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«Mi nena queridísima:

»Hace dos días que llegué, y todavía no había tenido tiempo de escribirte. Lo hago ahora, sin saber cuándo llegará ésta a tus manos, pues sólo tenemos comunicación con el resto del mundo por medio de una lancha de vapor, que, según me dicen, está descompuesta desde ayer.

»El Fraternidad es una finca muy hermosa; pero es necesaria mucha abnegación para encerrarse aquí, tan lejos de toda vida civilizada y en plena selva. Aunque la organización del trabajo deja todavía mucho que desear, las fábricas son modernas y las instalaciones, magníficas, prometen un buen rendimiento para todos.

»Lo que siento decirte, mi nena adorada, es que ni es posible soñar siquiera con que vengas aquí este año. El paludismo hace estragos entre los trabajadores, y se necesitan muchas semanas para terminar los trabajos de desecación y saneamiento que se han emprendido. Ten paciencia, y piensa que seis o siete meses se pasan pronto.

»No tengo necesidad de decirte lo que te echo de menos en mi destierro; pero me sostiene la esperanza de llegar un día a ser rico, para hacerte un estuche digno de la joya hermosísima que tú eres para mí.

»Adiós. Cuídate y procura distraerte. Saluda a tus padres y hermanos; abraza a Susana y recibe tú otro muy fuerte y cariñoso de tu amantísimo

Joaquín».

«Mi queridísimo Joaquín:

»Tu carta ha venido a aumentar mis zozobras.

»¿Cómo tu egoísmo puede dictarte mi sentencia de alejamiento, sólo por preservarme de una hipotética fiebre palúdica, que, en definitiva, se resuelve con un poco de quinina?

»Te advierto que sufro mucho y que lloro casi continuamente. Te lo digo para que pienses que no has procedido bien al dejarme sola. Cuando vuelvas me encontrarás fea. ¿De qué le servirá entonces la riqueza a ésta, que tú calificas de joya, y que no es más que una pobre mujer que te quiere más que a todos los tesoros del mundo?

»Desde que te fuiste, he meditado y puesto en practica grandes reformas en nuestra casita. El cuarto que íbamos a dedicar a mi tocador será en adelante tu despacho. Ya compré la mesa, con cristal encima, y sobre ella coloco todas las mañanas un ramo de rosas, a falta de otros muebles y a falta de ti, sobre todo. Ya ves que también yo quiero fabricarte un “estuche” para que te halles en él muy confortablemente y no te escapes otra vez.

»La pobre Julia Chávez me ayuda mucho en todo. Es un hermoso corazón que cada día me enseña nuevos rasgos de actividad y de ternura. Parece que ha amado y sufrido mucho en su juventud esta mujer, y que, al perder la esperanza de ser correspondida, ha vaciado sobre la humanidad entera los tesoros de amor que acumulaba avaramente para una sola persona. Me imagino que hay alguna gran novela oculta en su vida. Y de todas maneras le agradezco a mi madre que haya sido ella la “persona de respeto” en quien pensara para ponerla a mi lado.

»Tu hermana Susana, buena y encantadora como siempre. Creo que te escribirá también hoy y que me dará su carta para enviártela junto con ésta.

»Alicia está en cama desde ayer, desgarrada por los dolores y otra vez con hielo continuamente sobre el vientre. No puedo pensar en su enfermedad, sin recordar lo que tú me dijiste, en secreto, acerca de la participación de mi cuñado en ella, y sin sentirme indignada por la maldad de ciertos hombres capaces de envenenar así la salud de las pobres muchachas que se casan con ellos. Por cierto que mi infeliz hermana nada sospecha, y su cariño es tan ciego, que no hace más que ocuparse en atender y cuidar al marido desde la cama. Cuando presencio esto, me dan ganas de arañar al hipócrita.

»Por supuesto, que estas cosas y otras muchas que veo a diario solo o me impulsan a quererte más, a ti, tan bueno, tan noble y tan diferente de la mayoría de los hombres. No quiero pensar en que te has ido, y procuro aturdirme y no estar nunca ociosa. Por las mañanas me dedico a arreglar el jardín, con la ayuda de tu hermana, que me ha resultado más loca por las flores que yo misma. Lo peor que sucedería es que, al volver, me encuentres tostada por el sol y convertida casi en una mulata.

»Pero no; no quiero que “vuelvas”, sino que “me lleves contigo”. Usaremos mosquitero y le echaremos a la comida quinina, en vez de sal, si es necesario, para preservarnos del paludismo. No creo que tenga fuerzas para esperar los seis o siete meses, y el mejor día, aunque te disgustes, me voy allá y te sorprendo con mi llegada.

»No te digo adiós, porque es muy triste. Me contento con devolverte tu abrazo, junto con los recuerdos de mamá, papá y mis hermanos y enviarte además un beso con toda el alma de tu

Victoria».

«Nena mía queridísima:

»Tu carta llegó a mis manos con cinco días de retraso. Cuando empezaba a inquietarme seriamente la demora, me la trajo el cartero.

