27
Caroline
Abril de 1945
Mi madre, postrada en la cama por una gripe, no pudo acompañarme a París, así que viajé sola. Se quedó muy preocupada, porque los aliados habían ayudado a liberar Francia, pero la guerra todavía no había acabado. ¿Cuántos submarinos solitarios quedarían aún en el Atlántico? Pero eso no me iba a desalentar ante la perspectiva de volver a ver a Paul después de cinco largos años. Para poder hacer el viaje tuve que llevarle más objetos de plata al señor Snyder. Cuatro tenacillas pequeñas. Cuchillos de mantequilla. Unos cuantos tenedores.
Atracamos en La Rochelle, al norte de Burdeos, el 12 de abril de 1945. Cuando estábamos desembarcando, el primer oficial nos anunció que el presidente Roosevelt había muerto en su casa de Warm Springs, Georgia, y un gemido colectivo salió de las gargantas de todos los que estábamos allí reunidos. El presidente había muerto antes de ver la rendición de los alemanes en Francia. No llegó a saber que Hitler acabó suicidándose.
Roger lo había organizado todo para que un coche con chófer me llevara hasta París. Yo me entretuve durante el viaje contemplando el país devastado desde el asiento de atrás. Una cosa era leer sobre la guerra en los periódicos y marcar los avances con chinchetas en un mapa, y otra muy distinta ver el país desgarrado. Habían pasado más de siete meses desde que las tropas aliadas ayudaron a liberar París, pero la destrucción todavía era evidente. Había manzanas enteras derruidas, edificios bombardeados y a muchas casas les faltaba alguna pared, dejando a la vista el corte transversal de las habitaciones, todavía con los muebles. Tuvimos que desviarnos varias veces durante el viaje porque había cráteres negros y secciones de macadán en las carreteras, del tamaño de un tanque, que habían volado por los aires y no se habían reparado. Al sur de París no quedaba en pie ni un solo puente sobre el Sena. Pero a pesar de tal devastación, era primavera y la ciudad se erguía hermosa sobre sus ruinas, el Arco del Triunfo intacto, con cinco banderas ondeando bajo su impresionante estructura.
Cuando llegué a París, les pedí prestado a los porteros su viejo Peugeot, que andaba gracias a un improvisado sistema basado en una estufa de leña, que tenía fijada en la parte de atrás. La falta de gasolina por la guerra había llevado a que se extendiera el uso de esos gasógenos caseros, y había unidades de gasificación por combustión de madera en las partes traseras de autobuses, taxis y coches privados. Era muy curioso ver esos vehículos circulando por las calles, todos con su propio tanque de combustión detrás. Los conductores se paraban en las gasolineras, no para comprar gasolina, sino para echarle madera a la estufa. Conducir un coche así por París era complicado, porque las calles estaban llenas de bicicletas, que se habían convertido en las dueñas de las carreteras. Como resultado, el metro era más popular que nunca. Se podía ver frecuentando sus profundidades incluso a los ciudadanos más ricos.
Llegué al cruce del Boulevard Raspail y la Rue de Sèvres por la noche y contuve un sollozo al ver el Hôtel Lutetia, aún en pie. Liberado de sus ocupantes nazis, el hotel de la Belle Époque se mantenía impertérrito, con el letrero luminoso que mostraba su nombre en lo más alto y la bandera tricolor ondeando de nuevo.
Crucé la entrada del hotel rodeada por un grupo de madres, maridos, esposas y novias de deportados que agitaban fotos de sus seres queridos perdidos y repetían sus nombres, esperando tener alguna noticia. El vestíbulo, con su suelo de azulejos blancos y negros cubierto de anuncios pisoteados y ramitas de lilas, estaba a rebosar de periodistas, trabajadores de la Cruz Roja y funcionarios del gobierno, todos compitiendo por lograr un hueco en el mostrador.
Una mujer frágil, vestida de negro y con la espalda encorvada, me agarró del brazo cuando me abría paso entre la multitud.
—¿Ha visto a este hombre? —dijo poniéndome delante de la cara la fotografía de un hombre de pelo blanco.
—No, lo siento —respondí.
