4

Caroline

1939

Cuando Hitler invadió Polonia, en todos los consulados de Nueva York la moderada aprensión se convirtió pronto en verdadero pánico; en nuestra oficina se desató el infierno. Para empeorar las cosas, Washington aumentó las restricciones para los visados y entrar en Estados Unidos desde Europa se volvió casi imposible. Francia también limitó los visados. En noviembre había personas que se enfrentaban al frío y dormían a la intemperie en sacos de dormir bajo la ventana de mi oficina para ser los primeros en entrar. Cuando abríamos por la mañana, la cola de ciudadanos franceses desesperados por volver a casa muchas veces era tan larga que incluso salía de recepción y llegaba hasta el pasillo.

Betty Merchant, mi íntima amiga, eligió un día gris de finales de noviembre para pasarse por el consulado con su donación. La oí llegar y le pedí a Pia que nos trajera un té, pero ni rastro de Pia ni del té. Betty, vestida con un traje de buclé azul índigo de Schiaparelli y un sombrero adornado con plumas escarlatas y azules como el traje, llevaba un periódico doblado bajo el brazo. Consiguió llegar hasta mi despacho abriéndose paso entre la gente, no sin esfuerzo. En una mano llevaba algo que una pareja de Nueva Jersey le había regalado el día de su boda: un árbol de dinero, de casi un metro de alto, hecho con sesenta billetes de cien dólares plegados formando abanicos y fijados a una base de madera. En la otra mano sostenía en equilibrio una torre de cajas de zapatos.

Betty colocó el árbol de dinero sobre mi mesa.

—He traído esto para tus bebés franceses. Seguro que servirá para comprar unas cuantas latas de leche en polvo.

Me alegró ver a Betty, pero llevaba mucho retraso con mi trabajo y montones de archivos se apilaban sobre mi mesa. Siguiendo la tradición francesa, nuestra oficina cerraba de doce y media a tres de la tarde para comer, pero yo tenía intención de comerme una lata de atún en mi mesa y dedicar ese tiempo a ponerme al día con todos los expedientes para estar preparada para la oleada de la tarde.

—Gracias, Betty, me alegro de verte, pero…

—Y cajas de zapatos, como te prometí. Solo he traído las de los franceses, para que a los niños les parezcan algo cercano.

La obsesión de Betty por los zapatos me proporcionaba un suministro constante de cajas, que eran los embalajes perfectos para los paquetes de productos básicos que enviaba a Francia.

Betty cerró la puerta de mi despacho.

—La cierro para que no nos oiga la señorita cotilla de ahí fuera.

—¿Pia?

—Está siempre con la oreja puesta, ¿sabes? Está deseando saber dónde vamos a comer, está claro.

—Betty, estoy desbordada y la verdad es que tampoco tengo hambre.

—¿No te puedes escapar a tomar algo? Lo mejor para despertar el apetito es un martini antes de comer.

—¿Cómo podría ir a comer con toda esa gente ahí, esperando? Acabo de hablar con una pareja de Lyon que aún no sabe nada de su hija, que volvió a Francia en junio. Ninguno de los dos podía parar de llorar.

—Pero bueno, Caroline… ¿Trabajas aquí como voluntaria y no puedes salir un momento a comer?

—Esa gente me necesita.

—Pues creo que me voy a llevar conmigo a ese ascensorista… ¿Cuddy se llama? Me voy a ir con él a comer al restaurante 21. Siempre me ha parecido que los hombres con uniforme tienen algo especial.

Betty sacó su polvera y se miró en el espejito buscando alguna imperfección. Como no encontró ninguna, se encogió de hombros, decepcionada. A Betty la comparaban a menudo con Rita Hayworth, porque tenía la suerte de poseer una melena muy abundante y unas curvas que una vez provocaron que un hombre mayor que iba en silla de ruedas se levantara y echara a andar por primera vez en años. No siempre se podía decir que fuera la más guapa de la sala, pero tenía el mismo efecto que un accidente de tren o un oso bailando: llamaba la atención y costaba apartar la mirada de ella.

—Tienes que descansar un poco, Caroline. ¿Por qué no eres mi pareja de bridge?

