14
Herta
1941
Al final me quedé en Ravensbrück.
Cuando me enteré de que mi padre había muerto y Mutti necesitaba rehabilitación para la espalda, mi salario se volvió aún más importante.
Me sentía sola allí, porque únicamente podía relacionarme con los médicos varones, así que cuando Fritz estaba ocupado, me recluía en mi despacho y me mantenía ocupada con mi álbum. Pegué una foto que Fritz le pidió a una camarera que nos hiciera cuando fuimos a comer a Fürstenberg, unas carteritas de cerillas y otros recuerdos. También artículos de periódico. La infantería alemana acababa de invadir la Unión Soviética, lo que suponía un gran éxito, así que tenía muchos artículos positivos que quería conservar.
Escribía a Mutti contándole que me estaba esforzando mucho por mantener la clínica limpia y en buen funcionamiento, y que, si lo conseguía, esperaba que el comandante apreciara el trabajo que había hecho.
Una noche, cuando volvía a mi casa una vez concluidas mis obligaciones, me fijé en que había luz en el taller de encuadernación. Me acerqué, deseando encontrar a alguien con quien hablar. Vi a Binz, que estaba sentada en un taburete bajo con la espalda muy recta, la barbilla alta y vestida con el uniforme. Una presa con una insignia roja estaba sentada en una silla frente a ella, haciéndole un retrato. Era una polaca a la que había visto el día que llegó, esa a la que Binz escupió para poder quitarle el anillo. Tenía una banda de piel más blanca en el dedo donde antes tenía el anillo.
Binz me hizo un gesto para que entrara en el taller, un espacio pequeño en el que se producía el material educativo del Reich. Había pilas de libros y panfletos en una mesa larga que estaba contra la pared.
—Pasa, doctora. Me están haciendo un retrato.
—No se mueva, por favor, señora supervisora —pidió la presa—. No puedo dibujarla bien si habla.
¿Una presa dándole órdenes a Binz? Aunque lo realmente extraño era que Binz las obedeciera.
—Esta es Halina, nuestra artista residente —explicó Binz—. Deberías ver el retrato que le encargó Koegel. Las medallas casi parecen de verdad.
La presa dejó de dibujar.
—¿Quiere que vuelva en otro momento, señora supervisora?
Cualquiera se habría dado cuenta de que el taller de encuadernación, que en otro tiempo era un desastre de papeles, tinta y otros materiales, estaba claramente mucho más organizado.
—¿Encargado? —le pregunté a la presa—. ¿Y cómo se lo pagan?
—Con pan, señora doctora —respondió.
—Y ella se lo da a las otras polacas —comentó Binz—. Está mal de la cabeza.
Resultaba tranquilizador, casi hipnótico, verla dibujar, marcando con el lápiz líneas cortas y leves sobre el papel.
—¿Es usted polaca? Pues habla muy bien alemán.
—Yo también lo pensé —reconoció Binz.
—Mi madre era alemana —explicó la presa mientras seguía dibujando, sin apartar los ojos de Binz—. Crecí en una finca a poca distancia de Osnabrück.
—¿Y su padre?
—Nació en Colonia, donde se había criado su madre. Su padre era polaco.
—Así que pertenece al grupo tres de la Deutsche Volksliste —indicó Binz.
La Deutsche Volksliste, la lista de los alemanes, dividía a las personas en cuatro categorías. Al grupo tres pertenecían en su mayor parte las personas de ascendencia alemana que después se habían convertido en polacas.
—Lo más cerca de ser una verdadera alemana que se puede estar —reconocí.
—Si usted lo dice, señora doctora —contestó ella.
Sonreí.
—Si una gallina pone un huevo en una pocilga, ¿eso convierte al pollo en un lechón?
—No, señora doctora.
Pasé detrás de la presa y la observé mientras terminaba las sombras de la barbilla de Binz. El retrato era impresionante. Aparte de reproducir sus rasgos, reflejaba su fuerza y su compleja personalidad.
—Voy a regalarle este retrato a Edmund por su cumpleaños —confesó Binz—. Yo quería un desnudo, pero a ella no se le dan bien.
Halina se ruborizó un poco, pero no apartó la vista de su cuaderno.
—Deberías encargarle un retrato, doctora —sugirió Binz—. A tu madre le gustará.
