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Kasia

1959

Cuando regresé a Lublin, las cosas habían cambiado mucho. Llevaba fuera menos de nueve meses, pero era como si hubieran pasado diez años. Pietrik había trasladado a nuestra familia a un apartamento para nosotros solos a las afueras de la ciudad, junto a la fábrica de ropa femenina de Lubgal, donde trabajaba. El piso entero era más pequeño que la cocina de Caroline en Connecticut, pero era nuestro, de los tres. No estaba papá. Ni Marthe. Zuzanna estaba con Serge en Connecticut. Dos dormitorios enteros para nosotros.

La cocina era muy reducida, con el espacio justo para poder girarse. En mi día libre me dediqué a coser unas cortinas azules que a Matka le habrían encantado, con una tela de cuadros y pájaros en el bajo. Y coloqué en el alféizar de la ventana de la cocina las dos botellitas de vodka que me había dado la azafata en el vuelo de vuelta a casa.

Pietrik parecía contento de tenerme otra vez en casa. ¿Me habría echado de menos? No me lo iba a decir, ni yo se lo iba a preguntar, pero cuando vino a buscarme al aeropuerto con una rosa de color rosado en la mano, no paraba de sonreír. Y yo también sonreía todo el rato, luciendo mi diente nuevo. Tal vez mejoraran las cosas entre nosotros. ¿Por qué me sentía tan tímida con él, que era mi marido? También podía caminar mucho mejor. Los analgésicos para el dolor que me había dado el médico se estaban acabando, así que a veces me ponía irritable. Pero estaba deseando que las cosas mejorasen, volver a como era todo antes de la guerra.


Ese otoño, un día a última hora de la tarde, fui a la oficina de correos para ver a papá. Él me pasó un paquete entre los barrotes de la ventanilla de recogida.

—Lo he interceptado antes de que lo vieran los censores —me susurró.

El paquete era más o menos del tamaño de una caja de zapatos y estaba envuelto en papel marrón.

—Ten cuidado con lo que te envían tus amigas.

El remite ponía: «C. Ferriday. Calle 31 Este con calle 50, Nueva York, estado de Nueva York, EE.UU.». Caroline, inteligentemente, no lo había enviado desde el consulado. Si lo hubiera hecho, lo habrían abierto seguro. Pero cualquier comunicación con Occidente era sospechosa y quedaba anotada en tu historial.

—Y una carta de Zuzanna —añadió papá.

Parecía tener curiosidad, pero yo me metí las dos cosas bajo el abrigo.

Fui a nuestro apartamento y subí los tres pisos de escaleras caminando por fin como una persona normal. Halina había puesto un póster nuevo en nuestra puerta: EXPOSICIÓN DE ARTE EN EL DISTRITO 10: POLONIA A TRAVÉS DE SUS CARTELES. Era gráfico y austero, un estilo nuevo en ella. ¿Cómo se me podía haber olvidado que la exposición era esa noche? Desde que me fui, Halina se había volcado en el arte con fuerzas renovadas. Intenté no pensar en ello.

Dejé el paquete marrón en la mesa de la cocina y me quedé mirándolo. Sabía lo que había dentro.

Oí que una piedrecita se estrellaba contra la ventana de la cocina y fui a ver quién la había tirado. Seguro que los hijos de los vecinos. Abrí el seguro de la ventana, ya pensando en regañarlos, pero a quien vi abajo fue a Pietrik.

—¡Hace un día precioso! —exclamó—. Baja.

—¡Vas a romper la ventana con esas piedras! —contesté, apoyándome en los antebrazos sobre el alféizar.

Seguía siendo guapo, como un niño. Un poco más grueso a la altura de la cintura, pero fuéramos adonde fuéramos las mujeres se quedaban mirándolo cuando creían que yo no me daba cuenta.

—¿Es que me vas a hacer subir a buscarte? —preguntó con una sonrisa y las manos en las caderas.

