23
Herta
1944
—Vilmer Hartman ha venido a verla —anunció la enfermera Marschall con una mirada elocuente.
¿Por qué seguía entrando en mi despacho sin llamar?
Esa mañana me había levantado de mal humor y con un extraño zumbido en la cabeza. Tal vez se debiera a que el campo estaba a reventar. Ravensbrück se había construido para siete mil presas, pero ese verano ya albergaba a cerca de cuarenta y cinco mil. Tal vez fuera el ruido constante de las sirenas antiaéreas o las malas noticias que llegaban de la guerra. A principios de junio por el campo corrió el rumor de que los estadounidenses habían desembarcado en Francia. O tal vez fuera porque el campo estaba atestado de prisioneras con enfermedades infecciosas y casi todas las semanas tenía que vaciar la clínica totalmente, sacar a las pacientes que no podían trabajar y enviarlas a los transportes de la muerte. A pesar de unos cuantos cortes para aliviar la tensión, seguía sin poder dormir.
Para empeorarlo todo, Suhren no había hecho progresos con lo de las conejas. Los bloques estaban tan atestados y mal gestionados que sería imposible localizarlas sin un registro a fondo. Gerda me dijo que sus amigas intercambiaban sus números con ellas y las escondían donde podían, incluso en el bloque de las tuberculosas.
No estaba de humor para recibir visitas de viejos amigos.
Vilmer Hartman, un psicólogo que conocí en la Facultad de Medicina, quería visitar Uckermark, un antiguo campo juvenil para chicas que había cerca, adonde Suhren estaba mandando el excedente de presas. Sabía que los psicólogos hacían rondas por los campos para comprobar la salud mental del personal del campo y a mí eso me parecía una pérdida de tiempo cuando había tantas cosas importantes que hacer. Esperaba poder llevarlo a Uckermark, que completara su ronda de cinco minutos o menos, y después seguir con mis cosas sin complicaciones. Había planeado irme a casa pronto y meterme en una bañera de agua fría, porque estábamos en medio de una ola de calor. Estaba siendo el julio más caluroso desde que había registros.
Encontré a Vilmer delante del edificio de administración, esperando en el asiento del acompañante de un Kübelwagen. Yo me puse al volante, arranqué el motor y puse la radio para evitar la conversación.
«Alemania continúa con sus victorias. Los suministros aliados siguen escaseando mientras las tropas alemanas continúan con la operación Wacht am Rhein. Otras noticias del día son…»
Vilmer apagó la radio.
—¿Victorias? Pero cuántas mentiras. ¿Cómo podemos engañarnos así? Ya hemos perdido la guerra. Se acabó en Stalingrado.
—¿Y qué te trae por Ravensbrück, Vilmer? La última vez que te vi fue en clase de Biología. Lo estabas pasando mal con un feto de cerdo.
Vilmer sonrió.
—Esa clase estuvo a punto de acabar conmigo.
Vilmer era un hombre guapo, con una leve onda en su pelo rubio y una forma de hablar tranquila y suave. Llevaba ropa de civil, supuse que para ganarse la confianza de los pacientes con los que iba a hablar, y sus zapatos de cordobán, con pinta de caros, de alguna forma conseguían permanecer lustrosos a pesar del polvo del campo.
—El camino de la medicina no es para todos —comenté.
—Sin duda ser médico está mejor pagado —contestó Vilmer—, pero me gusta ser psicólogo.
Cuando llegamos a Uckermark aparqué y Vilmer, con sus modales de típico caballero alemán, rodeó el vehículo para abrirme la puerta. Examinó los tres bloques recién construidos y la enorme tienda de lona del ejército que había en la plaza donde se realizaban los recuentos, bajo la que cientos de presas esperaban de pie o sentadas, todavía con su ropa de calle.
Vilmer tenía una educación excelente, lo que se esperaba de un hombre culto alemán, pero era aburrido. Me pidió una cita una vez, pero yo estaba demasiado ocupada para salir con él.
