10

Caroline

1939-1940

Busqué mi ropa a tientas en el dormitorio a oscuras. Encontré la combinación y me la puse, después me topé con la chaqueta de terciopelo de Paul y me cubrí como pude con ella. Sentí el raso fresco en los brazos desnudos. ¿Quién estaría llamando así a la puerta del apartamento?

—Quédate aquí, Paul. Voy a ver quién es.

Él se apoyó sobre mi almohada de raso rosa, con los dedos entrelazados detrás de la cabeza y una sonrisa de gato de Cheshire muy blanca en la penumbra. ¿Le parecía divertida la situación? ¿Y si era mi madre? ¿Qué le iba a decir? ¿Tengo al hombre más guapo del mundo en mi cama, medio desnudo? Pero mi madre tenía llave. ¿Se le habría olvidado?

Recorrí el pasillo. ¿Quién estaría montando ese escándalo? Crucé el salón a oscuras. En la chimenea todavía chisporroteaban unas ascuas naranjas.

—Caroline —dijo una voz desde el otro lado de la puerta—. Necesito verte.

Era David Stockwell.

Me acerqué y puse una mano sobre la puerta lacada. David la golpeó con tanta fuerza que vibró bajo mis dedos.

—¿Qué haces aquí, David? —pregunté desde el otro lado.

—Ábreme. Es importante.

Aunque nos separaban casi trece centímetros de roble, me di cuenta de que había bebido.

—No estoy vestida.

—Necesito hablar contigo, Caroline. Solo será un momento.

—Vuelve mañana, David.

—Es acerca de tu madre. Necesito hablar contigo, es muy urgente.

Ya me había enfrentado antes a esas situaciones que David decía que eran «muy urgentes», pero no podía arriesgarme.

Encendí la luz del vestíbulo y abrí la puerta. Me encontré a David con un traje de etiqueta arrugado, apoyado en el marco de la puerta. Pasó a mi lado para entrar al vestíbulo con paso vacilante. Yo me cerré la chaqueta de Paul para ocultar lo indecente que iba.

—Ya era hora —exclamó David—. Dios mío, Caroline, pero ¿qué llevas puesto?

—¿Cómo has conseguido que el portero te deje pasar?

David me cogió por los hombros.

—No te enfades conmigo, por favor, Caroline. Pero qué bien hueles…

Lo empujé para intentar apartarlo.

—David, para. ¿Qué le pasa a mi madre?

Tiró de mí hacia él y me dio un beso en el cuello.

—Te echo de menos, C. He cometido un terrible…

—Apestas a alcohol, David.

Intenté zafarme, pero no pude conseguirlo antes de que apareciera Paul detrás de mí, vestido solo con los calzoncillos y la camisa, que se había puesto apresuradamente. Incluso bajo la inmisericorde luz cenital, Paul estaba estupendo: la camisa abierta y una mancha de mi pintalabios en la tirilla del cuello.

—¿Necesitas ayuda, Caroline? —preguntó.

David, que estaba como una cuba, levantó la cabeza al oír la voz de Paul.

—¿Quién es este? —preguntó David como si tuviera delante una aparición.

—Paul Rodierre. Te lo he presentado esta mañana, en el parque.

—Oh —exclamó David y se irguió—. ¿Y qué va a pensar tu madre si…?

Lo agarré del brazo.

—David, tienes que irte.

Él me cogió la mano.

—Ven conmigo, C. Hasta mi madre te echa de menos.

Lo dudaba mucho. La señora Stockwell seguía refiriéndose a mí siempre como «la actriz», a pesar de que me conocía perfectamente desde hacía años.

—No me llames así, David. Además, estás casado, ¿te acuerdas? «La boda de la década» la denominaron los periódicos.

Miró a Paul como si se le hubiera olvidado que estaba allí.

—Por Dios, hombre, póngase algo.

David acercó su cara a la mía. Tenía los ojos azules inyectados en sangre.

—Caroline, no puedes pensar que este hombre es bueno para ti…

—Tú no tienes nada que decir en lo que respecta a mi vida, David. Perdiste ese derecho cuando hincaste una rodilla en el suelo delante de todos en el Badminton Club. ¿Tenías que pedirle matrimonio en el club de mi padre? Fue él quien consiguió que aceptaran al tuyo como miembro.

Paul regresó al dormitorio. Con suerte habría vuelto a la cama, a esperarme.

—Era un sitio que tenía significado para nosotros. Sally y yo ganamos los dobles mixtos allí.