—No puedo, Betty. Esto es una locura. Con Hitler en plena conquista del continente, la mitad de Francia intenta salir y la otra mitad está desesperada por volver. Tengo sesenta paquetes de ayuda que preparar. De hecho me vendría bien que me echaras una mano, si quieres.

—Me encantan los franceses. Y parece que a ti también. Ayer vi a ese nuevo novio que te has echado cuando iba de camino al teatro donde trabaja.

Empezaron a caer copos al otro lado de la ventana. ¿Estaría nevando en nuestra casa de Connecticut?

—No es mi novio.

Era cierto, por desgracia, aunque había visto mucho a Paul durante el otoño y principios del invierno. Se pasaba por el consulado antes de los ensayos y subíamos al jardín de la azotea del edificio, hiciera el tiempo que hiciera, para compartir la comida que él traía.

—Pues parece que para él sí que tienes tiempo. Mi madre me ha dicho que te vio entrando en Sardi’s. «Iba a comer a solas con un europeo alto», fueron sus palabras exactas. Toda la ciudad habla de ello, Caroline. Parece que ahora es él tu mejor amigo y no yo. —Betty dejó el periódico doblado que traía sobre mi mesa—. Hablan de vosotros dos en The New York Post. ¿Sabías que la revista Physical Culture lo eligió el hombre más atractivo del mundo?

No me sorprendía, pero me sentí extrañamente halagada. Y a todo esto, ¿quién votaba para elegir esas cosas?

—Salí con él a comer una vez —puntualicé—. Solo una. Quería que le diera consejos para su obra…

Betty se inclinó sobre la mesa.

—Te mereces un amante, Caroline, pero tienes que ser discreta, querida. ¿Tiene que ser alguien del mundo del teatro? ¿Y tan… público? Sé que todavía estás dolida por lo de David. Si hubiera sabido que mi hermano…

—Eso ya es agua pasada, Betty.

—Puedo tratar de interceder por ti, pero una vez que se mancha una reputación, ya no hay forma de limpiarla. Evelyn Shimmerhorn está enorme. No puede salir de casa.

—¿Por qué no dejas en paz a Evelyn? No me importa lo que piense la gente.

—Te importará cuando no te inviten a ningún evento. ¿Por qué no me dejas que yo te busque a alguien? En serio, David será mi hermano, pero tiene muchos defectos, bien lo sabe Dios. Estás mejor sin él, pero no te lances a los brazos del primer francés que aparece solo para fastidiarle. Todos los hombres tienen un perfil de la mujer con la que quieren acabar, ¿sabes? Solo tienes que encontrar al hombre adecuado y que busque a alguien como tú.

—Seguro que tienes mejores cosas de las que preocuparte, Betty.

Betty había sido mi mayor apoyo desde nuestro primer día en la escuela Chapin, que entonces era mixta, cuando un niño de la clase de francés me llamó le girafon y ella le dio un buen pisotón con el tacón de su botín blanco de piel de cabra.

—Si por mí fuera, querida, Paul y tú podríais subir a lo más alto del edificio Chrysler totalmente desnudos; solo intento protegerte.

Para mi gran alivio, en ese momento Betty dijo que tenía que irse. La acompañé a la recepción, y dejó el árbol de dinero en la mesa de Pia.

—Espero que no tenga que llevar esto al banco —dijo Pia, arrellanándose en la silla con un cigarrillo Gauloise en la mano.

—¿Y no iba a ser un espectáculo verte con él por la Quinta Avenida? Por cierto, ¿es que no tienes sujetador, Pia?

—Se dice sostén.

Betty dejó un dólar en la mesa de Pia.

—Ten y cómprate uno. Los de la sección infantil son más baratos.

Justo cuando Betty abandonaba la recepción, Paul salió del ascensor con una bolsa de comida en la mano. Se detuvo y le sujetó la puerta para que pasara. Betty me miró con cara de «ya sabes lo que te he dicho» y se fue.