En el comedor había grupos de supervivientes desconcertados, todavía con sus uniformes a rayas de los campos, sentados a mesas bajo lámparas de araña de cristal mientras unas camareras les servían lo mejor de lo mejor: ternera, champán, queso y pan recién hecho, todo sacado de las provisiones que habían dejado los nazis. Muchos deportados estaban sentados mirando fijamente la comida, incapaces de probar nada. Algunos, tras comer solo unos bocados, tenían que ir corriendo al lavabo.
Los que buscaban a alguien iban como podían hasta la Gran Galería, que tenía las paredes forradas de anuncios y fotos de personas desaparecidas, muchas tachadas con una gran X que significaba que los deportados nunca volverían. Ahí fue donde lo encontré.
«Paul Rodierre. Suite 515».
Corrí al ascensor, pero estaba tan lleno que no podían ni cerrar la puerta, así que fui corriendo hasta las escaleras. De camino pasé junto a hombres con la piel tirante sobre cráneo que deambulaban por los pasillos oscuros vestidos con uniformes de campo de concentración, que les colgaban prácticamente de los hombros. ¿Qué aspecto tendría Paul? Me preparé para encontrarlo en ese estado, o peor. No me importaba, siempre y cuando pudiera estar con él todos los días. Pagaría lo que fuera para que se recuperara.
Pasé ante habitaciones con las puertas abiertas que habían convertido en salas de hospital poniendo más camas. 511… 513… En el pasillo, dos gendarmes charlaban con una guapa enfermera. El amor había vuelto una vez acabada la guerra.
Encontré la espaciosa suite de la quinta planta. Las altas ventanas, que estaban abiertas, tenían vistas a la ciudad, a la Torre Eiffel, que se veía a lo lejos, y contra una pared había una preciosa cama francesa Beauvier de estilo Louis XVI con cabecero y piecero de mimbre. Trato de lujo para el famoso monsieur Rodierre.
Desde el umbral vi a Paul sentado en un sillón muy mullido, jugando a las cartas con otros tres hombres. La suave brisa agitaba las cortinas de las ventanas.
Paul estaba vestido con una camisa sencilla y había una enfermera sentada detrás de él, con un brazo apoyado en el respaldo de la silla mientras le tomaba el pulso con la otra mano. Era raro verlo en esa suite tan bonita, con las cortinas de damasco y las gruesas alfombras de lana. Me acerqué y miré las cartas de Paul por encima de su hombro.
—Yo no apostaría la casa si tuviera esa mano —dije.
Paul giró la cabeza y sonrió. Para mi alivio, tenía buen aspecto. Demacrado y con la cabeza recién afeitada, pero estaba vivo, aunque le sobraba la mitad de la camisa de algodón blanco. No podía esperar a llevarlo a casa, a su propia cama. Me gastaría todo el dinero que tenía en médicos si era necesario.
—¿No me has traído dinero para apostar? —preguntó Paul—. ¿Ni cigarrillos rusos? Ven y dame un beso.
Rodeé el sillón y vi, sobresaltada, que las piernas de Paul, que sobresalían por debajo de la camisa, eran largas y delgadas, con la articulación de las rodillas hinchadas, como si fueran las patas de un grillo.
—No me voy a romper, no te preocupes. No me creo ni una palabra de lo que dice el médico. Si mis ganancias sirven de referencia, estoy estupendamente.
—No sé por dónde empezar —dije, y me arrodillé al lado de su sillón, con miedo de tocarlo. ¿Le dolería estar tan delgado?
Un médico joven se acercó. Tenía la cabeza cubierta de cabello pelirrojo, que recordaba a los estambres apretados de una flor de azafrán.
—¿Es usted un familiar? —preguntó el médico.
—Es una amiga —explicó Paul—. La señorita Ferriday, de Nueva York.
El médico me miró de arriba abajo. Tenía los ojos inyectados en sangre. ¿Llevaría varios días sin dormir?
—¿Le importaría salir a dar un paseo conmigo, por favor? —pidió.
Sentí que me profesaba una reprobación injustificada, como si no le cayera bien por alguna razón.