Cerré la ventana y él apareció arriba segundos después. Llegó al apartamento sin aliento y con las mejillas enrojecidas. Se acercó e intentó besarme, pero yo le giré la cara.

—¿Te acuerdas de mí? Soy tu marido —dijo, sorprendido.

—Creo que tengo la gripe. Me duelen los músculos. Y no dejo de sudar.

—¿Todavía? —preguntó Pietrik—. Tal vez sea porque no te estás tomando las pastillas.

—No sé —respondí.

Pietrik puso una mano sobre el paquete.

—¿Qué es?

—Es de Caroline —contesté.

—Vale. —Pietrik me tiró la caja—. Ábrela.

La agarré al vuelo.

—Todavía no.

—¿Y a qué esperas, Kasia?

—Ya sé lo que hay dentro. Quiere que vaya a una ciudad de Alemania que se llama Stocksee. Para identificar…

—¿A quién?

Volví a poner la caja en la mesa.

—A Herta Oberheuser.

—¿Ha salido de la cárcel? —exclamó Pietrik.

—Creen que tiene una consulta médica allí. Y necesitan la identificación de un testigo, de alguien que sepa qué apariencia tiene.

—¿Y sigue siendo médico? ¿Vas a ir?

No dije nada.

—Vas a necesitar papeles especiales, Kasia. E, incluso con ellos, no hay garantía de que te dejen entrar.

—Eso es lo que hay en la caja —afirmé.

—Y no es barato. Solo la gasolina…

—También hay dinero para todo eso ahí dentro —aseguré—. Conociendo a Caroline, habrá zlotys y marcos.

Pietrik se acercó a mí.

—Tenemos que ir, Kasia. Por fin podemos hacer algo para devolverles lo que nos hicieron. Iré contigo. Cruzar la frontera es muy arriesgado. ¿Sabes cuánta gente ha muerto al intentarlo?

—Ilegalmente. Pero la gente la cruza legalmente todos los días.

—Ahora es más difícil. Además, esa zona está llena de bombas trampa y campos de minas. Y patrullan por ella cincuenta mil guardias de la RDA, todos tiradores de élite. Si tienen la más mínima duda, disparan primero. —Pietrik me cogió las manos entre las suyas—. Iré contigo. Halina puede quedarse con tus padres.

—Yo ya no quiero saber nada, Pietrik. De la resistencia. De Ravensbrück. Necesito pasar página.

—Ese es el problema, que no puedes. ¿Has cruzado más de dos palabras con tu hija desde que has vuelto a casa?

—Ha estado ocupada con las clases de arte…

—Te ha echado de menos cuando no estabas. Hizo un calendario e iba tachando los días uno por uno hasta que has vuelto.

—Pero ahora trabajo dos turnos —repliqué.

Pietrik me agarró por los hombros.

—¿Es que no puedes hacer un hueco para ella?

—Ella siempre está en casa de Marthe…

Fue hasta la silla sobre la que había dejado la chaqueta y la agarró.

—Siempre es cosa de otro, Kasia. —Pietrik fue hacia la puerta—. No aprendes, ¿no?

—¿Adónde vas?

—A la exposición de nuestra hija.

Yo di un paso hacia él. ¿Cómo podía irse sin más?

—¿Y la cena?

—Comeré algo por ahí. —Se paró en el umbral—. Y piénsate bien lo de ir a Stocksee conmigo. No todos los días se tiene la oportunidad de hacer algo así, Kasia.

Me volví y le oí cerrar la puerta. Sentí náuseas. Lo vi por la ventana, alejándose con las manos en los bolsillos. Halina se encontró con él en la calle. Llevaba una carpeta negra llena de dibujos. Se abrazaron y después tomaron caminos distintos, porque Halina venía hacia el apartamento. Cuando llegó arriba, yo todavía estaba enfadada.

—Tienes muy mala cara —dijo Halina a modo de saludo.