La noticia del triunfo en el bádminton de Sally y David salió en The Sun y también la pregonaron a los cuatro vientos personas como Jinx Whitney, mi némesis en la escuela Chapin. A mí nunca me gustó el Badminton Club, ni siquiera cuando mi padre vivía. Nadie se podía tomar en serio un club que tenía un volante de bádminton en su escudo.

Paul apareció de nuevo en el vestíbulo, esta vez con la camisa abrochada y los pantalones puestos.

—Creo que será mejor que vosotros dos acabéis esta conversación en otro momento —comentó mientras se ponía el abrigo.

—¿Te vas? —pregunté intentando no sonar desesperada.

—David necesita que lo acompañen a la puerta y yo tengo que levantarme pronto para ensayar mañana. —Se acercó y me dio un beso en una mejilla. Mientras me besaba en la otra yo aproveché para inhalar su olor. Entonces oí que me murmuraba al oído—. El berenjena es tu color.

Paul sacó a rastras por la puerta y por las escaleras a nuestro invitado inesperado, que no dejaba de protestar y soltar todo su repertorio de maldiciones. Fue doloroso ver marcharse a Paul. Mi virtud seguía intacta, pero ¿sería esa mi última oportunidad? Al menos no era mi madre quien había aparecido en la puerta.


Conseguí soportar las vacaciones de Navidad porque pasé con Paul más tiempo de lo que era recomendable. Escuchamos mucho jazz en Harlem, el uno junto al otro, los dos iluminados por las luces de las velas. Por esa época él tenía un compañero de habitación, un secundario del elenco de Las calles de París, y mi madre ya había vuelto a Nueva York, así que no teníamos un lugar donde estar a solas. Vi la obra de Paul siete veces y pude contemplar a toda la compañía de cien integrantes demostrar sus habilidades. Además de representar un papel protagonista, Paul cantaba y bailaba en la obra, una prueba de su amplia variedad de registros. ¿Qué no sabía hacer ese hombre? El cartel de la obra anunciaba que el reparto incluía 50 BELLEZAS PARISINAS. Con toda esa compañía femenina alrededor, era un misterio por qué Paul prefería pasar su tiempo libre conmigo.


Las cosas en el consulado se pusieron insoportablemente tensas en la primavera de 1940. Para entonces podría decirse que casi vivía en mi despacho. Cuando Hitler invadió Dinamarca y Noruega el 9 de abril, el consulado se vio afectado por una nueva oleada de pánico y el mundo se preparó para lo peor.

Un frío día de finales de abril, Paul me pidió que nos viéramos después del trabajo en la terraza de observación que había en lo más alto del RCA Building. Me dijo que quería pedirme algo. ¿Qué sería? Ya me había ofrecido a firmar que respondía por Rena para su visado, así que no podía ser eso. Estuve pensando en ello todo el día. Muchas veces quedábamos en ese lugar para mirar las estrellas con el telescopio, pero tenía la sensación de que esta vez quería hablar conmigo de algo que no tenía nada que ver con la Osa Menor. Había dejado caer que podríamos coprotagonizar algo. ¿Tal vez una obra de un solo acto? ¿Algo fuera del circuito de Broadway? Me lo pensaría, claro.

Subí a la terraza temprano, como siempre, y esperé.

Cerca de mí, tres enfermeras estaban acurrucadas en las sillas de madera tipo Adirondack que había en medio de la terraza. Después se pusieron a hacerse fotos las unas a las otras delante de un cartel que decía: UN RECUERDO DE TU VISITA. HAZTE UNA FOTO EN LA TERRAZA DE OBSERVACIÓN DEL RCA. Solo una barandilla de unos centímetros de alto nos separaba del borde, así que todo Manhattan estaba a nuestros pies, con el East River al este y Central Park al norte, como una alfombra de Saruk marrón e irregular que alguien hubiera desenrollado en medio de Manhattan. Al sur se elevaba el Empire Estate y al oeste los muelles de la calle Cincuenta que se introducían en el Hudson, rodeados de barcos que esperaban su turno para levar anclas. Debajo de nosotros llamaba la atención el cartel de Macy’s que, pintado de blanco sobre el tejado oscuro, destacaba en medio del ocaso creciente: MACY’S. AHORRAR ES INTELIGENTE.

Paul llegó con un ramito de lirios del valle en la mano.

—No es la fecha correcta, pero espero que no te importe.