Paul había ido al consulado ese día para ver a Roger y arreglar unos asuntos relacionados con su visado y yo me colé en la reunión. Quería mostrarle mi apoyo porque estaba segura de que eso serviría para convencer a Roger de que lo ayudara a quedarse. Roger había instalado un cama abatible en su despacho y en ese momento la tenía abierta y con las sábanas arrugadas, hechas un guiñapo, como si fueran pañuelos usados. Parecía que no la había usado para echar una siesta tranquila.

—Tengo que sacar a Rena de Francia —anunció Paul.

Roger sacó una maquinilla eléctrica de un cajón y la colocó sobre su mesa.

—Podemos intentarlo. Pero el visado para viajar a Estados Unidos es un artículo muy cotizado en estos momentos. Ya has visto la cola. Incluso hay ciudadanos franceses con visado que todavía están atrapados en Francia. Salen muy pocos barcos.

—El padre de Rena es judío —continuó Paul—. ¿Eso puede complicar las cosas?

Fui hasta la cama y estiré las sábanas.

—Desde que Washington cambió las cuotas de inmigración en el año 1924, todo es más difícil —respondió Roger.

—Le valdría con un visado de turista.

Roger cerró el cajón de su mesa con un golpe seco.

—¿Puedes dejar la cama en paz, Caroline? Todas las personas de esa cola se conformarían con un visado de turista, Paul. Rena necesita que dos personas respondan por ella.

—Yo puedo ser una —ofrecí mientras ahuecaba la almohada de Roger. ¿Esa mancha era de pintalabios? Rojo, como el de las Rockettes.

—Gracias, Caroline —respondió Paul con una sonrisa.

—¿No deberías estar ayudando a Pia ahí fuera, Caroline? —preguntó Roger.

Metí la manta por debajo del colchón.

—¿Rena ya ha reservado un pasaje? —Quiso saber Roger.

—Sí, pero como no tenía visado, se le pasó la fecha del billete. Reservará otro cuando tenga el visado.

Roger encendió la maquinilla, se la acercó a las mejillas y fue limpiando los pelos que caían. Si la dejara a su libre albedrío, esa barba acabaría devorándole la cara.

—No puedo prometerte nada. Van a dictar nuevas restricciones para los visados un día de estos.

—¿Más todavía? —pregunté yo.

—Ya sabes que no es cosa mía —respondió Roger.

Levanté la cama abatible y la guardé en el armario de la pared.

—¿Y no podemos acelerar las cosas? No es justo. Paul es un importante ciudadano francés, un embajador de su país en el mundo…

—Estoy a merced del Departamento de Estado, Caroline. Una caja de champán de vez en cuando no puede conseguirlo todo.

—Creo que voy a ir a Francia de visita —aventuró Paul.

—Si vuelves, tendrás que quedarte definitivamente —advirtió Roger.

Me acerqué a la silla donde estaba Paul.

—¿Por qué no esperas hasta la primavera?

—En primavera todo será muy diferente —apuntó Roger—. Paul, si estás decidido, yo me iría ahora.

Paul se irguió en su asiento.

—Claro que estoy decidido.

¿De verdad lo estaba? Le había dado los formularios para la vuelta y los había perdido, dos veces. Aunque tampoco es que yo quisiera que se fuera…

—Entonces tendrás que hacer la solicitud —dijo Roger.

—Podemos rellenarte los formularios aquí —ofrecí.

Paul extendió el brazo y me apretó la mano.

—Debes estar deseando volver a ver a tu mujer —intervino Roger.

—Por supuesto —aseguró Paul.

Roger se levantó.

—Eso es decisión tuya, pero si estás en tu habitación del Waldorf cuando Hitler decida hacer el intento de invadir Francia, no podrás volver a casa.

La reunión había terminado. Paul también se puso de pie.

—Caroline, ¿puedes quedarte un minuto? —pidió Roger.

Paul se dirigió a la puerta.

—Te veo arriba —dijo para despedirse y se fue a la azotea.

Roger cerró la puerta.

—Espero que sepas dónde te estás metiendo.

—Ya me he ofrecido para responder por diez solicitantes…

—Ya sabes lo que quiero decir. Me refiero a Paul.

—No hay nada entre nosotros —contesté.

Calma, me dije. Roger siempre se volvía problemático cuando estaba cansado.