—Gracias.

—¿Vas a ir a ver mi exposición esta noche? Ojalá puedas venir.

Halina parecía cada vez más una artista: ese día llevaba puesta una de las camisas viejas de Pietrik, que estaba salpicada de pintura, y el pelo rubio recogido en la coronilla, como solía hacer mi madre. Me costaba mirarla porque era una reproducción casi exacta de Matka.

Metí el paquete de Caroline debajo de la mesa.

—Tengo cosas que hacer.

—No has venido a ninguna de mis exposiciones, Matka. Un profesor quiere comprar uno de mis carteles.

Miré por la ventana.

—Es mejor que corras para alcanzar a tu padre. Él te comprará algo para cenar.

—Van a servir queso en la exposición —replicó Halina.

—Y vodka, supongo.

—Sí.

Si el arte moderno no era lo bastante moderno, a cualquiera se lo parecería después de beberse un vaso de alcohol de doscientos grados.

—Corre si quieres alcanzar a tu padre —insistí.

Halina se fue sin decir adiós. Yo volví a la ventana y la estuve mirando desde que llegó a la calle de abajo. Se la veía muy pequeña. ¿Se volvería para despedirse con la mano? No. Al menos Halina tenía conexión con uno de sus padres.

Abrí la carta de Zuzanna, que era corta y directa, lo habitual cuando tenía malas noticias. No iba a volver. Había vuelto a ampliar su visado y dejaba entrever que estaba preparando la boda. Pero había algo bueno, al menos. Los médicos del Mount Sinai habían dicho que su cáncer seguía en remisión.

Brindé por ello con una de las botellitas de vodka del avión.

Solo había cereales en el armario, así que me preparé un cuenco y me serví un vaso del vodka de Pietrik. No estaba mal para ser un vodka que alguien hacía en su sótano. Como decía papá, se notaba el sabor de las patatas. Tenía más sabor que el del avión y lograría mantenerlo en el estómago siempre y cuando no pensara en los contenidos de mi estómago, pasta de cereales y vodka, ahí, mezclándose.

No me sorprendía que Pietrik lo bebiera de vez en cuando. Hacía que te hormigueara todo el cuerpo y te calentaba los dedos, los brazos, las orejas y la cabeza. Cuando me puse mi vestido estadounidense, todo mi cuerpo estaba un poco entumecido, incluso mi cerebro. Le sonreí al espejo. Con el diente reparado, podía volver a mirarme. ¿Por qué no podía ir a disfrutar de la gran noche de mi hija? Las medias de nailon me cubrían las cicatrices que me quedaban. Incluso mi marido se alegraría de verme.

Solo había un corto paseo hasta el colegio de Halina. Entré en el gimnasio y lo encontré lleno de brillantes focos que iluminaban los carteles colgados en paredes de hormigón. La gente se congregaba delante de ellos, admirando las obras de los alumnos. Marthe y papá estaban en un extremo de la sala, hablando con una pareja de aspecto bohemio. En el otro extremo había botellas de vodka y unos platos de cartón con daditos de queso encima de una mesita.

—¡Has venido, Matka! —exclamó Halina con una sonrisa—. Es la primera vez. Ven que te lo enseñe todo.

Pietrik estaba de pie en un rincón, con una mano apoyada en una pared, enfrascado en una conversación con una mujer que llevaba un sombrero rojo.

—Creo que voy a comer un poco de queso primero —dije. De repente sentí que me faltaba el aire.

Fuimos a la mesa del refrigerio y cogí unos daditos de queso y un vaso de cartón con vodka.

—¿Desde cuándo bebes vodka? —preguntó Halina.

—No viene mal probar cosas nuevas —respondí.

Di un sorbo para probarlo y después eché atrás la cabeza y me lo bebí de un trago. Era más suave y tenía un sabor más refinado que el que teníamos en casa. Me estaba convirtiendo en una experta en vodka.

