32

Kasia

1945

No podía ser él. Pietrik. ¿Cuántas veces la mente me había jugado malas pasadas con eso? «El diente», recordé. Le levanté el labio superior con el pulgar.

—Pero ¿qué haces, Kasia? —preguntó Karolina.

Dejó su recipiente en el suelo y vino hasta donde estaba yo.

Dios mío, . El diente mellado, justo un poco a un lado. Ese diente maravilloso. Me quedé unos segundos sentada, esperando a que mi cuerpo recuperara la conexión con mi cerebro. Sí, era él. Empecé a besarlo por toda la cara, con la mugre y todo. Él no recuperó la consciencia en ningún momento.

—¡Kasia! —exclamó Karolina, con los ojos como platos.

Llamé a las otras enfermeras con gestos, porque era incapaz de emitir palabras. Debía de parecer una náufraga en una isla desierta. Las enfermeras vinieron corriendo y Karolina les explicó que debía estar sufriendo algún tipo de crisis o ataque, porque me había puesto a besar a un soldado ruso y a llorar sin parar.

—Es él, es él —murmuraba.

—¿Quién, Kasia? —preguntó Karolina—. ¿Quién es? Cálmate, vamos.

—Es Pietrik —contesté.

—¿Tu Pietrik? ¿Estás segura?

Solo logré asentir y las chicas se lanzaron a abrazarme y a besarme.

Me ayudaron a quitarle el uniforme sucio y a acabar de lavarlo. Él estuvo todo el tiempo inconsciente. Yo me quedé sentada a su lado, cogiéndole la mano, maravillada por mi buena suerte. Les pedí a las enfermeras que fueran a buscar a Zuzanna, pero yo me quedé con Pietrik todo el tiempo; tenía miedo de que desapareciera.

Con ayuda de un traductor, nos enteramos, gracias al soldado ruso que estaba en la cama de al lado, de que Pietrik había luchado con ellos. Cuando los rusos liberaron el campo de concentración de Majdanek, el Ejército Rojo obligó a Pietrik a alistarse. Nos contó que Pietrik había estado en Majdanek desde que lo arrestaron y que había trabajado con el resto de los presos esclavizados en la construcción del campo.

Esa noche Zuzanna y papá me ayudaron a llevar a Pietrik a casa, a mi dormitorio. Había perdido mucha grasa corporal, pero Zuzanna lo examinó y dijo que era posible que se recuperara. Ella había visto muchos traumatismos en la cabeza. Muchas veces, cuando el edema se reducía, el paciente recuperaba la función cerebral normal.


Pasaron semanas hasta que Pietrik abrió los ojos y más tiempo aún hasta que pudo hablar, pero yo agradecía cualquier avance. Llevaba conmigo una cajita de cerillas en la que guardaba un trocito de salchicha o un poco de jamón para él siempre que podía. Con el tiempo fue recuperando las fuerzas. El día que dijo sus primeras palabras («Subid la radio, por favor»), Zuzanna y yo lo celebramos con una fiesta privada mientras Pietrik nos miraba desde su cama con una leve sonrisa en la cara. Era como un pájaro que una vez encontré inconsciente en el alféizar de nuestra ventana de la cocina, después de estrellarse contra el cristal: iba volviendo en sí poco a poco. Y de repente un día se levantó y empezó a caminar de nuevo.

No le presionamos para que nos contara sus años en Majdanek y él tampoco dijo nada voluntariamente. Cada uno llevaba a cuestas su propio saco de recuerdos.

Cuando pudo andar, Pietrik decidió recuperar el tiempo perdido y consiguió que lo contrataran como guarda en la fábrica de vidrio que su propietario acababa de reabrir. Cuando su cuerpo fue recuperando la fuerza, aceptó, además, un trabajo como conductor en el Cuerpo de Ambulancias de Lublin. Pero a pesar de todo lo que estaba mejorando su cuerpo, parecía que una parte de él había desaparecido. La parte de los besos principalmente. Él dedicaba toda su energía al trabajo y evitaba cualquier posibilidad de entablar una relación amorosa conmigo. Y yo intentaba justificar su actitud como fuera: que estaba demasiado cansado, demasiado triste, demasiado feliz.