»La he leído varias veces. Escribes bien, nenita. Si te dedicaras a hacerlo para el público, tengo la seguridad de que te aplaudirían. Figúrate lo orgulloso que estaría de ser el marido de una literata este pobre catador de mieles que muchos días no tiene tiempo ni para lavarse bien las manos.

»Dices bien en lo que se refiere a Julia Chávez. A mí no me es enteramente simpática, porque la encuentro demasiado vehemente en la práctica de sus obras piadosas; pero reconozco sus méritos y me inspira una gran compasión la soledad en que vive cuando no la atraen sus parientes para sacarle partido.

»Escríbeme largo de ti. Yo lo haría en estos momentos en el estilo con que Napoleón escribía a Josefina cuando lamentaba la frialdad de su lecho de campaña. Pero sé que tu carácter serio no comprendería estas debilidades del cariño y me reprimo.

»De ningún modo llegues a cumplir tu amenaza de venir aquí inesperadamente. Algunas personas han muerto de paludismo, a pesar de la quinina y el mosquitero, y sólo con pensar que podrías enfermarte estaría inquieto y sin ánimo para trabajar. Dentro de tres meses creo que podré traerte, pues el ingeniero que hace los trabajos de desecación de una ciénaga que tenemos cerca, me ha asegurado que los terminará en ese tiempo.

»Estos lugares no te gustarían mucho, de seguro. Son demasiado agrestes y su naturaleza salvaje te daría miedo muchas veces. Puede decirse que apenas el hacha ha empezado a entrar en los bosques, y que sólo la seguridad de ganar mucho en poco tiempo puede mantener aquí a trabajadores y empleados.

»He sentido una viva emoción al imaginar tus flores sobre mi mesa todas las mañanas. Gracias, nena mía querida; pero no olvides que mi mejor flor eres tú misma. Ninguna otra tendrá para mí ni tu belleza, ni tu perfume.

»Te devuelvo centuplicado tu beso, y va en ellos envuelta el alma entera de tu amantísimo

Joaquín».

«Mi queridísimo Joaquín:

»Te equivocas al pensar que no habría de gustarme aquello por agreste. No conozco esos lugares, pero me encantan, porque me los he imaginado al leer las descripciones de viajeros y novelistas. Te doy sólo el plazo de tres meses que me indicas, y ni un día más, ¿lo oyes bien? No quiero que te acostumbres a vivir lejos de tu mujercita, y que luego dejes de quererla.

»Lo de mis aptitudes literarias, como broma, puede pasar. Pero no creas que me envanecen tus elogios y que llegue a creerme capaz de escribir para el público. Además te he oído decir muchas veces, y en eso comparto enteramente tu opinión, que te desagradan las marisabidillas. Tú sabes que no soy feminista y que creo que la mejor ocupación de las mujeres es el cuidado de su casa. No hay temor, pues, de que llegues a ser el marido de una literata.

»Cada día estoy más satisfecha de la elección que hicimos al fijarnos en esta calle. Hay aquí una tranquilidad envidiable, y ahora tenemos, en la casa de la otra esquina, la que estaban terminando cuando te fuiste, una vecina encantadora. Es una viejecita con todo el pelo blanco, viuda, y que tiene por única familia a una sobrina, nada linda por cierto, y algo contrahecha y enfermiza, pero que toca el piano y canta como un ángel. El marido de la viejecita era español; Goma de apellido, dueño de una ferretería, según creo, y murió hace algunos años, dejándole una modesta fortuna. La sobrina se llama Enriqueta, es soltera, y según dice, la pobre, difícilmente encontrará quien quiera casarse con ella, a pesar de su admirable temperamento de artista.

»Mamá ha simpatizado mucho con esta familia y yo también. En pocos días hemos llegado a tener una gran intimidad, tanto más agradable para mí cuanto que, en aquella casa, no se reciben más visitas que nosotras. Las dos mujeres son muy buenas y muy dulces, y Enriqueta, sobre todo, está encantada con Susana; piensa, como yo, que es imposible hacer, de porcelana, una figurilla más linda.

»Te hablo de todo esto para hablarte de mí, señor curioso. Me levanto a las siete, como siempre, coso, bordo, toco el piano, arreglo mi jardín, y llego a la hora del almuerzo casi sin haber tenido tiempo de pensar en que estoy sola y en que mi marido no quiere llevarme a su lado. Cuando estoy ociosa, me dan ganas de llorar, sin que pueda evitarlo. En la mesa, me entristezco siempre un poco, aunque tu hermana charla sin cesar y me entretiene con sus ocurrencias. Luego viene mamá o yo voy a casa, sin cambiar de traje, porque no hay nadie en la calle a esa hora. A las cuatro el baño, y después un paseo con Susana y Julia, hasta la puerta del cementerio muchas veces. Desde el portal de casa, el bosque de cipreses de aquél nos da la ilusión de que está más cerca; pero tardamos más de diez minutos en llegar a la magnífica portada, que he visto cien veces y no me canso nunca de admirar.