¿Querría mi madre un retrato mío, ahora que mi padre había muerto y ella estaba muy centrada en su nueva vida?
Binz sonrió.
—Y solo te va a costar un poco de pan.
La presa dejó el lápiz.
—Debería volver para el recuento.
—Halina, ya lo arreglaré yo después con la jefa de tu bloque —aseguró Binz—. Siéntate, doctora. De todas formas no tienes otra cosa que hacer esta noche, ¿no?
Binz se acercó a la presa para ver el dibujo terminado y aplaudió como una niña con zapatos nuevos.
—Se lo voy a dar a Edmund esta noche. No olvides apagar las luces cuando acabéis. Y Halina, le voy a decir a la jefa de tu bloque que vas a volver a las nueve. Mañana te enviaré una hogaza de pan blanco por esto.
Yo ocupé el lugar de Binz en el taburete. Halina pasó la página del cuaderno y empezó a dibujar, mirándome de vez en cuando.
—¿Por qué la enviaron aquí? —pregunté.
—No lo sé, señora doctora.
—¿Cómo puede ser que no lo sepa? La arrestaron…
—Arrestaron a mis hijas y yo intenté evitar que se las llevaran.
—¿Por qué las arrestaron?
—No lo sé.
Probablemente serían de la resistencia clandestina.
—¿Qué hacía cuando iba de visita a Osnabrück?
—Veníamos a la casa de campo de mis abuelos —contestó la presa en un alemán excelente—. Mi abuelo era juez. Y mi abuela era Judi Schneider.
—¿La pintora? El Führer colecciona sus cuadros. —La presa tenía el mismo talento que el Führer admiraba tanto en su abuela—. ¿Y de qué parte de Polonia viene?
—De Lublin, señora doctora.
—Allí hay una Facultad de Medicina muy buena —comenté.
—Sí, yo estudié enfermería allí.
—¿Es usted enfermera?
Sería estupendo tener a alguien culto e inteligente con quien poder hablar de medicina.
—Sí. Quiero decir que lo era. Ilustraba libros infantiles antes de…
—Nos vendría bien que trabajara en la clínica.
—No ejerzo de enfermera desde hace diez años, señora doctora.
—Eso no tiene importancia. Le diré a Binz que la reubique inmediatamente. ¿En qué bloque está?
—En el 32, señora doctora.
—Haré que le den la categoría de Lagerprominent y la pasen al bloque 1.
—Me gustaría quedarme donde estoy, por favor…
—El personal recluso de la clínica vive en el bloque 1. Allí no va a tratar solo a las presas, sino también al personal de las SS y sus familias. En el bloque 1 tendrá ropa de cama limpia y no encontrará ni un solo piojo.
—Sí, señora doctora. ¿Podrían venir mis hijas conmigo?
Lo había preguntado despreocupadamente, como si no le importara. Pero eso quedaba fuera de toda cuestión, por supuesto. El bloque 1 estaba reservado exclusivamente para trabajadoras de Clase I.
—Tal vez más adelante. La comida en el bloque 1 es fresca y te darán raciones dobles.
No mencioné que la comida de los bloques preferentes no contenía el fármaco que poníamos en la sopa que comían las demás todos los días, que servía para interrumpirles la menstruación e inhibirles el deseo sexual.
Tuve que posar dos veces más para que Halina terminara mi retrato. Después lo cubrió con un papel de seda blanco y lo dejó en mi despacho. Cuando levanté el papel protector, me quedé estupefacta. El nivel de detalle era asombroso. Nunca nadie había plasmado lo que yo era de una forma tan perfecta: una doctora del Reich con mi bata blanca, fuerte y competente. Seguro que Mutti lo enmarcaría.
Tardé unos días en conseguir que trasladaran a Halina del taller de encuadernación a la clínica, y como no pertenecía técnicamente a las SS, sino que era una especie de filial, la burocracia llevó un poco más de tiempo.
La enfermera Marschall, una mujer con la mandíbula cuadrada y las mejillas fofas, fue la única a la que no le gustó el cambio. El día que la hice abandonar su puesto en el mostrador de entrada de la clínica y la reemplacé por Halina, se presentó en mi despacho y se puso a graznar como un ganso. Hice que la trasladaran a una oficina en perfectas condiciones en la parte de atrás del edificio, un espacio que hasta entonces había sido un armario para los suministros.
