te puedes esperar. Como cuando ibas al circo por primera vez, que ya tenías una idea. Pero en este caso no.

Pronto vimos, al final de la carretera, un enorme edificio de ladrillo. Estábamos aún en septiembre, pero allí, tan al norte, los árboles cambiaban de color antes y ya se veían naranjas y rojos llameantes entre los pinos. Incluso la salvia plantada al pie del edificio de ladrillo estaba roja como la bandera nazi.

Cuando nos acercamos, empezamos a oír a lo lejos una atronadora música patriótica alemana y nos llegó el olor a patatas cocidas. Me sonaban las tripas.

—Es un KZ —dijo la mujer que tenía detrás, sin dirigirse a nadie en concreto—. Un Konzentrationslager.

Nunca había oído ese nombre. Ni tampoco sabía lo que era un campo de concentración, pero el sonido de la palabra hizo que un escalofrío me recorriera la espalda.

Nos aproximamos a los muros altos y lisos que rodeaban el campo y cruzamos las puertas metálicas verdes. Entramos en una plaza abierta, rodeada de edificios bajos de madera. A pesar del rugido de la música, oí claramente el zumbido del alto voltaje del alambre que coronaba los muros.

Una amplia carretera dividía el campo por la mitad; oficialmente se llamaba Lagerstrasse, carretera del campo, pero pronto empezamos a llamarla «la carretera hermosa».

Era una carretera muy bonita. Empezaba en la amplia plaza adoquinada, conocida por todas como platz, y cruzaba todo el campo. Estaba cubierta por una arena negra y brillante y trozos de escoria también negra que resplandecían al sol. Noté un olor dulce como la miel y me fijé en los árboles que flanqueaban la carretera hasta donde alcanzaba la vista: eran tilos. Sentí un gran consuelo al ver esos árboles, los favoritos de la Virgen María. En Polonia se reverenciaba a los tilos y daba mala suerte cortar uno. Delante de cada bloque había un alegre jardincito con flores y en la ventana de cada uno había una maceta de madera con geranios. Un lugar que estaba tan bien cuidado no podía ser muy malo, ¿no? Lo más extraño era una jaula plateada muy decorada que había al principio de la carretera hermosa, que estaba llena de animales exóticos: loros de alas amarillas, dos monos araña marrones que jugaban en la jaula como niños y un pavo real con una cabeza verde esmeralda que se paseaba tranquilamente luciendo sus plumas. El pavo real graznó y sentí otro escalofrío.

Matka nos reunió a su alrededor mientras lo observábamos todo. Al otro lado de la plaza, mujeres con vestidos a rayas aguardaban en posición de firmes, en filas de cinco. No nos miraron. Una guardia sacó un revólver de la funda que llevaba en la cadera y le preguntó a la guardia que estaba a su lado algo sobre él. Matka le echó un vistazo al arma y apartó la vista rápido.

Una mujer con un vestido a rayas pasó cerca de mí.

—¿Polacas? —preguntó. Su voz casi quedó ahogada por la música.

—Sí —respondí—. Todas somos polacas.

Los monos araña dejaron de jugar y nos observaron, agarrándose a los barrotes de la jaula.

—Os van a quitar toda la comida que llevéis, así que, si tenéis algo, coméoslo rápido —me avisó, y se alejó para volver a su fila.

—Dadnos todo lo que llevéis. Aquí no lo vais a necesitar —dijo una mujer más mayor que pasó a nuestro lado con la mano extendida recorriendo toda la fila.

Nosotras nos cerramos los abrigos un poco más. ¿Por qué íbamos a renunciar a las pocas cosas que teníamos? Miré a Matka. Me dio la mano. Noté que temblaba cuando estrechó la mía. Yo solo quería una cama para dormir y algo que me sirviera para calmar la terrible sed que tenía.

Las guardias nos dirigieron al bloque polivalente, que estaba compuesto por dos grandes salas abiertas de techos bajos, con una ducha a un lado. Una guardia alta y rubia, que después descubriríamos que se llamaba Binz, estaba de pie junto la puerta; parecía tan irritable y atlética como el mismísimo Hitler.