—Paul ya se habría ido si no fuera por ti. Está claro lo que está pasando.

—Eso es injusto, Roger.

—¿De veras? Tiene familia, Caroline. ¿No es raro que no esté deseando volver? —Roger cogió la carpeta de Paul y hojeó lo que había dentro.

—Es que su nueva obra… —repuse.

—¿Es más importante que su esposa?

—Creo que los dos están… distanciados, digamos.

—Claro, claro —Roger tiró la carpeta sobre la mesa—. Pia dice que los dos coméis juntos todos los días en el jardín de la azotea.

—No hace falta montar esta escena, Roger —concluí y fui hacia la puerta.

Roger no tenía ni idea de que Paul y yo habíamos recorrido juntos Manhattan varias veces. Y habíamos comido chop suey y pastelitos de arroz en la calle MacDougal en Greenwich Village y paseado por el jardín japonés de Prospect Park.

—Mira, Caroline, seguramente te sentirás sola…

—No me insultes, Roger. Solo estoy intentando ayudar. No es justo que Rena y él sufran de esta manera. Con todo lo que ha hecho Paul para ayudar a Francia.

—Vamos… Quieres que saque de allí a Rena para que él se quede aquí. Pero ¿después qué? Tres son multitud, Caroline, y creo que ya sabes quién se queda fuera. Él tiene que cumplir con su obligación como ciudadano francés y volver a casa.

—Nosotros tenemos que hacer lo correcto, Roger.

—Nosotros no tenemos que hacer nada. Ten cuidado con lo que deseas, Caroline.

Volví con prisa a mi despacho, esquivando como pude una bola de petanca que había en el suelo. ¿Estaría Paul esperándome todavía?

Seguía dándole vueltas a las palabras de Roger. Tal vez sí que me sentía atraída por Paul. Esperaba que Betty tuviera razón sobre eso de los hombres y sus perfiles. ¿A Paul le gustaría el mío? Había cosas peores en la vida, sin duda.


Estábamos ocupadísimos en el consulado, pero mi madre insistió en que fuera voluntaria en el thé dansant que ella y sus amigas habían organizado en el Plaza. Por si nunca han asistido a uno, un thé dansant es una reliquia de una época pasada, una reunión vespertina informal en la que se sirven sándwiches ligeros y se anima a la gente a bailar.

Había un millón de lugares en los que yo habría preferido estar ese día, pero mi madre organizaba aquella reunión con el fin de recaudar fondos para los «rusos blancos», los antiguos miembros de la aristocracia rusa que habían apoyado al zar durante la guerra civil rusa y que desde entonces vivían en el exilio. Ayudar a esos antiguos aristócratas había sido la causa predilecta de mi madre durante años y yo me sentía obligada a colaborar.

Había reservado el gran salón de baile neorrococó del Plaza, uno de los más bonitos de Nueva York, con paredes revestidas de espejo y arañas de cristal, y había contratado una orquesta de balalaica rusa para el acompañamiento musical. Seis antiguos músicos de la corte del zar, vestidos de etiqueta, estaban sentados muy erguidos en taburetes altos en un extremo del salón. Cada uno tenía preparada su balalaica triangular de tres cuerdas sobre la rodilla, aguardando la señal de mi madre. Aunque se trataba de músicos de prestigio mundial que se habían visto reducidos a tocar en pequeñas fiestas como aquella, parecían contentos de tener trabajo. Las ayudantes de mi madre, miembros del comité a las que ella había casi obligado a participar y unas cuantas amigas de la Junior League[4], iban por la sala supervisando los detalles vestidas con el atuendo tradicional ruso. Incluso había convencido a la arisca Pia para que se uniera a nuestras filas.

