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Kasia
Diciembre de 1958
Aterrizamos en el aeropuerto Idlewild de Nueva York a las 8.30 de la mañana. Éramos treinta y cinco mujeres polacas muy emocionadas. El barullo en polaco que se oía en ese avión era ensordecedor, pero los otros pasajeros fueron muy amables; parecían estar disfrutando solo con vernos.
Caroline vino a nuestro encuentro cuando bajamos los escalones del avión (algunas muy despacio) y nos dirigió hacia una fila de sillas de ruedas. El nombre Caroline significa «alegría», así que no era extraño que todas nos alegráramos tanto de verla. Estaba preciosa con un traje azul marino, un pañuelo francés y un sombrerito de fieltro encantador coronado por una pluma.
—¿Por qué no está casada? —preguntaron todas las chicas polacas.
Alta, delgada, con una belleza delicada y la actitud regia de una verdadera reina, en Polonia Caroline recibiría varias proposiciones de matrimonio al día.
Cuando cruzamos la aduana, nos rodearon un montón de reporteros, gente de la Cruz Roja y amigas de Caroline… ¡No veíamos más que destellos de flashes por todas partes!
—¿Qué les ha parecido Estados Unidos hasta ahora? —preguntó un reportero poniéndome un micrófono ante la cara.
—Si la comida del avión sirve de muestra, creo que va a ser un viaje estupendo —contesté, y todos rieron.
—Le doy la bienvenida a las damas polacas —dijo Caroline rodeando la cintura de Zuzanna con un brazo—. Ellas son una rama de olivo que une continentes separados por muchos kilómetros.
Nunca en mi vida había visto tantas caras sonrientes reunidas en el mismo lugar.
Esa semana el grupo se separó y cada chica fue a una ciudad diferente. Zuzanna y yo nos quedamos en Nueva York, con Caroline, para recibir tratamiento en el hospital Mount Sinai. Otras fueron a Boston para someterse a cirugía reconstructiva o a Detroit, Baltimore y Cleveland para operaciones de corazón. Dos fueron al National Jewish Hospital de Denver para recibir el mejor tratamiento contra la tuberculosis que había en el mundo, porque todavía tenían afectados los pulmones.
Mi hermana y yo tuvimos suerte de quedarnos en Nueva York, porque allí había muchísimas cosas que ver. Caroline nos llevó en coche por toda la ciudad, con Zuzanna a su lado en el asiento de delante, claro. Caroline parecía no cansarse nunca de Zuzanna; se habían convertido de un día para otro en las mejores amigas.
—Chicas, ahí está Central Park, uno de los parques más bonitos del mundo.
—Nosotros tenemos parques preciosos en Polonia —comenté yo.
Hablaba de su ciudad como si fuera la única.
Recorrimos la Quinta Avenida. Cientos de coches atestaban las calles, muchos con una sola persona dentro. ¡Qué despilfarro! ¿Cómo permitían eso?
En nuestro primer día en el hospital Mount Sinai, no paramos ni un minuto. Nos hicieron análisis de sangre y todas las pruebas imaginables. Se trataba de un complejo enorme, diez veces más grande que cualquier hospital polaco. Necesitábamos un buen rato para desplazarnos a cualquier parte, porque el dolor de mi pierna me obligaba a detenerme a descansar cada poco tiempo y porque Caroline iba parando a todos los que veía para presentarnos.
—Estas señoras han venido desde Polonia hasta aquí para recibir tratamiento —decía.
La gente era educada, pero nos miraba con lástima. Caroline era muy amable al presentarnos, pero eso hacía imposible que pasáramos desapercibidas.
Las puertas de entrada del hospital, que eran de cristal, se abrieron como por arte de magia y Caroline entró decidida con Zuzanna, porque teníamos prisa por ver al médico. Zuzanna no dejaba de mirar a su alrededor, fijándose hasta en el más mínimo detalle.
—¿Te lo puedes creer? Este sitio es enorme.
Caroline se volvió sin detenerse.
—Seis plantas. Y todas con lo último de lo último.
—¿Y cómo pueden conocer a los pacientes en un lugar tan grande? —pregunté.
Zuzanna redujo el paso para caminar a mi lado.
—Esto es el futuro de la medicina. Estoy deseando ver la sala de rehabilitación.
—En casa también tenemos de eso —repliqué.
—¿Qué? ¿Una cuerda para saltar y dos mancuernas? Aquí tienen una unidad de hidroterapia. Hay personas que estarían muy agradecidas de poder recibir un tratamiento así.