—¡Deprisa, deprisa! —gritó y me azotó en el culo con su fusta.

Llegué a una mesa y una mujer con vestido a rayas que estaba detrás de ella apuntó mi nombre. Me dijo en alemán que me vaciara los bolsillos y metió en un sobre amarillo las pocas posesiones que tenía (un pañuelo, mi reloj, unas aspirinas… Los últimos vestigios de una vida normal) y lo colocó junto con otros en un archivador. Después me ordenaron que me desnudara bajo la atenta vigilancia de una presa.

—¡Adelante! —me gritó cuando estuve desnuda.

Vi a Matka, que venía detrás de mí, detenerse también delante de la mesa. Querían que les entregara su anillo, pero a ella le estaba costando sacárselo del dedo.

—Tiene el dedo hinchado —dijo una doctora que había allí, alta y rubia y con su bata blanca de médico.

Binz le cogió la mano a Matka, escupió sobre el anillo e intentó sacárselo. Matka volvió la cabeza.

—Intentadlo con vaselina —sugirió la doctora.

Binz volvió a escupir en el anillo y por fin consiguió liberarlo. La mujer que había tras la mesa lo metió en otro sobre amarillo y lo colocó en el archivador.

El anillo de Matka había desaparecido para siempre. ¿Cómo podían quitarle sus cosas a una persona así, sin más?

Vi a Janina Grabowski, que iba por delante de mí en la cola, peleando con una guardia y gritando. Estaba a punto de pasar por las manos de la peluquera. Una segunda guardia fue en ayuda de la primera y sujetó a Janina por los hombros.

—Paren, no… Por favor —suplicó mientras le cortaban el pelo.

Una guardia me empujó y perdí de vista a Matka, que fue devorada por la multitud de mujeres. Intenté cubrir mi desnudez cuando una presa con un triángulo verde en el hombro de su chaqueta a rayas me empujó para que me sentara en un taburete. Cuando sentí que me tocaban la cabeza con un palillo, supe que iba a pasar por lo mismo que Janina, y el corazón empezó a martillearme en el pecho con tanta fuerza que parecía que se me iba a salir en cualquier momento.

Noté el frío de las tijeras en la nuca y la mujer soltó un taco en alemán mientras se esforzaba por cortarme de un tajo la trenza. ¿Qué culpa tenía yo de que mi pelo fuera tan grueso? Tiró la trenza a un montón de pelo tan alto que casi llegaba al alféizar de la ventana, y después, como si quisiera vengarse de mí por dificultarle el trabajo, me afeitó el resto con brusquedad. Me temblaba todo el cuerpo mientras los mechones de pelo resbalaban por mis hombros desnudos y caían al suelo con cada chasquido de la maquinilla. Cuando terminó, me empujó para que me levantara del taburete. Me toqué la cabeza: lisa en su mayor parte, aunque con mechones aquí y allá. ¡Gracias a Dios que Pietrik no estaba allí para verlo! ¡Y qué frío tenía sin el pelo!

Una presa con un triángulo morado (una que estudiaba la Biblia, como sabría después) me empujó para que me tumbara sobre la mesa que usaban para los exámenes ginecológicos. Separé las piernas mientras una segunda presa me rasuraba con una navaja de afeitar recta. Me dejó la piel áspera y llena de cortes.

Entonces me enviaron adonde estaba la doctora, que ordenó:

—Sobre la mesa.

Después cogió un frío instrumento plateado, lo introdujo en mi cuerpo y me abrió con él. Y todo sin limpiarlo antes con un paño siquiera. Me mantuvo allí, con las piernas abiertas para que pudiera verme quien quisiera, y a continuación metió un dedo enguantado en mi interior y me palpó. A la doctora no le horrorizaba lo que estaba haciendo; parecía que para ella era como fregar un plato. Actuaba sin darle importancia al hecho de que yo era muy joven y con aquel reconocimiento me estaba violando de una manera que no se podía deshacer.