Una mañana me desperté con el ruido de un trueno, pensando que estaba otra vez en Ravensbrück y que eran bombas que estallaban a lo lejos. Me relajé al ver las gotas en el cristal de la ventana de mi dormitorio. O más bien cuando recordé que ese día iba a ir con Pietrik en la ambulancia. Como era una enfermera en prácticas, podía sentarme delante con el conductor. Desde que evitaba quedarse a solas conmigo y apenas me tocaba, me encantaba poder pasar toda la mañana tan cerca de él, separados solo por el cambio de marchas. La lluvia lo obligaría a permanecer en la cabina de la ambulancia, con las ventanillas subidas, solo para mí.

Me acomodé en el asiento delantero. Me sentía muy elegante con mi uniforme de enfermera en prácticas y mi cofia. Tal vez me besara. ¿Podría yo besarlo primero? Eso era muy descarado, claro, pero ¿qué sabía yo de esas cosas en realidad? Había estado encerrada durante muchos de mis años de adolescencia, el momento en que se aprenden los rituales amorosos.

¿Todavía me encontraría atractiva Pietrik? Las medias blancas que llevábamos todas no conseguían camuflarme la pierna mala. A menudo la gente se paraba y se me quedaba mirando con una expresión que parecía decir: «Pero ¿qué te ha pasado?». ¿Le parecería grotesca? ¿Y si le decía lo que Luiza me había dicho sobre sus sentimientos hacia mí? Pero no podía traicionar el último deseo de su hermana antes de morir.

—Cuánto tráfico —exclamó, cambiando de marcha—. ¿De dónde saca la gasolina la gente de esta ciudad? Iremos al hospital por el camino largo.

Desde que había vuelto a casa, Pietrik se impacientaba y se enfadaba por la cosa más nimia: el tráfico lento, una palabra mal pronunciada, un poco de lluvia.

—No tenemos prisa —respondí—. Solo vamos a llevar camillas.

La lluvia caía más fuerte en ese momento y los limpiaparabrisas estaban librando una batalla perdida de antemano. Un aguacero, habría dicho Matka. Matka…

Entramos en la calle de Nadia.

—Vamos a pasar junto a su casa —dije.

—Lo sé, Kasia. Ya lo veo.

—No llegaste a decirme lo que significaba «Zegota». Lo que ponía en el sobre que recogí.

—Era el Consejo de Ayuda a los Judíos. La madre de Nadia conocía a uno de los fundadores.

—¿Dónde las escondiste?

—Prefiero no…

—No puedes evitar hablar de ello siempre.

Él redujo la marcha y se centró en conducir, con la mirada fija en la carretera.

—Estuvieron en diferentes pisos francos —dijo al fin—. Hasta que ya no eran seguros. También en el sótano de la farmacia del señor Z durante un tiempo. Cuando las arrestaron…

El tráfico se volvió más lento cuando nos acercamos al antiguo apartamento de Nadia. Su puerta naranja estaba reluciente por la lluvia.

Yo lo vi primero: un montoncito negro de pelo mojado en la puerta.

—Para, Pietrik. Es Felka.

—¿Otra vez? —exclamó Pietrik.

Tiró del freno de emergencia, encendió las luces parpadeantes que había en el techo de la ambulancia y salió de un salto. Yo también salí como pude de la alta cabina y subí hasta el último escalón. Ahí estaba Felka, hecha un ovillo en el felpudo, empapada, pero con pinta de no estar del todo arrepentida.

Los nuevos residentes eran los Riska, un amable profesor y su mujer, que habían tenido que abandonar Varsovia por los bombardeos. La señora Riska era prima de la señora Bakoski y se habían mudado a Lublin atraídos por la oferta de alojamiento gratuito que había hecho el nuevo gobierno, un poco porque muchos polacos no confiaban en él y habían permanecido fuera del país, preocupados por si Polonia no acababa siendo tan libre e independiente como afirmaba Stalin. Pero a pesar de la oferta, muchos se quedaron en Londres y otros lugares, esperando a ver qué pasaba.

Los Riska se mostraban comprensivos con el hecho de que Felka apareciera en su entrada a menudo y nos llamaban siempre que la encontraban allí. Papá lo había intentado todo para mantenerla en casa: encerrarla, atarla. Pero siempre conseguía escaparse. Y todos sabíamos a quién estaba esperando.

Mientras tratábamos de atraerla hacia la cabina seca, empezó a formarse una cola de coches detrás de la ambulancia que no podían pasar.

