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Paula Carter estaba en el umbral de la habitación de invitados, viendo a su hija ocupada en el despacho que había improvisado. Casey había salido de la cárcel con dos cajas; por lo que veía Paula, estas contenían sobre todo expedientes y libretas, ahora apilados encima del tocador y de las dos mesillas. A excepción de su desplazamiento a la ciudad hacía dos días, Casey había pasado todo el tiempo allí dentro, revisando esos documentos.

—Ay, cariño, es un cuarto muy pequeño, ¿no? —preguntó.

—Es un palacio en comparación con el sitio donde he dormido estos años —dijo Casey con una sonrisa triste—. En serio, mamá, gracias por todo lo que has hecho por mí. Sé que debió de ser duro mudarte aquí arriba.

«Aquí arriba» era Old Saybrook, en Connecticut, a poco más de quince kilómetros de la cárcel donde había vivido Casey los últimos quince años.

Paula nunca había pensado que se iría de Washington D. C. Se había ido a vivir allí cuando tenía solo veintiséis años para casarse con Frank, doce años mayor que ella. Se conocieron en Kansas City. Él era socio de uno de los bufetes más importantes de la nación; ella ayudante del abogado local de uno de los clientes del bufete de Frank. Un defecto de fabricación originado en la planta del cliente en Missouri había conllevado meses de declaraciones en el juzgado. Para cuando las dos partes llegaron a un acuerdo, Frank le había propuesto matrimonio a Paula y le había preguntado con ansiedad si se plantearía mudarse a Washington. Ella le dijo que el único inconveniente era que echaría de menos desesperadamente a su hermana gemela, Robin, y a su sobrinita, Angela, que acababa de aprender a llamarla tía Paw-Paw. Robin era madre soltera; el padre de la niña nunca había formado parte de su vida. Paula le había conseguido a su hermana un empleo de secretaria en su empresa y estaba ayudándola a criar a su pequeña. De pequeñas, Paula y Robin soñaban con estudiar Derecho.

En cuestión de tres días, Frank halló una solución: Robin y su hija, Angela, también se trasladarían a Washington. Su empresa contrataría a Robin como secretaria y le ofrecería un horario flexible si quería obtener la licencia de auxiliar jurídica o incluso estudiar Derecho. Las tres —Paula, Robin y la pequeña Angela— se fueron juntas a Washington.

Y qué aventura había sido. Paula y Frank se casaron antes de un año, y Casey llegó para su segundo aniversario. Paula no cumplió su sueño de convertirse en abogada, pero Robin sí, mientras su hermana disfrutaba de una vida maravillosa con Frank. Tenían una casa preciosa en Georgetown con un jardincito en el que las niñas podían jugar al aire libre. La Casa Blanca, el National Mall y el Tribunal Supremo estaban justo delante de su puerta. ¿Quién iba a pensar, comentaban ella y Robin, que nuestras hijas crecerían con todo esto al alcance de la mano?

La capital pasó a ser un miembro de la familia.

Entonces, justo dos años después de que se licenciara por la facultad de Derecho a los treinta y seis, a Robin le diagnosticaron cáncer. Se sometió a todos los tratamientos, se le cayó el pelo, tuvo náuseas las veinticuatro horas del día. Pero no dio resultado. Angela aún estaba en el instituto cuando enterraron a su madre. Vivió con los Carter en Georgetown hasta que se graduó y luego se trasladó a Nueva York con sueños de llegar a ser modelo. Cuatro años después, Casey también se fue, primero para asistir a la universidad en Tufts y luego para hacer carrera en el mundo del arte en Nueva York.

Solo quedaron en Washington Frank y Paula. Al menos las chicas se tenían la una a la otra en Nueva York; al principio, antes del asunto de Hunter.

Y tres años atrás, mientras Paula y su marido subían las escaleras del Monumento a Lincoln, Frank se derrumbó. El médico del hospital Sibley Memorial le dijo a Paula que no había sufrido. «Debió de sentir como si hubieran apagado las luces». A su modo de ver, su marido murió con el corazón roto. Se le rompió el día que Casey fue condenada.

Sin Frank, la casa de Georgetown parecía mucho más grande. Paula salía a pasear y veía todos los lugares que acostumbraba a visitar con gente a la que echaba de menos con desesperación. Robin y Frank habían desaparecido, Angela seguía en Nueva York y Casey vivía en una celda de dos por tres metros en Connecticut. No, la capital de la nación no era su familia. Casey, Frank, Angela y Robin sí lo eran. Así pues, vendió la casa y compró un adosado en Old Saybrook por la única razón de que estaba cerca de su hija. A decir verdad, habría pagado un millón de dólares por mudarse a la celda de al lado de Casey si se lo hubieran permitido.

Pero ahora su hija estaba aquí, se sentía un poco más en casa. Se enjugó una lágrima que se le estaba formando en el rabillo del ojo, con la esperanza de que Casey no se hubiera dado cuenta.

«Frank te rogó que aceptaras el acuerdo con la fiscalía. “Soy viejo, cada vez más viejo”, te decía. Casey, podrías haber estado en la calle hace nueve años. Tu padre habría podido pasar contigo seis años, quizá más».

—Debe de ser Laurie Moran —dijo Paula—. No sé por qué quieres pasar por esto, pero sabe Dios que nunca haces caso de mis consejos. —«Como tampoco hacías caso de los de tu padre», pensó.