No me dio tiempo a lamentarme por mi virginidad perdida, porque las guardas nos hicieron formar en filas de cinco, todavía desnudas, y entrar en la sala de las duchas. Una ayudante con un mono blanco golpeaba con una porra a las mujeres que estaban delante de mí, dejándoles las nalgas amoratadas, mientras ellas corrían a ponerse bajo los cabezales de las duchas. Yo me quedé cerca de la señora Mikelsky y me preparé para el dolor del golpe de la porra. Ella aferraba contra el pecho a Jagoda, y temblaba tanto que parecía que ya le estuviera corriendo el agua fría por el cuerpo. Una presa con una insignia verde en la manga se acercó a la señora Mikelsky, agarró el cuerpecito desnudo de la niña y tiró de ella para quitársela a su madre. Pero la señora Mikelsky abrazó a Jagoda con fuerza.

—Dámela —gritó la presa.

Pero solo consiguió que la señora Mikelsky la agarrara con más fuerza.

—Es una niña muy buena —le dije a la presa.

Ella tiró más fuerte de la niña. ¿La iban a partir por la mitad?

—No lo puedes evitar —explicó la presa—. No montes una escena.

La niña chilló, lo que llamó la atención de la desagradable supervisora de las guardias, Dorothea Binz, que se acercó, casi corriendo, desde la parte de delante del edificio con una segunda guardia pisándole los talones. Dorothea significa «regalo de Dios»; no ha habido jamás una persona con un nombre peor elegido que el suyo.

Binz se paró al lado de la señora Mikelsky y señaló con su fusta de cuero a la pequeña y rubia Jagoda.

—¿Su padre es alemán?

La señora Mikelsky me miró con el ceño fruncido.

—No, polaco —contestó.

—Llévatela —ordenó Binz con un gesto de la fusta.

La guardia que había venido con Binz agarró a la señora Mikelsky por detrás mientras la presa arrancaba a Jagoda de los brazos de su madre.

—No, no, me he confundido —gritó la señora Mikelsky—. Sí, su padre es alemán… —Y me miró.

—De Berlín —añadí—. Un verdadero patriota.

La presa de la insignia verde se colocó a la desnuda Jagoda contra el hombro y miró a Binz.

—He dicho que te la lleves —repitió Binz con un gesto de la cabeza.

La presa se acomodó mejor a la niña sobre el hombro y se marchó, abriéndose paso entre las mujeres que iban llegando.

La señora Mikelsky se derrumbó y cayó al suelo, deshecha como un trozo de papel quemado, mientras veía cómo se llevaban a su bebé.

—No, por favor, ¿adónde la llevan? —preguntó.

Binz golpeó a la señora Mikelsky con la fusta en las costillas y la empujó hacia las duchas.

Yo crucé los brazos sobre mi pecho desnudo y me acerqué a Binz.

—Esa niña morirá sin su madre —dije.

Binz se volvió hacia mí con una expresión que me recordó a una tetera hirviendo.

—Es una crueldad enorme —insistí.

Binz levantó la fusta en mi dirección.

—Polacas… —dijo, casi escupiendo.

Cerré los ojos, preparándome para el mordisco del cuero. ¿Dónde recibiría el golpe?

Pero un segundo después sentí que unos brazos me rodeaban. Era Matka, con su terso cuerpo desnudo contra el mío.

—Por favor, señora guardia —dijo en su mejor alemán—. Ella no debería haberle hablado así, está fuera de sí. Lo sentimos mucho…

¿Sería el alemán de mi madre lo que provocó que Binz retrocediera? ¿O su forma de hablarle, tan amable?

—Ocúpese de que mantenga la boca cerrada —dijo Binz, sacudiendo la fusta en mi dirección y después desapareció entre la multitud.

Todavía un poco aturdida por lo que acababa de pasar, las guardias me guiaron hasta una ducha y mis lágrimas por la pobre señora Mikelsky se mezclaron con el agua fría.