—Publicas mucho, Vilmer. Te has forjado una gran carrera.
Me sacudí la manga de la bata blanca porque tenía ceniza negra.
—¿No hace demasiado calor para llevar manga larga hoy? —preguntó Vilmer—. No hace falta que vayas tan formal por mí.
—¿A qué has venido, Vilmer?
—A estudiar la conexión entre el trauma y la psicosis.
—¿Otro estudio? Pues aquí tienes un número infinito de sujetos para él, empezando por los que llenan el comedor de oficiales.
—Me interesan más las presas.
—¿Y a quién le importan ellas? Mejor no las toques. Te pueden contagiar algo.
—A mí me importan mucho —repuso Vilmer—. Solo es parte de mi misión, pero he aprendido mucho haciendo terapia conversacional con ellas.
—¿Y cuál es tu misión oficial? —pregunté.
Llegamos a la tienda y Vilmer se volvió para sonreírle a una presa.
—Evaluar la capacidad de la población reclusa para contribuir al Reich basándome en varios criterios.
En otras palabras: escoger para el sacrificio a aquellas que no estén mentalmente capacitadas para trabajar. Aunque antes de marcarlas para recibir el tratamiento especial, iba a investigar un poco con ellas.
—Vienes a observar a las ratas en el laberinto —concluí yo.
—Me gusta pensar que a ellas les ayuda hablar de ello. Pero ¿cuándo te has vuelto tan insensible, Herta?
—¿No debería estar tumbada en un diván para tener esta conversación?
—Te vendría bien. Pero no me sorprende, en realidad. Después de todo, has estado sufriendo una insensibilización sistemática durante años, desde la facultad. Recuerdo claramente un duelo con extremidades humanas en vez de espadas en el laboratorio de disección.
—¿Y tú has venido solo para observar a las presas?
—Oh, no. También para hacer un examen del personal del campo.
—¿Y eso me incluye a mí?
Vilmer se encogió de hombros.
—Todos tenemos un trabajo que hacer.
—¿Así que registrarás todo lo que diga y se lo pasarás a Suhren?
—Yo informo a Berlín.
—¿Y ellos te han dicho que me evalúes?
—Tú eres una de tantos, Herta. Los médicos de los campos están sometidos a riesgos especiales. Como colectivo, mostráis un profundo respeto por la autoridad y aceptáis, incluso anheláis, el statu quo.
—No podría vivir en un sitio tan sucio como este. —Me sacudí más ceniza de la bata—. ¿Y qué dice mi historial?
—Dímelo tú.
—Estoy segura de que ahí está reflejado el incidente con la polaca.
—Tal vez.
—Pero ¿qué hay que contar sobre eso? Encontré a una presa, una antigua enfermera, que me ayudó a renovar la clínica. La enfermera Marschall se puso celosa y buscó la forma de acabar con el asunto. Marschall… A esa sí que merece la pena estudiarla.
—¿Sabes por qué te hacen jugar al ajedrez con el doctor Winkelmann?
—No es un tema que comentemos, Vilmer.
Aunque al principio me enfurecí porque me obligaron a hacerle visitas regulares a mi orondo colega Winkelmann, al final había acabado encontrándolas extrañamente relajantes. Me ponía vaselina mentolada bajo la nariz para evitar su olor corporal y le veía comer una infinita sucesión de sándwiches de pescado mientras me arengaba sobre los beneficios del pescado para el cerebro. Había tenido citas peores.
—Asumo que creen que me acerqué demasiado a otra mujer y que me vendrá bien la compañía masculina.
—¿Y eso cómo te hace sentir?
—Mi trabajo no es sentir.
—Guardarte tus emociones no te va a ayudar, Herta.
Vilmer era muy blando, con esos tristes ojos marrones, como los de una vaca. Nunca fue el alumno más listo. Las enseñanzas de la Facultad de Medicina se habían desperdiciado con él.
—Todo el asunto me entristeció. Ella trabajaba mucho y era una buena persona.