En cuanto Halina se hizo cargo de todo, la clínica mejoró. Las pacientes respondían bien a su actitud eficiente, sin duda herencia de sus antepasados alemanes. Al final de su primer día había vaciado la mayoría de las camas, había hecho volver al trabajo a las que fingían enfermedades y había desinfectado todo el edificio. Y no hacía falta vigilarla, porque su capacidad a la hora de tomar decisiones era equivalente a la mía, así yo podía dedicarme a poner al día todo el papeleo atrasado que tenía. Por fin tenía a alguien en quien podía delegar. Seguro que el comandante notaría esos cambios muy pronto.
Unas semanas después, a Binz se le ocurrió un plan que a ella le pareció brillante.
Los varones del personal llevaban semanas planeando un viaje a Berlín durante la ausencia del comandante Koegel, que tenía que viajar a Bonn. Lo llamaban «misión especial» y ellos creían que era un secreto. Pero las mujeres del personal conocíamos todos los detalles de la misión, porque varias de las guardias de Binz se acostaban con sus compañeros masculinos. Iban a ir al Salón Kitty, un burdel de clase alta en un barrio rico de Berlín. Fritz no se unió al viaje porque había ido a Colonia para ver a su madre, pero casi todos los demás hombres del campo se subieron a varios autobuses y se fueron. Parecían unos colegiales traviesos que salían de excursión.
Eso dejó a cargo del campo a Binz y sus guardias, tres centinelas varones mayores de las SS que patrullaban el muro, el pobre guardia de la puerta, que fue el que sacó la pajita más corta cuando lo echaron a suertes, y a mí.
—Espero que nadie intente escaparse cuando vosotros no estéis —le dije a Adolf Winkelmann cuando se preparaba para irse.
—Todo esto está aprobado, doctora Oberheuser. Eres el oficial de mayor rango y por eso estás al mando esta noche. Y se han puesto postenkette extra, por precaución.
Estaba bien que hubieran puesto más centinelas, todos expertos tiradores, pero ellos no podían abandonar sus torretas.
Winkelmann se dirigió apresuradamente al autobús mientras varios de nuestros estimados colegas lo llamaban desde las ventanillas, amenazándolo con dejarlo en tierra.
En ausencia de los hombres, Binz sugirió hacer una fiesta en una de las casas de las guardias, un cómodo alojamiento parecido a un chalé que había en un extremo del complejo donde vivía el personal, al otro lado de los muros del campo. Y las guardias se esforzaron mucho para preparar la celebración. Habría carreras de relevos con bebida, baile y juegos de naipes. Incluso habían hecho que algunas presas polacas hicieran sus famosos recortes con papel de seda rojo y los colgaron por la casa como si fueran guirnaldas.
Yo decidí no ir a la fiesta. Preferí quedarme en mi despacho con Halina para terminar algunas cosas. No me supuso un problema porque, por primera vez desde que llegué al campo, por fin tenía una amiga inteligente, alguien con quien me gustaba estar. Ya no tenía que pasar el tiempo con Binz, que solo sabía contar historias guarras. Halina no solo había limpiado la clínica, también había reducido en tres cuartas partes el número de pacientes que esperaban tratamiento y, además, se había encargado de unos proyectos importantes para el comandante en el taller de encuadernación. Me enseñó unos libros que estaba preparando para el mismísimo Himmler. Eran crónicas sobre el trabajo que se hacía en el campo con la piel de los conejos de angora y tenía fotos detalladas. Ravensbrück era uno de los mejores productores de pelo de conejo y teníamos el doble de jaulas que Dachau. Halina encuadernaba cada libro a mano y forraba las cubiertas con suave tejido de angora.
—Tiene mucho papeleo, señora doctora —comentó Halina—. ¿Puedo ayudarla en algo?
Esa era mi frase favorita y ella siempre estaba dispuesta a ayudarme. Qué placer pasar mi tiempo con una presa competente que no me tenía miedo. Halina no tenía esa mirada de animal acosado, ni ese terror contagioso de las demás, que provocaba que cada vez que cruzaba el patio, procurara mirar las nubes o algún escarabajo que iba por el suelo… Cualquier cosa menos a ellas.