Nos sacaron de la cuarentena dos semanas después, solo con la falda y la blusa de uniforme, unos zuecos de madera enormes, un cepillo de dientes, una chaqueta fina, unas bragas grises estilo pololo, un cuenco metálico con una cuchara y un trozo de jabón que nos dijeron que tenía que durarnos dos meses. ¿Dos meses? ¡Seguro que dentro de dos meses estaríamos ya de vuelta en casa!

Nuestro nuevo hogar, el bloque 32, era mucho más grande que el bloque de la cuarentena. Las mujeres corriendo por todas partes, algunas con las camisas grises y los vestidos de rayas del uniforme, otras desnudas recién salidas de la ducha, se apresuraban a vestirse, arreglar sus colchones de paja o remeter las sábanas de cuadros azules y blancos. El bloque contaba con un baño pequeño con tres duchas y tres lavabos alargados que se llenaban mediante una espita. Allí las mujeres se sentaban, sin el más mínimo pudor, sobre una plataforma con agujeros para soltar las ofrendas de la naturaleza, que caían en el terreno pútrido que había debajo.

El olor del bloque era como el de un gallinero, mezclado con el de unas cuantas remolachas podridas y el de quinientos pies sucios. Todas las chicas del bloque hablaban polaco y la mayoría llevaban el triángulo rojo que las identificaba como presas políticas. Si había algo bueno en ese campo, era que muchas de las presas eran polacas (casi la mitad) y la mayoría estaban allí, como nosotras, por lo que los nazis denominaban «ofensas políticas». Después de las polacas, el siguiente grupo más numeroso era el de las alemanas arrestadas por infringir alguna de las muchas normas de Hitler o por algún verdadero delito, como el asesinato o el robo.

—¡Arregla bien la cama! —gritó Roza, la jefa del bloque, una mujer alemana con los párpados caídos.

Era de Berlín y algo mayor que mi madre. Después me enteré de que la habían arrestado por sacarle la lengua a un oficial alemán.

—¡Guarda tus utensilios para la comida!

Pronto aprenderíamos que la supervivencia en Ravensbrück giraba en torno al cuenco, la taza y la cuchara que teníamos cada una, y nuestra capacidad para protegerlos. Si los perdías de vista un momento, podían desaparecer y no volvías a recuperarlos. Por eso los llevábamos metidos bajo el uniforme, contra el pecho, o, si teníamos la suerte de conseguir un trozo de cuerda o de alambre, nos hacíamos un cinturón y los llevábamos atados a la cintura.

Luiza y Matka escogieron una litera de arriba, que las presas llamaban «cocoteros», porque estaban muy altas. Se encontraban muy cerca del techo, así que apenas podían incorporarse en sus camas, y en invierno colgaban carámbanos justo encima de donde estaban, pero en esas literas había más privacidad. Zuzanna y yo dormíamos justo enfrente.

Tuve que tragarme los celos que sentí porque Luiza durmiera con mi madre, mientras que yo tenía a Zuzanna, que estaba toda la noche revolviéndose y mascullando jerga de médicos. Cuando ella me despertaba, me pasaba el resto de la noche en la oscuridad, dándole vueltas a la cabeza, paralizada por la culpabilidad. ¿Cómo podía haber sido tan tonta para acabar consiguiendo que todas fuéramos a parar a aquel terrible lugar? Y para terminar de empeorar las cosas, en el bloque nunca había silencio: se oían a todas horas los aullidos de mujeres torturadas por las pesadillas o por el picor que provocaban los piojos, el ruido que hacían las que trabajaban en el turno de noche cuando volvían a dormir, la cháchara de las que no podían dormir y se dedicaban a intercambiar recetas o los gritos de las que se encontraban mal y pedían una palangana porque no les daba tiempo de llegar al baño.

A veces encontraba momentos para estar a solas con Matka. Esa noche, me subí a su litera antes de cenar.

—Siento haber hecho que te trajeran aquí, Matka. Si no hubieras venido a traerme el bocadillo… Si yo no hubiera…

—No pienses esas cosas —me interrumpió—. Aquí necesitas concentrar todas tus energías en ser más lista que los alemanes. Me alegro de estar aquí con vosotras, niñas. Todo va a salir bien.