—Vamos, chica —dijo Pietrik de forma muy dulce, pero Felka no cedió—. Cógela por delante, yo la agarraré por detrás —me ordenó.

Llevamos a Felka hasta la calle. Cuando los conductores vieron que la ambulancia se había parado por un perro y no por un humano, empezaron a tocar el claxon.

Conseguimos meter a la perra en la cabina y ella se tumbó entre ambos, envuelta en una toalla. Cuando Pietrik se alejó de la casa, Felka se estremeció y se sacudió, lanzando gotas de agua por todas partes y directas a nuestras caras. Me sacudí un poco de barro de la parte de delante del uniforme. Seguro que después de eso ya no habría beso.

—Puede que Nadia esté en alguna parte —dije.

—Seca a Felka por detrás de las orejas. Le gusta.

Froté las orejas y el hocico entrecano de la perra con la toalla.

—Todavía hay deportados que vuelven a casa.

—No digas que es una persona desaparecida, Kasia. Di la verdad. Di que la asesinaron los nazis y que ya no está. Igual que el resto.

—Al menos van a celebrar una misa por tu madre mañana.

—No es solo por ella, Kasia. Es por doscientas personas y va a ser un circo. No vayas, por favor.

—Papá dice que va a haber agentes del NKVD allí.

—¿Y qué me van a hacer? ¿Matarme? Siempre y cuando lo hagan rápido, por mí estupendo.

—Están buscando a miembros de la resistencia. Cualquier miembro de alto rango…

—Yo era soldado del Ejército Rojo, Kasia…

—Pero contra tu voluntad.

—Bueno, pero eso me salva por ahora.

—Papá dice…

—Ya vale con tanto «papá dice», Kasia. ¿Es que no sabes pensar por ti misma?

Le froté la tripa a Felka con la toalla y ella se puso panza arriba.

—Creo que no debería haber hecho de correo para ti en su momento —solté.

—¿Es que no te das cuenta de que yo tengo que vivir con ello todos los días? No solo ha muerto mi hermana, que casi no tenía edad ni para quitarse la ortodoncia, sino también tu madre, Kasia, que era una persona a la que yo quería mucho. ¡Por no hablar de lo que te han hecho a ti! Y aquí estoy yo, sano y salvo. ¿Qué clase de hombre soy? A veces creo que si no te tuviera a ti… —Se giró y me miró—. No querría estar aquí.

Estudié detenidamente su rostro. ¿De verdad acababa de decir eso? Volvió a fijar la mirada en la carretera, pero yo lo había oído: «Si no te tuviera a ti…».

Le cogí la mano que tenía apoyada en el asiento.

—No digas eso, Pietrik. Es pecado mortal y…

Él apartó la mano.

—No importa. —Volvió a poner las dos manos en el volante y siguió conduciendo, sumido en sus pensamientos—. Olvida lo que he dicho.

Me alegró ver un poco del Pietrik de antes. Pero como el sol que se asoma en un día nublado, desapareció tan rápido como había salido.


No hice caso de la petición de Pietrik de no ir a la misa en el castillo de Lublin. Se celebraba en honor de los trabajadores forzosos que fueron asesinados allí por los nazis antes de su retirada, entre ellos la madre de Pietrik. Yo había querido mucho a la señora Bakoski y sentía la necesidad de honrarla con los demás. Todo Lublin estaría allí. Y, además, conocía a muchas de las familias cuyas madres, hermanas o maridos habían muerto ese día. Todo el mundo conocía a alguien que había sufrido el impacto de ese asesinato masivo.

Empecé el día en la capilla del castillo, el lugar favorito de Matka, arrodillada por encima la multitud que se congregaba abajo. La capilla se había convertido en un lugar especial para mí también, un sitio donde aislarme. Un lugar donde rezar, hablar con mi madre en un ambiente calentito. Todavía no habían terminado de descubrir los preciosos frescos bizantinos, pero ya se veían trozos de ellos en los altos techos, entre los arcos góticos. Recé por los mismos de siempre: papá, Zuzanna, Pietrik. Por las almas de los muertos y desaparecidos. Por Nadia. Por Matka.