—Soy el doctor Philippe Bedreaux —se presentó cuando llegamos al pasillo—. Llevo unas semanas tratando a Paul. Se ha estado recuperando muy bien del tifus, en parte gracias al cloranfenicol, un nuevo fármaco. Pero ha empeorado inexplicablemente de un día para otro. Neumonía.
—¿Neumonía? —Me quedé sin aire un momento. Como mi padre. Pneumonie. Sonaba mucho mejor en francés, pero era igual de letal. Una enfermedad que mi madre seguía llamando «fiebre pulmonar».
—Se recupera, pero todavía no está ni mucho menos fuera de peligro. ¿Se va a quedar en la ciudad?
—En el apartamento de mi madre, cerca de aquí. ¿Paul sabe lo de la muerte de su mujer?
—Sí. Fue un gran shock y se niega a hablar de ello. Ahora mismo tiene que dormir. Y en algún momento va a necesitar una rehabilitación física intensa para la atrofia muscular.
—¿Se recuperará del todo? —pregunté.
—Es muy pronto para saberlo, mademoiselle. En este caso nos enfrentamos a un cuerpo devastado. Ha perdido casi la mitad de su peso corporal total.
—Mentalmente parece estar bien —aventuré—. Juega al póquer…
—Es actor. Pone buena cara, pero debemos tener mucho cuidado. Su corazón y sus pulmones han sufrido un trauma grave.
—¿Entonces cuánto tiempo diría usted? ¿Dos semanas? ¿Tres?
—Tal como está ahora, puede que mañana no se despierte. Tiene que dejar que se recupere.
—Disculpe, doctor…
—La semana pasada le dimos el alta a un hombre joven para que pudiera volver a casa. Sus constantes vitales estaban bien, pero murió de fallo cardíaco la mañana que se iba de aquí. ¿Quién sabe cuándo está realmente curado un paciente?
—Es que tengo muchas ganas de…
—No debe fatigarse de ninguna forma: ni cocinar, ni paseos largos y, por supuesto, nada de… bueno…
—¿Qué, doctor?
—Nada de actividades extracurriculares…
—¿Disculpe?
—Reposo absoluto.
Paul, metido en la cama, solo. Eso era lo que quería decir.
Cuando el médico se fue, me senté junto a la cama de Paul, observando cómo su pecho subía y bajaba bajo la manta.
—No te vayas —dijo Paul.
Le acaricié la mejilla con el dorso de la mano.
—Nunca —prometí.
Iba a ver a Paul todos los días y por la noche volvía al apartamento de mi madre. Me alivió ver que ese lugar había sobrevivido a la guerra relativamente indemne gracias a la mujer de nuestro portero, madame Solange. El apartamento estaba sorprendentemente intacto, no tenía ni una grieta en las ventanas abatibles que iban del suelo al techo, ni en los suelos de madera de haya blanca, aunque una fina capa de polvo cubría todas las superficies. Los frascos con tapa de plata de mi tocador de caoba tenían una gruesa capa de polvo de unos cinco centímetros. El reloj de mesa del estudio de mi padre se había parado a las nueve y veinticinco y había una gotera en el dormitorio de mi madre. Un trozo del papel de pared adamascado se había despegado y colgaba como una oreja de cerdo llena de manchas.
Paul se pasó durmiendo la mayor parte de las dos primeras semanas, pero pronto pidió ir a su casa, la que Rena y él compartían en Ruán. El doctor Bedreaux accedió a regañadientes, haciendo más referencias vagas a la prohibición estricta de hacer el amor, que Paul recibió con una sonrisa. El doctor Bedreaux insistió en que un médico tenía que ver a Paul todos los días, y aunque la casa de Rena estaba a varios kilómetros a las afueras de París, con un acceso limitado a cuidados hospitalarios, yo accedí, dispuesta a pagar lo que hiciera falta para hacer feliz a Paul. Y así, con la ayuda de tres fuertes enfermeras, conseguimos meterlo en el asiento de delante del Peugeot.
En la carretera de camino a Ruán, había evidencias de los combates por todas partes, y de muchos edificios no quedaba más que la fachada. La impresionante catedral de Ruán, famosa por los cuadros de Monet, era uno de los pocos edificios que habían resultado indemnes. Paul me dirigió hacia una casa que parecía un búnker en una calle estrecha de Ruán, nada que ver con lo que yo me esperaba.
