9

Alicia iba a ser operada un lunes, en la clínica del doctor Argensola. Desde el sábado anterior, los días se habían sucedido llenos, para mí, de disgustos y zozobras. Ni en mi casa, ni en la de mamá, ni en la de mi cuñado, hubo sosiego en aquella horrible semana. Y por añadidura mi corazón sufría torturas de otra índole que nunca había imaginado siquiera antes de esa época. Estaba celosa y desesperada. Fernando se cansaba de mí harto visiblemente, y aun reconociéndolo así, mi alma se obstinaba en alejar de sí la evidencia, sabiendo que de aquel débil hilo dependía mi vida y queriendo retardar el desastre. A partir del día en que se enteró por mí del estado en que me hallaba, mi amante fue alejándose poco a poco, sin imponerse el trabajo de disimularlo con mucho empeño; y yo, consternada, sintiendo que la locura me invadía por momentos, tenía que compartirme entre la pena y el dolor de los míos y la agonía de mi propio corazón que moría asesinado lejos de allí y en tales circunstancias que jamás mi angustia podría sumarse a las otras angustias para buscar un alivio en la común pesadumbre.

La víspera de la operación de Alicia, hablé brevemente con Fernando en casa de la señora de Montalbán, donde sólo habíamos estado dos veces, y eso durante breves minutos, en toda la semana que acababa de transcurrir. Mi amante me trató con la cortesía afectuosa que empleaba conmigo desde que dejó de quererme y que me exasperaba hasta el punto de inspirarme deseos de arañarle. Me había convencido ya de que nada podría hacer mi humildad y mi ternura contra esta blanda coraza que su egoísmo le había fabricado, y dominé mis lágrimas para intentar aún un esfuerzo desesperado y estrechar al ingrato en sus últimos reductos.

—Tenemos que hablar, y hoy no tengo tiempo —le dije por fin con una firmeza que él no me conocía—. Quiero que vengas aquí mañana a las dos.

Él hizo un leve ademán de sorpresa.

—Pero, hijita, sé razonable. Mariana me harías venir inútilmente. ¿A qué hora se opera tu hermana?

—A las doce. A las dos puedo estar aquí.

—¿Y por qué no lo dejamos para otro día? Estará mal que te separes de tu familia después de la operación. No pude hablar más, a causa del nudo que tenía en la garganta. Miré un instante con desaliento a aquel hombre que parecía estar a cien leguas de la agonía de mi alma, y dos gruesas lágrimas cayeron silenciosamente de mis ojos a las mejillas.

—Está bien, caprichosa —me dijo entonces Fernando, reprimiendo un gesto de impaciencia—. Vendré mañana a las dos. Pero a las dos en punto, ¿eh? No olvides que estoy muy ocupado estos días y que no podré esperarte mucho…

Unas cuantas semanas antes ni me hablaba de sus ocupaciones, ni le faltaba el tiempo. Nos separamos con un beso casi frío y corrí a mi casa a llorar un poco y a vestirme para ir a la clínica, donde ya había ingresado mi hermana.

Aquella noche, mientras la acompañaba en el cuarto de blancas paredes y blancos muebles, en que todo era triste como la enfermedad y frío como la muerte, no pude pensar sino en ella, sintiéndome incapaz de sustraerme a la horrible influencia de aquel ambiente. Reinaba en la casa un profundo silencio, turbado sólo por el quejido incesante de una mujer operada hacía algunas horas, que ocupaba una habitación cercana. Nos dijeron que no la retiraban de allí, porque todas las habitaciones estaban ocupadas. Era una contrariedad; pero aun sin ella, ni Alicia ni yo hubiéramos podido dormir. Las horas me parecieron interminables. De vez en cuando, entraba una enfermera, andando sin ruidos sobre sus zapatillas de goma, y al vernos despiertas nos sonreía en silencio, con su amable sonrisa profesional encuadrada por el gorrito blanco. En los intervalos, el tic tac del reloj, colocado sobre la mesilla de cristal, llegaba a parecerme, por momentos intolerable.

La luz del día vino a sacarme de este suplicio del insomnio y de la espera. Empezó a animarse la clínica. Circulaban los interno; y los sirvientes, con caras de sueño, envueltos en sus largas blusas blancas, mientras el airecillo de la mañana barría la atmósfera cargada de emanaciones de éter, de ácido fénico y de yodoformo que habíamos aspirado durante la noche. Entraban los criados en los cuartos, provistos de cubos y gruesos Paños montados en largos mangos de madera, para lavar silenciosamente el piso y la franja de azulejos que revestía la parte inferior de las paredes; y salían llevando en vasijas tapadas todos los residuos de las curas y las excretas de los enfermos. Me distrajo un poco este ir y venir de la limpieza matinal, donde todos trabajaban sin ruido y metódicamente, como autómatas. Después empezaron a llegar los médicos que tenían clientes en la casa, gentes alegres, acostumbradas al dolor ajeno, que bromeaban y reían en los pasillos, como en los de un teatro. Empezaba a encontrar monótono y un poco macabro todo aquello, cuando entró mi cuñado, a quien Alicia no le había permitido que se quedara la noche anterior, alegando que la emoción y el insomnio lo enfermarían. Eran las ocho. Se había levantado a las siete, renunciando a su masaje y a su gimnasia sueca por una sola vez, y venía fresco, recién afeitado y con un semblante de hombre saludable que daba apariencias de ironía a los cuidados de su mujer. Besó a Alicia en la frente y bromeó con ella afirmando que la palidez de sus mejillas no era efecto de la enfermedad, sino del miedo de la operación.