Me dio un beso en la frente.

—Pero tu anillo… Los odio por habértelo quitado.

—Solo es un objeto, Kasia. No desperdicies tus energías en odiar. Acabará contigo, te lo aseguro. Céntrate en conservar las fuerzas. Eres ingeniosa. Encuentra una forma de engañarlos.

De repente entró la jefa de bloque, Roza. Tenía una cara amable, pero no sonrió cuando dio las instrucciones.

—Se empieza a trabajar a las ocho de la mañana. Las que no tengáis trabajos asignados, id a la oficina de trabajo, al lado del bloque donde os inspeccionaron al llegar. Ahí os darán vuestro número y vuestra insignia.

—¿Solo habla en alemán? —le pregunté a Matka en un susurro—. ¿Y las chicas que no la entienden?

—Ahora deberías rezar una oración de agradecimiento por las clases de alemán de Herr Speck. Puede que te salven la vida.

Tenía razón. Yo tenía suerte de hablar alemán, porque todos los anuncios se hacían en ese idioma, sin excepciones. Las que no hablaban alemán tenían una desventaja terrible, porque la ignorancia no era excusa para no obedecer las reglas.


A la mañana siguiente nos despertamos sobresaltadas por el sonido de una sirena. Cuando las luces de nuestro bloque se encendieron a las tres y media de la madrugada, yo acababa de dormirme y soñaba que estaba nadando con Pietrik en Lublin. Lo peor era esa sirena, con su sonido agudo y penetrante, que era como si saliera de las mismísimas entrañas del infierno. Con esa sirena de fondo, Roza y sus ayudantes, o Stubova, se pusieron a recorrer las hileras de camas. Una de las ayudantes golpeaba una sartén metálica, otra pinchaba a las que seguían durmiendo con la pata de un taburete y Roza echaba cacillos de agua que sacaba de un cubo en la cara de las mujeres que veía dormidas.

—¡Arriba! ¡Rápido! ¡Todo el mundo arriba! —gritaban.

Eso era un tipo especial de tortura.

Matka, Zuzanna, Luiza y yo fuimos al comedor, una sala alargada que había junto al dormitorio, y nos sentamos apretadas en el extremo de un banco. El desayuno allí era el mismo que nos habían dado mientras estábamos en cuarentena: una sopa amarillenta y tibia, que se parecía al agua que queda tras cocer unos nabos, y un trozo pequeño de pan que sabía a serrín. Cuando la sopa me llegó al estómago, estuvo a punto de volver a salir por donde había entrado.

Roza leyó la lista de las nuevas asignaciones para el trabajo.

A Matka la habían asignado al taller de encuadernación, uno de los trabajos más codiciados allí dentro. Era muy difícil morir de extenuación por un trabajo que se hacía sentado en una mesa.

A Luiza la hicieron ayudante de las estudiantes de la Biblia, que procesaban la piel de los conejos de angora. Los conejos de angora vivían en el extremo del campo, en jaulas especiales con calefacción, y a ellos les daban de comer lechuga fresca sacada del invernadero del comandante. Les afeitaban la piel regularmente y la enviaban al taller de sastrería, un enorme complejo de ocho almacenes interconectados en los que las presas hacían los uniformes del ejército alemán.

Zuzanna, que no había revelado que era médico, acabó organizando la mercancía confiscada, las montañas de objetos robados por Hitler que llegaban en trenes.

Y a mí me pusieron en la categoría de «trabajadora disponible», algo que era bueno y malo al mismo tiempo. Era bueno, porque a las que teníamos esa categoría nos hacían formar todos los días y, si no nos elegían para trabajar, podíamos pasarnos el día descansando en la litera. Pero era malo porque, si nos elegían, era para asignarnos los peores trabajos, como limpiar las letrinas o trabajar en la carretera. El trabajo en la carretera, en el que te utilizaban como un animal para tirar de una pesada apisonadora de hormigón, podía acabar con una persona en un solo día.


