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Caroline
1959
El 25 de octubre de 1959 amaneció perfecto para una boda. Mi madre estaba extrañamente contenta, a pesar de que Estados Unidos había lanzado al espacio en una misión a Júpiter a los monos Able y Baker, y ella estaba ocupadísima con una campaña de envío de cartas para evitar esa crueldad con los animales.
Ese había sido un año de primeras veces. La primera vez que venía de visita diplomática a Estados Unidos un primer ministro soviético: Nikita Khrushchev. La primera vez que se representaba el musical Gypsy en Broadway. La primera vez que se celebraba una boda en The Hay.
La boda de Serge y Zuzanna tenía garantizada la protección contra los elementos porque habíamos puesto una carpa, no sin grandes dificultades, en la terraza de abajo, más allá del jardín. Teníamos un tiempo inusual para la época y hacía calor, pero con un poco de niebla y un ambiente de tormenta.
No era una boda de la alta sociedad, ni mucho menos, como quedó demostrado por la procesión que formamos de vuelta a casa desde la iglesia. Nuestro escandaloso y reducido grupo salió de la iglesia católica de Bethlehem, pasó por el parque del pueblo y después desembarcó en The Hay, acompañado del ensordecedor repicar de las campanas de todas las iglesias del lugar. Todo Bethlehem había venido a compartir el gran día de Zuzanna y Serge, excepto Earl Johnson, que sentía que era su deber quedarse a atender la oficina de correos.
Mi madre, vestida de tafetán gris para no acaparar demasiada atención, encabezaba la procesión, y a su lado iba el señor Merrill, el de la tienda. Ella caminaba hacia atrás para dirigir a sus amigos de la orquesta rusa, que llevaban los instrumentos adornados con bonitas flores y cintas. Estaban tocando una animada versión con la balalaika de Jesús, alegría de los hombres, de Bach, una verdadera maravilla.
Detrás iban los novios. Serge estaba impresionante con uno de los trajes de sarga de mi padre, que habíamos arreglado para él, y en la cara lucía la amplia sonrisa que se veía normalmente en un hombre que sujetaba un gran pez espada, recién pescado, en el muelle de Cayo Hueso. ¿Qué hombre no estaría orgulloso de casarse con Zuzanna? Ella tenía una parte de Audrey Hepburn y otra de Grace Kelly, pero con el carácter de un corderito. Zuzanna y su tozuda hermana Kasia eran tan diferentes como la noche y el día. Kasia era muy directa; Zuzanna más sutil.
Mi madre le había hecho a Zuzanna un vestido de encaje de color crudo. Era favorecedor, incluso con billetes de un dólar prendidos por todas partes, cumpliendo con la tradición polaca. La brisa los agitaba como los volantes de una falda. La novia llevaba un ramillete de rosas de la especie Souvenir de la Malmaison del señor Gardener, fragantes y de un tono rosado suave. El novio también llevaba un adorno: un niño de diez meses que se llamaba Julien, con las mejillas tersas y redondas como un melocotón y una gruesa mata de pelo que, como decía mi madre, «era negro y lacio como el de un chino». Ese niño precioso era oficialmente suyo desde hacía dos semanas, y desde entonces sus pies no habían tocado tierra firme, porque estaba constantemente rodeado de adultos que lo tenían siempre en brazos.
Detrás de diversos primos y conocidos estábamos Betty y yo. Ella iba resplandeciente con un traje de Chanel y una estola de piel, cuyas cabezas de visón rebotaban con cada paso que daba. Yo llevaba un vestido con falda de tubo de seda salvaje color lavanda que mi madre había improvisado y que Zuzanna dijo que era adecuado para la madre de la novia, lo que me hizo llorar incluso antes de que empezara la misa. En la retaguardia iba Lady Chatterley, la cerda, con un collar de margaritas al cuello y, como muchos de los invitados, deseando hincarle el diente a un buen trozo de tarta.
Nuestra procesión por fin llegó al sendero de gravilla de la entrada. Detrás, más allá de la casa, tras los establos, los campos de heno se extendían hasta la calle del otro lado: Munger Lane. Ya habían cosechado el heno, lo que había dejado el campo desnudo y lleno de tallos secos de paja. Los arces y los olmos que flanqueaban el campo, que ya se estaban tornando de color escarlata, se agitaban suavemente con la brisa. Desde allí la vista se dirigía de forma natural al final del prado, más allá del huerto, a la casita en la que yo jugaba de niña.