»En fin, por las noches nos vamos a casa de la viuda de Goma a oír cantar a Enriqueta, hasta las diez, hora en que invariablemente nos acostamos todos. Si estuviéramos todavía en La Habana, nos sería imposible hacer esta vida, pero tú sabes que aquí estamos como en el campo. Lo malo será cuando Susana empiece a ir al conservatorio, que ocurrirá probablemente el mes entrante. Entonces veremos…

»No quiero que me escribas como Napoleón a Josefina. Encontré sus cartas entre tus libros, y las leí en una noche de aburrimiento. Napoleón me ha parecido siempre un militarote grosero, y sus arrebatos pasionales no impidieron que luego sacrificase a esa misma mujer a la razón de Estado. Tal vez así acaban siempre ciertos materialismos demasiado vivos. Prefiero recordarte, como te quise, por tu rectitud, tu dulzura y tu inteligencia, que tanto te distinguen, a mis ojos, de los demás hombres.

»Alicia sigue mal. El doctor Argensola opina que no debe esperarse otro ataque para operarla. Cuando salga de éste y se reponga habrá que pensar seriamente en eso. Probablemente se lo quitarán todo, matriz y ovarios; pero a ella sólo le han dicho que se trata del ovario izquierdo, que es el más enfermo.

»¿Podrás creer que nada, en lo absoluto, sospecha del origen de su mal? El otro día se hablaba delante de ella de la pobre Eloísa de la Avena, que perdió el pelo y se llenó de úlceras a los dos meses de su matrimonio, y fue mi inocente hermana la primera en poner de oro y azul al marido de esa infeliz muchacha, que ha dado, en la buena sociedad, el escándalo más grande de que se habla en estos días. Yo tuve que salir del cuarto, por temor a no poder contenerme. Por lo demás, a Alicia todo se le vuelve buscar lindos gorritos blancos y camisas con muchos encajes para que su marido la encuentre linda en la cama… ¡Si la vieras! Me parece que ha perdido más de veinte libras en quince días.

»Voy a terminar porque si sigo voy a acabar con todo el papel de la casa y me dirás con más razón literata. El hecho es que tengo muchas cosas que decirte, y cuando concluyo, veo que sólo te he escrito la décima parte de ellas y he llenado cinco pliegos. Para las próximas tendré que hacer una especie de resumen y ordenar mis ideas.

»Adiós; cuídate mucho y abrígate, porque por aquí hace frío. Sobre todo, no olvides que ni un día más de los tres meses; ni uno solo. Y recibe, con un fuerte abrazo, el inmenso cariño de tu

Victoria».

«Mi nena idolatrada:

»Hace tres días que tengo el propósito de escribirte y hasta hoy no he podido hacerlo. Terminaba, a horas extraordinarias, un trabajo urgente que me encomendaron y del cual voy a hablarte, porque vas a ser mi colaboradora en el mismo.

»Voy a darte, pues, algunos detalles; pero es necesario que rompas ésta en cuanto la leas, porque el asunto es secreto y delicado.

»Don Fernando, el dueño de esta finca, habló conmigo largamente antes de que viniera yo a tomar posesión de mi cargo de jefe del departamento de elaboración. Me dijo que sabía que era yo uno de los hombres más peritos en los modernos métodos de fabricar azúcar, y que me encargara de redactarle, en privado, un informe de las ventajas y deficiencias que encontrase en sus instalaciones y manejos de la administración. El motivo de su reserva es que el actual administrador es pariente de su esposa, de la cual está separado desde hace años, y no quiere lastimarlo con su desconfianza, ni indisponerlo conmigo, que soy subalterno suyo.

»No me gusta esta clase de encargos; pero es una distinción que me hace y he tratado de cumplirla lo mejor posible. Mas como me recomendó que hiciera llegar directamente el informe a sus manos, por un conducto seguro, he pensado que podías hacer que Julia lo llevase a su oficina, preguntara por él y se lo entregase de mi parte. Te lo remito en sobre certificado La oficina está en la calle de Mercaderes 304, y a él lo encuentra, con toda seguridad, de dos a tres, los días de trabajo.

»Siento darte esta pequeña molestia, que te obligará a ocuparte en un asunto ajeno a tus gustos, y a pedirle este favor a Julia; pero quedaré completamente tranquilo sabiendo que el encargo está encomendado a tu discreción.

»No puedo escribirte muy largo hoy. Estoy rendido por haber trabajado los últimos tres días con sus noches consecutivas. Tomo nota de lo que me dices de los tres meses, ¡ni un día más!, y mantengo mi promesa.

»Mis cariñosos recuerdos para todos, y para ti, con un abrazo muy fuerte, el alma entera de tu

Joaquín».

Cuando llegó el voluminoso sobre, con sus múltiples sellos y sus grandes cierres de lacre rojo, experimenté nuevamente la ligera contrariedad que me produjo la lectura de la carta en que me lo anunciaba mi marido. «Iré yo misma y será mejor», me dije atolondradamente enseguida. Pero aquel día era sábado, y me alegró el pensar que hasta el lunes no tendría que ocuparme en aquel asunto. Guardé, pues, cuidadosamente el informe, y aguardé, orgullosa de prestarle a Joaquín este servicio.