Nuestras primeras Navidades en Ravensbrück fueron especialmente malas porque, cuando llegamos, muchas de nosotras estábamos convencidas de que para entonces ya estaríamos en casa. Matka, Zuzanna, Luiza y yo solo llevábamos allí tres meses, pero para nosotras habían sido como tres años. Habíamos recibido unas cuantas cartas de papá. Estaban escritas en alemán, porque era obligatorio, y la mayor parte de lo que nos contaba estaba tachado con rotulador negro. Solo se habían salvado unas cuantas palabras y su despedida: «Vuestro padre que os quiere». Nosotras también le escribíamos cartas, en una sola hoja del papel de cartas que nos proporcionaba el campo, y los censores solo nos permitían hablar del tiempo y mencionar algún pensamiento positivo un poco vago.

Cuando empezaron a acortarse los días, Zuzanna nos advirtió de que debíamos mantener el ánimo, porque la tristeza mataba más que las enfermedades. Había mujeres que se rendían, dejaban de comer y morían.

El día de Navidad empezó con la rotura de un cristal por el frío. El aire gélido se coló dentro del bloque y nos despertó a todas. ¿Ese viento endemoniado que nos había sacado de nuestras camas el día del nacimiento de Cristo sería un mal augurio para nosotras?

Todas las presas del campo llegamos a la platz arrastrando los pies para el Appell, el recuento general. En una oscuridad casi total, formamos junto a la clínica en filas de diez. Lo único que se oía en la platz era el ruido que hacían los zuecos cuando los golpeábamos contra el suelo para combatir el frío. ¡Cómo me habría gustado tener un abrigo calentito! Los focos hacían ráfagas sobre nuestras cabezas. Seguro que el recuento sería corto y sin contratiempos porque era Navidad. ¿Es que los alemanes no celebraban el nacimiento de Cristo? ¿Y Binz no se habría cogido libre el día de Navidad? Intenté no mirar el montón de cadáveres, apilados como leña al lado del almacén de ropa y cubiertos por una fina capa de nieve. Estaban allí esperando a que llegara la furgoneta de la morgue conducida por un hombre de la ciudad, que metía cada uno en una bolsa de papel con los bordes doblados y se los llevaba.

Una guardia joven que estaba en prácticas y que se llamaba Irma Grese, la protegida favorita de Binz, pasó rápido entre las filas contando y escribiendo los números en su portapapeles. Se detenía de vez en cuando para fumarse un cigarro, y se quedaba allí de pie, envuelta en una gruesa capa negra. Aunque Grese y Binz eran como una pareja de amigas adolescentes rebeldes e inseparables, ambas rubias y guapas, era imposible confundirlas. Binz era alta, con unas facciones un poco más toscas, y llevaba el pelo retirado de la cara y con un flequillo con un bucle cardado que le salía de la frente. Grese era menuda y guapa como una estrella de cine, con unos ojos azules almendrados y unos labios de un bonito color rosa natural. Bajo la gorra del uniforme llevaba el pelo peinado hacia atrás con dos brillantes tirabuzones que parecían canutillos rellenos de monedas de oro, cada uno cayéndole por un lado del cuello. Por desgracia para nosotras, a Irma no se le daban bien los números. Por culpa de esa torpeza, muchas veces sus cuentas no cuadraban con las de Binz y el recuento acababa durando tres o cuatro horas.

El sol asomó por el horizonte, dirigiendo sus rayos dorados hacia la platz, y todas dejamos escapar un sonoro suspiro colectivo de felicidad.

—¡Silencio! —gritó Irma.

A pesar de remolonear cuanto pudimos con la intención de quedarnos en el centro del grupo, donde hacía menos frío, esa mañana a nuestra pequeña familia de cinco le tocó la primera fila. Era un lugar peligroso, porque las presas del perímetro exterior estaban más expuestas a recibir ataques de guardias aburridas, y a veces volubles, y de sus perros. Yo estaba a un lado de Matka y Luiza al otro. La señora Mikelsky, a la que todas habíamos visto languidecer rápidamente desde que perdió a su hija, estaba entre Zuzanna y yo. Zuzanna le había diagnosticado disentería y depresión grave, una mala combinación.