Nos trajeron el desayuno en dos pequeñas bandejas, con servicio aparte para cada uno; pero José Ignacio aseguró que ya lo había tomado, y yo apenas lo probé, invadida por súbita repugnancia al pensar que tazas, cucharas y platos rodaban por los cuartos de los enfermos.

Un cuarto de hora después se oyó en la calle la bocina de un automóvil, en cuyo sonido reconocí el carruaje del doctor Argensola, y en efecto, entró éste, de prisa, según su costumbre, repartiendo saludos a derecha e izquierda y observándolo todo con sus ojillos movibles, casi ocultos por la redondez de los pómulos. Ni alto ni pequeño de cuerpo, luciendo el vientre un poco abultado bajo su habitual chaleco blanco y el bigote gris sobre la faz rubicunda de vividor satisfecho de la existencia, aquel famoso cirujano era de los escépticos que sonríen siempre comprendiendo, sin duda, con su clara intuición de hombre de mundo, que la sociedad en que le era forzoso vivir muy rara vez acoge benévolamente a los misántropos. Tenía un excelente sanatorio, un nombre a la moda y una buena fortuna y se burlaba plácidamente de la humanidad, cuyas flaquezas conocía, disculpándola la mayoría de las veces en atención a las cosas provechosas y agradables que encierra.

Entró un momento en nuestro cuarto, y le dio a Alicia las palmaditas en las mejillas con que saludaba a todos sus enfermos.

—Mala noche, ¿eh? Como la de los condenados en capilla… ¡Es natural! El rato no es agradable. Pero después de esto, «buena y sana». Óigalo bien; ¡buena y sana para siempre!

Dio media vuelta y salió para dirigirse a otro cuarto y repetirle probablemente lo mismo a un nuevo enfermo; pero en la puerta lo detuve, aprovechando el que mi cuñado no estaba allí en aquel instante…

—Doctor —le dije resueltamente—: tengo una curiosidad. Perdónemela. ¿Puede usted decirme con entera franqueza la causa de la enfermedad de mi hermana?

Se caló los lentes, para mirarme un instante entre irónico y bondadoso.

—¡Mujer al fin! —murmuró; y repuso luego con mucho aplomo—: Ciertos órganos muy delicados de la mujer se enferman, por infección, a consecuencia de parto o aborto mal atendidos o por contagio directo y causas múltiples… La primera forma tiende a desaparecer, gracias al progreso creciente de las ciencias. Y en cuanto a las que figuran en segundo lugar, si no existieran, no podríamos vivir los pobres ginecólogos, como yo…

Rió dejándome con un palmo de narices, aunque fue lo bastante explícito para dejarme entrever la verdad, y se alejó a buen paso, entre un interno y una enfermera que lo aguardaban.

La actividad de la clínica aumentó a partir de aquel momento. Era la hora de las operaciones, las curas de importancia y las visitas de los médicos. Pasaba de un lado a otro el carrito blanco empujado por un sirviente, trasladando enfermos, que parecían muertos, rígidos y tapados de la cabeza a los pies con sábanas y cobertores. Se multiplicaba el personal de ayudantes y enfermeros, dando y recibiendo instrucciones y entrando casi a la carrera en los cuartos de los enfermos, para salir luego con la misma rapidez. Aquella actividad, nueva para mí, me aturdía un poco. El doctor Argensola tenía en turno a varios enfermos de cirugía antes de operar a mi hermana, que sería la última por ser «de pus» —según nos explico amablemente. Por eso había fijado la operación para las doce. La espera era cruel. Con frecuencia consultaba el reloj, y mi corazón latía con violencia al ver avanzar las manecillas, aunque me parecía que iban muy despacio. Alicia me había exigido que no me moviese de su lado, ni aun en el momento de la operación. Temía morir en el cloroformo, y obtuvo, no sin trabajo, de Argensola, que me permitiera estar junto a ella constantemente. A las diez llegó papá. El pobre tenía entonces el pelo y la harba completamente blancos; pero se encorvaba además, al andar, mucho más que de costumbre, herido por una brusca decadencia de toda su persona, que no era seguramente obra exclusiva de la edad. Mamá, enferma de la emoción y de la pena, no había podido moverse de la cama aquel día. Casi no me acordaba de Fernando, embargada por la desgracia y el dolor de los míos. Sin embargo, la visita de Graciela, que llegó poco después que papá, en compañía de su marido, me produjo cierta vaga ansiedad; pero mi discreta amiga me besó en ambas mejillas con mucha naturalidad, sin darse por enterada del encuentro que tuvimos Venía vestida con lujo y sencillez, luciendo pendientes de brillantes, que valían una fortuna, en ambas orejas, mas su carita redonda y picaresca, sembrada de lunares y de hoyuelos, era siempre la misma mezcla de ingenuidad, malicia y optimismo que tenía en su niñez. Cuando pudo encontrarse a solas conmigo, en un ángulo de la habitación, me dijo alegremente: ¡Gran noticia! Se ha levantado la cuarentena y los buques entran ahora «a libre plática». ¿Qué te parece? Mi marido y yo deseamos ahora tener un hijo a todo trance.