Ayudé a Paul a cruzar el camino de entrada mientras examinaba la casa, que parecía un fortín militar, fría y austera. Estaba diseñada al estilo Bauhaus, otro horror que Alemania había logrado introducir en Francia.
¿Vendrían los vecinos a darle la bienvenida? ¿Creerían que yo era una intrusa? Después de todo, Rena se había criado en esa casa, y Paul y ella vivían juntos allí. ¿Tendrían amigos, otras parejas que los echaban de menos en esa misma calle?
Paul y yo entramos y avanzamos muy despacio por el pasillo hasta el salón. Era una casa oscura, pero las habitaciones estaban decoradas con los luminosos estampados de la Provenza. Pensé en sugerirle a Paul que viviéramos en el apartamento de mi madre, con la preciosa luz que entraba por las mañanas, las paredes paneladas de madera en colores pastel y los muebles que mi madre y yo habíamos encontrado en el Marché aux Puces y otros anticuarios. Mi cómoda Louis XVI. La mesa exterior metálica de fin de siglo que había en la cocina. Mi madre se había vuelto un poco loca con los tejidos de toile de Jouy, pero había quedado bonito. Solo hacía falta limpiar bien el polvo.
Ayudé a Paul a subir las escaleras, dejamos atrás una acogedora habitación pequeñita con paredes forradas de tela amarilla y pasamos al dormitorio principal, donde antes dormían Paul y Rena. La cama era pequeña para un hombre tan alto como Paul y tenía un cobertor acolchado blanco y almohadones de rayas azules y blancas.
Coloqué una silla al lado de la cama y lo observé mientras dormía hasta bien entrada la noche. Horas después me tumbé en el banco acolchado de la ventana y yo también dormí un rato. Antes del amanecer, Paul habló.
—¿Rena?
—No, Paul. Soy Caroline.
—¿Caroline? Tengo mucho frío.
Cogí la manta con la que me había cubierto y lo arropé con ella.
—Creía que estaba en el hospital —explicó.
—No, estás en casa, cariño.
Se durmió antes de que yo tuviera tiempo de acabar la frase.
Me resultó raro preparar la comida en la cocina de Rena: las cazuelas de cobre todavía brillantes, los cajones llenos de trapos de algodón planchados y doblados en montones ordenados. Había poca comida porque en toda Francia costaba encontrar carne y verduras. Al principio improvisé. Con una cartilla de racionamiento, si tenías suerte, podías hacerte con pan y unas cuantas patatas, a veces también unas pocas zanahorias escuálidas, pero la mayor parte del país sobrevivía a base de sopas y tostadas. Después fui a saquear la despensa del apartamento de mi madre y encontré algo tan valioso como el oro: melaza, avena y bolsitas de té. Al final me enteré de que se podía comprar lo que uno quisiera en el mercado negro, aunque pagándolo muy caro.
Cada día le daba a Paul un antiguo remedio familiar que mi bisabuela Woolsey le administraba a los soldados que trató en Gettysburg: un huevo batido con un poco de agua de seltz en una copa de vino. También le preparada otros remedios de los Woolsey, como consomé de carne, ponche de leche y arroz con melaza. Le dije a Paul que eran viejas especialidades de Nueva Inglaterra heredadas de mi familia materna. Gracias a ellas, fue recuperando las fuerzas poco a poco.
—¿Te ayudaría hablarme del campo? —le pregunté una noche.
—No puedo hablar de ello, Caroline. Sé que tienes buena intención…
—Tienes que tratar de hacerlo al menos, Paul. Tal vez podrías empezar por la noche que vinieron aquí a buscarte. Poquito a poco.
Se quedó en silencio un momento.
—Vinieron a por mí sin previo aviso, porque pensaban que podría venirles bien para su causa. Rena estaba enferma, en cama. Tenía gripe. Me llevaron a su cuartel general y me dijeron muy amablemente que querían que grabara unas cosas: propaganda, claro. Pero me negué. Me mantuvieron en París un tiempo y después me enviaron a Drancy. Supongo que volvieron después a por Rena y su padre. Ese fue el principio de sus redadas en busca de judíos.