Se refería a la tradición de regalarles lirios del valle a tus seres queridos el 1 de mayo. Agarré los tallos verde esmeralda e inhalé su dulce aroma.

—Con suerte, el próximo 1 de mayo estaremos juntos en París —dijo a continuación.

Me metí el ramito en el escote del vestido y noté los tallos fríos contra el pecho.

—Bueno, Nueva York está precioso en mayo…

Pero no terminé la frase. ¿Cómo no me había dado cuenta? Iba vestido más formal de lo habitual, con un pañuelo de seda rojo en el bolsillo de la chaqueta azul marino. ¿Se iba?

—Vas muy chic —comenté—. Hoy no llevas franela blanca. Algunas personas se visten así para viajar.

Era demasiado tarde para suplicarle que se quedara. ¿Por qué no se lo habría dicho antes?

Paul señaló hacia el puerto.

—Voy a coger el Gripsholm. Salimos a las siete y media.

Los ojos se me llenaron de lágrimas.

—¿Un barco sueco?

—He conseguido pasaje en un viaje de la Cruz Roja Internacional, gracias a Roger. Gotemburgo y después Francia. Te lo habría dicho antes, pero acabo de enterarme.

—No puedes irte ahora. ¿Y los submarinos y los aviones? No es seguro. Vais a ser un blanco fácil. ¿Y el visado de Rena?

—Roger dice que puede pasar otro mes antes de que sepamos algo.

—Tal vez si Roger llama a Washington…

—No va a haber un milagro de última hora, C. Las cosas se están poniendo peor.

—Pero yo necesito que te quedes. ¿Eso no importa?

—Estoy intentando hacer lo correcto, Caroline. Y no es fácil.

—¿Y por qué no esperar y ver cómo van las cosas?

—Roger me ha dicho que lo seguirá intentando. Será más fácil conseguirlo desde allí, pero para eso tengo que irme. La mitad de la familia de Rena ya ha dejado París.

Apoyé la mejilla en su abrigo.

—Todavía la quieres…

—No es por eso, Caroline. Me quedaría aquí contigo si pudiera, pero ¿cómo me voy a quedar sentado en mi suite del Waldorf mientras en casa se desata un infierno? Tú no lo harías.

¿De verdad se iba? Seguro que no era más que una broma. Nos reiríamos de ello y después nos iríamos a la cafetería Automat a tomar tarta.

El sol se fue y la temperatura se desplomó. Paul me estrechó entre sus brazos; su calor era lo único que necesitaba para permanecer caliente. Aunque estábamos a setenta pisos de altura, podíamos distinguir los barcos atracados en la calle Cincuenta. El Normandie seguía en su lugar. También el Île de France. Solo el Gripsholm estaba listo para salir, con la bandera sueca ondeando en el mástil. El viento arrastraba río arriba el leve humo que salía de sus chimeneas.

Miré hacia el este. La mitad del Atlántico iba a ser la parte más peligrosa del viaje, porque era el área más amplia sin cobertura aérea. Incluso en esa fase tan temprana de la guerra, los submarinos alemanes ya habían hundido varios barcos aliados en el Atlántico para evitar que llegaran suministros a Inglaterra. Me imaginé a los submarinos alemanes allí, a la espera, suspendidos en el agua como barracudas.

Paul me cogió las manos entre las suyas.

—Pero lo que yo quería preguntarte es: ¿vendrás a París cuando todo esto pase?

Me aparté de él.

—Oh, Paul, no lo sé.

En mi mente apareció una imagen de nosotros dos en el restaurante Les Deux Magots de Saint-Germain-des-Prés sentados en la mesa de un café bajo el toldo verde, con un café viennois para él y un café crème para mí, viendo pasar la vida parisina. Cuando el sol se escondiera, un poco de coñac Hennessy. Tal vez champán y una tartaleta de frambuesas mientras hablábamos de su carrera teatral. Nuestra obra de un único acto.

—¿Qué dirá Rena?

Él sonrió.

—Rena estará encantada. Tal vez se venga con nosotros y su novio.

El viento me azotó las mejillas y me levantó el pelo, que nos envolvió a los dos. Él me besó.

—Prométeme que vendrás. Lo que más me duele es dejarte aquí con tu virtud intacta. —Sonrió y me rodeó la cintura con las manos—. Eso hay que subsanarlo.

—Sí, claro, pero solo si me escribes cartas. Largas cartas, con muchas noticias, en las que me cuentes cómo pasas cada minuto del día.

