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Caroline
Navidad de 1943
Todo el tiempo libre que tuve ese diciembre lo pasé persiguiendo a los viajeros en la estación Grand Central para vender bonos de guerra. De la noche a la mañana apareció en la pared este de la estación un mural fotográfico de casi cuarenta metros con imágenes de la guerra. Barcos de guerra y aviones caza se cernían sobre una marea de viajeros, muchos de los cuales iban de uniforme. El lema del cartel no dejaba margen para ambigüedades en cuanto a su misión: COMPRE BONOS Y SELLOS DE DEFENSA AHORA.
Una tarde, una de las organistas de la estación, Mary Lee Read, de Denver, que tocaba de forma voluntaria durante las fiestas, se lanzó a interpretar una enérgica versión de The Star-Spangled Banner, el himno estadounidense. Todos los que estaban en la parte central de la estación se detuvieron y los viajeros se pusieron las manos sobre el corazón mientras escuchaban, lo que provocó que la gente perdiera un montón de trenes. El jefe de estación le pidió a Mary que no volviera a tocar esa canción y así se convirtió en la única organista de la historia de Nueva York a la que le prohibieron tocar el himno nacional de Estados Unidos.
Había mucha seguridad en Grand Central, porque habían atrapado a dos espías alemanes intentando sabotear la estación, pero a pesar de ello le otorgaron un permiso especial para vender bonos a un pequeño cuerpo de voluntarios, entre los que estábamos mi madre y yo. Y todos acabamos pensando que mi madre había encontrado su verdadera vocación, porque era un hacha vendiendo. Pobre del viajero cansado que se negara a darle al menos diez centavos por un sello de la guerra, porque una vez que comenzaba a ejercer presión, no había ni uno que no acabara insistiéndole que aceptara una donación adicional, lo que ella hacía encantada.
En esa época había gran cantidad de mujeres en la estación. Con tantos hombres en la guerra, hordas de mujeres se tuvieron que incorporar al trabajo. Incluso Betty trabajaba, escribiendo a máquina informes en la fábrica de armas. No era exactamente Rosie, la Remachadora, pero era un gran paso para ella.
Mi madre y yo pasamos la mañana de Navidad de 1943 en la iglesia de Saint Thomas, cerca de la estación, en la esquina de la Quinta Avenida y la calle Cincuenta y Tres. Escuchamos al padre Brooks, resplandeciente con sus mejores galas navideñas, predicar desde su magnífico atril de roble tallado una homilía en la que hizo todo lo posible por animarnos. La guerra pesaba mucho sobre la congregación, que en ese momento estaba compuesta principalmente por mujeres y hombres mayores. Había unos pocos soldados uniformados en los bancos, pero para entonces la mayoría ya habían sido desplegados en Europa o en el Pacífico, entre ellos nuestro ascensorista, Cuddy. Todos nosotros conocíamos a alguien que había sufrido algún golpe por la guerra. Yo recé por los que estaban a bordo del barco francés que Roger se había visto obligado a rechazar el día anterior, miles de desplazados europeos que buscaban asilo y que todavía esperaban frente a la costa.
Se me hacía insoportable contar los meses que habían pasado desde la última vez que tuve noticias de Paul. Roger suponía que debía seguir en el campo de concentración de Natzweiler. Por la información que yo había logrado reunir, sabía que muchos hombres franceses habían acabado en los Vosgos, haciendo trabajos forzados con un frío extremo. ¿Podía alguien sobrevivir dos años en un lugar como ese?
Ese año había llegado a nosotros una nueva información, lúgubre y perturbadora. En los escasos informes que recibíamos de la Cruz Roja y también en los papeles que llegaban de Nueva York y de Londres, quedaba claro que Hitler seguía adelante con su plan de aniquilar a los judíos, los eslavos, los gitanos y cualquier otro grupo que entrara dentro de que lo que él consideraba Untermenschen, personas inferiores, y así lograr más sitio para su Lebensraum. Nos habían llegado informes sobre camiones de gas en la ciudad polaca de Chelmno y testimonios sobre exterminaciones masivas. Hitler había hablado abiertamente de su plan en sus arengas públicas, pero Roosevelt tardaba en reaccionar y seguía manteniendo la tasa de inmigración en el mínimo posible.
