28
Kasia
1945
—¿Estoy soñando? —preguntó Zuzanna cuando el ferry atracó en Gdansk rodeado de un aire salino en el que resonaban los estruendosos graznidos de las gaviotas y las golondrinas de mar.
Habíamos pasado dos meses en Malmö, Suecia, el lugar en el que Dios decidió encerrar todas las cosas hermosas de la naturaleza: la hierba más verde, el cielo del color de los acianos y unos niños que parecían nacidos de ese paisaje, con el pelo blanco como las nubes y los ojos del mismo azul cobalto del mar.
Nos costó irnos, porque allí nos trataban como a la realeza y nos servían prinsesstårta y pitepalt con mantequilla y mermelada de arándanos rojos a todas horas. Cuando recuperamos las fuerzas (tanto Zuzanna como yo engordamos cuarenta kilos), la mayoría de nosotras estábamos deseando volver a casa, estuviera donde estuviese. Polonia. Francia. Checoslovaquia. Unas cuantas mujeres a las que no les quedaba nada en sus países de origen decidieron empezar una nueva vida en Suecia. Algunas esperaron para ver qué ocurría con las anunciadas nuevas elecciones en Polonia antes de volver. Habíamos oído que después de la guerra el NKVD, el represivo comisariado soviético, gobernaba Polonia, pero Zuzanna y yo no lo dudamos. Teníamos muchas ganas de ver a papá.
Aunque no tenía palabras para agradecérselo a la gente que me había rescatado, cuanto más recuperaba las fuerzas, más furiosa me ponía. ¿Qué alegría me podía traer mi rescate? Veía que las mujeres que me rodeaban se recuperaban, deseando volver a sus antiguas vidas, pero yo lo único que sentía era un rabia enorme que no paraba de crecer en mis entrañas.
Cuando llegamos a la costa norte de Polonia en ferry, un chófer vino a buscarnos al puerto. Era un hombre joven de Varsovia, uno de los más de cien antiguos pilotos de la Fuerza Aérea polaca que se había unido a la Real Fuerza Aérea británica y había arriesgado su vida luchando contra la Luftwaffe. Solo era unos pocos años mayor que yo, pero con veintidós yo cargaba ya con la cojera y la postura encorvada de una mujer mayor.
Él le cogió el saco de tela a Zuzanna y nos ayudó a subir al coche. Sentí contra mi cuerpo el cuero del asiento de atrás, fresco y suave. ¿Cuánto tiempo hacía que no me sentaba en un automóvil? En ese momento me resultaba tan extraño como una nave espacial.
—¿Qué está ocurriendo en el mundo hoy? —preguntó Zuzanna cuando nos pusimos en camino mientras abría y cerraba varias veces el cenicero de metal que había en su puerta.
Yo abrí el mío y encontré dentro dos colillas de cigarrillos arrugadas. ¡Lo que habrían dado por ellas en el campo!
—¿Han oído lo que ocurre con el gobierno? —preguntó nuestro chófer.
—¿Qué va a haber elecciones libres? —dijo Zuzanna.
Cruzamos el puerto de Gdansk, que habían bombardeado con insistencia durante la guerra.
—El gobierno en el exilio quiere volver —continuó el chófer—. Así que el Partido de los Trabajadores Polacos dice que hay que votar.
—¿Cree usted a Stalin? —pregunté yo.
—El Partido de los Trabajadores Polacos es…
—Stalin. Justo lo que necesitamos.
—Dicen que vamos a tener nuestro propio país, libre e independiente. La gente tiene esperanza.
—¿Por qué seguimos creyendo a los mentirosos? —pregunté—. El NKVD nunca nos va a liberar.
—Que nadie le oiga decir eso —advirtió el conductor.
—Eso suena muy libre e independiente —respondí sin poder contenerme.
Zuzanna y yo fuimos durmiendo la mayor parte del viaje hasta Lublin, y nos despertamos cuando el chófer se detuvo ante nuestra puerta.
—Hora de despertarse, señoritas —anunció el chófer cuando tiró del freno de mano.
Nos quedamos en el asiento de atrás y desde allí miramos la bombilla pelada que había al lado de la puerta de entrada de nuestra casa. Brillaba en medio de la oscuridad y atraía a un grupo frenético de gruesas polillas y otros bichos. En Ravensbrück las presas no habrían tenido problemas en comérselos.
—¿Te puedes creer que estemos aquí de verdad? —preguntó Zuzanna.
Salimos del coche como si acabáramos de aterrizar en la luna. Yo le rodeé la cintura a Zuzanna con el brazo. Ella se apoyó en mí y el hueso de su cadera chocó con el mío. La pierna mala me ardía de dolor cuando subí los preciosos escalones de la entrada.
Le habíamos enviado un telegrama a papá. ¿Nos estaría esperando con tarta de semillas de amapola y té? Giré el viejo picaporte de porcelana de la puerta de nuestro apartamento. Estaba cerrado con llave. Zuzanna buscó la llave de repuesto en el lugar donde la escondíamos siempre, detrás del ladrillo. ¡Seguía allí!