—Ven que te enseñe mi autorretrato —ofreció Halina.

Me agarró la mano y se me llenaron los ojos de lágrimas. ¿Cuándo fue la última vez que me había dado la mano?

La obra de Halina estaba agrupada en una pared, toda llena de colores vivos. Gráfica y potente. Había un retrato de una mujer cocinando, Marthe sin duda, pintado como si fuera la imagen que se obtiene al mirar por un caleidoscopio. A su lado se veía un pez con cuerpo de automóvil, lleno de engranajes y mecanismos.

—¿Te gusta el de la cocina? —preguntó Halina.

—¿El de Marthe? Tiene unos colores muy bonitos.

—No es Marthe, eres tú —explicó—. Lo he hecho con azules. Tu color favorito.

Noté más lágrimas en los ojos y los colores se mezclaron como si estuvieran diluyéndose en una jarra con agua.

—¿Soy yo? Qué bonito.

—Pero espera a ver el mejor. Un profesor quiere comprármelo, pero me parece que prefiero quedármelo.

Intenté secarme los ojos con una servilleta mientras Halina me llevaba al extremo de la pared, a su autorretrato. Cuando estuve delante del lienzo, me pareció que la imagen del cuadro estaba a punto de salirse de allí y morderme. Estaba llena de vida.

—¿Qué te parece? —preguntó Halina.

Era el cuadro más grande de la sala. Representaba la cara de una mujer con el pelo rubio y la cabeza envuelta por un alambre de espino.

Era mi madre.

De repente sentí calor por todo el cuerpo y la cabeza empezó a darme vueltas.

—Necesito sentarme.

—No te ha gustado —comentó Halina, y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Sí, sí me gusta. Pero necesito sentarme.

Me senté en una silla plegable y, mientras Halina iba a buscarme otro vodka, vi a Pietrik riéndose con su amiga. Yo tenía mis razones para no salir mucho.

Halina fue a por Pietrik y lo trajo de la mano adonde yo estaba.

—Toma, Matka —dijo, y me dio el vodka.

—¿Qué es lo que te ha arrastrado hasta aquí? —preguntó Pietrik con una sonrisa—. ¿Una manada de caballos salvajes?

—Tú seguro que no —respondí.

La sonrisa de Pietrik desapareció.

—Aquí no, Kasia.

—Te lo estabas pasando muy bien —dije señalando con la barbilla a la mujer del sombrero rojo. Veía borroso y el alcohol me había soltado la lengua.

—¿Has bebido? —preguntó.

—¿Es que solo puedes beber tú? —exclamé, dándole un sorbo al vaso de cartón. Sentí que recuperaba la claridad de pensamiento.

Pietrik me quitó el vaso.

—Voy a llevarte a casa.

Yo le arranqué el vaso y me levanté justo cuando llegaron Marthe y papá, con la profesora de arte de Halina detrás de ellos.

—¿Es usted la madre de Halina? —preguntó la profesora, una mujer guapa de pelo oscuro, que llevaba unas gafas redondas negras y un caftán violeta.

La profesora le rodeó los hombros a Halina con una manga que parecía el ala de un murciélago.

—Halina y yo hablamos mucho —dijo la profesora—. Habla muy bien de usted.

—¿Oh, en serio? ¿De verdad admite que tiene madre?

Todo el grupo soltó una carcajada, tal vez demasiado estridente. Y eso que lo que había dicho no era un chiste.

—Oh, bueno, adolescentes, ya se sabe —contestó la profesora—. ¿Ha visto el autorretrato de Halina? Un profesor de la universidad dice que es su obra favorita de la exposición.

—Es mi madre —dije.

—¿Perdón? —preguntó la profesora.

Marthe y papá se miraron. La sala giraba a mi alrededor como un tiovivo.

—Halina se ha pintado a sí misma, Kasia —explicó Marthe.

—Si hubieras conocido a mi madre, no estarías durmiendo en su cama ahora —espeté.