Saint Thomas era nuestro reducto de esperanza. Arrodillada allí, en aquella enorme iglesia, oliendo el aire perfumado de incienso y contemplando el magnífico altar de piedra, sentía que el mundo acabaría desenredándose por sí solo. Cuando era pequeña, mi padre y yo nos dedicábamos a memorizar las sesenta figuras de santos y personajes famosos que estaban tallados en la piedra de esa iglesia. San Policarpo. San Ignacio. San Cipriano. Llegamos hasta el cuarenta y seis, George Washington, antes de que mi padre muriera, y yo aprendí el resto sola. Estar allí me hacía sentir más cerca de él, sobre todo cuando el organista ponía a funcionar los mil quinientos cincuenta y un tubos del órgano para tocar God Rest Ye Merry Gentlemen, el villancico favorito de mi padre. Solo oír a los chicos del coro, con sus mejillas enrojecidas, cantar sobre la gloria de Dios le levantaba el ánimo a cualquiera.
Cuando el padre Brooks nos contó sus planes de alistarse en el ejército y unirse al «viejo 7º Regimiento» de Nueva York como su capellán, me puse a leer los nombres tallados en la pared de los que sirvieron en la Primera Guerra Mundial. Veinte de ellos, los que tenían su nombre escrito con letras doradas, dieron sus vidas por su país. ¿Cuántos más perderíamos en la Segunda Guerra Mundial? Nuestra parroquia tenía más de cuatrocientos de sus miembros alistados y ya habíamos sobrepasado el número de víctimas mortales de la Primera Guerra Mundial.
Yo había metido una de las cartas de Paul en mi libro de himnos, una carta rezagada que llegó mucho después de que invadieran Francia. La había leído y releído tantas veces que parecía papel de seda. La leí mientras el padre Brooks continuaba con su sermón.
Gracias, mi amor, por los botes de cacao en polvo. Créeme, nos viene bien cambiar un poco y dejar la bebida caliente que hace el padre de Rena con las bellotas que recoge del suelo. No te alarmes si esta es la última carta en una temporada. Todos los periódicos predicen que pronto habrá una invasión. Pero mientras debes saber que te echo de menos y que no abandonas mis pensamientos nada más que unos pocos minutos mientras duermo. Nómbrame en tus oraciones y duerme bien entre tus sábanas de raso de color rosa sabiendo que pronto estaremos en la cafetería H&H, disfrutando del aire acondicionado y de la tarta de manzana…
Sentí que alguien me miraba y al volverme vi a David Stockwell al otro lado del pasillo, un banco por detrás de donde yo estaba, mirándome fija y abiertamente. ¿Qué significaba esa expresión de su cara? ¿Curiosidad? ¿Un poco de tristeza? Cerré mi libro de himnos cuando Sally Stockwell, que a pesar del frío que hacía en la gran nave de la iglesia parecía estar sudando mucho, se inclinó para saludarme y me sonrió. Betty también se inclinó y puso los ojos en blanco para trasmitirme su opinión sobre el largo sermón del padre Brooks.
Al final de la misa, el padre Brooks abandonó el altar y siguió a la escasa procesión de chicos del coro y hombres mayores. Mientras caminaban por el pasillo central, era evidente que sus filas habían quedado diezmadas porque muchos se habían ido a la guerra y habían cambiado sus túnicas escarlata por las pellizas de los uniformes militares. Cuando llegaron a la parte de atrás de la iglesia y entraron en la sacristía, la congregación empezó a salir.
Mi madre y yo nos unimos a Betty, David y Sally en el atrio de la iglesia, la exquisita entrada con un hermoso artesonada. Los tres se habían mantenido un poco apartados del resto de la gente, Betty porque llevaba un traje de un blanco inmaculado bajo un abrigo de visón danés, Sally porque estaba a punto de dar a luz a gemelos y su abrigo escarlata no le tapaba la barriga, y David porque era prácticamente el único hombre de Manhattan que no llevaba uniforme. Él afirmaba que su trabajo en el Departamento de Estado suponía un sacrificio igual al de los soldados, pero comparado con ir a la guerra, las largas comidas en el restaurante 21 no parecían una gran penuria.
Mi madre y yo llegamos donde estaban los tres y vimos a Sally abanicarse con el programa de la misa.
—Hola, Caroline —me saludó con una sonrisa temblorosa.
—Parece que tus bebés van a llegar en Navidad —comentó mi madre.
—Tres —corrigió Betty—. Ahora son trillizos. A mi madre le va a dar algo. Va a necesitar tres niñeras profesionales.