Había estado nevando intermitentemente desde primeros de noviembre. Para distraerme me puse a contemplar a los pájaros que se sacudían la nieve de las alas. Me daban envidia, porque ellos podían ir y venir a su antojo. Un viento glacial azotaba el lago esa mañana, así que ayudamos a la señora Mikelsky a ponerse debajo de la pechera de su fina chaqueta de algodón dos capas de periódicos que habíamos conseguido por ahí, para que le sirvieran de aislamiento. Cuando Irma no miraba, le dábamos la espalda y nos frotábamos las unas contra las otras para calentarnos. Las guardias habían colocado en el extremo de la carretera hermosa un árbol de Navidad, un alto abeto sobre una robusta base de madera, que en ese momento se mecía con el viento.

La señora Mikelsky se bamboleaba igual que el árbol, así que la agarré del brazo para sujetarla. Sentí que el hueso de su codo me pinchaba la palma a pesar del algodón que lo cubría. ¿Estaría yo tan consumida como ella? La señora Mikelsky se apoyó contra mí y el periódico crujió y asomó por el cuello del vestido.

Yo le escondí el papel para que nadie lo viera.

—Tienes que permanecer erguida —le advertí.

—Lo siento, Kasia.

—Cuenta mentalmente. Ayuda.

—Silencio —me ordenó Zuzanna desde el otro lado de la señora Mikelsky—. Viene Binz.

Una oleada de pánico nos recorrió a todas cuando Binz cruzó las puertas del campo y después la platz subida en su bicicleta azul. ¿Se habría dormido en esa cama calentita que compartía con su novio casado, Edmund? Al menos esa mañana él no había venido para disfrutar del pasatiempo favorito de ambos: besuquearse mientras azotaban a una presa.

Binz pedaleaba con esfuerzo contra el viento, que hacía ondear su capa negra, con una mano en el manillar y la otra agarrando la correa de su perra. Llegó a la clínica, apoyó su bicicleta contra la pared y caminó por los adoquines con su paso de chica de granja acompañada por su perra, que tiraba de la correa. Mientras caminaba sacudía la fusta en el aire, como un niño con un juguete. Era una fusta nueva, hecha de cuero negro, y del extremo sobresalía una larga trenza de celofán.

La perra de Binz se llamaba Adelige, que significa «dama aristocrática», y era el pastor alemán más magnífico y más aterrador de todos los perros que había allí. Era de color negro y tenía una gruesa capa de pelo en el pecho, tan espeso que se podría hacer un buen abrigo con él. La perra respondía a una serie de órdenes que Binz le marcaba con un clicker de metal verde.

Binz fue derecha hacia la señora Mikelsky y la sacó de la fila empujándola con la fusta.

—Tú. Fuera.

Intenté ir con ella, pero Matka me frenó.

—¿De qué estabais hablando? —preguntó Binz. La perra se colocó a su lado.

—De nada, señora guardia —contestó la señora Mikelsky.

Irma se acercó a Binz.

—He terminado el recuento, señora.

Binz no respondió. Tenía la mirada fija en la señora Mikelsky.

—Mi niña Jagoda… —empezó a decir la señora Mikelsky.

—Tú no tienes niñas. No tienes nada. Solo eres un número.

¿Querría Binz lucirse delante de Irma?

La señora Mikelsky extendió una mano hacia Binz.

—Es una niña muy buena…

Binz cogió el periódico que llevaba la señora Mikelsky bajo el vestido y lo sacó de un tirón.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Binz.

Irma se metió el portapapeles bajo el brazo y encendió otro cigarrillo.

La señora Mikelsky se irguió.

—No sé. Yo no tengo nada. Solo soy un número.

Aunque estaba a cinco pasos de ella, desde donde estaba vi que todo el cuerpo de Binz temblaba.

—Es verdad —contestó, y entonces echó el brazo hacia atrás y descargó la fusta sobre la mejilla de la señora Mikelsky.