—¿Cómo sabían que Rena estaba aquí?
—Lo sabían todo. Tal vez por la petición de visado. No sé. Drancy era horrible, Caroline. Les arrancaban los hijos a sus madres.
Paul hundió la cabeza hasta pegar la barbilla al pecho y se apretó la boca con la palma.
—Lo siento, Paul. Quizá esto es demasiado para ti.
—No, tienes razón. Tengo que hablar de ello. No te creerías cómo era el campo… Natzweiler.
—¿En Alsacia? Roger creía que estabas allí.
—Sí, en los Vosgos. Muchos morían solo por el frío y la altitud. Yo fui un cobarde. Rezaba para morir. Construimos parte del campo. Nuevos barracones y… —Intentó darle un sorbo al té, pero volvió a dejar la taza en el platillo—. Mejor que termine la historia después.
—Claro —me apresuré a decir—. ¿No te ayuda contarlo?
—Tal vez.
Arropé a Paul esa noche, feliz de que estuviera haciendo progresos.
La tarde del 8 de mayo me metí hasta los tobillos en el arroyo que había detrás de la casa de Paul para recolectar berros de sus orillas. Disfruté también de las flores de los castaños y las glicinias que empezaban a salir. Unas dedaleras moradas, una flor que en Connecticut tenía que mimar para que sobreviviera, allí salía por todas partes, como mala hierba. Oía a Paul silbando dentro de la casa y eso me hizo sonreír. Los hombres solo silban cuando están contentos. Al menos eso pasaba con mi padre.
De repente dejó de silbar y oí que me llamaba.
—Caroline…
Corrí por la hierba al oírle. ¿Se habría caído? El corazón me iba a mil por hora. Entré corriendo en la cocina, dejando huellas mojadas.
—Está hablando De Gaulle —explicó Paul.
Me encontré a Paul en perfectas condiciones, de pie junto a la radio. Recuperé el aliento, aliviada, justo a tiempo para oír al general De Gaulle anunciar el fin de la guerra en Europa.
¡Honor eterno, para nuestros ejércitos y sus líderes! ¡Honor para nuestra gente, a quienes las terribles pruebas que han tenido que pasar no han logrado reducir ni debilitar! Honor para las Naciones Unidas, que han mezclado su sangre, sus tristezas y su esperanza con las nuestras, y que hoy triunfan con nosotros. ¡Ah! ¡Y viva Francia!
Paul y yo salimos corriendo al jardín delantero y oímos las campanas de la catedral.
—Cuesta creerlo —dije al fin.
Aunque la primera parte de las capitulaciones alemanas se habían firmado en Reims el día anterior, no nos lo creímos del todo hasta que oímos al general De Gaulle por la radio y a nuestros vecinos fuera, tocando los cláxones de sus coches y ondeando la tricolore por las ventanillas.
La guerra en Europa había terminado.
Me puse uno de los pañuelos de mi madre y fui a su apartamento. Abrí las ventanas de par en par, esperando oír la algarabía de la celebración, pero París estaba extrañamente silencioso esa tarde, a pesar de las trascendentales noticias del fin de la guerra. Eso cambió según fueron pasando las horas, porque los jóvenes salieron a llenar parques y plazas.
—Vamos a la Place de la Concorde —sugirió Paul.
—¿Por qué no nos quedamos aquí a oír la radio? —contesté yo—. Puede que las multitudes sean demasiado para ti.
—No soy un inválido, Caroline. Vamos a disfrutar de este momento.
Era un día bonito y cálido y fuimos paseando hasta el Hôtel de Crillon, en la Place de la Concorde. El precioso edificio antiguo se elevaba sobre la plaza, con la tricolore agitándose entre sus columnas. Era todo muy surrealista: celebrar la liberación de Francia en la misma plaza en que guillotinaron al rey Luis XVI.
