26
Herta
1945
Cuando llegó abril de 1945, Alemania había perdido la guerra, aunque los medios de comunicación se negaban a admitirlo. Se iban a aferrar a su cuento de hadas hasta el final, pero yo sabía que la guerra estaba perdida porque escuchaba las radios extranjeras en mi habitación. Según la BBC, los aliados occidentales habían cruzado el Rin y las bajas alemanas aumentaban. Suhren aseguró que solo era cuestión de tiempo que Alemania recuperara París, pero yo sabía que estábamos vencidos. El 18 de abril oímos que los tanques estadounidenses habían entrado en mi ciudad natal, Düsseldorf, y la habían tomado sin dificultad. Los británicos y los estadounidenses se dirigían a toda velocidad hacia Berlín.
Una tarde me fui del campo, caminando junto a la orilla del lago. El musgo amortiguaba mis pasos y el asa de la maleta se me resbalaba de la mano. El lago estaba enfurecido y se veían volutas de espuma en su superficie. ¿Estaba revuelto por la brisa o por las almas de aquellas mujeres cuyas cenizas habían ido depositándose en el fondo, convertidas ya en cieno? ¿Cómo me podían culpar a mí? Yo solo había aceptado, por necesidad, un trabajo como médico en un campo. Era demasiado tarde para que levantaran sus dedos huesudos y me acusaran.
Cuando llegué a Fürstenberg, me encontré con un mar de alemanes, hombres, mujeres y niños, que caminaba con poco equipaje, algunos incluso solo con la ropa que llevaban encima. La mitad de los civiles de Fürstenberg ya se habían ido al sur, y parecía que la otra mitad estaba evacuando la ciudad justo ese día para escapar del Ejército Rojo. No hacía falta más que ver su postura corporal para identificar la humillación de la derrota. Me uní a la ingente corriente de desplazados y me vi engullida por la multitud, un poco aturdida. Costaba creer que todo se había acabado, que yo estaba huyendo. La vergüenza de aquello me dejaba sin fuerzas.
—¿Adónde van ustedes? —le pregunté a un hombre alemán con un abrigo de tweed y un sombrero de color amarillo mostaza.
Llevaba una jaula de pájaros a la espalda. Cuando el hombre caminaba, el pájaro, encaramado a su diminuto trapecio de madera, se bamboleaba.
—Vamos a coger carreteras secundarias para evitar Berlín y después al sur, a Múnich. Las tropas estadounidenses avanzan desde el oeste y los rusos, desde el este.
Me uní al grupo que se dirigía a Düsseldorf. Nuestro camino a pie fue largo y anodino. Evitábamos las rutas principales y utilizábamos senderos arbolados y caminos que cruzaban campos, dormíamos en coches abandonados y comíamos cualquier cosa que encontrábamos.
Me imaginé lo contenta que se pondría Mutti al verme. Había estado viviendo en un apartamento, una planta más arriba de donde vivíamos antes, con un hombre que se llamaba Gunther. En vacaciones estuve allí, pasando unos días con ellos. Era un vendedor de revistas bastante agradable. Y rico, a juzgar por su apartamento. Me imaginé las cebollas fritas y el puré de patatas con salsa de manzana que me haría ella, cuando llegara, en la cocina de aquella casa.
Estaba lloviznando cuando llegué a Düsseldorf. Procuré no llamar la atención, porque había soldados estadounidenses por todas partes, aunque seguro que yo no estaba en los primeros puestos de las listas de los más buscados. ¿Se fijarían siquiera en mí? Tenían otros peces más gordos de los que ocuparse.
Las calles de Düsseldorf estaban llenas de maletas abandonadas y cadáveres de personas y caballos. Pasé junto a la estación de tren, que habían bombardeado hasta reducirla a escombros. Cuando me acerqué al edificio de Mutti, pasé junto a un carromato saqueado y volcado al que dos mujeres mayores intentaban quitarle las ruedas. Por esa calle la gente iba y venía, algunos cargando con todas sus posesiones. Intenté mezclarme con ellos y parecer una desplazada más.
Cuando llegué a la puerta de Mutti, me alegró ver que el edificio de apartamentos no solo seguía en pie, sino que estaba en perfecto estado. Únicamente podía pensar en una bañera llena de agua y comida caliente. En el vestíbulo flotaba el olor a cebollas fritas. Algún afortunado había conseguido hacerse con algo de comer.