Nada más entrar en la cocina, me quedé sin aliento cuando fui verdaderamente consciente de algo: mi madre no estaba. La habitación estaba a oscuras, a excepción de la luz de la lamparita de la mesa de la cocina y el halo de la llama de una vela que había sobre la repisa de la chimenea. Unas cortinas amarillas, demasiado alegres, colgaban en las ventanas, y había una nueva colección de latas rojas en la encimera de madera de Matka. Amarillo y rojo. A Matka le encantaba el azul. Alguien había colgado un cuadro con un campo de flores silvestres en la pared en la que Matka pegaba sus dibujos de pájaros. Unos cuantos gorriones asomaban por detrás del cuadro; el pegamento que los fijaba a la pared estaba amarillento por los años. Fui hasta su mesa de dibujo. Alguien la había cubierto con un mantel de encaje barato. Encima había una imagen de la virgen María de una capilla de Gietrzwald y un marco de porcelana con una foto de una mujer mayor que saludaba con la mano desde un tren.
Después me acerqué a la repisa de la chimenea, a la foto de Matka en la que posaba muy seria con su perrito Borys en brazos. Alguien había puesto un lazo negro bajo la foto, con los extremos retorcidos colgando por encima de la repisa. Sentí que me mareaba allí de pie, mirando la cara seria de mi madre bajo la luz danzarina de una vela. Un perro ladró en el dormitorio y Zuzanna dio un respingo.
¿Felka?
—¿Quién anda ahí? —preguntó papá, saliendo despacio al pasillo desde el dormitorio del fondo.
Se acercó a nosotras vestido solo con los calzoncillos a rayas. Mechones de pelo ralo y gris como el de una ardilla salían disparados en todas direcciones, y llevaba en la mano un revólver negro que yo no había visto nunca. Felka salió detrás de él, moviendo la cola muy rápido. Estaba muy grande y más gorda que la última vez que la vi, en esa misma cocina, con Matka.
—Somos nosotras, papá —saludó Zuzanna.
Papá se quedó como petrificado, con la boca abierta. ¿Cómo había podido envejecer tanto? Tenía todo el pelo gris, incluso el del pecho. Felka se nos acercó y se puso a corretear entre nosotras, empujándonos con su hocico húmedo.
—Hemos vuelto a casa —dije yo.
Tenía los ojos llenos de lágrimas. Papá abrió los brazos y las dos fuimos hacia él. Dejó el revólver en la encimera y nos abrazó tan fuerte que parecía que no nos iba a soltar nunca. ¡Qué felices éramos allí, abrazadas a él! Zuzanna y yo lloramos sobre sus hombros desnudos.
—¿No has recibido nuestro telegrama? —pregunté.
—¿Quién recibe telegramas en estos tiempos?
—¿Te enviaron una carta sobre lo de Matka?
—Sí. La letra del sobre se parecía a la suya, así que pensé que era una carta de ella. Pero era una carta estándar. Decía que fue por el tifus.
Le tomé la mano.
—No fue el tifus, papá.
—¿Qué fue entonces?
Parecía un niño pequeño. ¿Dónde estaba mi padre, que antes era tan fuerte?
—No lo sé —confesé.
Se apartó, con las manos en las caderas.
—Pero ¿no estabais las tres juntas?
Zuzanna hizo que se sentara en una silla de la cocina.
—Se la llevaron a otro bloque, papá. Trabajaba como enfermera…
—Y hacía retratos de los nazis. Eso fue lo que la mató. Acercarse demasiado a ellos.
¿Por qué lo dije? Sabía perfectamente que llevarme un bocadillo al cine aquella noche era lo que había hecho que la mataran.
Zuzanna se arrodilló al lado de papá.
—Recibiste las cartas de Kasia. ¿Cómo supiste descifrarlas?
—Puse a todo el personal de correos a averiguarlo. Sabíamos que tenía que haber algún tipo de código, pero nadie sabía interpretarlo. A la primera carta le eché agua. Pero después lo descubrimos. Se lo dije a cierta gente y ellos pasaron el mensaje a la gente en la resistencia clandestina de Londres, que corrió la voz. Pero fue Marthe la que dijo que teníamos que planchar la carta. Era un truco de no sé qué libro que ella conocía.
¿Marthe?
Me arrodillé al otro lado de mi padre.
—Gracias por el hilo rojo.
—Transmití el mensaje lo mejor que pude. ¿Sabéis que la BBC lo emitió? Lo que os hicieron a las dos… —Papá empezó a llorar de nuevo.
¡Qué duro ver a nuestro padre, un hombre tan fuerte, llorando!
Le cogí la mano.
—¿Has visto a Pietrik? ¿A Nadia?
—No. A ninguno de los dos. Y cuelgo las listas todos los días. El centro de la Cruz Roja también lo hace. Ojalá hubiéramos sabido que veníais. —Papá cogió un trapo y se secó las lágrimas—. Estábamos locos de preocupación.
¿Estábamos?
Zuzanna fue quien se fijó en ella primero. Estaba entre las sombras del umbral del dormitorio. Era una mujer gruesa con una bata. Zuzanna fue hasta ella y le tendió la mano.