Echose a reír al ver mi cara de enferma y mi sonrisa amarga, y concluyó, dándome una palmadita en la cara:

—Eso es lo que te hace falta a ti, bobona: tener un muchacho para que te distraigas…

A la, doce aún no habían venido a buscar a Alicia. Operaban a los otros en el gran salón lejano, adonde afluía entonces toda la actividad de la casa. Mi corazón latía con más fuerza, al contar los minutos Alicia se estremecía bajo las sabanas y sus dientes chocaban violentamente cuando quería hablar. Papá y José Ignacio, sentados frente a frente, a entrambos extremos del lecho, inclinaban silenciosos la cabezas y hacían grandes esfuerzos para aparentar serenidad.

Por fin, a las doce y media se produjo cierto movimiento en la puerta del cuarto: entraban un sirviente, conduciendo el carrito y detrás el anestesista y una enfermera. Alicia fue colocada, medio muerta de miedo, sobre el ligero vehículo, y la careta cayó enseguida encima de su boca, entre frases de aliento prodigadas por el médico y por la joven del blanco gorrito.

—Respire sin temor. Así, profundamente. Verá que no siente nada.

Me hicieron salir, antes de que acabara de dormirse, para conducirme al salón, por encargo del doctor Argensola. Tuve que atravesar casi toda la casa, siguiendo al criado que me servía de guía. En la sala de esterilización, donde hervían tres grandes calderas niqueladas, envueltas en ligeras nubes de vapor, me hicieron poner sobre mis vestidos una blusa blanca acabada de sacar de uno de aquellos aparatos y todavía humeante. Después me llevaron a lo que llamaban «el salón» y me dejaron allí sola. Era una vasta pieza, iluminada por anchísimas ventanas cubiertas de vidrio mate, que proyectaban una luz cruda sobre los blancos anaqueles llenos de instrumentos y las mesillas de cristal, encima de las cuales se veían misteriosos útiles cubiertos con paños muy limpios. El piso y las paredes, muy pulidos, brillaban como si acabaran de ser barnizados. Y en el centro, la gran mesa de operaciones, toda de níquel, se alzaba, solitaria y siniestra, con su complicado mecanismo de llaves y palancas, como un bello instrumento de tortura concebido por el cerebro de una civilización enferma.

Agucé el oído. En la habitación contigua se escuchaba el ruido de los cepillos frotando las manos de los cirujanos y el del chorro de agua de un grifo abierto. De pronto llegó hasta mí la voz de Argensola que hablaba con un desconocido, al parecer médico, al cual no había oído hasta entonces.

—Estoy rendido. Ésta es la quinta operación en la mañana de hoy.

—¿Qué hiciste antes?

—Colecistectomía, por cálculo.

—¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer?

—Piosalpinx doble. ¿Te interesa?

Hice un esfuerzo para no perder una sílaba de aquel diálogo puesto que se trataba de mi hermana. El desconocido continuó preguntando:

—Reliquias de un parto, ¿verdad? Ignorancias de las comadronas, viejas metritis, descuidos y…

—Nada de eso.

—¡Ah!

—¡Es lo de siempre!, exclamó el famoso cirujano con su indolencia irónica de descreído: —«Cositas» de los maridos, que no nos consultan al casarse y «revientan» a una pobre mujer para toda su vida… Si quieres ver la operación, pide una bata.

Aunque lo sabía ya, me estremecí al oír las palabras del doctor Argensola, sin poderlo evitar. Y me juzgué menos mala, ante aquella irrecusable prueba de la maldad de los hombres. ¡Pobre Alicia y pobre mujeres en general, entregadas sin defensa al brutal egoísmo de sus amos!

Entró el carrito conduciendo a mi hermana inerte entre las frazadas que la envolvían con el bello rostro vuelto hacia un lado y la expresión de un sueño tranquilo. Las enfermeras se apresuraron a colocarla sobre la mesa de operaciones, atándole enseguida las manos y los brazos, para que no pudiese estorbar con ellos la operación. Después le descubrieron el vientre, que quedó expuesto a la viva luz de la sala, terso y pálido como una semiesfera de marfil. Estaba toda rasurada y mostraba sus más íntimos encantos ante la mirada indiferente de médicos y enfermeras. El anestesista, sentado en un banquillo junto a su cabeza, le hacía aspirar cloroformo incesantemente.

Las dos enfermeras lavaron el vientre inmóvil con jabón y cepillos; luego con alcohol y con éter. A continuación, lo pintaron con yodo, quitando nuevamente con éter la gran mancha rojiza, y pusieron sobre él un paño blanco. Yo no perdía un detalle, y, aunque mi cabeza vacilaba, hacía esfuerzos para no perder el sentido. El joven anestesista, que miraba de reojo, me dijo, advirtiendo sin duda mi palidez:

—¿Podrá usted resistir, señora?

