30

Caroline

1945

A la mañana siguiente me desperté con hambre, porque lo único que tenía en el estómago era arrepentimiento. Era increíble la facilidad con que se había desbaratado mi vida. No dejaba de darle vueltas a la palabra francesa dépaysement: esa sensación de desorientación que se siente cuando te ves obligado a hacer un gran cambio. Mi madre se había dado una buena paliza limpiando el polvo, pero de repente el apartamento parecía especialmente descuidado: las ventanas necesitaban una buena limpieza también y el cable del teléfono estaba enmarañado. La solución de mi madre a mi situación fue obligarme a comer unos huevos, como si fuera un ganso que ceban para producir foie gras. Mientras comía sus huevos escalfados, le conté mi situación.

—¿Oíste la conversación que tuve con Rena?

—Solo algunos trozos. Parece una muchacha adorable.

—Supongo que sí. Pero no va a renunciar a Paul.

—Eso es un problema.

—La verdad es que no. ¿No es obvio? Él aún la quiere.

Mi madre cascó otro huevo y lo echó en el agua hirviendo.

—¿Y cómo lo sabes? No contestas al teléfono. Y Paul estuvo una hora pegado al timbre de la puerta anoche, pobre hombre.

—Estuvo cinco minutos, mamá, no exageres.

—Pero es una pena, en realidad. En otras circunstancias Rena y tú podríais haber sido buenas amigas.

—Ya tengo bastantes amigas, mamá, gracias.

—Bueno, pues no puedes darle la espalda a toda esta historia, cariño.

—Yo nunca voy a tener un hijo propio.

—Pero eso no significa que esté bien abandonar a su suerte a la suya. Antes de que te des cuenta te estarás preguntando…

—En resumen, mamá, que crees que debería intentar encontrar a su hija.

Ella me echó otro huevo en el plato.

—Bueno, sería de buena cristiana hacerlo.

—Esta mañana no me siento muy cristiana, me temo.

—Pues échate un poco de agua fría en la cara. Seguro que te ayuda.

¿Por qué la solución de mi madre a cualquier problema era un poco de agua fría? Solo llevaba un día en el apartamento conmigo y ya me parecía una eternidad. ¿Iba a poder soportarla toda la semana? Pronto empezarían a pasarse por allí sus amigas. ¿Iba a tener que aguantar sus miradas de lástima?


Al final entré en razón y me puse a buscar a la niña, aunque solo fuera para dejar atrás todo el asunto. Y bueno, también un poco para escapar del apartamento, porque mi madre iba a celebrar un homenaje a T. S. Eliot y el año que pasó en París, y los invitados tenían que ir disfrazados. Entre ellos estarían algunos de los amigos de mi madre. Aunque yo no había sido capaz de mantener a mi lado ni un solo admirador masculino, mi madre, solo pasadas unas semanas de su llegada a París, ya había conseguido atraer a una bandada de hombres devotos, la mayoría franceses mayores con boinas y expatriados estadounidenses. Se sentaban en nuestro salón a tomar el té y contemplar a mi madre siendo mi madre, felices simplemente de estar en su órbita.

Encontrar a una niña sin nombre en la Francia de la posguerra no era un proceso fácil, pero ya casi sin opciones y tras varios callejones sin salida, conseguí una pista que me llevó al orfanato de Saint-Philippe, en Meudon, uno de los muchos a los que les enviaba paquetes con productos básicos desde el consulado y uno de los que estaban recibiendo a niños desplazados por la guerra que habían sido recogidos en pisos francos, colegios y châteaux en ruinas de toda Francia, sobre todo del sur. Estaba al sudoeste de París, en una impresionante mansión antigua de piedra con su propia iglesia románica. Su ubicación recordaba al monte Olimpo, porque estaba en lo alto de una colina cuya cumbre estaba oculta entre las nubes el día que yo fui.

Tuve que caminar bajo la lluvia cálida, porque se me había olvidado el paraguas, y subir unos cuantos escalones cubiertos de musgo. Intenté no pensar en lo que pasaría si encontraba a la niña. Sería oficialmente el fin de nuestra relación, a pesar de lo que Paul y yo tuvimos alguna vez. Según parecía, todavía estaba enamorado de Rena, después de todo. Al menos lo suficiente para haberle dado una hija.

La oficina del orfanato estaba llena de gente que había ido hasta allí con misiones similares a la mía. Los que habían tenido la precaución de llevar paraguas los sostenían a su lado, como murciélagos mojados, porque no había paragüero en la puerta. Un teléfono no paraba de sonar, pero nadie contestaba, y había cajas de cartón apiladas en un rincón. En la mesa había montones de pañales blancos, que parecían láminas de un milhojas, y los imperdibles para sujetarlos estaban desperdigados por la superficie.