—Mis notas dicen que estuviste en cama varios días. Por un ataque de ansiedad grave.
—Lo superé.
Todo se podía superar con trabajo duro y disciplina. ¿Por qué él le estaba dando tanta importancia a todo aquel asunto?
—Pareces molesta porque la bata se te ensucia con las cenizas del crematorio. ¿Quieres hablar de ello?
—Simplemente prefiero llevar una bata limpia, Vilmer. ¿Es eso una violación de alguna norma de conducta?
—No hace falta que levantes la voz, Herta. ¿Y esos episodios se han vuelto más frecuentes?
¿Tenía que soportar aquel interrogatorio mucho más tiempo?
—¿Qué tal duermes?
De repente me entró muchísimo calor allí de pie, al sol.
—No muy bien, Vilmer. Puede que tenga algo que ver con las sirenas que suenan a las cuatro de la madrugada. Pero a nadie le importa si duermo o no.
—¿Sientes que a nadie le importa? —preguntó Vilmer.
—¿Puedes dejar de preguntarme por mis sentimientos? Mein Gott, Vilmer. ¿Qué utilidad tiene preguntar cómo me siento?
Mi voz elevada atrajo la atención de una guardia. Eso era lo que me faltaba: más anotaciones en mi historial.
—Mira, este no es un lugar fácil para vivir —continuó Vilmer—. En tu archivo están las responsabilidades que tienes en el campo. No puedes ser indiferente a todas ellas. No está en tu naturaleza acabar con vidas, Herta. Sin duda estás experimentando lo que llamamos entumecimiento emocional.
—Hago mi trabajo —contesté, tirando de las mangas de mi vestido para bajármelas hasta las muñecas.
—¿Ha habido más cortes?
¿Y qué si los había habido? Podía con ello.
—No, claro que no. Nada de cortes.
Vilmer se puso un cigarrillo entre los labios y abrió su mechero. Un rayo de sol se reflejó en el aluminio y me cegó un segundo.
—Herta, no se pueden hacer las dos cosas: matar y que te vean como sanadora al mismo tiempo. Eso tiene un precio.
—En mi tiempo libre, pienso en otras cosas.
—Eso es disociar y lo sabes. No es sano.
—Tampoco es sano fumar.
Vilmer hizo una mueca y tiró el cigarrillo, lo que provocó una pelea entre varias presas por conseguirlo.
—Mira, una cierta compartimentación es sana, pero tal vez te vendría bien un cambio de aires.
—¿Vas a recomendar que me transfieran?
—Creo que te vendría bien un cambio, sí. En este momento no hay mucho que puedas hacer para ayudar al Reich.
—¿Así que tienes intención de encerrarme en algún hospital de una ciudad pequeña, con un depresor de lengua y un frasco de aspirinas? Puede que tú no te tomaras en serio tu formación médica, pero yo he trabajado mucho para llegar donde estoy.
—La hostilidad no es necesaria, Herta.
Mi vestido era como un horno y estaba provocando que el sudor me resbalara por la espalda.
—¿Y ahora estoy siendo hostil? Por favor… ¿Has hecho alguna vez algo tan bien que te haya llevado a pensar que estás destinado a hacer grandes cosas? No, no escribas en mi historial: «Sufre delirios de grandeza». Esto es real. Soy médico, Vilmer. Eso es mi oxígeno. Por favor, no permitas que me envíen lejos.
—Este lío no va a acabar bien para Alemania, Herta. Seguro que lo ves. Vas a acabar en la cola del cadalso.
Me di la vuelta para volver al vehículo.
—Suhren se está encargando de todo.
Vilmer me siguió.
—¿Crees que Suhren te va a proteger? Huirá a Múnich. O a Austria. Gebhardt ya está haciendo presión para que lo nombren presidente de la Cruz Roja, como si eso le fuera a servir de absolución. ¿Por qué no pides una excedencia?
Esa debilidad era enfermiza. ¿Es que de la noche a la mañana todos los alemanes se habían vuelto de gelatina?