Examiné la réplica en madera blanca de la verdadera casa, con su robusta chimenea y la entrada con su frontón y unos bancos de tamaño infantil. La puerta negra resplandecía al sol y las cortinas de seda que había hecho Zuzanna, del color de los sauces frondosos, se escapaban por las ventanas empujadas por la brisa. No me sorprendía que se hubiera convertido en una especie de refugio para Zuzanna, el lugar adonde iba cuando el mundo era demasiado pesado para ella. Una vez, tras la muerte de mi padre, fue mi lugar de recogimiento, donde me pasaba los días leyendo.
Mientras la procesión rodeaba la casa para dirigirse al jardín de atrás, Betty y yo nos fuimos a la cocina para recoger los petits fours que el ayudante de Serge había preparado.
Serge había abierto un restaurante en el cercano pueblo de Woodbury, el sitio adonde iban a pasar el fin de semana los habitantes adinerados de Manhattan. Lo había llamado Serge y era un lugar diminuto e inmaculado, que tenía cola en la puerta los sábados por la noche. Eso no le sorprendió a nadie, porque todo el mundo sabía que si se privaba a los neoyorquinos de buena comida francesa durante más de veinticuatro horas, se volvían imposibles y se ponían a buscarla desesperados. Aunque tal vez fueran los postres polacos de Zuzanna los que atraían cada vez a más gente.
—Me encantan las tradiciones polacas, ¿a ti no, Caroline? ¿Prenderle dinero a la novia en el vestido? Es una genialidad. —Betty cogió un petit four de una caja y se lo metió entero en la boca.
Me puse uno de los delantales nuevos de Serge, que tenía en la parte frontal su logotipo: una S negra.
—Betty, será mejor que dejes de colocarle billetes de cien dólares a la novia en el vestido. Es un poco vulgar.
—Pero es una tradición muy práctica.
—Al menos esto distrae a Zuzanna. Así no pensará en que no hay nadie de su familia en la boda.
—Esos dos necesitan una luna de miel, Caroline. Tiene que ser agotador para ellos cuidar de un niño al que le están saliendo los dientes.
—Zuzanna echa de menos a su hermana.
—¿Kasia? Pues tráela, por todos los santos.
—No es tan fácil, Betty. Polonia es un país comunista. Me ha costado mucho conseguirle un visado de tránsito para ir a Alemania…
—¿Para enfrentarse a esa doctora? Caroline, de verdad…
—Le he enviado todo lo que puede necesitar, pero no he sabido nada de ella.
Le había enviado el paquete a Polonia por correo urgente semanas atrás, con dinero más que suficiente para su viaje a Stocksee, pero todavía no sabía nada de nada. Y yo no era la única que estaba esperando saber si la doctora era realmente Herta Oberheuser. Un montón de médicos británicos estaba dispuesto a ayudarme a presionar al gobierno alemán para que le revocaran la licencia médica. Anise y sus amigas también estaban más que listas para luchar. Herta solo era uno de los muchos criminales de guerra nazis de nuestra lista que tendrían que rendir cuentas por lo que hicieron.
—Tu poder de persuasión es impresionante, amiga. Yo no me iría por ahí, a una ciudad alemana dejada de la mano de Dios, para identificar a una doctora nazi trastornada.
¿Cómo conseguía Betty reducir cualquier situación al absurdo? ¿Me había aprovechado de Kasia al pedirle que identificara a Herta? Pero ella estaría bien: era una mujer fuerte y capaz, no muy diferente de como era yo a su edad.
—Bueno, pero no te preocupes por eso ahora, Caroline. Tengo un regalo para ti.
—Pero no era necesario…
Betty colocó una bolsa de viaje de Schiaparelli sobre la mesa de la cocina.
—Es preciosa, Betty.
—Oh, no. La bolsa es de mi madre y quiere que se la devuelva. Desde que se ha hecho mayor se ha vuelto muy agarrada. Pero el regalo está dentro.
Metí la mano en la bolsa. Noté una funda de franela y la inconfundible sensación del metal envuelto en tela, y supe inmediatamente lo que era.
—Oh, Betty… —Tuve que agarrarme a la mesa para sostenerme.
Saqué el rollo de franela y al desenvolverlo apareció una hilera de tenedores de ostras.
—Están todos ahí —explicó Betty—. Llevo años comprándoselos al señor Snyder. Yo soy la primera a la que llama cuando tiene algo bueno, ¿sabes? Y cuando se hizo con la plata de las Woolsey…
Saqué los veinte rollos de la bolsa y los amontoné en la mesa formando una pirámide de franela marrón. Estaban incluso las pinzas de plata para los petits fours.