La multitud se disgregó un poco y un hombre pasó con un niño llorando en brazos, envuelto en una tela. Llegó a la mesa y se lo tendió a la persona que estaba detrás, como si fuera una bomba a punto de estallar.

—Una abuela me acaba de dar esto.

La propietaria, que era quien estaba tras la mesa, cogió al niño. Era una mujer con cara aguileña toda vestida de negro, a excepción de un cuello blanco de fino encaje. Colocó al niño en su hatillo sobre la mesa y desenvolvió las capas de tela. Cuando levantó la vista vi que tenía unas medias lunas oscuras bajo los ojos.

—Es un niño. Nosotros solo aceptamos niñas.

Pero el hombre ya estaba saliendo por la puerta.

—¡Guillaume! —llamó ella mientras volvía a arropar al bebé con una rapidez y habilidad solo comparables a las de un tendero que envuelve un sándwich.

Un hombre llegó trotando, cogió al niño y se lo llevó corriendo.

Una mujer joven se acercó a la mesa.

Madame

La mujer extendió un dedo sin levantar la vista de sus papeles.

—Espere su turno. Las niñas están comiendo. Nadie puede verlas hasta las tres.

De una gotera del techo caían gruesas gotas sobre la mesa, que dejaban unas manchas verde oscuro en el lugar donde aterrizaban.

—Perdóneme, madame —dije yo—. Busco a una niña.

Ella revisó la lista de su portapapeles.

—Rellene el formulario —respondió.

Me acerqué un poco más.

—Es un caso especial.

—Es usted el quinto caso especial de hoy.

—Me llamo Caroline Ferriday. He trabajado con madame Bertillion. Le enviaba cajas con productos para los niños desde el consulado francés de Nueva York.

La mujer levantó la vista y ladeó la cabeza.

—¿Era usted quien enviaba las cajas? A las niñas les encanta la ropa. Está cosida de forma exquisita.

—De hecho, fui yo quien les envió ese bote de cacao en polvo de ahí —dije señalando una caja de cartón vacía.

—Gracias, mademoiselle, pero tuvimos que venderlo y no nos dieron gran cosa por él. Me temo que las niñas se quejaron de que sabía a comida de pájaros y no quisieron bebérselo. Necesitábamos dinero, señorita Ferriday, no cacao en polvo.

Cogí una lata que había sobre la mesa, en la que había unos tulipanes marchitos, tiré las flores a la papelera y coloqué la lata bajo la gotera para recoger el agua.

—Sé que está muy ocupada, madame, pero estoy buscando a una niña.

Madame me miró de arriba abajo.

—¿Suya?

—No, los padres fueron deportados y ahora están empezando a recuperarse.

—Lo siento, pero solo puedo entregarles los niños a sus padres o a un pariente. Hacen falta dos formularios de identificación.

—Solo estoy intentando localizar a la niña. Sus padres vendrán a recogerla si está aquí.

—Venga conmigo —dijo por fin.

Cogió el portapapeles y una pila enorme de cuencos metálicos y subí tras ella por unos escalones de piedra muy amplios. Por el camino la mujer iba dejando cuencos aquí y allá, donde iba encontrando goteras.

—¿Hay alguna posibilidad de que pueda ver a madame Bertillion? —pedí.

—Yo soy madame Bertillion.

¿Cómo era posible?

—Me escribía usted unas cartas preciosas —reconocí.

—Algunas personas resultan mejores sobre el papel —contestó ella con un triste encogimiento de hombros. ¿Habría dormido algo la noche anterior?—. ¿Cómo se llama la niña?

—No lo sé, madame. Fue todo muy rápido. La madre fue deportada el día de su nacimiento.

—¿Qué fue cuándo?

—El 1 de abril de 1941. El domingo de Pascua.

—¿Los nazis la deportaron en Pascua? Me sorprende que esos hombres temerosos de Dios no estuvieran en la iglesia.

—¿Podría revisar su registro?

—Está viendo usted mi registro, mademoiselle. —Levantó el portapapeles, que tenía sujeto un taco de papeles tan grueso como una guía telefónica, que se veía gastado, lleno de tachones y con unas manchas de vino de color oscuro que parecían los anillos olímpicos—. Tenemos niñas que han venido de toda Europa. Va a ser una búsqueda difícil.

Entramos en una sala de techos altos llena de camastros, todos con una almohada y una manta doblada a los pies.