Aparte de las demás ayudantes que me acompañaban, nadie sabía que era voluntaria en esas reuniones, porque me resultaba tremendamente humillante que algún conocido me viera con uno de esos vestidos rusos. En mi faceta de actriz había llevado sin reparos todos los disfraces imaginables, pero esto era demasiado, porque incluía un sarafán, un vestido largo negro, suelto desde los hombros, bordado con llamativas rayas rojas y verdes, y una blusa blanca con las mangas abullonadas adornadas con flores bordadas. Mi madre también insistía en que todas lleváramos un kokoshnik, que era lo más ridículo de todo: un tocado alto bordado con hilos de oro y plata y piedras semipreciosas con el borde decorado con largas cadenas de perlas de río. A mí, que ya era muy alta, el tocado me hacía parecer prácticamente de la altura del Empire State, lo que me convertía en un rascacielos humano cubierto de perlas.

Mi madre se acercó para colocar en la mesa principal un cuenco ruso dorado y esmaltado para las donaciones, y al pasar me puso una mano sobre la manga bordada. Ese gesto hizo que me envolviera una agradable nube del perfume que siempre llevaba, creado especialmente para ella por su amigo, el príncipe Matchabelli, un nacionalista georgiano exiliado. Tenía todos sus aromas favoritos: lilas, madera de sándalo y rosa. Él y su mujer, la princesa Norina, que era actriz, le enviaban a mi madre todas las fragancias que creaban, lo que había dado como resultado una variopinta colección de frascos de cristal coronados por una cruz, que parecía una verdadera ciudad sobre su tocador.

—Va a venir poca gente —dijo mi madre—. Lo presiento.

Aunque no quería decírselo a mi madre, la escasa asistencia era inevitable, porque los estadounidenses se estaban volviendo cada vez más aislacionistas. Los sondeos demostraban que nuestro país, todavía resentido por las enormes pérdidas sufridas durante la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión, no quería verse arrastrado a un nuevo conflicto. Los neoyorquinos no estaban de humor para fiestecitas en beneficio de nadie que no proviniera de uno de nuestros cuarenta y ocho estados.

—Con la guerra en Europa, tus rusos blancos ya no son una prioridad, mamá.

Mi madre sonrió.

—Sí, hay que pensar en todos esos pobres europeos desplazados.

A mi madre le gustaban tanto las oportunidades de hacer obras de caridad como a otras personas un plato de deliciosos pasteles.

Nuestro cocinero, Serge, cruzó el salón con un sombrero plisado en la cabeza y la chaquetilla manchada de harina. Llevaba abrazada contra el pecho una fuente plateada de tvorog, un plato típico de los campesinos rusos hecho con una especie de requesón mezclado con sirope de moras. Su nombre completo era Vladímir Serguéievich Yevtushénkov y descendía de algún noble ruso, pero mi madre nunca era muy clara cuando hablaba del tema. Tener a Serge viviendo con nosotras era como tener un hermano mucho más joven y con un acento muy fuerte que se pasaba el día pensando en algo nuevo que flambear para mi madre y para mí.

La aparición de Serge hizo que Pia, con una copa de cristal llena de ponche en la mano, viniera directa hacia nosotras, como un cocodrilo cruzando la superficie del agua.

—Eso tiene una pinta deliciosa, Serge.

Serge se sonrojó y se limpió las manos en el delantal. Larguirucho y con el pelo rubio oscuro, Serge podría haber encandilado a cualquier chica de Nueva York, la que quisiera, pero había nacido con una timidez paralizante que lo mantenía siempre encerrado en la cocina, felizmente ocupado preparando su crème brûlée.

—Tal vez haya sido un error alquilar el gran salón, mamá —dije.

Las posibilidades de llenar de gente con ganas de fiesta los más de trescientos setenta metros cuadrados de aquel salón eran muy limitadas. Cogí del plato de mi madre un trocito del khachapuri, que era una especie de pan de mantequilla cortado en triángulos.

—Pero si pusimos un anuncio en The Times… Seguro que viene gente.

La orquesta de mi madre empezó a tocar una versión muy enérgica de la canción popular rusa El viejo tilo, totalmente incompatible con cualquier paso de baile moderno.

Mi madre me agarró por el codo y me apartó a un lado.

—Vendemos té y cigarrillos rusos, pero no te acerques a ellos. Pia dice que has estado fumando de esos con tu amiguito francés.

—No es…

—Tu vida social es asunto tuyo, pero necesitamos el dinero de la venta.

—Sé que no te gusta Paul, pero solo somos amigos.