—No se me da nada bien escribir, pero haré lo que pueda.

Me besó otra vez, sus labios cálidos sobre los míos. Perdí toda noción del tiempo y el espacio y me quedé allí, en la cima del mundo, suspendida, hasta que Paul me soltó, dejándome aturdida y desubicada.

—¿Me acompañas a la puerta?

—Prefiero quedarme aquí.

Vete ya. No me lo pongas más difícil, pensé.

Fue hasta la puerta de la terraza, se volvió y se despidió con la mano.

No sé cuánto tiempo me quedé allí, apoyada en la barandilla, contemplando el atardecer. Me imaginé a Paul llegando al enorme barco en un taxi. ¿Le molestaría que la gente le pidiera un autógrafo? No, le molestaría más que no lo hiciera. ¿Los suecos conocerían a Paul? No iba a haber obra de un único acto para nosotros. Al menos en un futuro cercano.

—Vamos a cerrar —me dijo el guarda desde la puerta.

Vino hasta donde yo estaba, junto a la barandilla.

—¿Adónde ha ido su novio, señorita?

—De vuelta a casa, a Francia —respondí.

—Conque a Francia, ¿eh? Espero que llegue sano y salvo.

Los dos miramos hacia el Atlántico.

—Yo también —confesé.


La mañana del 10 de mayo fue como cualquier otra. A las diez ya se oía que la recepción estaba llena. Antes de la avalancha me entretuve ordenando los cajones de mi escritorio (cualquier cosa para no pensar en Paul).

—Más postales de tus amigas por correspondencia —anunció Pia soltando un montón de correo sobre mi mesa—. Y deja de birlarme los cigarrillos.

Era un día de mayo precioso, pero ni la brisa suave que agitaba los olmos que había al otro lado de mi ventana podía animarme esa mañana de lunes. Los días más bonitos eran los que más me costaban, porque no podía compartirlos con Paul. Revisé el correo, deseando que hubiera una carta suya. Estaba claro que las posibilidades de que sucediera eran escasas, porque el correo que llegaba por transatlántico tardaba al menos una semana por trayecto, pero yo lo busqué de todas formas, como un sabueso que olisquea en busca del zorro.

—Pero ¿es que lees mi correo? —acusé a Pia.

—Son postales, Caroline. Medio mundo las lee, aunque solo si tiene curiosidad por lo que pasa en un orfanato francés.

Miré las postales. Château de Chaumont. Château Masgelier. Villa La Chesnaie. Esas mansiones francesas que un día fueran grandiosas se habían convertido en orfanatos. Me escribían postales para confirmar que habían recibido los paquetes de ayuda que yo les enviaba. Esperaba que algo de lo que enviaba, bien envuelto con papel marrón (jabón de dulce aroma, un par de calcetines limpios, unos caramelos y un par de prendas hechas a mano por mi madre), sirviera para alegrarle la vida a algún niño.

Me levanté y pinché las postales en mi corcho, que ya estaba lleno de fotos de niños franceses. Un ángel de pelo oscuro tenía en las manos un cartel que ponía: MERCI BEAUCOUP, CAROLINE! Otros niños posaban bajo un tilo en una clase de manualidades al aire libre, un niño frente a un lienzo y el resto en sillas plegables, organizados por grupos de edad, haciendo como que leían unos libros.

Supuse que esa foto la había tomado madame Bertillion, una mujer muy amable a juzgar por lo que me escribía, que era la directora del Saint-Philippe, un orfanato situado en Meudon, al sudoeste de París. Me había hecho amiga suya por carta y esperaba con ilusión sus respuestas, que estaban llenas de encantadoras anécdotas sobre los niños y cuánto apreciaban mis paquetes. Había una carta suya en la pila que incluía un dibujo con pinturas de cera de Saint-Philippe, con la imponente fachada de piedra coloreada de amarillo limón y un humo que salía de la chimenea que parecía el glaseado de una magdalena. Lo pinché en el corcho también.