En el fondo, sentía cierta vaga curiosidad de ver de cerca a aquel don Fernando, de quien se hablaba mucho en sociedad por sus riquezas y por ciertas excentricidades y aventuras, algunas de las cuales llegaron a convertirse en escándalos de buen tono. Joaquín hablaba de él como de un personaje afable y sencillo, a quien la calumnia y la envidia trataban de manchar; pero yo, que sabía a qué atenerme acerca de los cándidos juicios de mi esposo, me lo imaginaba altivo y afectado, con la llaneza hipócrita de los grandes señores que pretenden engañar con sus sonrisas a los inferiores. La curiosidad y algo de inexplicable temor hicieron palpitar a ratos mi corazón durante todo el día del domingo.

Tuve que decirle a mamá y a Julia que iba a cumplir un encargo de Joaquín, sin explicarles la naturaleza de la comisión, para que no extrañasen mi salida, y el lunes, a la una, con un traje sastre gris oscuro y un sencillo sombrero de invierno, sin plumas ni adornos, tomé el tranvía en la calle Veintitrés, llevando el sobre cuidadosamente encerrado en mi bolsa de mano.

Subí a un coche de plaza en San Juan de Dios, y diez minutos después me detenía ante una antigua casa de la calle de Mercaderes, convertida en oficina de tres o cuatro importantes compañías y algunos particulares. En el viejo patio de honor, embaldosado, había grupos de hombres, que hablaban animadamente de negocios. Un conserje, con uniforme azul galoneado de oro, se inclinó ante mí, y a una tímida pregunta, me indicó la monumental escalera de mármol, entre dos estatuas de bronce que sostenían lámparas.

—Primer piso, a la izquierda.

Pasé rápidamente entre los grupos de hombres, sin mirar a nadie, pero sintiendo en mi espalda ese efecto desagradable que me producen las miradas que se fijan en mí al pasar. Debía de tener el rostro encendido, y traté de serenarme, en el descansillo, antes de emprender nuevamente la ascensión. Estaba cohibida, y temía que la voz me faltara en el instante oportuno.

Mi mano, cubierta con el guante gris perla, empujó una mampara de resortes, y entré resueltamente en una vasta pieza cuadrangular llena de pupitres, donde trabajaban seis o siete empleados. La habitación estaba empapelada de oscuro, con finas varillas doradas, y el mobiliario era severo y lujoso. Vi un gran reloj en el fondo, cuyo péndulo dorado se balanceaba majestuosamente detrás del cristal. Un empleado se levantó y vino hacia mí con una cortés reverencia.

—¿Está el señor Sánchez del Arco? —balbuceé.

—¿A quién debo hacer anunciar, señora? —se limitó a preguntarme a su vez el interpelado. Recordé que no tenía tarjeta, y me turbé.

Soy la esposa de un empleado del Fraternidad —repuse tímidamente—, y vengo a verlo en su nombre.

El empleado volvió a inclinarse cortésmente y me indicó que pasara a una pieza contigua, donde había varias mecedoras y poltronas cubiertas de cuero negro, y en el medio una gran mesa con periódicos y revistas. El decorado era el mismo, sencillo y severo, y los cuadros: que pendían de las paredes representaban fotografías y dibujos de maquinarias de instalaciones de ingenios. Mi acompañante me dejó allí sola, diciéndome al retirarse.

—Puede sentarse, señora. Haré que le avisen enseguida.

Tomé una revista al azar y me entretuve en leer los anuncios de sus primeras páginas. Quería dominar la emoción que me inspiraban la solemnidad de aquella oficina y la idea de que pronto iba a aparecer ante mí el hombre a cuya voluntad estaban sometidos todos aquellos empleados silenciosos y el lujo de aquellos salones en los cuales no se percibía el menor ruido. Casi me arrepentía de la locura de haber ido en lugar de Julia.

De pronto tuve que incorporarme precipitadamente. Delante de mí estaba un hombre, inclinado con gracia, y sonriendo ante mi sobresalto, como si se hubiera propuesto de antemano ocasionarme aquella sorpresa. Vi primero la raya irreprochable de su pantalón oscuro, luego el pecho ancho, cubierto por el chaleco del mismo color, y la fina cadenilla de oro que lo cruzaba de lado a lado; y por último el rostro completamente rasurado, joven todavía y expresivo en todos sus rasgos, a pesar de la corrección impecable de su máscara de sociedad.

Aquella aparición acabó de trastornarme, e hice ademán de ponerme en pie, que él contuvo con un gesto. Entonces pregunté sin titubear:

—¿El señor Sánchez del Arco?

—Soy yo. ¿En qué puedo servirle, señora?

Tenía un ligero acento extranjero, apenas perceptible; pero la voz era suave y hermosa, voz de barítono, que vibraba insinuantemente en el oído.

—Soy la esposa de Joaquín Alvareda —le dije— y vengo a entregarle personalmente…

—¡Oh! ¡Perdón, señora! No sabía… Tenga la bondad de pasar conmigo a mi despacho, y allí se servirá informarme. ¿Por qué no me hizo saber desde el principio su nombre?

—Pero si no es más que para entregarle esto.

—¡No importa! Este saloncito es para los importunos y para otras personas; no para usted. ¿Me permite que le indique el camino?

Echó a andar delante, empujando mamparas y sosteniendo galantemente las hojas mientras yo pasaba. Su busto erguido se adelantaba a la vez con firmeza y flexibilidad, adivinándose el juego de los músculos bajo el corte irreprochable de la americana.