—Soy Zuzanna —se presentó.
¿Una mujer en el dormitorio de papá?
—Yo soy Marthe —contestó la mujer—. He oído muchas cosas preciosas sobre vosotras dos.
Me levanté, inspiré hondo y examiné a la mujer. Era unos centímetros más alta que papá y llevaba la bata cerrada con un cordel. Tenía el pelo castaño peinado en una trenza que le llegaba hasta el regazo. Una mujer de campo. Papá había bajado mucho el listón.
Marthe fue al lado de papá, pero él no hizo ningún gesto para acercarse a ella.
—Marthe es de un pueblo cerca de Zamość. Ha sido una gran ayuda para mí durante estos años sin vosotras.
Papá parecía avergonzado de que Marthe estuviera allí. ¿Y quién no lo estaría ante la tesitura de presentar a su novia actual a las hijas de su mujer muerta?
—¿Por qué no nos sentamos? —propuso Marthe.
—Yo preferiría irme a la cama —contesté.
Eso parecía un trueque de los que se hacen en el mercado. Mis ojos se fijaron en la foto de Matka sobre la repisa. ¿Es que papá no la echaba de menos? ¿Cómo podía estar con otra?
Papá me hizo un gesto para que me acercara.
—Siéntate con nosotros, Kasia.
Marthe se sentó en la butaca favorita de Matka, la que había pintado de blanco, con el cojín de percal. Vi que Zuzanna se ponía a hablar con Marthe. Papá las miraba, feliz al ver que conectaban.
—Ojalá pudiera ofreceros algo de comer, pero nos hemos terminado lo que quedaba de pan —se disculpó Marthe.
Papá se rascó la barba incipiente.
—Ahora todo está peor que nunca. Desde que llegaron los rusos, apenas hay comida. Al menos los nazis hacían llegar harina a las panaderías.
—¿Así que hemos cambiado a los nazis por Stalin? —pregunté—. Pues ambos son iguales, en mi opinión.
—Yo me llevo bien con ellos —explicó papá—. Me han permitido mantener mi trabajo en la oficina de correos.
—¿Permitido? —pregunté.
—Ahora se pueden conseguir todos los cigarrillos rusos que quieras —intervino Marthe, con demasiada alegría—. Pero hay muy pocos huevos.
—Solo es cuestión de tiempo que todos acabemos llamándonos «camaradas» —comenté.
—Nos adaptaremos bien —dijo Zuzanna.
—Están buscando a los antiguos miembros de la resistencia —contó papá, mirándome de forma elocuente—. La semana pasada se llevaron a Mazur.
Sentí que un relámpago me recorría el cuerpo y de repente no podía respirar. ¿Mazur? Era un amigo de la infancia de Pietrik, un agente muy hábil y uno de los miembros de más alto rango de la resistencia. Él me tomó el juramento en el Ejército Nacional. Un verdadero patriota.
Inspirar hondo, soltar el aire despacio, repetí mentalmente.
—Yo ya he acabado con eso —respondí.
—Nos sacaron del campo en un camión sueco —explicó Zuzanna—. Deberías haber visto aquello cuando cruzamos la frontera con Dinamarca… Había un montón de gente reunida allí, con carteles de bienvenida. En Suecia fueron muy amables con nosotras. Cuando entramos ondeamos el estandarte de las exploradoras de Lublin, que alguien había encontrado en Ravensbrück entre la mercancía confiscada, y tenías que haber oído los vítores. La primera noche dormimos en el suelo de un museo.
—Entre dinosaurios con grandes dientes —aporté yo—. No era muy diferente del campo.
Zuzanna agarró su saco de lona.
—Después nos alojamos con una princesa en su mansión. Mira lo que nos dio cuando nos fuimos de Suecia. —Abrió el saco del que extrajo una caja blanca y la abrió—. Nos dieron una a cada una. —Empezó a sacar el contenido—. Sardinas en lata. Pan blanco y mantequilla. Mermelada de frutos del bosque y un trozo de chocolate.
Solo nos habíamos comido un poco de esa comida, la estábamos guardando.
—¿Leche en polvo? —exclamó papá—. ¡Cuánto tiempo hacía que no la veía!
—Qué amables —comentó Marthe—. Yo tengo una cartilla con una ración de harina que he estado guardando. Puedo hacer…
—No te molestes —interrumpí.
Papá agachó la cabeza y se pasó los dedos por el poco pelo que le quedaba.
—Siento lo de vuestra madre —dijo Marthe y se levantó.
—Eso parece —contesté.
—Kasia —me regañó papá.
Me llevé la butaca, con el cojín todavía caliente por las posaderas de Marthe.
—Buenas noches, papá —dije—. Buenas noches, Zuzanna.
Y me llevé la butaca a mi habitación. Cuando pasé junto a la repisa, procuré no mirar la foto de mi madre. Me resultaba demasiado difícil ver su cara, era como un puñetazo en el estómago. Entré en la habitación y cerré la puerta. La amante de mi padre no iba a acomodar su culo en la butaca de mi madre, por mucho que lo hubiera ayudado en los tiempos difíciles.