El plástico le laceró la mejilla. Después, tras lanzarle una breve mirada a Irma, Binz se agachó y soltó la correa de la perra. Al principio Adelige se quedó sentada sin moverse, pero en cuanto oyó el clicker de Binz, se lanzó a por la señora Mikelsky con las orejas hacia atrás y enseñando los dientes. La perra atrapó su mano entre las mandíbulas y la sacudió de lado a lado hasta que mi profesora cayó de rodillas. Los gruñidos de la perra resonaron por toda la plaza cuando se tiró a por ella, le agarró con los dientes el cuello del vestido y la tiró sobre la nieve.

Matka tomó mi mano entre las suyas.

La señora Mikelsky rodó para ponerse de lado e intentó sentarse, pero la perra le mordió la garganta y la zarandeó.

Tuve que contener las ganas de vomitar cuando vi a la perra llevarse a rastras a la señora Mikelsky, dejando un rastro de color cereza en la nieve, como un lobo que acabara de cazar un ciervo.

El clicker metálico de Binz resonó de nuevo en la platz.

—¡Adelige, suéltala! —ordenó Binz.

La perra se sentó, jadeando, y fijó sus ojos amarillos en Binz.

—¡Siete siete siete seis! —gritó Binz.

Irma tiró el cigarrillo, que se quedó humeante sobre la nieve, con una espiral azul saliéndole de la punta, y escribió el número en su portapapeles.

La perra fue trotando hasta Binz, con el rabo entre las patas, y dejó a la señora Mikelsky allí tirada, inmóvil.

Binz se volvió y me hizo un gesto para que saliera de la fila. Yo di un paso adelante.

—¿Era amiga tuya?

Asentí.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Era mi profesora de matemáticas, señora.


Las lágrimas me empañaban los ojos, pero me esforcé para que no cayeran. Las lágrimas hacían que Binz se enfureciera más.

Irma se tocó la bonita boca con los dedos y sonrió.

—Matemáticas polacas.

Binz me tiró un lápiz de cera violeta.

—Escríbelo —ordenó.

Todas habíamos sido testigos del proceso. Binz quería que le escribiera a la señora Mikelsky su número en el pecho, la última indignidad que tenían que soportar todas las presas muertas o moribundas. El corazón se me aceleró cuando seguí el oscuro rastro de color cereza que Adelige había dejado en la nieve hasta donde estaba mi profesora. Encontré a la señora Mikelsky boca arriba, con la garganta desgarrada y el hueco a la vista. Tenía salpicaduras de sangre en el pecho como si se lo hubieran pintado y la cara vuelta hacia mí con los ojos medio abiertos. El tajo que tenía en la mejilla era como una sonrisa macabra.

—Escríbelo —repitió Binz.

Limpié la sangre del pecho de la señora Mikelsky con la manga de mi chaqueta y escribí con la cera: 7776.

—Y ahora quita eso de en medio —ordenó después Binz.

Quería que arrastrara el cuerpo hasta el montón que había junto al almacén de ropa.

Agarré a la señora Mikelsky por las dos muñecas y la arrastré por la nieve. Su cuerpo todavía estaba caliente y yo soltaba nubes de vapor por la boca como un caballo de tiro. Fue espantoso. El odio me llenó el pecho. ¿Cómo iba a poder vivir sin venganza?

Para cuando llegué al montón de cuerpos cubierto de nieve y tan alto que me llegaba al hombro, tenía la cara húmeda por las lágrimas. Dejé cuidadosamente a la señora Mikelsky junto al montón, como si estuviera durmiendo. Nuestra leona. Nuestra esperanza. Nuestra Estrella Polar.

—Polacas… —le estaba diciendo Irma a Binz cuando pasé a su lado para volver a la fila—. ¿Por qué se molestan siquiera en enseñarles matemáticas?

—Eso digo yo —contestó Binz con una carcajada.

Me detuve y me volví hacia Irma.

—Al menos yo sé contar —repliqué.

El mordisco de la fusta de Binz no se hizo esperar.