Betty me abrazó y yo apoyé la mejilla contra el fresco y suave visón.
—Vamos, no te pongas a llorar aquí, Caroline. Es un día feliz.
Qué afortunada era de tener una amiga tan generosa. Mi madre había fingido que no le importaba que empeñara los cubiertos, pero seguro que iba a estar encantada de saber que toda la plata de los Woolsey estaba de vuelta.
Betty y yo colocamos la tarta de boda en una mesa auxiliar que había en el jardín y utilicé las pinzas de plata, que había dado por perdidas tanto tiempo atrás, para servir los petits fours. La feliz pareja estaba allí, rodeada de los invitados, con un fondo otoñal de hortensias tardías con sus globos de flores blancas, que parecían transeúntes que estiraban sus cuellos para ver lo que se celebraba. Mi madre consiguió cortar la tarta con Julien en brazos, mientras la pareja compartía su copa de enamorados con dos asas llena de vodka y Betty y los miembros de la orquesta gritaban: Gorki! Gorki!, que significa literalmente «¡Amargo!», una forma tradicional de animarlos a beber.
Cuando volví a la casa a por más limonada, oí el timbre de una bicicleta y al volverme me encontré a Earl Johnson girando la esquina de la casa. Sus ruedas dejaron sobre la hierba una marca oscura que parecía una serpiente. Iba en su bicicleta Schwinn Hornet, con el faro delantero cromado y una cesta de mimbre blanca adornada con margaritas de plástico amarillas.
Earl se quitó la gorra y tuvo la decencia de parecer avergonzado.
—Disculpe que haya pasado por la hierba, señorita Ferriday.
—No te preocupes, Earl —contesté. ¿Qué importaba que le hubiera pedido mil veces que no pasara sobre la hierba con la bicicleta?—. Solo es hierba. Pero tal vez la próxima vez podría intentar entrar caminando.
Zuzanna nos vio y se acercó, con el niño apoyado en la cadera. De camino arrancó una ramita de lilas otoñales tardías. Las pasó por debajo de la barbilla de Julien, lo que provocó que el niño subiera y bajara las piernas de pura felicidad, como una ranita. Qué seguro era el paso de Zuzanna desde que se había recuperado por fin.
Earl se quedó allí, sobre su bicicleta.
—Tengo una carta para usted. De… —Entornó los ojos para ver el remite.
Yo se la arranqué de las manos.
—Gracias, Earl.
La miré un segundo, lo suficiente para ver la letra de Paul, y me la guardé en el bolsillo del delantal. Allí palpé la carta con los dedos y noté que era voluminosa. Era una buena señal. Hacía poco que la Pan Am había empezado a hacer vuelos directos entre Nueva York y París, ¿sería una casualidad?
Earl sacó otro sobre de la cesta de su bicicleta.
—Y un telegrama. Que viene desde lejos, tanto como Alemania Occidental. —Me lo dio y esperó con las manos en el manillar.
—Gracias, Earl. Yo me encargo.
Earl se giró, se despidió con un «buenos días» y se fue caminando y agarrando la bicicleta hasta la entrada de la casa, pero mi madre lo interceptó y lo invitó a tomar un poco de tarta.
Zuzanna me agarró del brazo con una mirada expectante en los ojos.
Rasgué un lateral del sobre y saqué el telegrama.
—Es de Kasia. Lo envía desde Alemania Occidental.
Noté el olor a óxido de cinc y polvos de talco cuando Zuzanna me envolvió la mano con las suyas, frías, pero suaves y cariñosas. Las manos de una madre.
—¿Quieres que lo lea en voz alta? —pregunté.
Zuzanna asintió.
—Dice: «De camino a Stocksee. Voy sola».
—¿Eso es todo? —dijo Zuzanna—. Tiene que haber más.
—Lo siento, pero eso es todo, cariño. Y firma con un «Kasia».
Zuzanna me soltó la mano y recuperó la compostura.
—Así que va a ir. Para ver si es realmente Herta. Pero ¿sola?
—Me temo que sí. Ya sabes lo importante que es esto. Es una mujer valiente. Estará bien.
Zuzanna apretó a Julien contra su cuerpo.
—Tú no sabes cómo son.
Se giró y fue hacia la casita, con el bebé mirándome por encima de su hombro, una figura que se iba alejando, con un puñito brillante metido en la boca. La banda empezó a tocar Young Love de Sonny James mientras yo contemplaba a Zuzanna cruzando el prado.
Cuando llegó a la casita, entró y cerró la puerta con suavidad, dejándome con la sensación creciente de que esta vez había ido demasiado lejos.