Atravesamos un salón, donde la enorme caja de hierro se mostraba entreabierta, rodeada de una fuerte verja y alumbrada, en pleno día, con bombillas eléctricas. Un empleado, provisto de visera verde sobre los ojos, daba vueltas entre el enrejado, como en una cárcel. Luego, la oficina de contabilidad, con sus grandes libros sobre atriles de madera y el ruido activo de las máquinas de escribir y de sumar: Más allá, dos o tres habitaciones más, con escaso número de empleados y algunas jóvenes mecanógrafas atareadas junto a sus mesillas, que tenían el aire púdico y reservado de las mujeres obligadas a vivir entre muchos hombres. Debían de ser aquellos los despachos del alto personal de administración porque sólo se veía uno o dos grandes escritorios en cada cuarto y era más completo el lujo del decorado. Un señor grueso y elegante, con aspecto de diplomático, se levantó de una de aquellas mesas, al ver al amo, y salió a su encuentro, llevando un papel en la mano.

—Un momento y perdóneme, Jiménez —dijo don Fernando, apartando con un leve gesto al importuno—. Estoy ocupado ahora.

El empleado de rostro de embajador se inclino profundamente, sin hablar, y volvió a su puesto. Yo sentí un cosquilleo inconsciente de vanidad a lo largo del espinazo, y maquinalmente erguí el busto y acabé de atravesar el salón, con aire de importancia.

—Hemos llegado —murmuró el galante conductor, sosteniendo la última mampara, y dejándome pasar esta vez delante de él.

Estábamos en una vasta pieza rectangular, mitad despacho y mitad biblioteca, amueblada con sobria elegancia e iluminada por cuatro grandes ventanas que se abrían a la calle. Los muebles eran de caoba, lisos y brillantes, y el tono malva de las paredes y los visillos de las ventanas contribuían a que se destacara con más firmeza, sobre el fondo claro, el rojo negruzco de la madera. La pared que se alzaba delante de mí aparecía totalmente cubierta por un gran tapiz de los Gobelinos, representando escenas caballerescas. Allí estaba la gran mesa de trabajo del dueño y a entrambos lados dos pequeños estrados con sillones y sofás, de la misma estructura maciza que el resto del mobiliario y forrados con oscuro cuero de Córdoba. No había cortinajes ni cuadros en las paredes. Un estante corrido, de la altura de un hombre, daba vuelta a toda la estancia, exceptuando el fondo, ocupado por el tapiz, y contenía millares de libros, finamente encuadernados, y esculturas de bronce colocadas de trecho en trecho sobre la repisa. Junto a uno de los ángulos, un juguetero, de forma original, guardaba un misal antiguo, de inestimable precio, y algunas curiosidades parecidas coleccionadas por su propietario en los cuatro extremos del mundo.

Me dejé conducir a uno de los estrados y tomé asiento, haciéndolo después don Fernando frente a mí y a respetuosa distancia.

—Veamos ahora, señora, ¿cómo está su esposo? ¿Satisfecho? Dígame la verdad, porque muchas veces, por ocultármela, no puedo hacer todo lo que quisiera en beneficio de mis amigos.

Vi los cielos abiertos ante aquella invitación, y me atreví animosamente:

—Él sí lo está, señor Sánchez; yo no. Mi marido me dice que no podrá llevarme antes de tres meses, a causa del paludismo, y eso me tiene bastante disgustada.

Sonrió discretamente, y dijo:

—Y tiene razón su esposo, señora. Aquello, por ahora, sería muy peligroso para usted. Nosotros, los hombres, somos más duros; tenemos más resistencia para las enfermedades y los climas. En cambio, las señoras… ¡Oh, oh! Sé lo que usted va a decirme: que el cariño al esposo hace heroínas a las mujeres. ¡Es muy natural! Pero tres meses forman un espacio tan corto, tan corto… Piense en lo que son, en realidad, tres meses.

Hablaba con volubilidad y aplomo, dando a las palabras un énfasis breve, por su costumbre, de hombre de mundo, de hacer atractivas las más triviales conversaciones. Yo, un poco confusa, no me atrevía a mirarle de frente, y veía solamente el alfiler de su corbata: un diminuto camafeo, primorosamente cincelado, donde no se vislumbraba ni huella de metal precioso.

—Además —añadió casi enseguida—, yo me encargaré de acortar ese plazo. No me perdonaría jamás el no haber contribuido a reunir a dos esposos que se quieren, pudiendo hacerlo. Mañana haré que escriban al ingeniero, ordenándole que active los trabajos de desecación, empleando, a ser posible, doble número de obreros. No serán tres meses; serán dos y medio; tal vez dos. ¿Está usted contenta ahora? Ya ve usted que no perdió el tiempo de su visita, y puede escribírselo así a su señor esposo.

—¡Oh, señor Sánchez! —exclamé conmovida—, ¡cómo podremos pagarle…!

—De ningún modo —me interrumpió riendo benévolamente—. Usted me presta un servicio molestándose en venir aquí, cuando podía yo ir a recoger ese informe, y procuro corresponderle de la misma manera. Eso es todo. Servicio por servicio, y estamos en paz, o todavía quedo yo obligado.