Llegué al tercer piso y toqué el timbre del apartamento de Gunther.
—¿Quién es? —preguntó una voz desde el otro lado de la puerta. Era Gunther.
—Soy Herta.
Él dudó. ¿Qué era ese zumbido dentro mi cabeza? ¿Sería por la deshidratación?
—¿Está mi madre? —pregunté.
Un cerrojo sonó y se abrió la puerta.
—Rápido, pasa —dijo Gunther.
Me agarró del brazo, tiró de mí hacia el interior y volvió a cerrar la puerta.
El apartamento seguía bien amueblado, con gruesas alfombras y sillones tapizados con terciopelo. Alguien había quitado el retrato del Führer de la pared, dejando un rectángulo de papel descolorido. Sí que se habían dado prisa…
—Dos saqueadores han intentado tirar la puerta abajo esta mañana. Ahí fuera reina la anarquía.
—Gunther…
—Todo el mundo le roba al de al lado. Las cosas les pertenecen a los que logran hacerse con ellas y ya está.
—Me muero de hambre —lo interrumpí.
—Todo el mundo se muere de hambre, Herta.
—En el campo todavía hacían la comida…
—La comida no es lo único que hacíais allí tus amigos y tú. La verdad se está sabiendo.
Fui hasta la radio.
—Tiene que haber raciones. Lo transmitirán…
—Nada de raciones, Herta. Ni de transmisiones. Las mujeres se prostituyen por una cucharada de azúcar.
Gunther no parecía haberse quedado sin comer muchas veces. Había perdido un poco de peso, pero seguía teniendo la piel tersa. Solo alguna arruga en el cuello. ¿Cómo había logrado librarse del servicio militar? Las cosas no tenían ningún sentido y el zumbido de mi cabeza aumentaba.
—Necesito un baño —pedí.
Gunther encendió un cigarrillo. ¿Cómo los conseguía?
—No puedes quedarte aquí. Saben lo que has hecho, Herta.
—¿Dónde está Mutti?
—Ha tenido que ir a la comisaría. Han venido a buscarte.
—¿A mí? ¿Por qué? —No necesitaba preguntar quién.
—Crímenes contra la humanidad, han dicho.
¿Cómo podían estar tras mi pista tan pronto?
—Solo con venir aquí estás poniendo en peligro a tu madre, Herta. Date un baño, pero tienes que encontrar otro sitio…
—Tal vez mi madre no esté de acuerdo con eso —protesté.
—Date un baño y después hablaremos.
Dejé mi maleta en el sofá.
—Voy a necesitar la ayuda de Mutti con unos asuntos.
Él dejó caer la ceniza en un cenicero.
—¿Asuntos de dinero?
—Entre otras cosas. Honorarios de abogados tal vez.
—¿Ah, sí? Si te pasa algo, el Estado se hará cargo de los costes.
—¿Si me pasa algo?
Gunther fue al armario del pasillo y trajo una toalla.
—Date ese baño mientras haya agua caliente. Hablaremos después.
Dejé mis cosas en la habitación de invitados y abrí el grifo de la bañera sin perder de vista la puerta del baño, porque en el fondo esperaba que Gunther llamara a las autoridades. Seguro que ya habían establecido una jerarquía militar aliada. Gunther no sería capaz de entregarme, me dije. Mutti se pondría furiosa. Pero Gunther nunca había sido un verdadero patriota y el relevo de poder convertía prácticamente a todo el mundo en sospechoso.
Eché el cerrojo y me tomé mi tiempo para llenar la bañera con agua muy caliente. Me metí en el agua, deslizándome por la pendiente de hierro fundido esmaltado hacia ese glorioso mar ardiente.
Sentí que todos mis músculos se aflojaban. ¿Dónde estaría Fritz? Volvería a solicitar mi antiguo trabajo en la clínica dermatológica. Si todavía estaba en pie y no se había convertido en un montón de escombros, claro. Ensayé mi charla con Mutti mientras me lavaba con jabón las piernas y los pies, ennegrecidos por el camino. Ella me apoyaría, dijera Gunther lo que dijera.
«¿Y qué? Estabas haciendo tu trabajo, Herta», diría cuando le contara lo del campo.
Pero ¿dónde estaba? Probablemente ahí fuera, haciendo todo lo que podía para conseguir un poco de pan.
Cerré los ojos y recordé los desayunos de Mutti: bollos calientes y mantequilla fresca. Y ese café…
¿Eso que oía eran pasos en el salón?