Nos pusimos camisones de hospital y la enfermera me colocó una pulsera de papel en la muñeca. Cuando fuimos a que nos hicieran radiografías, yo me llevé el bolso y la ropa conmigo, aunque nos ofrecieron una taquilla para guardarlo todo.
—¿Has visto este equipamiento? —preguntó Zuzanna.
Me puse una bata suave sobre el camisón.
—Nuestro hospital también lo tiene. Solo que no es tan nuevo.
Fuimos hasta la consulta del médico calzadas con unas zapatillas que nos dijeron que nos podíamos quedar.
—Deje que yo me ocupe de sus cosas —se ofreció la enfermera del médico, una mujer alta que llevaba una cofia con volantes.
Intentó quitarme la ropa y el bolso de las manos, pero yo los agarré con fuerza.
—Prefiero tenerlas conmigo, gracias.
La enfermera me ayudó a subirme a un taburete para alcanzar a sentarme en la camilla. El papel crujió debajo de mí cuando me senté. El doctor Howard Rusk era un hombre guapo, con una buena mata de pelo blanco y una cara amable. Me enseñó una cajita metálica que le cabía en la mano.
—¿Me da permiso para grabar mis notas con este aparato? Me ahorra tiempo.
¿Un médico pidiéndole permiso a una paciente? Eso sí que era una novedad.
Asentí y el doctor Rusk habló cerca de la cajita.
—Las operaciones realizadas en el campo de concentración de Ravensbrück, en Fürstenberg, Alemania, a lo largo de 1942, dejaron a la señora Bakoski, mujer caucásica de treinta y cinco años, de ascendencia polaco-germana, con una función muscular reducida en la pantorrilla izquierda, complicada por el alojamiento de elementos extraños.
Colocó mi radiografía bajo el soporte metálico de la caja de luz y la encendió.
Zuzanna se volvió hacia mí, con la boca abierta. Había una caja de luz en todas las consultas. Nosotras en Polonia solo teníamos una en todo el hospital.
En la radiografía se veían un montón de objetos desperdigados por mi pierna. ¡Qué extraño era verlos con tanta nitidez! Tenía muchas radiografías, pero nunca las había visto con esa claridad. Eso me recordó la sala de operaciones de Ravensbrück, con todos y cada uno de sus detalles. El doctor Gebhardt. La doctora Oberheuser. Empecé a sudar cuando el médico colocó otra radiografía en la caja de luz.
—La tibia se ha reducido seis centímetros, lo que ha resultado en una forma de caminar antiálgica. Se ha desarrollado una red de neuromas alrededor de ese punto, causa parcial del dolor nervioso localizado que sufre la señora Bakoski. El tratamiento recomendado es el siguiente: cirugía para extraer los elementos extraños y los neuromas con el fin de aumentar el flujo sanguíneo y reducir el dolor, y posterior cirugía plástica reconstructiva. Se recomiendan prótesis ortopédicas, medicación analgésica si la paciente la necesita y evaluación psiquiátrica postoperatoria rutinaria.
Cuando el doctor Rusk apagó el aparato de grabación, me costaba respirar. ¿Lo notaría él?
—¿Alguna pregunta, señora Bakoski?
—Después de la operación, ¿seguiré teniendo dolores?
—No puedo asegurarle nada. Hay posibilidades de que todavía tenga dolor, sí, pero se verá reducido sustancialmente. Y su cojera también mejorará mucho.
—No tengo más preguntas, doctor. Gracias.
Me bajé de la camilla, deseando escapar de la consulta y de las radiografías que tenía allí colgadas.
—También vamos a hacerle una evaluación psiquiátrica postoperatoria.
—No estoy loca, doctor.
—Es el procedimiento estándar. A las doncellas de Hiroshima les resultó útil. —El médico ayudó a Zuzanna a subir a la camilla—. Bien, pues pasará la noche aquí y empezaremos por la mañana. Puede esperar aquí o ir a la recepción para que le hagan el ingreso.
—¿La operación va a ser mañana? —pregunté.
—Cuando antes la hagamos, antes se recuperará.
¿Recuperarme? Mi mente volvió a la sala de recuperación de la Revier. ¿Cómo podía volver a pasar por todo eso?
El doctor Rusk pasó a examinar a Zuzanna y yo salí de la consulta. Una oleada de pánico me arrastró. ¿Me dolería la cirugía? ¿Estaría muchos días escayolada y sin poder moverme?
Volví a ponerme mi ropa y recorrí el laberinto de pasillos hasta que por fin encontré las puertas mágicas y las crucé. No iba a haber operación. Seguiría tan feliz con mi cojera antiálgica.