—Trataré de hacerlo —respondí, tragando; saliva e irguiéndome para dominar mis nervios.

Entraron Argensola y sus ayudantes, ataviados como siniestras máscaras, cuya vista, en cualquiera otra ocasión, me hubiera hecho reír. Blanco el casquete de lienzo que les ceñía la frente; blanco el tapabocas, tras el que escondían la mayor parte del rostro, y blancos las blusas y los paños con que habían envuelto sus zapatos, sólo vivían los ojos en aquellos fantasmas de albura inmaculada, que se colocaron automáticamente y sin decir palabra a los dos lados de la mesa. Con un movimiento instintivo, me apoderé entonces de una de las inertes manos de mi hermana, como si pudiera verme y le infundiese de ese modo valor. Una enfermera le había quitado las ligas, descubriendo un instante sus bellas formas, y otra le extrajo la orina con una pequeña sonda. El ayudante, por su parte, acababa de limitar con paños sujetos entre sí por medio de pinzas la parte de vientre que iban a operar, y hecho esto, le alargó al doctor Argensola el bisturí, cogido por la hoja. Temblé. Las manos de los dos cirujanos, calzadas con guantes de goma oscura, se movían como negras aves de rapiña sobre el cuerpo de Alicia.

El bisturí trazó con la punta una línea roja sobre la piel, casi desde el ombligo hasta donde el pubis se hundía en graciosa curva entre los muslos unidos. Un nuevo trazo, y la herida se abrió, dejando ver una masa blanda y amarilla sembrada de góticas de sangre, que el ayudante se apresuró a enjugar con un rápido movimiento. Aparté la vista, horrorizada, oyendo solo el crujido seco de las pinzas que se cerraban y los monosílabos de los operadores. Cuando la curiosidad me impulsó a fijarme nuevamente en lo que hacían, vi una cosa horrible: los labios de la enorme herida se mantenían separados por dos anchos garfios de níquel, y las manos enguatadas de Argensola se introducían en el vientre, hurgando y moviéndose con una calma que sembró mi frente de heladas góticas de sudor. Los paños blancos, en torno de la herida, apenas estaban ligeramente manchados de sangre.

—¿Hay adherencias? —preguntó el ayudante.

—Muchas —dijo Argensola, sin interrumpir su trabajo.

No quise seguir mirando, pues me sentía próxima a caer, y traté de fijar la vista en las vitrinas, donde la luz intensa del mediodía arrancaba vivos reflejos al níquel de los instrumentos.

Me molestaba una extraña tirantez bajo el seno, algo así como si estuviesen volviendo al revés mi estómago vacío, y procuraba respirar poco porque el olor del cloroformo me producía mareos. Sin embargo, mi voluntad se mantenía resuelta a no abandonar la sala, jurando interiormente que no lo haría, aunque tuviese que retroceder hasta la pared en busca de apoyo.

Recuerdo que entre las brumas de mi conciencia, distinguía claramente por el oído los incidentes de la operación. Argensola resoplaba, como arrancando algo que estuviese fuertemente sujeto al cuerpo de mi hermana.

—Dame una pinza de Kocher para coger un vaso que me estorba —decía. Y un momento después:

—Ahora la tijera curva.

Pasaron dos minutos, durante los cuales se oyó el ruido de la tijera mordiendo la carne. Al cabo de ellos Argensola habló otra vez.

—Dame el termon.

Sentí el chirrido de la parte quemada y llegó a mi nariz el olor nauseabundo de la carne que ardía. Apreté los puños y cerré los ojos apoyándome en la mesa. Nadie se fijaba en mí.

—¡Ya está libre!, exclamó por fin el cirujano con un suspiro de alivio.

Se oyeron luego cuatro estallidos secos, como si cerraran unas pinzas mucho más potentes que las otras. Entonces me deslicé hasta la pared para respirar con más, amplitud, lejos de aquel horrible ambiente de cloroformo y de carnicería que estaba a punto de volverme loca. Allí me sentí mejor, teniendo la espalda apoyada en el muro. Los cirujanos, con las cabezas inclinadas, trabajaban febrilmente y me ocultaban casi por completo el cuerpo de Alicia. Podía pensar que no era mi hermana quien estaba allí, y que aquellas personas se entretenían en cualquier cosa, menos en abrirle el vientre a una mujer viva. Además, visto de lejos, aquello no era tan horrible.

Vi como retiraban una masa informe y rojiza, del tamaño del puño, y la ponían en una bandeja que alargaba la enfermera Para recibirla. Enseguida comprendí que cosían, por el movimiento de las manos y por el hilo que preparaban los ayudantes. No había duda de que estaban terminando, pues el doctor Argensola y su compañero empezaron a hablar tranquilamente de música y de óperas, como si el trabajo que realizaban no exigiese ya sino una atención secundaria.

Un momento después el anestesista retiró la careta del cloroformo, y abandonando su banquillo fue a reunirse con los operadores para charlar de la última función de abono en el teatro Nacional. Los dos cirujanos hablaban sin levantar las manos del trabajo.

—¿Crin? —preguntó la enfermera, revolviendo entre los objetos que había en una mesilla.