Se detuvo un momento para contemplarme con afectuoso interés. En mi creciente confusión daba vueltas al sobre, lleno de manchones de lacre, que aún conservaba entre las manos, sin saber qué decir. Don Fernando acabó por mover la cabeza, y exclamó con voz ligeramente velada por la tristeza:

—Es tan difícil la felicidad de dos, que, si en eso consiste la de ustedes, nunca me alegraré bastante de haber contribuido a ella.

Me puse en pie para despedirme, y le alargué el sobre. Él lo tomó doblándose cortésmente, pero me contuvo con un ademán.

—Un momento. Voy a hacer que la lleven a usted donde desee.

Antes de diez minutos estará aquí el carruaje.

Sin hacer caso de mis tímidas protestas, se dirigió a un ángulo del salón y apoyó el dedo en un botón hábilmente disimulado en la madera. Hecho esto, aguardó, cruzado de brazos, semejante a un dios joven que tuviera en sus manos los hilos que mueve el universo.

Un lacayo, vestido de azul como el conserje, se presentó en el hueco de la mampara, gorra en mano. El dueño le dijo brevemente:

—Pida el Panhard cerrado para que lleve a esta señora y avise cuando esté.

El criado se inclinó y salió. Don Fernando había echado negligentemente el sobre encima de la mesa, y volvió a ocupar su puesto frente a mí.

—Es usted muy joven, señora, y yo sin duda demasiado indiscreto, ¿verdad? Pero no lleva usted seguramente mucho tiempo de casada.

—Un poco más de dos años —respondí, pensando que debía de creerme tonta.

—Así me explico su deseo. ¿Y niños? ¿Tienen?

—No, señor —murmuré bajando la vista, un poco molesta de que me hablara como a una colegiala. Él sonreía, sin embargo, divertido, al parecer, con mi turbación. Y de pronto cambió de tono:

—Su rostro me recuerda el de un antiguo amigo, pariente de usted, según creo, que vivió mucho tiempo en Londres: un tal Dionisio García. ¿Lo conoció usted?

—No, señor, pero sé que era medio hermano de mi madre. Murió en el Brasil, hace algunos años.

—Ya ve usted si tengo buena memoria. Vivimos juntos, cuando aún no había muerto mi padre, y solía hablarme de su hermana y de ustedes, que entonces eran pequeñitos. No debe, pues, extrañarle a usted mi interés; somos casi amigos, viejos amigos, mejor dicho, y tengo el derecho y el deber de devolverle a usted las atenciones que recibí de mi antiguo camarada.

—Nada me extraña de sus bondades, señor Sánchez. Mi marido me tiene acostumbrada a oír hablar de ellas.

Yo misma me asombré del aplomo con que había pronunciado estas palabras, y no fue menor la sorpresa de don Fernando.

Sin duda Pensó: ¡Ah! ¿Pero también sabe hablar esta bobita? Y ante su mirada enigmática, casi me arrepentí de mis palabras.

—Pero si no hago nada por los hombres que trabajan conmigo —protestó con un aire de ingenua modestia—. Sin duda usted no sabe que yo soy aquí ave de paso; que apenas paso en La Habana unas cuantas semanas de tarde en tarde y que esta habitación está casi siempre cerrada y desierta. Los negocios no me preocupan: me distraen, y por eso no los abandono totalmente. Yo soy un hacendado muy singular: demasiado mundano y perezoso para ser un buen industrial, y lo suficientemente conocedor de la vida para concederle al dinero un justo aprecio… Mis bondades son las de mis administradores; a ellos solos corresponde el mérito, si lo hay. En cuanto a mí, esto me ocupa en algo, me hace olvidar muchas cosas que son desagradables.

El tono confidencial con que un hombre como aquél se dirigía a una chiquilla como yo, me impresionó profundamente, las mujeres tenemos la tontería de querer ver en todas partes desgracias que aliviar, y yo creí adivinar en las últimas palabras de mi interlocutor cierto dejo de amargura, revelador de un pesar oculto, noblemente soportado. Y hubiera imaginado aún nuevas majaderías, si don Fernando, acercándose a un tubo acústico, que acababa de silbar, no hubiera dado otro giro a la conversación.

—¿Qué? ¿Ya llegó…? Está bien, dígale que aguarde, que la señora bajará enseguida… ¿Qué? ¡No, no! A su casa o adonde quiera.

Se acercó a mí, con su aire reposado y el andar firme que distribuía el movimiento por todo su cuerpo. Su sonrisa era siempre insinuante y cortés.

—Tal vez tenga que contestar el informe de su esposo, por el mismo conducto. En ese caso no será necesario que se moleste: iré yo personalmente a su casa.

Me tendió su mano, fina y cuidada, donde no brillaba más joya que un ancho anillo de oro mate.

—¿Amigos, verdad? Viejos amigos, por antiguas relaciones de familia… No quiero que usted lo olvide. Quise salir por donde había entrado; pero me condujo por otra puerta directamente al pasillo y por éste a la gran escalera de mármol que subí media hora antes. Permaneció en pie en lo alto, mientras bajaba; y cuando llegué al último peldaño aún vi su elevada estatura inclinada en una postrera reverencia de despedida, inmóvil y respetuosa.