—Escriba las direcciones en estos sobres. Ya meteré yo el contenido después —pedí.
Enviábamos cartas de condolencias, también conocidas como «cartas de consuelo», a las familias de las presas que morían en el campo por la razón que fuera: las que se elegían como casos especiales y se les aplicaba la eutanasia; las que recibían un disparo cuando intentaban escapar; las que morían por causas naturales. Con mi terrible letra de médico yo escribía la mayoría de las cartas: «El cuerpo no se puede inspeccionar debido a precauciones higiénicas», por si la familia quería ver el cadáver. Era una farsa ridícula y me añadía al menos diez horas de trabajo a la semana, y eso que no me sobraba el tiempo precisamente, pero el comandante lo exigía para mantener las apariencias. Cuando Halina tenía algo de tiempo, ella se ocupaba de poner la dirección en los sobres, y al final sus montones de sobres eran mucho mayores que los de mis cartas terminadas.
—Debe de ser difícil para una familia recibir una carta así —comentó Halina mientras escribía la dirección en un sobre con su letra estilizada. ¿Tenía lágrimas en los ojos?
Junto a la carta de condolencias incluíamos un formulario oficial para que la familia solicitara las cenizas de la presa si lo deseaba. Si se aprobaba la solicitud, por cada presa se enviaban algo menos de dos kilos de cenizas genéricas en un recipiente metálico. Al menos yo no era la responsable de coordinar esa parte.
—Podemos descansar un poco —sugerí.
Halina se irguió en la silla.
—Oh, no, señora doctora, estoy bien. Pero me gustaría pedirle un favor. Solo si no…
—Vamos, dígame.
Halina me había sido de gran ayuda. Al menos tenía que escuchar su petición. Se lo debía.
Sacó una carta de su bolsillo.
—Me preguntaba si podría enviar esto. Es solo una carta para un amigo.
Estaba escrita en el papel del campo.
—La puedes enviar tú misma. Tienes permiso.
Halina apoyó una mano en la manga de mi bata de médico. Tenía un trozo de cuerda azul atado en el dedo anular.
—Pero los censores las destrozan. Lo tachan todo, incluso las frases sobre el tiempo o sobre qué tal hacemos la digestión.
Tomé la carta. Iba dirigida a un tal Herr Lennart Fleischer y tenía una dirección de Lublin.
¿Qué daño podía hacer enviarla? Después de todo, Halina había demostrado ser valiosa para el Reich. Pero la verdad es que sí que podía causar mucho daño. Si me pillaban haciendo algo así, el castigo podría ser muy duro. Como mínimo recibiría una reprimenda, seguro.
—Lo pensaré —prometí, y la guardé en el cajón de mi mesa.
Halina agachó la cabeza para volver a su tarea.
—Gracias, señora doctora.
Desde mi despacho en la clínica se oían la música y las risas que llegaban de la fiesta de Binz, en la zona de los alojamientos del personal, en un extremo del campo en medio del bosque. Me irritó pensar que habían tenido que irse casi todos los hombres del campo para que a mí me consideraran el miembro del personal de mayor rango.
Menos de una hora después de anochecer, Halina y yo estábamos avanzando mucho cuando oímos una enorme explosión y el suelo se sacudió por la vibración. Nos miramos y seguimos con nuestro trabajo. ¿Habría sido el tubo de escape de algún coche? Los ruidos fuertes no eran raros en el campo y a veces el lago los amplificaba.
Pero momentos después oímos los gritos de Binz y de las demás, que llegaban desde donde se estaba celebrando la fiesta.
—¡Doctora Oberheuser! ¡Ven rápido! Irma está herida.
La mirada de Halina se cruzó con la mía y las dos nos quedamos petrificadas.
En esas situaciones se apodera de ti el instinto de los profesionales médicos. Halina se levantó y salió corriendo. Yo la seguí, pisándole los talones. Llegamos a la puerta principal del campo y desde allí se oían más gritos procedentes de la casa que lindaba con el bosque.
—Abra la puerta —le ordené al guardia.
—Pero… —repuso y miró a Halina.
Las presas no podían cruzar esa puerta a no ser que fueran acompañadas de una guardia.
—Abra. Soy su superior.
¿Por qué la voz de una mujer casi nunca transmite el respeto que su emisora merece?