—No; puntos metálicos respondió Argensola.

Estaba casi tranquila ya; pero no me atrevía a acercarme, por temor de que volviera a invadirme aquel mareo que estuvo a punto de hacerme perder el conocimiento. Esperé, pues, sabiendo ahora que no tardarían en concluir. Argensola se volvió para buscarme y me vio en el ángulo donde me había refugiado, apoyada todavía en la pared.

—¡Ah, qué valiente! —exclamó burlándose—. Venga; puede acercarse ahora sin temor, porque ya hemos acabado.

Se había despojado del tapaboca y del casquete y aparecía su anche rostro sudoroso y con el cabello y bigote erizados.

Me acerqué poco a poco. Ya no había herida; no había sangre. En mitad del vientre, de nuevo pulido y pálido como una bola de marfil, se veía solamente una línea de pequeños ganchos metálicos que se hundían en la piel. Dos enfermeras lavaban suavemente con agua oxigenada los alrededores de esta línea, mientras se preparaban los vendajes.

Repuesta completamente de la emoción, mi curiosidad se dirigió a la bandeja donde estaban los órganos extraídos. Argensola adivinó mi deseo y se mostró complaciente: hizo que acercaran la bandeja y fue mostrándome el contenido con la punta de unas tijeras.

—Vea, usted: aquí está todo, menos el cuello, que se lo hemos dejado. Éste es el cuerpo de la matriz. Aquí están los ovarios, que estaban hechos una miseria. Véalos envueltos por la inflamación de las trompas.

¿Se fija usted? Están convertidas en una masa informe estas trompas; pero conservan todavía algo de su forma de flor. ¿Sabía usted que las mujeres tienen flores por dentro? Mire si hay poesía en ustedes, que los poetas ignoran… Pero estas pobres flores estaban marchitas, inservibles ya, Era imposible conservar nada de eso…

Yo no veía sino un montón de carne violácea y amarillenta, algo lamentable y sucio, cuya forma no podía reconocer, a pesar de las explicaciones del cirujano, y cuyo recuerdo me persigue todavía como el de una pesadilla.

Abandoné con gusto aquel salón, con su olor de cloroformo y de matadero, a fin de seguir el carrito donde Alicia, otra vez envuelta en frazadas, era transportada de nuevo a su habitación. Cuando llegamos a ésta, vi que era la una y media. Mi padre estaba más bien caído que sentado en una silla, y tan abatido que se hubiera dicho que dormía; en tanto que Trebijo se paseaba nerviosamente a lo largo del cuarto, sin apartar los ojos de la puerta. Al entrar nosotros, papá levantó el rostro y pude ver sus ojos enrojecidos, comprendiendo que había llorado.

—¿Salió bien?, dijeron al mismo tiempo los dos hombres, precipitándose hacia el carrito.

—¡Bien! ¡Muy bien!

Nos abrazamos entre lágrimas y besos de alegría, confundiéndonos todos en la misma efusión; mientras las enfermeras colocaban a la operada en su lecho y abrían de par en par las ventanas.

El reloj señaló las dos menos cuarto, sin que mi hermana hubiese vuelto en sí de la anestesia. Le daban aire con un abanico, y de tiempo en tiempo le tomaban el pulso. Me cruzó por la mente un pensamiento insensato. «¿Si muriese, sería mía la culpa?». Y después otro: «Si había Dios, tenía que castigar la impiedad de una mujer que pensaba en su amante, mientras su hermana se hallaba en peligro de muerte». Pero no podía dejar de torturarme con la idea de que Fernando iría a la cita sin encontrarme. Y llegué a padecer tan cruelmente con aquel irrealizable anhelo de estar en dos lugares al mismo tiempo, que acabé por abandonarme desesperadamente a mi destino, imaginando lo dulce que sería morir en medio de un sueño como el de Alicia y flotar inconsciente por encima de un mundo donde los seres se hunden siempre en abismos de dolor después de infructuosas luchas…

A las dos, Alicia hizo algunos movimientos, sin abrir los ojos todavía. Agitaba los labios, cual si paladease una sustancia de saber extraño, y crispaba los dedos arrugando las sábanas. Nos acercamos todos a la cama, sin que dejaran de darle aire con el abanico. Sus párpados temblaron entonces. La llamamos suavemente: «¡Alicia!». «¡Alicia!». Al fin abrió los ojos y paseó la vista por la habitación, sin reconocernos. Un momento después, brillaron al fijarse en mí, y me tendió una mano desmayada.