La portezuela abierta de Panhard me esperaba, y al pie de ella otro lacayo azul, con la gorra en la mano, se mantenía erguido y solemne como una estatua. Di la dirección de mi casa; la figura hierática giró cual movida por un resorte; sonó el de la portezuela, y caí en los cojines que me recibieron con blanda impresión de caricia.

¡Qué extraña emoción experimentaron mis sentidos, al encontrarme sola, en la caja cerrada y acolchonada como un estuche de joyería, y en vuelta en el traidor perfume de un ramo de violetas recién corta las que veía delante de mí en su pequeño búcaro de cristal! Parecióme que mi vida se fundía en una nueva encarnación; que ya no era la misma y que sobre esta otra existencia tendían sus varas mágicas los genios de las leyendas orientales. Cerré los ojos y me dejé mecer por el suave balanceo de los muelles, con la mente vacía y una vaga ambición de vida incorpórea, entre nubes que volaran con la misma rapidez con que la máquina me conducía.

No los abrí sino cuando las ruedas se detuvieron y vi a través del cristal la diminuta fachada de mi casita y la delgada silueta de Julia, que tejía medias de estambre para los niños pobres en un rincón del portal donde no daba el sol. La portezuela estaba abierta y el lacayo, rígido, esperaba al pie de ella. Entonces bajé de un salto y entré corriendo, sin dirigir una mirada al carruaje, cuya portezuela sonó otra vez, antes de ponerse en marcha aquel, con un leve ronquido del motor.

—¡Hola! Ya estás aquí… ¡y en auto! —exclamó Susana, alegre, saliendo a mi encuentro—. Te esperaba para saber adónde vamos esta tarde.

—A ninguna parte, chica; estoy cansada.

—¿No querías tú que fuésemos hasta la orilla del río?

—No; hoy no. Mañana.

—¿Salió todo bien? —me preguntó Julia, interrumpiendo un momento su trabajo.

—Todo bien —le respondí brevemente.

—¡Vaya, hija mía! ¡Gracias a Dios! —exclamó con un suspiro la solterona, que, en realidad, no sabía de qué clase era el asunto que Joaquín había confiado a mi intervención.

Pasé toda la tarde silenciosa, sin que mis pensamientos tuvieran una orientación definida. Por la noche vino Enriqueta y cantó, con su hermosa voz de contralto, algunos trozos, acompañándose al piano ella misma. Las gentes se detenían en la acera para oírla y se apretaban contra la verja del jardín. Yo estaba displicente, sin saber por qué, y a menudo miraba con disimulo el reloj, aburrida de lo mismo que las noches anteriores constituía mi encanto. Exhalé un suspiro de alivio cuando todos se fueron y me quedé sola en mi cuarto.

No pude dormir durante algunas horas, lamentando, en mi fuero interno, las desigualdades sociales, que acumulan un favor de unos cuantos todos los esplendores amables de la existencia. Jamás, en toda la mía, había ambicionado riquezas, y, sin embargo, pensaba en que muchas mujeres conquistan, con el matrimonio, una posición en la que la vida entera debía de ser como aquellos minutos de sensual olvido que pasé mecida por los muelles del automóvil, entre suavidades de seda y perfume de violetas. Sabía que la esposa de aquel mismo don Fernando había huido, muchos años antes, en Bruselas, en compañía de un acróbata; y me encolerizaba contra aquella viciosa desconocida, que así abandonaba lo que hubiera sido el paraíso de cualquier mujer decente. Mi imaginación se desbordaba locamente, sin que pudiera detenerla el severo juicio de la otra yo, que en el seno de mí misma me incitaba a dormir y se burlaba de mis tonterías. ¡Hacía tanto tiempo que no soñaba! Y lo raro era que mis sueños, que no adquirían la forma de un deseo preciso, tendían a transportarme muy lejos del ambiente en que viví haciendo borrosas las siluetas de mis padres, de Joaquín y de la casita nueva en que con tanto afán había trabajado aquella misma imaginación un año antes. Me dormí al fin, fatigada, después de un decrecimiento lento de la excitación que me mantuvo despierta.

Al día siguiente me mofé de mi amargo desvelo de la víspera. Reía el sol en el jardincito de diez metros cuadrados que se extendía al frente de nuestra casa, y ya Susana, con las alas de su gran sombrero de paja graciosamente recogidas con una cinta bajo la barba, andaba entre los pequeños cuadros de plantas, podando, arrancando y riendo cuando se pinchaba los dedos con las espinas. Me acogió con un grito de júbilo.

—¡Ah, perezosa! ¡Cómo has dormido!

Me sentía dispuesta y ágil, como nunca, y quería convencerme a mí misma de que era la seguridad de reunirme más pronto con mi marido lo que me alegraba. Ayudé a Susana con ardor, lanzando exclamaciones ante los rosales llenos de flores, como si los viera por primera vez. Después examinamos juntas varios figurines. Quería hacerme un traje nuevo de calle, y hablamos de modas largo rato.