Tras dudar un segundo, el guardia abrió por fin la puerta.
Halina dudó.
—Vamos —la animé. Necesitaba una ayudante, pero ¿me reprenderían por eso?
Halina salió corriendo conmigo hasta la casa. El ruido que hacían sus pesados zuecos sobre la carretera de adoquines quedó amortiguado cuando pisamos el mullido suelo del bosque, cubierto de agujas de pino. La luna iluminaba el paisaje y nos permitía ver la casa al final del pinar, con todas las luces interiores apagadas.
Binz llegó a la carrera desde la casa.
—La cocina se ha derrumbado e Irma está tirada en el suelo —nos contó.
Irma Grese era una de las discípulas más fervientes de Binz y algunos decían que era incluso más dura con los castigos que ella. ¿Qué iba a decir el comandante?
Halina y yo no paramos de correr hasta llegar a la casa. Binz venía detrás.
—Por Dios, Binz, ¿cómo ha ocurrido algo así? —pregunté.
—La estufa de gas… Encendió un cigarrillo con ella y la maldita cosa explotó. Le dije que no fumara…
Halina y yo entramos en la casa y encontramos a Irma inconsciente en el suelo del salón. Se había ido la luz por culpa de la explosión y la habitación olía a gas. La pared de la cocina que estaba detrás de la estufa había desaparecido y encima colgaba un trozo de metal retorcido que al balancearse hacía un ruido extraño que parecía un gemido humano. Hasta el calendario de pared que había cerca de donde estábamos había quedado ladeado.
Halina y yo nos arrodillamos al lado de Irma. Aun en mitad de aquella oscuridad casi total vi que tenía la respiración acelerada. Le faltaba oxígeno. Y tenía el hombro del vestido empapado de sangre.
—Que alguien traiga una manta —ordené.
—Y una vela —pidió Binz.
—Todavía hay gas en el aire —contradijo Halina—. Traigan una linterna de pilas. Una que dé buena luz.
Binz se lo pensó un segundo. ¿Aceptar órdenes de una presa? Pero cedió.
—Una linterna —pidió Binz por fin a alguien que estaba a su espalda.
Intenté aplicar presión directa sobre el hombro de Irma, pero no veía bien en la oscuridad. El olor metálico de la sangre era inconfundible. En pocos segundos noté que el trapo con el que le apretaba se había empapado, volviendo la tela pegajosa.
—Tenemos que llevarla a la clínica —anuncié.
—En estas condiciones no llegará —aseguró Halina—. Habrá que trabajar aquí.
¿Estaba loca?
—No tenemos nada…
Las guardias de Binz se habían congregado a nuestro alrededor. Estaban todas muy calladas. Halina dudó durante un momento. ¿No quería salvar la vida de una guardia? Entonces extendió la mano y le arrancó la manga al vestido de Irma.
Binz protestó y se lanzó a por Halina.
—Pero ¿qué crees que estás haciendo?
Yo la contuve.
—Está destapando la herida —expliqué.
Eso no solo nos dio acceso a la lesión, sino que también reveló el origen de la hemorragia. Una de las chicas de Binz trajo una luz potente y pudimos evaluar los daños: pérdida de consciencia, múltiples contusiones, quemaduras de segundo grado y cianosis (piel fría y húmeda de color azulado, un síntoma de la falta de oxígeno). Pero el problema más inmediato era el origen de la hemorragia: un corte del tamaño de una baraja de naipes en el brazo, tal vez producido por algún trozo de hierro de la estufa que la explosión había convertido en un proyectil. La herida era tan profunda que se veía hasta el hueso. Coloqué los dedos en la muñeca de Irma; apenas tenía pulso. Eran lesiones muy graves.
Halina se quitó el vestido del uniforme por la cabeza y se quedó solo con la ropa interior gris y los zuecos de madera a pesar del aire frío de la noche. Se quitó los zuecos y empezó a hacer jirones su uniforme, sacando tiras largas de unos cinco centímetros de ancho. No me quedó más remedio que maravillarme ante la decisión que mostraba Halina. Se le habían enrojecido las mejillas por el esfuerzo y sus ojos brillaban a la luz de la linterna. Estaba hecha para ese trabajo.