—Nos vamos a casa —intervino Pietrik.

Yo me zafé de sus dedos cuando me agarró.

—Tal vez Halina no le haya contado en una de sus largas conversaciones que yo hice que mataran a mi madre por culpa de mi trabajo para la resistencia. Y eso después de todo lo que ella hizo por mí.

Me llevé el vaso a los labios, pero lo vi doblarse en mi mano y el vodka se derramó por toda la parte delantera del vestido.

—Pietrik, nos vamos a llevar a Halina a nuestra casa esta noche —ofreció Marthe.

—Sí, mi madre era una artista, igual que Halina, pero le hacía retratos a mala gente, nazis, la verdad, para qué negarlo. —Sentí la cara llena de lágrimas—. ¿Qué le pasó? Solo Dios lo sabe, señora profesora de arte, porque no pudo despedirse, pero hágame caso, la mujer de ese cartel es mi madre.

Después de eso, solo recuerdo que Pietrik tuvo que sostenerme durante todo el camino a casa y que no nos quedó más remedio que parar para que vomitara en un callejón y para que me limpiara los cereales del vestido que me había traído de Estados Unidos.


A la mañana siguiente, me desperté antes del amanecer.

—Agua —pedí.

De nuevo pensé que estaba en la clínica de Ravensbrück.

Me senté en la cama de Halina y vi que me habían quitado el vestido y puesto un camisón. ¿Pietrik me había cambiado de ropa? Los acontecimientos de la noche anterior emergieron en mi cerebro y me ruboricé allí, en medio de la oscuridad. Me había puesto en evidencia. Incluso antes de que me diera tiempo a levantarme, supe que iba a ir a Stocksee.

Pasé por delante de la habitación de Pietrik. Dormía, con un brazo sobre la cara y el pecho desnudo. ¿Y si me acurrucaba a su lado? ¿Por qué no tenía valor para dormir con mi marido?

Cuando el amanecer se coló por la ventana, con cuidado de no hacer ruido, reuní lo necesario para pasar unos días fuera y saqué el paquete de Caroline. En la pequeña caja encontré los papeles para viajar, dinero alemán, dinero polaco y una carta con el franqueo alemán para el periódico más grande de Alemania, en la que se detallaban los crímenes de guerra de Herta Oberheuser en Ravensbrück y se explicaba que había sido liberada antes de tiempo, tres mapas, una lista de gasolineras verificadas en las que podía echar combustible e instrucciones detalladas para el viaje. También había una nota de disculpa porque solo había podido conseguir papeles para una persona y un paquete de galletas Fig Newtons. Metí la caja en la maleta y la cerré. Pietrik se revolvió en la habitación de al lado.

Yo me quedé helada un segundo. ¿Debería dejarle una nota? Escribí unas palabras de despedida en el papel que envolvía la caja de Caroline y bajé las escaleras hasta el viejo coche turquesa que papá me prestaba de vez en cuando y que Pietrik conseguía mantener con vida desde hacía muchos años. Como decía papá, ese coche tenía encima más óxido que pintura, pero servía para desplazarnos adonde necesitábamos ir.

Al principio me puse histérica mientras conducía. ¿Y si de verdad era Herta? ¿Me haría daño? ¿Se lo haría yo? Cuando ya llevaba un rato en camino, se me fue aclarando un poco la cabeza. Era uno de los pocos conductores que había en la carretera tan temprano. Extendí el mapa, saqué las instrucciones y las coloqué en el asiento de al lado, puse la radio bien alta, bajé la ventanilla y me comí el paquete entero de galletas para desayunar. En el paquete decía: «Nuevo envase. Mejor sabor», y la verdad es que me supieron mejor que nunca, blanda y jugosa por fuera y el higo dulce en su interior. Comérmelas me mejoró mucho el humor. Tal vez hubiera sido una buena idea hacer ese viaje.