¿Cómo sería adoptar a uno de esos niños? ¿Un niño? ¿Una niña? Nuestra finca en Connecticut, que nosotras llamábamos The Hay, era un verdadero paraíso para los niños. Mi madre aún conservaba mi casita de juegos infantil en medio del prado, que tenía su propia estufa de leña. Adoptar a un niño me serviría para tener a alguien a quien poder legárselo todo. La copa ornamental con dos asas de la bisabuela Woolsey. Nuestra preciosa mesa con patas de pato. La plata de mamá. Pero aparté la idea de mi mente, porque yo no me sentía capaz de criar a un hijo sola. Conocía muy bien las dificultades de crecer sin un padre y el doloroso vacío que mi madre había intentado llenar por todos los medios. También sabía cómo era fingir que estabas enferma todos los días de padres e hijas en el colegio, o echarte a llorar al ver a una hija cogida de la mano de su padre por la calle. Y nunca me había abandonado el dolor corrosivo por no haberme despedido.

Al final de la pila de correo encontré una carta escrita con una letra muy bonita en el típico papel cebolla que se usaba para el correo aéreo. En el matasellos ponía: «Ruán». Paul.

Con lo bien que conocía a Paul, ¿cómo es que nunca había visto su letra? La que vi en la carta le pegaba.

Querida Caroline:

 

He decidido escribirte nada más llegar porque, como dices a menudo, lo de esperar no es tu fuerte. Aquí están pasando muchas cosas. Ruán se ha salvado bastante de este simulacro de guerra, pero muchos se han ido, entre ellos nuestros vecinos, que anoche se fueron caminando por la carretera, llevándose a su abuela metida en un cochecito de bebé. El resto solo podemos esperar y desear que todo se arregle. Estoy en negociaciones para empezar una nueva obra en París, Bien está lo que bien acaba, ¿te lo puedes creer? Shakespeare. Quiero pensar que es gracias a la buena influencia que ejerces sobre mí.

Rena va a tener que cerrar la tienda. Hay poca tela y artículos de mercería disponibles. Pero a ella no le importa. Su padre ha cogido la costumbre de fumar hojas de girasol, porque no hay forma de encontrar tabaco.

Espero que consideres esto una carta con muchas noticias, porque tengo que dejarte ya para poder llegar a la valija de la embajada. Recuérdale a Roger lo de nuestro visado. Me acuerdo mucho de ti y te veo ahí, en tu trabajo. No dejes que Roger te intimide. Ya sabes que te necesita.

Con mucho amor. Hasta la próxima.

Paul

 

PD: Anoche soñé que te veía en el escenario, aquí, en París, en una versión muy picante de El sueño de una noche de verano. Hacías el papel de ángel. ¿Podría significar algo relacionado con tu carrera de actriz? ¿O es simplemente que te echo de menos? Mis sueños siempre se hacen realidad.

Paul había llegado a casa, a Ruán, a pesar de los submarinos. Al menos estaba a salvo.

Para ser un hombre tan hablador, me había escrito una carta muy breve, pero eso era mejor que nada. ¿Una nueva obra? Tal vez las cosas se calmaran en Francia. Quizá los productores franceses sabían más de la situación que nosotros, a medio mundo de distancia. ¡Y ese sueño! Sí que me echaba mucho de menos.

Encontré un ejemplar del 23 de abril de Le Petit Parisien, uno de los muchos periódicos franceses que le traían por valija a Roger. Estaba un poco desfasado, pero era importantísimo por las noticias que traía. El titular principal decía: «¡El Reich en Escandinavia! Las tropas británicas luchan por tierra y por mar. Un éxito considerable en la guerra en Noruega, a pesar de las enormes dificultades». Mi humor mejoró al leer esas buenas noticias. Estados Unidos seguía evitando participar en la guerra, pero los británicos estaban aguantando bien, a pesar de los horribles bombardeos de la Luftwaffe. Tal vez Francia lograra escapar de Hitler después de todo.

Ojeé la página de espectáculos de teatro. ¿Alguna noticia sobre el nuevo proyecto de Paul? No encontré nada sobre Shakespeare, pero sí me topé con un pequeño anuncio de la tienda de Rena, un sencillo cuadro negro con un borde que parecía una hilera de perlas: LES JOLIES HOSES. LINGERIE ET SOUS-VÊTEMENTS POUR LA FEMME DE DISCERNEMENT. ¿Lencería y ropa interior para la mujer con criterio?

Roger apareció en el umbral de mi despacho, con la corbata torcida y una mancha de café en la camisa que podría servir para hacer un test de Rorschach.

—Malas noticias, C. Hitler ha atacado Francia, Luxemburgo, los Países Bajos y Bélgica a la vez. Acaba de salir en las noticias. Creo que las cosas se van a poner complicadas.

Me levanté y fui tras él. Roger no paraba de caminar de un lado para otro de su despacho.

—Dios mío, Roger. ¿Has llamado a París?