Hasta entonces no me había dado cuenta de lo delgada que se había quedado Halina. Incluso con las raciones del bloque 1 estaba consumida, se le notaba sobre todo en los muslos y las caderas. Pero tenía una piel blanca inmaculada, del color de la leche fresca. Prácticamente resplandecía bajo la luz indirecta.
—Tenemos que llevarla a la clínica —dijo Binz.
Yo me puse a ayudar a Halina a rasgar tiras de algodón. Ella enrolló los trozos de tela alrededor del brazo unos cinco centímetros por encima de la herida y los ató con un nudo simple perfecto.
—Primero hay que hacerle un torniquete —le contesté a Binz.
Fui hasta la pared donde estaba el calendario y le quité el palito de madera que lo sujetaba. Se lo di a Halina, que ató dos trozos de tela al palo para fabricar una especie de aparato de torsión. A continuación la ayudé a girar el palo hasta que la tela se quedó tensa y el sangrado se detuvo.
Pronto la paciente empezó a responder e improvisamos una camilla con una manta. Entre cuatro tumbaron a Irma en ella y la llevaron a toda prisa al campo. Le ordené a otra que trajera una manta y se la puse sobre los hombros a Halina, que estaba temblando después de lo que acababa de hacer.
Halina y yo salimos detrás de Binz y las otras chicas, y las seguimos hasta la clínica. Yo empecé a pensar en el tratamiento. Empezaríamos con un gotero intravenoso…
Pero Halina se quedó parada en medio de la oscuridad. ¿Qué estaba haciendo?
La vi mirar hacia el lago, que brillaba a la luz de la luna como si tuviera diamantes desparramados sobre su superficie.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
¿Estaría también ella en estado de shock?
—Halina, vamos. Hay mucho que hacer.
Entonces me di cuenta: ¡estaba pensando en escapar! ¿Cómo podía ser? Una presa cubierta solo con la ropa interior y una manta no podía llegar lejos. Solo había habido tres intentos de fuga en Ravensbrück y dos habían acabado mal para las presas, que habían sido capturadas y devueltas al campo, donde las habían obligado a llevar un cartel que decía: ¡HURRA, HURRA, HE VUELTO!, y después las habían torturado y fusilado.
Eso era justo lo que me faltaba: que se escapara alguien mientras yo estaba al mando.
—Ven conmigo, vamos —insistí.
Halina seguía inmóvil, con el pelo rubio reluciente a la luz de la luna y la cara oculta por las sombras. En el silencio del bosque, oí las pequeñas olas del lago que acariciaban la orilla.
—He dicho que vamos —ordené—. Esa paciente necesita tratamiento inmediato.
Halina no se movió.
Un arco de luz procedente de la torre barrió el patio y fue hasta el lago. Nos estaban buscando.
—Esta noche le has hecho un gran servicio al Reich, Halina. Te recompensarán. Estoy segura. Ven conmigo, vamos.
Los perros ladraron desde sus casetas. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que nos dieran por desaparecidas y soltaran a los perros?
Halina seguía sin moverse. ¿Nos estarían viendo los centinelas desde la torre?
Por fin inspiró hondo y exhaló. La nube de vaho de su aliento se elevó como un espectro, iluminada por la luna.
—Solo quería ver el campo desde aquí —dijo con voz distante.
¿Por qué le había permitido cruzar esas puertas?
Halina inspiró hondo otra vez.
—Hace tanto tiempo que no respiro aire puro… El lago es tan…
—Vamos, rápido —insistí.
Se acercó lentamente hasta donde yo estaba y las dos volvimos andando hasta la clínica. El sonido de sus zuecos de madera resonaba por la carretera y yo tenía la bata empapada de sudor.
Hasta que la puerta no se cerró detrás de nosotras cuando entramos, no me atreví a respirar profundamente de nuevo.
Al día siguiente se corrió la voz de lo que había pasado la noche anterior. Cuando volvieron el comandante y los hombres de sus respectivos viajes, Koegel en persona me dijo que estaba muy orgulloso por mi rapidez de decisión, y me dijo que le escribiría a Himmler para contarle lo ingeniosa y valiente que había sido a la hora de salvar a una de las mejores trabajadoras del Reich. Todo el campo me felicitó, excepto la enfermera Marschall, claro, que cada vez que surgía el tema se mostraba fría y fruncía mucho los labios porque estaba celosa de la polaca que me había ayudado.