Cuando empezaron a alargarse las sombras en la plaza, las multitudes crecieron y apareció la policía militar estadounidense entre la gente, con sus cascos blancos, para asegurarse de que se podía entrar y salir de la embajada de Estados Unidos. Nosotros nos abrimos paso entre la gente, entre el sonido de los cánticos y los cláxones, y agitando pañuelos blancos por encima de nuestras cabezas. Nos empujaron y nos obligaron a desplazarnos cuando los jeeps del ejército estadounidense pasaron por allí. Jóvenes franceses, hombres y mujeres, iban subidos a sus estribos, abriendo botellas de champán y tirándole flores a la gente.
Cuando el sol desapareció, se encendieron las luces de la Place de la Concorde por primera vez desde que empezó la guerra. Se oyó un grito que salió de todas las gargantas allí reunidas cuando las Fontaines de la Concorde se iluminaron de nuevo y los peces de las fuentes, sujetos por ninfas marinas de bronce, empezaron a escupir hermosos chorros de agua hacia el cielo nocturno. La gente bailaba en la fuente completamente vestida, empapada hasta los huesos, loca de alegría porque París hubiera vuelto a ser lo que era.
A Paul se le cayó el pañuelo y una adolescente se agachó a recogerlo.
—Aquí tiene —dijo la chica—. Durante un segundo me ha parecido que usted era Paul Rodierre.
—Lo es —confirmé.
La chica se alejó bailando.
—Sí, ya, qué gracioso —dijo mirando por encima del hombro.
—No sabe lo que dice —intenté convencer a Paul, pero él sabía la verdad. Ya no era más que una sombra de su anterior yo.
Paul pareció perder toda la energía después de eso y nada más atardecer volvimos a casa. Mientras conducía hacia Ruán, empezaron a verse los fuegos artificiales sobre el Sena.
Cuando llegamos a casa, nos pusimos ropa cómoda: yo unos pantalones de tela suave y una camisa grande, y Paul su pijama de franela favorito de color marfil. Parecía retraído y más cansado de lo normal. Se sentó a la mesa de la cocina, encorvado, mientras yo preparaba la cena.
—¿Estás triste porque Rena no está aquí? —pregunté.
—No me ayuda que saques el tema. Ahora mismo parece que no puedes evitar intentar ser ella.
—No es eso lo que hago —repuse.
—Cocinas sus recetas, te vistes como ella. No lo hagas, por favor.
—¿Eso lo dices porque hoy me he puesto un pañuelo? —Quise saber.
—Relájate y hagamos que sea como en Nueva York.
—Fue la época más feliz de mi vida —confesé.
Era cierto. Habíamos tenido nuestras diferencias, pero desde que dejé de ocuparme de la medicación y la rutina de ejercicios de Paul, nuestra relación se había ido reforzando cada día. Además, gracias a los remedios de la familia Woolsey, Paul estaba empezando a engordar por fin.
—¿Entonces por qué no te mudas aquí? Definitivamente, quiero decir.
—Oh, no sé, Paul. Me ayudaría saber lo que tú sientes.
—Estoy loco por ti.
—¿Y eso por qué?
Paul pensó un momento.
—Eres muy trabajadora. Y eso lo respeto.
—¿Y eso es todo?
—Y me gusta la forma en que hablas francés, con tu acento americano. Es tremendamente sexy.
—Pero sin duda eso no es…
—Nunca me canso de estar contigo.
Se levantó y vino a mi lado, junto al fregadero.
—Me gustan tus imperfecciones. Tu sonrisa asimétrica.
Me toqué los labios. ¿Asimétrica?
—Y que no llevas un bolso gigante en el que siempre estás buscando algo.
Me tomó la mano.
—Me gusta que te pongas mi ropa. —Me desabrochó un botón del pecho—. Y tu piel blanca. Tan suave por todas partes… He pensado mucho en ella mientras estaba lejos.
Me rodeó la cintura con los brazos.
—Pero lo que más me gusta de ti es…
—¿Sí?
—Tu forma de besar. A veces creo que no me voy a recuperar cuando me besas. Es como ir a otro lugar.
Paul me apartó la camisa y me besó el cuello.
Sonreí.
—Es curioso, pero hay una palabra que nunca dices.
Paul se apartó.
—¿Por qué los estadounidenses necesitáis que se diga absolutamente todo? Le decís «te quiero» a todo el mundo, hasta al basurero.