—Te dejo con tu investigación. —Me subí al vehículo y le tiré la bolsa con los bocadillos que había traído—. Puedo con esto, Vilmer. He llegado hasta aquí. No me lo arrebates todo, por favor.
Mientras salía conduciendo por las puertas de Uckermark, pasó a mi lado en dirección opuesta un camión que venía a recoger a un grupo de tratamiento especial. Vi a Vilmer por el espejo retrovisor, en cuclillas cerca de la tienda, hablando con unas judías húngaras. Charlando con ellas sobre sus sentimientos, seguro. Como si eso fuera a servir para ayudar al Reich.
Unos meses después, Suhren me llamó a su despacho. Tenía la cara cenicienta, del mismo tono que una lombriz de tierra.
—Nuestras fuentes me informan de que lo de las conejas de Gebhardt se ha filtrado. Berlín ha interceptado una transmisión que emitía el gobierno polaco en el exilio a través de la radio Swit, en la que se daban detalles sobre los experimentos. Lo llaman «vivisección» y mencionan mi nombre. También el de Binz. Dicen que nuestros crímenes requieren venganza y que la llevarán a cabo con un atizador ardiente.
—¿Mencionan a algún médico?
—Solo a Gebhardt. Dicen que una misión católica de Friburgo le ha enviado un mensaje al Vaticano.
—Se lo dije, comandante.
Él empezó a pasear arriba y abajo.
—¿Y cómo se ha filtrado? Hemos tenido mucho cuidado. Supongo que ahora tendremos que asegurarnos de que se atiende bien a las presas.
—No, comandante. Justo lo contrario. Como hablamos…
—La oficina de seguridad dice que el gobierno polaco en el exilio ha condenado a muerte a Gebhardt, ¿sabe? Ahora estamos a merced de la opinión de la comunidad internacional. Debemos tratar todo esto con sumo cuidado. Eso puede marcar la diferencia cuando las cosas… terminen.
—Será todo más fácil si nunca encuentran a esas mujeres. Es difícil que la opinión pública comente algo que nunca existió.
—Pero Himmler está hablando con Suecia para organizar transportes de presas a ese país en camiones de la Cruz Roja. Creo que eso puede provocar cierta indulgencia. Tal vez nos ayude. Espero que haya quedado claramente registrado que yo puse objeciones a las operaciones.
Pero ¿cómo podía Suhren ser tan ingenuo? No iba a haber indulgencia. Si Alemania perdía la guerra, los vencedores no se iban a preocupar de preguntar quién puso objeciones a qué. Suhren iría directo al patíbulo.
—¿Cree que el mundo nos va a mirar con buenos ojos cuando vean pruebas vivientes de lo que ha pasado aquí? Comandante, le harán responsable, diga usted lo que diga. Y a mí también.
Suhren miró por la ventana hacia las instalaciones del campo.
—¿Y cómo las encontramos? Las presas ya no llevan sus números. —Tenía los ojos inyectado en sangre. ¿Había estado bebiendo?—. En el recuento se escapan siempre. Intercambian sus números con los de las muertas.
Me acerqué a él.
—La mayoría deberían estar en el bloque 31. O escondidas debajo. Con el nuevo equipamiento…
—Por favor, Oberheuser…
A Suhren no le gustaba hablar del nuevo equipamiento y nadie mencionaba la palabra gas. Los nuevos miembros del personal, que acababan de llegar de Auschwitz, habían ayudado a montar un equipo improvisado en un antiguo cobertizo, al lado del crematorio. No era un trabajo muy delicado, pero haría mucho más sencilla la tarea de silenciar a las conejas.
—Le diré a Binz que cierre el bloque y llame al recuento —dijo Suhren—. Usted se ocupará personalmente de que atrapen a todas las conejas.
Ya era hora.
—¿Me está dando permiso para…?
—Haga lo que sea necesario, doctora. Solo asegúrese de que nadie pueda encontrar ni rastro de ellas.