No esperé más: corrí al teléfono, casi perdida la cabeza, y llamé a Ursula. Eran las dos y cuarto. No me atreví a nombrar a Fernando, porque había dos o tres personas cerca de mí. Dije sencillamente quién llamaba, y la señora de Montalbán me respondió, con voz melosa, que «una persona» había estado allí a las dos y acababa de marcharse, no sin suplicarle que la disculpara conmigo. Tiré con rabia el receptor, dejando con la palabra en la boca a Úrsula, que me preguntaba por mi hermana. Bruscamente había sentido que un negro abismo se abría en mi alma; en esta alma que no creía, que no había querido creer en su infortunio. En el instante en que mi espíritu, conturbado por las crueles escenas que acababa de presenciar, necesitaba consuelo, mimos y palabras tiernas, y echaba de menos el eco de una voz querida que me confortase; en ese momento de angustia hondísima, lo que más amaba en el mundo, mi anhelo, mi dicha, mi condenación y mi remordimiento huía de mí con el vano pretexto de unas ocupaciones urgentes, en las cuales yo no creía… Si tenía un adarme de delicadeza, ¿podría ignorar este inmenso afán de echarme en sus brazos, que siguió a los horrores que había presenciado? En cualquier otra ocasión le hubiese perdonado, tal vez, su desvío. En aquélla, la ira y el despecho hicieron que mi dignidad de mujer se impusiera a mi congoja de amante. Y mi voluntad aprovechó la enérgica reacción del amor propio para trazar con firmeza la línea de conducta a que había de ajustarme, al menos mientras Alicia estuviera enferma.

Entré de nuevo en la habitación de mi hermana, erguida, firme, sostenida por un orgullo, en el cual no podía confiar mucho, y por no sé qué maquinal esfuerzo de los músculos y del deseo empeñados en no dejar que adivinasen mí abatimiento. No quería pensar en el horror de mi situación; no quería ocuparme en mí, mientras Alicia estuviera en peligro de muerte, y evitaba el mirar las canas de mi pobre padre, que me parecían colocadas ante mis ojos como una terrible acusación. Así, con la plena conciencia de mi irremediable infortunio, viví impasible las horas que siguieron, corriendo hacia la enferma cuando la veía hacer un movimiento en el lecho, esperando ansiosa la visita del médico, mimando a mi hermana y adivinando sus deseos, como si sólo el interés de su salud ocupara mi pensamiento en aquellos angustiosos momentos de espera.

Al día siguiente, el doctor Argensola salió del cuarto con una sonrisa llena de halagüeñas promesas. El pulso y la temperatura no habían abandonado su curva normal, y sólo entonces mi padre consintió en apartarse del lecho de Alicia para volver a casa y descansar un poco. Mamá había venido la tarde anterior, a pesar de sus achaques, y pasó con nosotros la noche en la habitación contigua, atenta a los lamentos de la enferma, que se quejaba de grandes dolores en todo el cuerpo. En cuanto a mi cuñado, durmió toda la noche en una butaca, después de haber recomendado que le avisáramos «si había alguna novedad. Cuando llegó Argensola, por la mañana, José Ignacio se había afeitado ya y tomado su baño templado de costumbre; y entretuvo algunos minutos al médico, cortés y afectuoso, hablándole de la gimnasia sueca y de los admirables resultados que este método, unido al masaje manual, había producido en su naciente obesidad.

Alicia había amanecido con la mente despejada y casi aliviada de sus dolores de la noche, y seguía amorosamente con la mirada las idas y venidas de su esposo por la habitación, lamentándose con frecuencia de su enfermedad que dejaba al pobre marido abandonado, sin tener quien le templase a su gusto el agua para afeitarse, al salir de la cama, ni quien le arrugase las camisas demasiado almidonadas antes de ponérselas. Suspiraba a menudo, y nos decía a mamá y a mí, con su voz quejumbrosa:

—¡Cuídenme a Pepe! El pobre debe estar pasando muchos trabajos con mi enfermedad.

Aquella misma mañana, al verlo llegar, después de hora Y media de ausencia, recién rasurado y vestido con un traje de lanilla gris acabado de planchar, tomó una de sus manos del borde del lecho y lo interrogó con interés, olvidando sus propios padecimientos.

—¿Te afeitaste, hijo?

—Sí; en casa.

—¿Quién te calentó el agua?

—La criada.

—¿Y quién te cambió los gemelos de la camisa?

—Yo.

—¡Pobre! ¡Pobre! —exclamó ella conmovida, mientras acariciaba la mano de él entre las dos suyas—. Te ha tocado la lotería al casarte con una mujer tan achacosa como yo…

Sentí el corazón como oprimido en una argolla de hierro. Ya no pensaba en mi caso, ni en el de ella, ni en los de las demás mujeres, ignorantes y candorosas, obligadas a sufrir y callar bajo todas las torturas. Consideraba el mundo como una fatídica asociación de inmundicia y de farsa, y me encogía instintivamente para no mancharme con el sucio contacto de las cosas.

A las diez me llamaron al teléfono. Era Úrsula. Me saludó muy afectuosamente, preguntándome por Alicia, sin que aparentara recordar mi grosería de la víspera. Después me preguntó prudentemente si no había alguien que oyese cerca de mí, y segura acerca de este particular, se arriesgó a decirme que deseaba verme en su casa a las tres, para «algo que me convenía». Sentí renacer de pronto la emoción con que me acercaba siempre a mis citas; se disipó como el humo la resolución de mi dignidad, y, sin poderme contener, le pregunté a Úrsula si estaría sola a esa hora.

—No, picarona; no —me respondió con su acostumbrada zalamería—. Mejor dicho: si me das la seguridad de venir, le avisaré enseguida a «alguien» que espera mi aviso para venir también. ¿Estás contenta?