De camino al noroeste pasé por bastantes pueblos abandonados, uno tras otro. El único color que se veía en esos pueblos, en su mayoría grises, era el rojo sobre blanco de los carteles de propaganda que proclamaban las virtudes del socialismo y la INQUEBRANTABLE AMISTAD CON LAS GENTES DE LA UNIÓN SOVIÉTICA.

Ese viaje era complicado, porque a Alemania le habían arrebatado todos los territorios que ocupó durante la guerra. La parte este se la habían devuelto a la Polonia ocupada por los rusos y la parte oeste se la habían dividido los aliados occidentales. Se habían creado dos nuevos estados a partir de la Alemania ocupada: la Alemania Occidental libre, que ya no estaba ocupada en su totalidad por los aliados, y al este la República Democrática, o RDA, la parte más pequeña.

Me llevó un día entero cruzar Polonia y Alemania Oriental. Las carreteras estaban llenas de baches enormes, muchas estaban cubiertas de basura, y no se veían muchos coches particulares. Un convoy militar soviético pasó a mi lado, con las matrículas tapadas con pintura. Los soldados que iban en la parte de atrás de los camiones me miraron como si fuera un monstruo de circo. La primera noche dormí en el coche con un ojo abierto, alerta por si venían ladrones.

Al día siguiente, en medio de una densa niebla y una lluvia persistente, llegué a la frontera interior alemana, el límite de mil trescientos noventa y tres kilómetros que separaba Alemania Occidental de los territorios soviéticos. Caroline me había dirigido por una de las pocas rutas abiertas a los no alemanes, la ruta de tránsito más septentrional que desembocaba en el punto de control de Lübeck/Schlutup. Cuando me acerqué a la garita y la barrera con rayas rojas que bloqueaba la carretera, reduje la velocidad y me situé detrás del último coche de la cola.

Una lluvia leve caía sobre el techo del coche mientras esperaba. Me dediqué a examinar la torre de vigilancia blanca de hormigón que se veía sobre el muro, a lo lejos. ¿Me estarían controlando desde ahí arriba? ¿Verían mi coche moribundo en la cola, escupiendo humo morado? En alguna parte ladró un perro, y yo miré el campo agreste que nos rodeaba y la larga valla metálica que flanqueaba la carretera. ¿Sería ahí, al otro lado de la valla, donde estaban las bombas trampa? No me pasaría nada siempre y cuando no saliera del coche.

La cola avanzó poco a poco. Los limpiaparabrisas no me servían de nada, porque hacía mucho que algún vándalo había robado las gomas. Apagué la radio para poder concentrarme. ¿Dónde estaba Zuzanna cuando la necesitaba? Oh, sí… Disfrutando de su nueva vida en Nueva York. Volví a comprobar mis papeles por enésima vez. Tres páginas firmadas con tinta y con una floritura. «Kasia Kuzmerick, embajadora cultural», decían. Acaricié con el dedo el sello que sobresalía. Yo no tenía pinta de embajadora cultural, pero esos papeles me hacían sentir importante. Segura.

Para cuando llegué a la barrera, tenía el vestido empapado de sudor bajo el grueso abrigo. Bajé la ventanilla para hablar con el soldado de Alemania Oriental.

Polski? —preguntó.

Asentí y le di los papeles. Les echó un vistazo y se fue hacia la garita con mis papeles en la mano.

—No apague el motor —me dijo en alemán.

Esperé mirando el indicador de la gasolina. ¿Estaba bajando poco a poco mientras lo miraba? Otros dos soldados abrieron las cortinas de la garita y me miraron. Por fin salió un oficial de mediana edad y se acercó a mi coche.

—Salga del coche —me dijo en polaco con acento alemán.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Dónde están mis papeles?

—Los hemos incautado —contestó el oficial.

¿Por qué no le hice caso a Pietrik? Quizá tuviera razón. Algunos no aprendemos nunca.