—Los trajes princesa —dije una vez— son muy elegantes; pero es necesario tener un cuerpo magnifico para que luzcan.

—Como el tuyo, picarona —repuso mi cuñadita con acento de sincera admiración.

Sonreí satisfecha porque sabía que era verdad, y un leve cosquilleo de orgullo me retozaba por dentro, luego hablé del paseo al río, aquella tarde, sin acabar de decir sobre el traje. A cada momento venían a mi mente los recuerdos de la víspera, y los rechazaba dulcemente, como contrariada por su persistencia. Al mediodía, por hacer algo, escribí a Joaquín una larga carta, refiriéndole el resultado de mi embajada y haciéndole una descripción minuciosa de lo que había visto. Después, sin saber por qué, rompí aquella carta, que me disgustó al leerla, y le di cuenta de mi comisión en cuatro líneas.

Mamá llegó por la tarde, y el paseo quedó nuevamente aplazado. Después de comer, mientras Julia se entretenía enseñando a leer a dos chiquillas de la vecindad, Susana y yo nos fuimos a casa de Enriqueta, Cuando llegamos, la viejecilla estaba sentada en un gran sillón de brazos, y la sobrina, en una silla baja, a sus pies, leía con su linda voz un poco hombruna, las últimas páginas de una novela que la tía escuchaba embelesada. No quisimos distraerla, y oímos también. Se hablaba en aquel libro de pasiones románticas, de lindas mujeres soñadoras, de amores contrariados. Al terminar la lectura, los ojos de Enriqueta brillaban, como encendidos por la fiebre. Era lo único bello que había en su pobre rostro, de tez demasiado morena y marchita antes de tiempo. La conversación se generalizó sobre los mismos asuntos tratados en el libro, y nuestra amiguita habló de ellos con un calor que hacía afluir la sangre a sus labios de anémica.

—Eres romántica de veras, chica —le dijo una vez Susana, que la escuchaba embobada.

—Oh, sí —replicó fogosamente la pobre fea—. Los sueños forman la felicidad de los que no pueden vivir de realidades.

Después cantó, y me pareció que su voz, impregnada en la inmensa melancolía de su alma, era más profunda, más dulce y más bella, como si por la garganta de la artista se escaparan las pasiones comprimidas, que, de no encontrar aquella salida, concluirían por ahogarla.

Al encerrarme en mi cuarto para dormir, llevaba la impresión desoladora de aquellas palabras y de aquel canto. ¡Pobre Enriqueta! Su fealdad, era cierto, le cerraba las puertas del amor, del matrimonio. Jamás encontraría quien quisiese compartir con ella su vida. Pero, ¿sabrías acaso que esa realidad de que hablaba es sosa y mediocre y que los sueños la superan siempre en esplendor?

Entonces los míos se precisaron con una claridad que no tuvieron la noche anterior. Evoqué por centésima vez la imagen de aquel don Fernando, tan lleno de cortesía y de distinción, y me sentí orgullosa de que me hubiera hablado como a una amiga, a mí que a su lado era una pobre criatura sin importancia. Él lo había dicho con su voz clara y honrada que no tenía por qué mentir: «¿Amigos, verdad? No quiero que usted lo olvide…». ¿Por qué no podía yo gritar aquello, contárselo a todo el mundo, para que vieran que era posible una amistad así entre él y yo? Recordaba luego, una a una, sus palabras, sus gestos me había dado a entender alguna pena, algún pesar oculto. ¿Podría tenerlos un hombre colocado en aquella altura? Y si la amistad pudiera aliviarlos, ¡qué orgullo para una mujer… o para un hombre el conseguirlo! Pensé enseguida que semejante amistad era imposible, que era una verdadera locura, porque jamás nuestras vidas, tan desemejantes, se encontrarían; y sentí tristeza por aquella injusticia de las desigualdades sociales que no tienen para nada en cuenta las afinidades y las simpatías. Pero mi anhelo de entonces no necesitaba hechos reales: le bastaba con lo que había visto y recordaba para nutrirse; y así duraban poco las ideas pesimistas en mi cerebro. Empezaba a experimentar claramente los síntomas de una enfermedad del espíritu, que me llevaba a gozar y sufrir reviviendo sucesos acaecidos, con rasgos y detalles que resultaban a cada nueva evocación más brillantes; volviendo siempre a los mismos en una obsesión persistente, que excluía todo pensamiento extraño y todo razonamiento desapasionado. Ni por un instante una idea culpable. Ni por un momento la presunción de que pensando tanto en un hombre ofendía al que Dios y los otros hombres me habían entregado para siempre. Era un goce nuevo el que sentía soñando así y me abandonaba a él ingenuamente, como a un sencillo juego mental sin consecuencias, que mi otro yo burlón y razonador toleraba ahora, sabiendo de antemano que nada serio habría de traer aquel pasatiempo.

Y aquella noche mis ojos se cerraron plácidamente, sin la exaltación y el cansancio de la anterior, dejándome dormir hasta las siete, con sueño de niña a quien la idea del ángel de la guarda, en pie y silencioso junto a la cabecera, ahuyenta los sobresaltos de la noche e imprime en los labios inmóviles la curva dulcísima de una sonrisa.