—¿Cómo identifica a las niñas? —pregunté.

—Todas tienen asignado un número. Ese número está en una chapa que llevan en el pecho. Algunas niñas tenían nombre cuando llegaron. Muchas no. —Dejó los cuencos en una silla—. Durante la guerra muchas madres escribían el nombre de su hija en un trozo de papel y se lo prendían en la ropa antes de dejarla aquí, pero la mayoría de los papeles se cayeron o se emborronaron con la lluvia. Algunas cosían alguna señal en la ropa de sus hijas para poder identificarlas luego, pero muchas se cambiaron de ropa y se intercambiaron los nombres con otras. Y todavía nos dejan anónimamente muchos niños todos los días.

—Seguro que alguna recuerda su nombre.

—Las mayores quizá, pero cuando llegaron, muchas eran incapaces de hablar debido a las terribles experiencias que habían vivido, y los bebés no se acuerdan de los nombres. Así que aquí les asignamos uno. Les ponemos el nombre de su mes de nacimiento, si lo sabemos… Encontrará muchas Mai y Juin en el orfanato. También les ponemos el nombre del santo patrón del mes de su nacimiento o el de amigos y parientes… Incluso nombres de mascotas.

—¿Puede al menos comprobar qué niñas llegaron ese día? —pregunté.

—No tengo registros exactos. Estas niñas llegan de todas partes. Pisos francos. Colegios. Las traen granjeros que las han encontrado durmiendo sobre el heno. Algunas las han traído los únicos padres que han conocido y aquí descubren que no son quienes creían que eran.

—Debe de estar desbordada con la cantidad de padres que vendrán buscándolas.

—Vienen algunos, pero la mayoría de las niñas que hay aquí no tienen a nadie que las busque. Sus padres desaparecieron hace mucho. O no las quieren.

—¿Cómo podría alguien no querer a su propia hija?

—¿Eso cree, mademoiselle? ¿Es usted una experta en esto? Más de una cuarta parte de las niñas que hay aquí son de padre alemán y madre francesa. Niñas chucrut, las llaman. Nadie va a venir a por ellas. Otras nacieron en las residencias de producción del Lebensborn, la fábrica de bebés de Hitler, donde madres de buena procedencia racial daban a luz anónimamente a hijos ilegítimos de hombres de las SS.

—Pero esas casas estaban solo en Alemania…

—No, mademoiselle. Había una bastante concurrida aquí, en Francia. Y sabemos de otras en Dinamarca, Bélgica y Holanda. Varias en Noruega. Esos bebés ahora son parias. Y quién sabe cuántas de estas pequeñas rubias fueron raptadas de manos de sus madres… cientos de miles solo en Polonia, que tenían intención de criar en Alemania. No hay ningún registro de quiénes son sus padres.

Madame, yo misma revisaré la lista para no hacerle perder su valioso tiempo.

Madame Bertillion se paró en seco y se volvió para mirarme.

—Está usted acostumbrada a salirse con la suya, ya veo.

Agarró los cuencos metálicos y me los puso en las manos. La pila, que noté alta y fría contra mi pecho, me llegaba casi hasta la barbilla.

—Miraré la lista, mademoiselle, si le reparte esto a las niñas. Solo uno a cada una. Tenga cuidado porque seguro que intentarán que les dé dos. Iré a buscarla si encuentro alguna coincidencia. No hago esto para ayudarla porque venga del consulado, sino porque llevo de pie desde las cinco de la mañana.

—Gracias, madame. ¿Dónde reparto los cuencos?

—Allí —dijo señalando con la palma abierta una puerta doble.

—¿Y qué hago con los que me sobren? —Tenía que haber de sobra, claro.

—No le va a sobrar ninguno —aseguró ella, e inclinó la cabeza para revisar la lista.

Crucé las puertas dobles y me encontré en una sala enorme, revestida de paneles de roble, que seguramente en algún momento se usó para bailar y dar fiestas. El techo se elevaba más de treinta metros y tenía pintado un trampantojo con un radiante cielo de verano, un bonito sustituto del día de perros que hacía fuera. Había cincuenta mesas largas, a las que se sentaban niñas que estaban agrupadas por edades, desde bebés hasta adolescentes. Estaban muy quietas en sus bancos, con las manos en el regazo, todas calladas como estatuas. Detrás de ellas esperaban seis mujeres con delantales blancos junto a enormes perolas de sopa, listas para servirla en cuanto se distribuyeran los cuencos.

Cuando me acerqué, todos los ojos se posaron en los cuencos y en mí. Me quedé inmóvil un momento, abrumada, pero me recuperé rápido. Esas niñas tendrían hambre.