No era bastante con que las quintillizas Dionne estuvieran por todas partes para recordarme que yo no tenía hijos. También Sally Stockwell tenía que tener más de uno.
Cogí a David del codo.
—¿Puedo hablar contigo? En privado.
David me miró perplejo. ¿Tendría miedo de que quisiera hablarle de nuestra relación? A pesar de mis sentimientos, todavía heridos, no pude evitar notar que parecía estar mejorando con la edad.
—Espero que no se haya metido en ningún lío —comentó Betty.
—Puedo dedicarte un momento —contestó David—. Pero tenemos que volver a casa rápido. El cocinero tiene el asado en el horno.
Me llevé a David a un rincón tranquilo y él sonrió.
—Si esto es una apelación de última hora a mis sentimientos, no creo que la iglesia sea…
—¿Por qué no me devuelves las llamadas? —espeté.
La guerra no había interferido en la capacidad de David para vestir bien, clásico, casi rozando la categoría de presumido, con la corbata sobresaliendo un poco y los bolsillos de su abrigo de pelo de camello con los bordes perfectamente en su sitio.
—¿Cuándo fue la última vez que me hiciste tú un favor a mí?
—Solo necesito que llames a alguien para pedirle…
—Solo el Congreso puede ampliar las cuotas de inmigración, Caroline. Ya te lo he dicho.
—Pero tú tienes un cargo importante, David.
—¿Importante para qué?
—Roger ha tenido que rechazar otro barco esta mañana. Venía de El Havre. La mitad de los pasajeros son niños. Si pudieras pedir…
—El país no quiere más extranjeros.
—¿Extranjeros? La mitad de este país llegó aquí hace solo una generación. ¿Cómo puedes dejar que muera gente, David?
David me cogió la mano.
—Mira, C, sé que Paul Rodierre está allí y en una mala situación…
Aparté la mano.
—No es eso. ¿Cómo podemos cruzarnos de brazos? Es terrible.
El padre Brooks se unió a mi madre, Betty y Sally, e hizo la señal de la cruz sobre el vientre de Sally, lo que provocó que ella se abanicara aún más.
—Estamos en guerra, Caroline. Ganar es lo mejor que podemos hacer por esa gente.
—Eso es una cortina de humo y lo sabes. ¿Setenta mil judíos rumanos a los que aquí se les niega el asilo? ¿El St. Louis rechazado? ¿Cuántos inocentes vamos a devolver para que vayan al encuentro de una muerte segura?
El padre Brooks se volvió para mirarnos y David tiró de mí para ocultarnos mejor entre las sombras.
—Es un proceso lento, Caroline. Todos los formularios de solicitud de visado tienen que ser examinados cuidadosamente. Los espías nazis pueden entrar en el país fingiendo ser refugiados. Es por el bien de Estados Unidos.
—Es antisemitismo, David. Hubo un tiempo en que tú habrías hecho lo correcto.
—Hermano… —llamó Betty.
David le hizo un gesto con el índice para indicar que solo tardaba un momento.
—Por lo menos admite de qué va todo esto. Si no hubieras perdido la cabeza como una colegiala por tu novio casado, estarías en la Junior League, tejiendo calcetines para los soldados.
—No tendré en cuenta lo que acabas de decir si al menos me prometes que intentarás…
—Venga, David —insistió Betty.
—Vale, haré la petición.
—¿Me das tu palabra?
—Sí, por todos los santos. ¿Ya estás contenta?
—Sí —dije con una sonrisa.
Durante un segundo me pareció ver una expresión de tristeza cruzar la cara de David. ¿Se estaría arrepintiendo de haber roto conmigo? Era difícil de decir, porque desapareció tan rápido como había aparecido.
Cuando nos dimos la vuelta, vimos a mi madre y a Betty ayudando a Sally a tumbarse en el último banco. El padre Brooks la miraba como un padre ansioso y mi madre envió a uno de los niños del coro a buscar una palangana. Los gritos de Sally resonaron en la iglesia mientras mi madre preparaba un almohada con su abrigo para que la pobrecilla apoyara la cabeza.
—Dios mío —exclamó David, acongojado.
Betty llegó corriendo hasta David y le tiró del brazo.
—Ven aquí. Está a punto de reventar. No hay tiempo para llegar al hospital.
David no iba a llegar a casa para tomarse el asado de su cocinero después de todo.