—Creo que esa frase se inventó aquí.
—Si eso es lo que necesitas… Te quiero. No puedo imaginar mi vida sin ti. Trae tus cosas, tu ropa, tus libros. Convirtamos esta casa en un hogar para los dos.
—¿No tienes intención de volver a Nueva York?
Era maravilloso solo imaginárselo, estar con Paul para siempre.
—Sí. Pero que esta sea tu casa. Siempre podemos ir a Nueva York de visita. Y tu madre puede venirse a vivir aquí. Ya tenéis el apartamento.
—Echaré de menos el consulado, pero Roger tiene a Pia.
—Sí, así es.
—Me quedaré, claro —acepté.
—Bien —dijo Paul con una sonrisa.
Verlo sonreír de nuevo era como una medicina.
¿Era demasiado tarde para tener un hijo juntos? Yo ya tenía más de cuarenta. Pero siempre podríamos adoptar. En mi maleta guardaba una carpeta llena de preciosos bebés franceses que necesitaban un hogar. Tendríamos una familia de verdad. Y mi madre estaría encantada de poder celebrar una boda, por fin. Roger le había conseguido un visado y ya estaba de camino a París para visitarnos. Podría contárselo en persona.
—¿Y por qué no empezamos ya, desde esta noche? —propuso.
—Voy a por mis cosas.
¿De verdad estaba pasando? ¿Tenía medias de seda en el apartamento de mi madre?
—No te traigas maquillaje —pidió Paul—. Estás perfecta como estás.
—¿Ni siquiera pintalabios?
—Vete ya. Yo acabo la cena.
—No, Paul, por favor —supliqué—. El doctor Bedreaux dijo…
Paul se levantó y fue hasta la encimera. Sacó de un cuenco unas cuantas patatas nuevas oscuras, del color de las violetas. ¿Sería demasiado para él hacer la cena?
—No digas ni una palabra más o corres el riesgo de que cambie de idea —advirtió.
Cogí mi bolso.
—Nietzsche dijo que una dieta en la que predominan las patatas lleva al alcoholismo.
—Bien. Pues tráete una botella del vino de tu madre. Estamos de celebración.
En el viaje de casi dos horas en coche hasta París hice mentalmente una lista de las cosas que tenía que llevarme: pantalones pirata, medias de seda, la lencería nueva. Y al final iba a necesitar un permiso de conducir francés en regla.
En el apartamento eché las cortinas, llené una maleta y salí. Cuando estaba cerrando la puerta, oí que sonaba el teléfono de la cocina y, por primera vez en mi vida, lo ignoré. Si era mi madre, necesitaba un poco de tiempo antes de contarle toda la historia.
En el viaje de vuelta paré en nuestro mercado favorito y encontré una baguette pequeña y, aunque daba un poco de pena, me pareció un buen augurio. Volví a parar para echarle madera al motor y después me dirigí directa a Ruán, con las ventanillas abiertas y la radio del coche con el volumen alto, por la que sonaba Léo Marjane cantando Alone Tonight.
I am alone tonight, with my dreams…
Todos los periódicos cargaban contra el cantante de cabaré por haber aceptado entretener a los nazis durante la ocupación y haberlo hecho con demasiado entusiasmo, pero ninguna canción hablaba de la guerra como aquella. Me puse a cantar.
I am alone tonight, without your love…
Era maravilloso no estar sola por una vez en la vida. Las canciones tristes no lo son tanto cuando tienes a alguien que te quiere. Entré en la calle de la casa de Paul cantando, desatada. ¿A quién le importaba lo que pensaran los vecinos?
Tomé la curva y vi una ambulancia blanca aparcada en la acera delante de la casa de Paul, con el motor en marcha.
El tiempo se detuvo. ¿Estaría aparcada en la casa equivocada? Me acerqué y vi a una enfermera en la puerta principal, con una capa azul marino sobre el uniforme blanco.
Dios mío. Paul.
Apenas detuve el coche, salí de un salto. Corrí por el camino.
—¿Paul está herido? —pregunté con la respiración muy agitada.
—Venga rápido —dijo la enfermera, y entré en la casa tras ella.