Desde la ventana de la capilla vi la multitud que se estaba reuniendo abajo, desperdigada por la ladera cubierta de hierba que había al otro lado del gran muro del castillo. Había venido gente de toda Polonia para presentar sus respetos. El coro de la iglesia cantaba mientras iban entrando los grupos de gente, mayor y joven, buscando los mejores sitios, los de delante, los que tendrían la mejor visión. Había un montón de sacerdotes con sus sotanas negras, y un grupo de monjas dominicas con sus cofias blancas que parecían cisnes gigantes. Familias de Lublin. Papá y Marthe también estaban allí, en alguna parte. Zuzanna lo escucharía todo desde una ventana abierta del hospital.

Bajé despacio por la escalera de caracol, porque mi pierna mala y unos escalones de piedra resbaladizos eran una mala combinación, y salí al patio donde nos reunieron a todas antes de llevarnos a Ravensbrück. ¿Había estado allí con Matka, Luiza y Zuzanna solo cinco años atrás?

Fui hasta la ladera cubierta de hierba y me abrí paso entre la multitud. Aunque había sido un otoño cálido, ese día hacía frío. La gente llevaba ramos de flores: sobre todo botones de oro, amapolas rojas y otras flores silvestres. Yo llevaba unas margaritas de floración tardía que había encontrado en un solar vacío. Las había envuelto en un trapo húmedo y el frío del agua hacía que me ardiera la mano, incluso con el guante que llevaba.

Me soplé la mano libre para calentármela y busqué a Pietrik entre la multitud. ¡Lo que daría por tener dos guantes! Había dividido con Zuzanna un par que le había regalado una mujer moribunda en el hospital. Yo tenía el derecho y ella el izquierdo.

Era difícil imaginar que hubiera más de trescientas personas enterradas allí, bajo esa colina, a la sombra de la gran fortaleza. Había familiares al final de los terrenos del castillo, donde la gente de la ciudad había enterrado como pudo, en una fosa común, a los asesinados. Alguien había colocado una gran cruz de madera en medio de la colina y seis sacerdotes esperaban debajo.

Los sacerdotes bendijeron la tumba y yo seguí atravesando la multitud en busca de Pietrik. ¿Estaría enfadado porque había ido? ¿Debería olvidarme de él? Una chica solo podía soportar una cierta cantidad de rechazo.

Me acerqué a un grupo de monjas que había reunidas en un extremo, con tarjetas de oraciones y velas en las manos, y unas cuantas con coronas colgadas del brazo. Vi a Pietrik cerca de ellas, un poco más allá. Estaba de pie solo, con la espalda muy recta, las manos metidas hasta el fondo de los bolsillos de la chaqueta de lona del uniforme de la fábrica de vidrio, los ojos fijos en la misa. Estaba cerca de una enorme pila de flores que los que venían a presentar sus respetos habían ido dejando allí, una montaña creciente de rojo, rosa y amarillo. Fui bajando poco a poco por la colina hacia él. Sentía un fuerte dolor en la pierna con cada paso.

Atravesé el grupo de monjas, aunque me quedé un momento entre ellas para aprovechar su calor, y después me colé entre el mar de hábitos negros y cuentas de rosarios que les llegaban a la cintura. Salí del grupo y fui hacia Pietrik. Si me había visto acercarme, no dio señal de ello. Cuando llegué donde estaba, vi que tenía los ojos enrojecidos. Me coloqué a su lado. Cerré la mano desnuda y me eché el aliento caliente en ella.

Pietrik se volvió para mirarme, con las pestañas pegadas por las lágrimas. Fui hasta el montón de flores, dejé las margaritas encima, me volví y regresé junto a él.

¿Debería quedarme? Había dejado las flores, había hecho lo que había venido a hacer: presentar mis respetos. Y él me había pedido que no fuera.

Al no recibir ningún gesto por parte de Pietrik, me giré para irme y, justo en ese momento, sentí su mano en mi brazo. Casi no me lo podía creer cuando vi que me rodeaba la muñeca con los dedos y tiraba de mí suavemente para que me quedara a su lado.

«Orgullo» es una palabra que se usa demasiado, pero eso es exactamente lo que sentí ese día mientras escuchaba al coro que emitía su canto hacia el cielo. Orgullo de que Pietrik quisiera que yo compartiera con él todo aquello. Lo bueno y lo malo.

Me buscó la mano desnuda, entrelazó sus dedos con los míos y se la llevó a los labios para besarla. Después la metió en su bolsillo, que tenía un forro interior de franela muy calentito.