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Andrew Raleigh se estaba sirviendo un whisky del carrito de bebidas en lo que su padre, y el padre de su padre antes que él, insistía en llamar la Biblioteca Kennedy. Quizá Laurie Moran no hubiera querido una copa, pero solo el olor de la casa ya era suficiente para empujarlo a él a la bebida.

Tenía cincuenta años y seguía maravillándose de la pretenciosidad cotidiana que definía a su familia. ¿La Biblioteca Kennedy? «No es un monumento en el National Mall —le habría gustado gritar—. No es más que una sala inútil en lo alto de las escaleras llena de libros que sirven más como decoración que para la lectura». «Quizá la sala no sea inútil por completo», pensó al notar la reconfortante quemazón del alcohol en la garganta.

Ver a su padre acercarse desde la antesala de la biblioteca le llevó a servirse otro trago.

—¿Qué tal lo he hecho, papá?

Siguiendo instrucciones, Andrew había programado la cita con Laurie allí para que su padre pudiera seguir la conversación desde la habitación de al lado.

—Ya estás borracho —le espetó el general en tono gélido.

—Todavía no, pero voy por buen camino.

Andrew volvió a ocupar su asiento en la butaca orejera y lo lamentó de inmediato. Aunque le sacaba cuatro o cinco centímetros y quince kilos a su padre de ochenta años, de pronto se sintió pequeño bajo la mirada de este. El general James Raleigh llevaba su atuendo más informal, lo que quería decir una chaqueta de sport azul marino, pantalones de franela grises y una camisa blanca muy almidonada. Ir sin corbata era el equivalente a vestir pijama en público para el general. Andrew cobró conciencia de inmediato de su propio atuendo, más adecuado para uno de los complejos turísticos con casinos que tanto le gustaban.

Mirando a su padre, Andrew pensó: «Hunter siempre fue tu favorito, y nunca perdías ocasión de hacérmelo saber».

Recordó cuando a sus diez años su madre lo encontró en su cuarto, mirando una fotografía de Hunter, su padre y él. Cuando le preguntó por qué la miraba, se echó a llorar. Dijo una mentirijilla y aseguró que lloraba porque echaba de menos a papá, que estaba en Europa enviado por el ejército. La verdad era que lloraba porque la noche anterior había soñado que en realidad no estaba emparentado con su familia. Al igual que su padre, Hunter tenía un cuerpo esbelto y en forma, con la mandíbula marcada y una mata de pelo digna de un presentador de noticias. Andrew siempre había sido más blando y rechoncho.

«Siempre me tratabas como a un crío gordito, en comparación con mi hermano, glorioso y encantador», pensó.

Ahora el semblante de su padre era una mueca de desaprobación desdeñosa, como a menudo ocurría en presencia de Andrew.

—¿Por qué has dado a entender que era yo quien presionaba a Hunter para que rompiera su compromiso? ¿Por qué no le has dicho que sabías con certeza que Hunter tenía planeado darle la patada a esa mujer en cuanto volvieran a casa de la gala?

—Porque no puedo afirmar tal cosa, padre. —Oyó el deje de burla en su propia voz—. Y tú estabas presionando a Hunter para que rompiera con Casey, a pesar de que la quería. Yo accedí a seguirte el juego con ese plan tuyo, pero no pienso arriesgarme a que me pillen en una mentira en televisión nacional.

A pesar de lo que Andrew le había dicho a Laurie, no tenía ningún interés en ayudarla con el programa. Si por él fuera, habría empleado su encanto habitual, escuchado su discursito y después rehusado la invitación con amabilidad. Según lo veía Andrew, era lo que cualquier familia normal habría hecho. No tenía sentido remover malos recuerdos. Había que pensar en la protección de la intimidad y todo ese rollo. Una manera fácil de escaquearse.

Pero los Raleigh nunca habían sido normales, y James Raleigh nunca tomaba el camino fácil. Andrew intentó otra vez convencer a su padre:

—No creo que debamos involucrarnos en ese programa, papá.

—Cuando hayas hecho algo para ganarte tu apellido, tendrás derecho a opinar.

Andrew sintió que se hundía aún más en la butaca.

—Bueno, sigo sin entender por qué no te has reunido tú mismo con ella —masculló, tomando otro sorbo de whisky escocés. No pudo creerlo cuando su padre le arrebató el vaso de la mano.

—Porque seguro que una ejecutiva de televisión esperaba que alguien de mi posición rechazase su invitación. No puedo parecer demasiado bien dispuesto a colaborar o ella podría desconfiar de lo que tengo que decir. En cambio, tú… Por fin resulta útil ese personaje tuyo de «qué diablos, yo trago con todo para no meterme en líos».

¿Entendería alguna vez su padre que su personalidad no era un personaje, como un abrigo que se ponía y se quitaba a voluntad? Le vino a la cabeza una visita que le había hecho a Phillips Exeter, antes de que le «pidieran que se fuera» a otro internado «menos exigente». Su padre se había pasado toda la tarde hablando maravillas del «exquisito dominio del escenario» por parte de Hunter en la subasta estudiantil destinada a recaudar fondos para los alumnos con bajos ingresos. Lo que todos olvidaban mencionar era el papel de Andrew a la hora de conseguir que muchos estudiantes voluntarios apoyaran el acto. Quizá Hunter fuera el Raleigh estudiante al que todos admiraban, pero con el que preferían pasar el rato era Andrew.

—Así que básicamente lo que dices es que parezco lo bastante bobo para acceder a participar en el programa. Pero eres tú el que quiere que lo hagamos. ¿Qué dice eso de ti?

—Andrew, no intentes razonar a un nivel superior. Los dos sabemos que no es tu punto fuerte. ¿Cuándo vas a enterarte de que solo se puede ejercer el poder desde dentro? Si no tuviéramos ningún papel en el programa, estaríamos renunciando a cualquier esperanza de ejercer control. Imagina las mentiras que podría contar Casey acerca de tu hermano. De mí. De ti, por el amor de Dios. Si no mostráramos ningún interés en participar, esa gentuza inmoral de la televisión se apresuraría a emitir el programa sin darnos la oportunidad de refutarlo. Tenemos que implicarnos, qué duda cabe. ¿Por qué crees que ha preguntado por Mark Templeton?

—Porque estuvo en la gala aquella noche. El programa entrevista a cualquiera que pueda haber visto el más mínimo detalle. Hasta quería hablar con Mary Jane, vete a saber por qué.

—No todos tenemos tiempo para ver la tele —le espetó James—. Mary Jane dirá lo que yo le diga. Siempre ha sido una soldado leal. Pero eres ingenuo si crees que las preguntas de Laurie Moran sobre Templeton han sido pura coincidencia. Cuando le pida a Mary Jane que envíe mis condiciones, dejará claro que yo accedo a tu sugerencia a regañadientes. Mi papel se limitará a hablar con cariño de tu hermano.

—¿Y el mío?

—Más de lo mismo. Si me fuera de la lengua sobre esa mala furcia en un programa de telerrealidad, resultaría indecoroso. Pero cuando tú has contado esas anécdotas sobre la petulancia de Casey, se te veía perfectamente natural. Para cuando ese programa se emita, Casey Carter deseará no haber salido nunca de la cárcel. Bien hecho, hijo. Bien hecho.

Andrew podía contar con los dedos de una mano las veces que su padre lo había elogiado por algo.