El ventilador oscilante que había en la ventana refrescaba primero un lado de la habitación y después el otro. El lazo rojo que alguien le había atado ondeaba como una diminuta bandera nazi.

—Los teléfonos no funcionan —explicó Roger—. Lo único que podemos hacer es esperar.

Nunca antes había visto a Roger asustado.

—¿Y la Línea Maginot?

—Parece que Hitler la ha rodeado y ha pasado por encima y por debajo. Ha aparecido en medio de Bélgica.

—¿Y qué va a hacer Roosevelt?

—Nada, seguramente. No le queda más remedio que reconocer al gobierno que represente a Francia, sea cual sea.

Pia apareció en la puerta de Roger, con los auriculares de cifrado al cuello.

—He intentado llamar a mi padre en París, pero no puedo contactar con él. Tengo que ir a casa.

—Ahora no puedes ir a ninguna parte, Pia —aseguró Roger.

—Pero no puedo quedarme aquí.

—No seas ridícula, Pia —la amonesté—. No puedes irte así, de repente.

Pia se quedó de pie, con los brazos caídos junto a los costados y llorando con grandes sollozos. Yo me acerqué y la abracé.

—Todo va a salir bien, querida —aseguré.

Para mi enorme sorpresa, ella también me abrazó.


El 14 de junio de 1940 los alemanes invadieron París y ocho días después Francia se rindió.

Pia y yo escuchamos desde el despacho de Roger los informes de la radio que hablaban de que los nazis marchaban por delante del Arco del Triunfo. Dividieron Francia en dos zonas, la zona norte, ocupada por los soldados alemanes de la Wehrmacht, conocida como zona ocupada, y la llamada zona libre en el sur. El mariscal Philippe Pétain estaba al frente de la nueva República Francesa, denominada Régimen de Vichy, en la zona libre del sur, que la mayoría consideraban como un estado títere de los nazis.

—¿Y qué va a pasar con nuestra oficina? —preguntó Pia.

—No lo sé —confesó Roger—. Por ahora seguiremos con lo nuestro. Y haremos todo lo que podamos por la gente que tenemos aquí. No consigo contactar por teléfono con París.

—¿No pueden ayudarnos los británicos?

—Ya lo han hecho —explicó Roger—. Acaban de compartir conmigo los informes sobre la actividad de los bombarderos alemanes en el Canal de la Mancha.

Teníamos suerte de que Roger tuviera buena relación con lo que Pia llamaba «sus amigos espías británicos», nuestros vecinos en el International and British Buildings del Rockefeller Center, que eran especialmente generosos con su información clasificada.

Sonó el teléfono de la línea personal de Roger y Pia lo cogió.

—Oficina de Roger Fortier. Oh, sí. Sí, está aquí. Espere un momento.

Pia me tendió el teléfono.

—Es Paul.

—¿Cómo ha conseguido llamar? —preguntó Roger.

Cogí el teléfono.

—¿Paul?

Casi no podía respirar.

—Solo tengo un minuto —dijo Paul.

Paul.

Su voz sonaba tan clara como si estuviera en la habitación de al lado. Me tapé la otra oreja con un dedo. ¿De verdad era él?

—Caroline. Qué maravilla oír tu voz.

—Dios mío, Paul. Acabamos de enterarnos. ¿Cómo has conseguido contactar?

—Un amigo que tengo en la embajada me ha dejado llamar. No te puedes imaginar la locura que estamos viviendo. Solo es cuestión de tiempo que Hitler llegue hasta aquí.

—Puedo pedirle a Roger que acelere los visados.

—No sé, Caroline. Aquí está todo bloqueado.

—¿Qué otra cosa necesitas?

—Tengo que hablar rápido. Solo quiero que tú… —Oí unos chasquidos en la línea—. ¿Caroline? ¿Estás ahí?

—Paul, sigo aquí.

—¿Caroline?

—No me dejes, Paul.

Y la línea se cortó.

Me quedé unos segundos escuchando el tono de la línea y después colgué el auricular. Todos nos quedamos esperando a que el teléfono volviera a sonar. Roger y Pia se quedaron mirándome, con los brazos extendidos a lo largo de los costados. Ya había visto esas miradas antes. Lástima. Como cuando murió mi padre.

—Si consigue contactar de nuevo, te lo paso inmediatamente —prometió Pia.

Y yo volví a mi despacho con la terrible sensación de que esa había sido mi última conversación con Paul.