—Sí; iré sin falta le respondí, temblando de esperanza y de miedo.

Y fui. Fernando me esperaba ya, acomodado en una mecedora del cuarto y fumando cigarrillo tras cigarrillo para entretener su impaciencia. Al verme, se levantó sonriendo con una sonrisa que no había visto en sus labios desde que huyeron los buenos tiempos de nuestra dicha. Luego me hizo sentar en sus rodillas y me colmó de aquellas caricias, a la vez suaves e imperiosas, que me dejaban sin fuerzas y como sometida a un poder hipnótico. Es inconcebible cómo la pasión ciega a las mujeres, aun a las más dadas a la reflexión. Maquinalmente mis manos fueron hacia sus cabellos, alisándolos con arrobamiento para descubrirle la frente, como otras veces.

Cuando me consideró completamente sometida a su voluntad, mi amante empezó a hablarme con dulzura; de la manera con que se habla a los niños a quienes se pretende hacer juiciosos por medio de la persuasión. Comprendí, sin embargo, que estaba preocupado y que ordenaba sus ideas con arreglo a un plan dispuesto de antemano.

—Hijita mía, quiero que hablemos con formalidad unos momentos. Pero nada de exaltaciones, ni de nervios, ni de llanto, ¿eh?

Así fue el comienzo. Habló enseguida, con el aire un poco desdeñoso que le daba la conciencia de su superioridad, de la dificultad de entenderse los hombres y las mujeres. Rara vez unas y otros pensaban del mismo modo, y esto era un mal, porque si no fuera así se querrían mucho más. Por eso, él, que me amaba siempre, temía algunas veces hablarme con entera franqueza.

—Si no tuviera ese temor —añadió— te haría conocer muchos de mis proyectos, y te diría que, aunque dentro de pocos días tendré que irme…

Hice un movimiento de espanto, tan brusco, que casi pareció de huida, y me deslicé de sus rodillas, teniendo él que retenerme con sus dos brazos, mientras se apresuraba a añadir:

—Para volver, desde luego. Volveré para encontrarte «mía» siempre y para quererte como ahora, ¿no es así?

Bajé la cabeza sin responder, conteniendo el llanto, puesto que me había exigido que no llorara. Él me levantó el mentón con un dedo, obligándome a mirarle y me dijo, ya con el entrecejo ligeramente fruncido:

—No es así como deseo verte, Victoria. Quiero que me hables, que razones conmigo… y que me escuches, sobre todo, porque creo que ni siquiera me estás oyendo…

—¡Dios mío! ¿Y qué quieres que te diga, Fernando? —exclamé al fin en un violento estallido de todo mi dolor—. Tú mandas y te obedezco; hablas y me callo. ¿Como voy a obligarte a que me quieras, si te canso ya; si estás aburrido de mí, y no quieres decírmelo de una vez por delicadeza o por compasión? ¿Crees tú que no lo noto, que mi alma no se desgarra cada vez que pienso en ello…? Sé que he sido una loca; que lo soy todavía, porque no puedo ni quiero vivir sin ti… Sé también que recibo mi castigo, bien merecido, por cierto… Todo eso hace tiempo que es mi martirio diario, y, ya ves, lo soporto; pero no me exijas que te olvide ni que oiga con calma los horrores que seguramente vas a decirme…

Fernando reprimió un gesto de impaciencia.

—Pero, ¿has reflexionado tú en nuestra situación: en «tu situación», mejor dicho?

—Demasiado he pensado en ella.

—¿Y no has pensado también en que, al fin y al cabo, tu marido…?

Me erguí, con un valor y una firmeza que no hubiera podido presumir que aún existieran en mis pobres nervios agotados.

—Desde que fui tuya, Fernando, no he creído ni pensado que tenía más marido que tú. Si hubiese tenido que compartirme entre dos hombres me hubiera muerto antes de horror y de vergüenza.

Hubo un momento de embarazoso silencio. Él me miraba, un poco desorientado, buscando la réplica, y yo bajaba la vista, esperándola, pero sin sentirme abandonada por la energía. Al fin me dijo, haciendo un esfuerzo para conservar todavía el tono dulce y persuasivo.

—Está bien, hijita mía. Ésa es la parte sentimental del problema, que, desde luego, no puedo censurarte. Pero la realidad es otra. Yo no tengo hogar; no vivo en mi casa, sino en hoteles; lo que quiere decir que no puedo llevarte conmigo. Tampoco sería capaz de arrostrar el escándalo de raptar a la esposa de un empleado mío. Reflexiona en esto y te darás cuenta de que tal proceder traería el ridículo para todos… Me sería muy fácil sostenerte en casa aparte, durante el tiempo que estuviera alejado de ti; pero, aparte de que el escándalo sería el mismo, porque todo se divulga a la larga, de ninguna manera me perdonaría el haberte hecho romper con tu familia, para dejarte sola y casi abandonada la mayor parte del tiempo. No queda, pues, sino el único camino sensato: dejar las cosas como están y que tú me esperes hasta que vuelva y podamos ordenar de nuevo nuestro amor… Y aun para eso es un obstáculo el estado en que estás… Sobre eso precisamente quiero hablarte.