—¿Mutti? —llamé—. ¿Gunther?
Se oyó un fuerte golpe en la puerta del baño.
—¿Herta Oberheuser? —preguntó una voz desde el otro lado de la puerta. Quien hablaba tenía acento británico.
Mierda. El maldito Gunther. Sabía que no se podía confiar en él. ¿Cuánto le habrían pagado por entregarme?
—¡Ahora abro! —grité.
Perdí el control de mis extremidades allí, dentro de la bañera. ¿Podría escapar por la ventana? Algo duro golpeó la puerta y esta cedió. Creo que grité mientras estiraba el brazo para coger la toalla. Un soldado británico entró en el baño y yo me volví a sentar en la bañera, cubierta únicamente por una menguada capa de espuma.
—¿Herta Oberheuser? —preguntó.
Yo intenté cubrirme.
—No.
—Estoy aquí para arrestarla por crímenes de guerra y contra la humanidad.
—Yo no soy esa persona —respondí, en shock, como si fuera idiota.
¿Cómo podía haberme hecho Gunther algo así? Mutti se iba a poner furiosa.
—Yo no he hecho nada —dije.
—Salga de la bañera, Fräulein —ordenó el hombre.
Otro soldado británico entró en el baño con un chubasquero en la mano. Yo hice un gesto para que los dos se dieran la vuelta.
—La dejaremos a solas un momento —dijo el primer soldado, con la cara enrojecida. Me pasó una toalla, mirando siempre hacia otro lado—. Cúbrase con esto.
Cogí la toalla y él se fue y cerró la puerta. Salí de la bañera. Maldito Gunther, pensé mientras iba hasta el armario del baño. Encontré sus cuchillas de afeitar y volví a meterme a la bañera. El agua se estaba enfriando.
—Fräulein? —llamó el primer soldado desde el otro lado de la puerta.
—Un momento —dije mientras sacaba una cuchilla del paquete.
Busqué la arteria radial. No me costó encontrarla, porque el corazón me latía con fuerza. Clavé la hoja profundamente en la muñeca, justo en la arteria, y vi que se abría como un melocotón. El agua se volvió rosa. Me tumbé y sentí que se enfriaba. Estaba mareada. ¿Mutti lloraría cuando viera lo que había hecho? Al menos había sido en la bañera. No sería difícil de limpiar.
Antes de que pudiera hacer lo mismo con la otra arteria, el soldado volvió a entrar.
—Dios —exclamó cuando me vio. El agua ya estaba teñida de rojo para entonces—. ¡Teddy! —llamó a alguien—. ¡Dios! —volvió a exclamar.
Tras muchos gritos en inglés, me sacaron de la bañera.
A la mierda el pudor.
Estaba perdiendo la consciencia y no tenía intención de decirles cómo debían tratarme, pero noté con satisfacción que lo estaban haciendo muy bien sin mi ayuda. No tenía ni idea de por qué, pero me estaban levantando las piernas. Una forma segura de conseguir que me desangrara. Todavía tenía los pies negros por la suciedad y en cada uña se veía una media luna de mugre.
Perdí la consciencia, pero la recuperé cuando me sacaban en una camilla, con la muñeca bien vendada. Alguien sí había sabido lo que tenía que hacer. ¿Había algún médico entre ellos? ¿Se habría sorprendido de que una médico alemana hubiera hecho un trabajo tan malo?
—¿Por qué me has entregado? —intenté decirle a Gunther mientras los soldados británicos me bajaban por las escaleras hasta la calle.
Me subieron a una ambulancia.
Vi a Gunther mirando por una ventana de arriba, con la cara impasible. Más caras se asomaron a las ventanas. Hombres mayores. Mujeres. Miraban entre las cortinas.
Solo alemanes curiosos. Una niña con trenzas rubias se acercó a la ventana y su madre la apartó y bajó la persiana.
—Solo tiene curiosidad —murmuré.
—¿Qué? —me preguntó un inglés.
—Está en shock —explicó otro.
Unter schock? Un diagnóstico incompleto, médico inglés. Shock hipovolémico. Respiración acelerada. Debilidad generalizada. Piel fría y pegajosa al tacto.
Más caras se asomaron a las ventanas. Una casa entera.
Noté algo húmedo en la cara. ¿Era lluvia?
Esperaba que nadie la confundiera con lágrimas.