—Yo no soy tu confesor, Caroline, pero las dos sabemos cómo es la gente del teatro. Sobre todo los actores casados que están lejos de casa. Eres una mujer de treinta y cinco años…

—Treinta y siete.

—Y no necesitas mi aprobación. Pero si quieres saber mi opinión, hay un par de músicos de la orquesta que serían unos pretendientes más que adecuados. —Y señaló a los músicos con la cabeza—. En otro tiempo pertenecían a lo mejorcito de la aristocracia rusa.

—No hay ni uno en esa orquesta que tenga menos de sesenta.

—El que mucho escoge se queda sin nada, cariño —sentenció mi madre.

Mi madre se alejó para buscar donaciones y yo me centré en terminar de poner a punto el salón. Estaba subida a una escalera para dirigir uno de los focos hacia la orquesta, perfectamente consciente de que desde allí llamaba aún más la atención, cuando Paul apareció en el umbral del salón de baile. Vino directo hacia la escalera.

—Roger me ha dicho que te encontraría aquí.

Paul parecía estar hecho para ese salón tan grandioso; las paredes de color crema con detalles dorados contrastaban con su figura morena y atractiva. Sentí una oleada de douleur, una de las muchas palabras francesas para las que no he encontrado una traducción lo bastante exacta, porque se refiere al dolor que se siente al querer a alguien que no se puede tener.

—Muy amable por su parte —dije sarcásticamente mientras bajaba los peldaños de la escalera con las perlas bamboleándose. ¿No podía Paul al menos reprimir esa sonrisa?

—Voy de camino al teatro, pero necesito tu firma para la solicitud del visado de Rena. Si no te viene bien ahora…

—Sí, no hay problema.

Mi madre se acercó a nosotros y la orquesta aceleró el ritmo de la música.

—Mamá, te presento a Paul Rodierre.

—Encantada de conocerle —dijo mi madre—. He oído que actúa usted en Las calles de París.

Paul le dedicó a mi madre una de sus mejores sonrisas.

—Sí, soy uno de los cien actores de la obra.

Mi madre parecía inmune a sus encantos. Alguien que no la conociera bien pensaría que estaba siendo cordial, pero, tras años de observarla en sociedad, yo podía detectar su frialdad.

—Si me disculpáis, tengo que reponer el khachapuri. Parece que alguien se lo ha comido todo.

Paul se volvió hacia mi madre.

—¿Khachapuri? Mi plato favorito.

—Es para los invitados que pagan la entrada, me temo —replicó mi madre—. Aunque no sé si habrá muchos esta noche.

Paul le hizo una leve reverencia a mi madre, muy formal.

—Si me disculpan, señoras, tengo que irme. —Me dedicó una sonrisa y se fue por donde había venido. ¿Tan pronto?

—Muy bien, mamá. Has espantado a nuestro único invitado.

—Los franceses son demasiado susceptibles.

—No sé cómo esperas que venga la gente a una reunión de estas. Los neoyorquinos preferirían morir a comer tvorog, y servir alcohol a veces tiene cierta utilidad, ¿sabes?

—La próxima vez serviremos salchichas con judías. Si por ti fuera, haríamos una cena en un bar, sentados en bancos corridos y con una jarra de whisky de maíz en la mesa.

Me escabullí para colgar las guirnaldas de pino de mi madre sobre las puertas, ayudada por la huraña Pia. Mientras trabajábamos, repasaba mentalmente la larga lista de cosas que ya tendría que haber hecho. Los informes para Roger. Mis paquetes de ayuda. ¿Por qué mi madre era tan testaruda? Tenía que adaptarse al siglo XX. Sentí que alguien me observaba, y al volverme mi mirada se cruzó con la de uno de los músicos más mayores de la orquesta, con su balalaica en la mano, que me guiñó un ojo.

Una hora después, hasta mi madre tuvo que aceptar la derrota. Nuestros únicos clientes potenciales habían sido unos huéspedes del Plaza, una pareja de Chicago que había entrado en el salón por error y que se fue lo más rápido que pudo, como si se hubieran colado sin querer en una colonia nudista.