Esa misma semana, unos días después, Halina y yo estábamos sentadas la una al lado de la otra en mi mesa, ocupadas con el papeleo. Para entonces ya casi no hacía falta que nos dijéramos nada, porque conocíamos los ritmos y las rutinas de la otra a la perfección. La jefa de bloque le había dado permiso para quedarse después de que apagaran las luces, así que sabía que podríamos estar tranquilas. Esa mañana había estado en el edificio del Bekleidung, conocido por todos como el almacén de los bienes confiscados, el lugar donde se guardaban los objetos requisados por el Reich en todas las naciones que había conquistado Hitler. Los objetos (ropa, plata, vajillas y cosas similares) se clasificaban cuidadosamente, y no tardé en encontrar allí varias cosas útiles, entre ellas un jersey grueso para Halina y un fonógrafo con una limitada selección de grabaciones. Ordené a una reclusa con insignia verde que lo llevara a mi despacho, lo hiciera funcionar con la manivela y pusiera música a volumen bajo.
Una estudiante de la Biblia nos trajo pan y queso del comedor de oficiales, más para Halina que para mí, y yo puse un disco en el fonógrafo: Un foxtrot de Varsovia.
—Me encanta esta canción —comentó Halina.
Bajé un poco más el volumen. No hacía falta que toda la clínica se enterara de que estábamos escuchando una canción polaca.
Halina se balanceó un poco al ritmo de la música mientras seguía escribiendo las direcciones en los sobres.
—Yo aprendí a bailar el foxtrot con esta canción.
—¿Y me puedes enseñar? —pregunté.
¿Qué daño podía hacer? Todos los del campo sabían ese baile menos yo. No había tenido tiempo para esas cosas mientras estaba en la Facultad de Medicina.
Halina sacudió la cabeza.
—Oh, creo que no debería…
Me puse de pie.
—Insisto.
Halina se levantó muy despacio.
—Señora doctora, no soy la mejor profesora.
Sonreí.
—Venga, rápido, antes de que se acabe la canción.
Me puso una mano en la espalda y me cogió la mano con la otra.
—Se pone la mano en alto, como en otros bailes de salón —explicó Halina.
Dimos dos pasos adelante y uno al lado, siguiendo el ritmo de la música. Halina había sido demasiado modesta. Era una profesora de baile excelente.
—Lento, lento, rápido, rápido. ¿Ve?
No era difícil. Empecé a dominarlo muy pronto. Halina me hizo dar varias vueltas por el pequeño despacho, las dos perfectamente sincronizadas, y empezamos a reírnos de lo ridículamente bien que bailábamos juntas. Yo no me reía desde que llegué al campo.
Al final tuvimos que parar porque estábamos sin aliento. Le aparté un rizo de la frente a Halina.
Entonces se volvió y vi que se ponía tensa. Yo también me giré y encontré a la enfermera Marschall en la puerta, con un formulario de requisa de suministros en la mano. Ninguna de las dos habíamos oído abrirse la puerta.
Hice lo que pude por recuperar el aliento para hablar.
—¿Ocurre algo, Marschall?
Halina levantó la aguja del fonógrafo y la apartó del disco.
—Tengo una orden para los suministros —explicó Marschall—. Iba a dejarla en su mesa, pero ya veo que está muy ocupada. —Miró brevemente a Halina—. Además, se ha dejado el armario de la farmacia abierto.
—Yo me ocupo de eso. Y sí que estoy ocupada, así que si no le importa…
La enfermera Marschall me dio el formulario y se fue, pero no sin antes atravesar a Halina con una mirada penetrante.
Cuando Marschall se fue, cerrando la puerta tan silenciosamente como cuando la abrió, Halina y yo nos miramos. Algo invisible había escapado de la caja, algo peligroso, y ya no había forma de guardarlo de nuevo.
—Marschall tiene que aprender a llamar antes de entrar —dije.
Halina me miró fijamente, con la cara pálida.
—No parece muy contenta, señora doctora.
—Perro ladrador, poco mordedor —contesté encogiéndome de hombros—. Es una inútil.
Ojalá hubiera sabido en ese momento el precio que iba a pagar por subestimar a la enfermera Marschall.