Coloqué un cuenco delante de la primera niña de una mesa.

Merci, madame —dijo la niña.

Coloqué otro delante de la siguiente niña.

Merci, madame.

Examiné las caras en busca de algún parecido con Rena o Paul, pero mi tarea pronto resultó imposible. ¿Quién sabía si la niña se parecía a sus padres? ¿Seguiría viva siquiera?

Le cogí rápido el tranquillo al reparto de los cuencos y fui acercándome a las adolescentes. Al principio de la hilera una niña que no tendría más de trece años estaba sentada con un bebé en el regazo. El bebé estaba vestido con una camisa de terciopelo del color lavanda con botones de madreperla. Era obra de mi madre. Se alegraría de saberlo.

—La estás cuidando muy bien —le dije a la chica.

—No necesitamos dos cuencos, mademoiselle. Compartimos uno.

El bebé de su regazo me siguió con la mirada como un observador de estrellas a una estrella fugaz. Yo seguí avanzando con mis cuencos.

No había pasado mucho tiempo cuando vi aparecer a madame, que se acercó a mí, pasando junto a una de las hileras.

—Ha tenido suerte, mademoiselle. —Se detuvo un momento para recuperar el aliento, con una mano sobre su cuello de encaje—. Tenemos unas cuantas niñas con esa fecha de llegada y una niña de la edad que me dijo.

Seguí a madame hasta el final de una hilera y después fuimos hasta el principio de la siguiente, a una mesa en la que las niñas de cuatro años tomaban su sopa. Solo se oía el roce de las cucharas sobre el metal. El ruido de la habitación aumentó mientras seguía a madame. Los colores se intensificaron. ¿Sería la hija de Paul? Encontrarla significaría la felicidad para sus padres, pero lo opuesto para mí.

—Una niña nacida el 1 de abril de 1941 tiene que estar en el grupo de las de cuatro años, aquí —explicó mientras comprobaba la chapa identificativa de la niña y me la señalaba con una floritura—. Esta es Bernadette.

Era una niña pequeñita con el pelo rubio y la piel casi traslúcida, que me miró con ojos cautelosos.

—No sé —dije—. No es fácil de decir, pero yo creo que no es.

—Eso es todo lo que puedo hacer, entonces —respondió la mujer—. Estaré pendiente por si veo esa fecha de nacimiento. Que sus padres vengan por aquí cuando se recuperen.

Ya que estaba allí, me quedé en el comedor y ayudé a servir el resto de la comida. Entre madame Bertillion y yo servimos en los cuencos de las niñas una fragante sopa de cebolla, con muchas zanahorias y nabos, y le dimos a cada una un trozo de pan. Las únicas palabras que decían. —«Merci, madame»— suponían un agradecimiento tremendo. Un avión pasó sobre nuestras cabezas y algunas se escondieron bajo las mesas, pensando que seguían estando en peligro. Muchas llevaban en los pies bloques de madera atados con una cuerda. Tomé nota mentalmente de que debía enviar zapatos. Y dinero.

Hice todo lo que pude para mirar a la cara a todas las niñas que tenían más o menos la edad correcta, buscando algún parecido. Cuando ya estábamos terminando de recoger los cuencos vacíos con una bandeja, una adolescente se acercó y me dio el suyo. La niña que llevaba en la cadera me dejó petrificada.

Madame, ¿puede venir un momento? —pedí.

Dejé la bandeja sobre la mesa.

—¿Puede comprobar el número de esa niña?

Madame Bertillion anotó el número de la niña y fue a buscar su portapapeles.

No podía apartar la mirada de ella. Tenía el pelo oscuro y los ojos almendrados, como Paul, y también sus labios de color coral, pero todo lo demás era de Rena. La piel cobriza, la curva de la nariz… Hasta las orejas que asomaban entre el pelo.

—Esta niña no tiene fecha de llegada —dijo madame—. Lo siento mucho.

—Esta es la niña, madame. Estoy segura.

—Se llama Pascaline —dijo la adolescente.

Madame Bertillion inspiró hondo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Odio admitirlo, pero creo que su intuición está en lo cierto, señorita Ferriday —reconoció madame Bertillion casi sonriendo.

—¿Y por qué? —pregunté.

Sentí que las paredes de la sala se cerraban sobre nosotras.

—La niña se llama Pascaline —repitió madame, como si yo no me hubiera dado cuenta de algo obvio.

—¿Y qué, por todos los santos?

—Todo buen católico francés sabe que el nombre Pascaline significa «nacido en Pascua».