—Bueno, esto ha sido un fracaso —reconoció mi madre.

Y arrancó una guirnalda de la pared.

—Ya te había dicho…

No pude acabar la frase porque en ese momento nos llegó tal alboroto desde el pasillo que llevaba al salón que no oíamos lo que decíamos. Las puertas se abrieron de par en par y de repente entró una multitud compuesta por todo tipo de personas, provenientes de lo más alto y lo más bajo de la escala social, todas muy maquilladas y vestidas con trajes franceses de los años veinte. Había mujeres con twin sets que les llegaban por debajo de la cintura y ondas al agua en el pelo, otras llevaban vestidos de cintura baja y melenas a lo Louise Brooks, y unas cuantas criaturas hermosas lucían informales vestidos de verano cortos de raso, bordados con cuentas y lentejuelas, y el pelo muy corto y pegado con brillantina a lo Josephine Baker. Los hombres llevaban trajes de época y bombines. Al final llegaron un montón de músicos con esmóquin negro cargados con violines y saxofones. Mi madre parecía estar a punto de explotar de felicidad al verlos y les indicó a los músicos que se unieran a nuestra orquesta.

—Tenemos khachapuri para todos —anunció—. Denle los abrigos a Pia.

En la retaguardia de esa variopinta multitud apareció Paul.

—Dios santo, pero ¿qué es todo esto? —exclamó al pasar como pudo entre dos mujeres que llevaban una batería en la mano y casquetes calados hasta los ojos. Yo los había reconocido a todos, por supuesto.

—Creo que lo sabes perfectamente, Paul. ¿Cómo has conseguido que venga aquí todo el reparto?

—Ya conoces a la gente del teatro. Ya estaban vestidos para una fiesta. Y Carmen tiene migraña, así que no habrá matiné hoy. Estamos libres hasta que se levante el telón a las seis.

La orquesta de Las calles de París congenió bien con los músicos rusos y pronto encontraron un puente musical entre naciones y culturas: Love is here to stay. En cuanto los asistentes reconocieron la canción, ocuparon la pista de baile y se vieron mujeres bailando el foxtrot y el swing entre ellas y a hombres bailando con otros hombres.

Mi madre vino corriendo a donde estábamos nosotros, agarrándose el tocado.

—Es un grupo muy agradable, ¿verdad? Sabía que al final lograríamos reunir una multitud.

—Mamá, ha sido Paul el que ha organizado todo esto. Son de su obra. Se ha traído a todo el elenco.

Mi madre parpadeó, momentáneamente desconcertada, y después se volvió hacia Paul.

—Bueno, pues el Comité Central Americano para la Ayuda a Rusia se lo agradece, señor Rodierre.

—¿Hay alguna forma de que ese agradecimiento se traduzca en un baile? Nunca he bailado una canción de Gershwin tocada con la balalaica.

—Bueno, pues no podemos privarle de esa oportunidad —contestó mi madre.

En cuanto se corrió la voz de que el famoso Paul Rodierre estaba en el thé dansant, todo el hotel quiso unirse a la fiesta y Serge tuvo que reponer el tvorog tres veces. Pronto conseguí quitarme el tocado y perderlo intencionadamente. Se notaba que todo el mundo se lo estaba pasando en grande, incluidos los amigos de la orquesta de mi madre, que se habían traído un poco de vodka ruso para condimentar el té helado.

Paul se fue con los bolsillos llenos de cigarrillos rusos que le había metido allí mi madre, y el cuenco para las donaciones estaba a rebosar.

Mi madre se me acercó para recuperar el aliento entre un baile y el siguiente.

—Cariño, ten todos los amigos franceses que quieras. Echo de menos a la gente del teatro, ¿tú no? Es un cambio agradable para variar.

Desde la puerta, Paul se despidió de mí con la mano mientras intentaba sacar a todo el elenco para llevarlos al teatro antes de la función. Mi madre no podía estar más agradecida por su amabilidad. Había bailado como no lo hacía desde que murió mi padre. ¿Cómo no iba a sentir yo también un agradecimiento inmenso hacia él?

Betty tenía razón. Ahora mi mejor amigo era él.