No me moví. Esperé el golpe sin pestañear siquiera. Hubo otra breve pausa.

—Vas a hacer lo que voy a decirte —me ordenó, sin conceder mucha importancia a mis anteriores protestas y concentrando en los míos todo el fuego de sus ojos dominadores—, única manera de que podamos seguir queriéndonos como hasta hoy, por ser ésta una prueba que te exijo.

Pronunció la última frase con un énfasis peculiar, y añadió:

—¿Lo harás como te lo pida?

Encogiéndome cuanto pude sobre sus rodillas le manifesté sin palabras mis sentimientos. Él pudo interpretar mi ademán como indicio de sumisión absoluta. Sin embargo, creyó necesario insistir antes de exponer claramente su deseo.

—Piensa además que lo que voy a decirte es por el bien de todos; que no hay otro arreglo posible, y que es indispensable hacerlo, ¡absolutamente indispensable!, ¿me estás oyendo?

—Sí.

—Pues bien: he aquí lo que «he resuelto»: es menester que, antes que me vaya, hayas ido con Úrsula a casa de una comadrona que ella conoce, para hacer que te quite «eso».

Me puse en pie de un salto, mirándolo por primera vez frente a frente y resuelta a escupirle al rostro mi desprecio.

—¡Nunca!

Se sonrió con desdén, y, levantándose a su vez, avanzó con calma hacia mí, hasta ponerme sus dos manos sobre los hombros.

—¡Es preciso, Victoria! Nada de gestos trágicos ni de tonterías… Te conviene más ser razonable…

—¡Nunca, nunca y nunca!

No pude decir más, y me desplomé, sin fuerzas ya, en una pequeña otomana, que había sido, más de una vez, teatro de nuestros juegos El con mucha tranquilidad, se encogió de hombros y se puso a dar paseos por el cuarto con las manos en los bolsillos del pantalón. Después, fríamente y sin descomponer con gestos airados su imperturbable corrección de hombre de mundo, se detuvo delante de mí y me dijo:

—Ya sabía yo que esta necia aventura acabaría con «una escena». Me lo temía y la esperaba desde aquella otra famosa explicación del automóvil… Pero óyeme bien: si tú quieres el escándalo, yo no estoy dispuesto a provocarlo. Si las gentes se enteran de que he sido el héroe de un drama provocado por haber salido encinta la esposa de mi maestro de azúcar, en ausencia del marido, el ridículo no me dejaría volver a Cuba… No eres tú sola, por lo tanto, soy yo también el perjudicado. Por eso tengo el derecho de exigirte lo que te exijo ¿me entiendes ahora? Es mi delicadeza la que está por el medio. Tengo el derecho de defenderme y el deber de ampararte hasta el fin, ya que tuve la debilidad de dejarme arrastrar hasta aquí. Después si tú lo deseas comprométete a tu gusto y provoca las murmuraciones que quieras; pero no será, desde luego, por mí ni conmigo…

—¡Oh, Dios mío! —gemí, cubriéndome el rostro con ambas manos para huir de aquel último y abominable ultraje.

Fernando emprendió de nuevo sus paseos de un lado a otro de la habitación, oprimiendo nerviosamente el pañuelo, hecho una bola, en el hueco de la mano.

Hasta aquel momento no comprendí toda la extensión, todo el horror de mi caída. Él no se tomaba ya ni siquiera el trabajo de ocultar lo que había sido para él, egoísta buscador de sensaciones nuevas, ni lo que podía esperar de su piedad la que fue juguete agradable en sus libertinas manos. Todo su fingido amor se redujo a eso: espasmos del seductor que se complace en la iniciación de una ingenua… Y ahora, que su pasatiempo se convertía en una amenaza para su tranquilidad, el hipócrita cedía su lugar al cínico que me proponía un crimen sin el menor escrúpulo… ¡Ah, Dios! ¡No muere una criatura de dolor, ni de cólera, ni de vergüenza, cuando no caí, como fulminada, allí mismo, sobre el inmundo diván de la celestina…!

¿Podía herirme una afrenta más entre tantas afrentas? Que un hombre como aquél pensara que quien se entregó a él podía de igual modo, entregarse a otro, ¿qué tenía de extraño? Me sentía morir, y el último golpe arrancó a mis carnes el débil estremecimiento provocado por el puñal que se hunde por postrera vez en el cuerpo de un agonizante.

Fernando se paró de pronto junto a la otomana, para preguntarme nuevamente, con su horrible calma:

—Vamos a ver, Victoria; sé razonable y decide: ¿Me complacerás haciendo lo que te he pedido?

—¡Oh, déjame! —murmuré—. Te juro que «esto» no ha de causarte una preocupación, ni una pena. ¡Déjame y no me tortures…! ¡Si es necesario morir, moriré! ¿Qué más quieres? ¡Déjame y vete!

Caí en una especie de marasmo dulce, sin ideas y sin dolores, como invadida ya por la inmovilidad de la nada, y no sentí, sino mucho tiempo después, las caricias de la señora de Montalbán, que me llamaba «pobre hija mía», con voz dulce y una solicitud que esta vez no me pareció fingida. Estaba sola con ella en la habitación.