7
—Niña abre tengo que entrar ahí.
Mi mamá llamaba a la puerta del baño.
—Por Dios, mamaíta; ahora no. Espera un instante. Ya sabes que no me gusta…
Pero mi madre no se resignaba a sufrir demora cuando tenía entre manos algún quehacer urgente de la casa.
—¡Vaya; déjate de tonterías! No sé qué vas a perder porque tu madre te vea en el baño. Abre, que tengo que sacar la ropa sucia para la lavandera. Y hay todavía que contarla.
Me vi obligada a envolverme en el felpudo, sin quitarme completamente el jabón, y hacerme un ovillo, escondiendo los pies desnudos, mientras, con la mano bien afirmada sobre el seno, me inclinaba a descorrer el pestillo. Al entrar mamá, vi que la punta de un pie asomaba por debajo del felpudo, y lo escondí rápidamente.
Me miró entre irritada y burlona. Luego se encogió de hombros.
—Hija, ciertos escrúpulos son buenos cuando no se llevan hasta la exageración —acabó por decirme. Después vació la cesta de la ropa, hizo con ésta un gran bulto y salió sin añadir palabra.
Mamá y yo trabajábamos mucho en la casa desde que, por economía, para cubrir la brecha que habían hecho en nuestros presupuestos los gastos de la canastilla de Alicia, tuvimos que despedir temporalmente a las criadas, quedándonos con la cocinera. Me agradaba el trabajo, porque distraía el mal humor de mi soledad; pero no podía transigir con que se me molestase en el baño. Cada cual tiene sus manías. La mía era ocultar mi cuerpo a los demás aun a los ojos de mamá y de mi hermana. Alicia no era así. Cuando vivíamos juntas tenía abandonos y descuidos que me avergonzaban, por lo cual solía reírse de mis escrúpulos. «¡Bah! Chica, entre mujeres y entre hermanas, ¿qué importa? ¿No tienes tú lo mismo que yo?». Acababa por reírme también de mis boberías, pero no la imitaba. Graciela se burlaba algunas veces, llamándome la «monjita», y en el cuarto solía descubrir intencionalmente sus interioridades delante de mí y decir indecencias para hacerme rabiar. Yo discutía, cuando me acosaban. «No quiero que crean que soy gazmoña decía; pero deseo que me digan qué tienen de bonito ni de agradable ciertas cosas, para recrearse con ellas». Mi hermana opinaba que iba a verme en grandes aprietos el día en que me decidiera a ir a los baños de mar. Pero, como no fui nunca, no sé la impresión que me hubiera producido el descaro de quince o veinte mujeres encerradas juntas y excitadas por la intimidad del desnudo.
Aún estando sola me producía cierta vaga emoción el contemplar mi desnudez. Un pie sin media, por ejemplo, aunque fuera mío, me repugnaba. No pensaba que existiese nada más feo que el pie. En cambio me gustaba verme las piernas, después de calzada, y estaba orgullosa de tenerlas gruesas por arriba y finas por abajo, con un desarrollo «que engañaba», como decía Graciela viéndome vestida. Lo que hería mi delicadeza íntima era la brutalidad de la piel sin velos ni atenuaciones. Con mallas, como en las bailarinas, la forma humana me encantaba. Esto era lo que no podrían comprender ni Graciela ni mi hermana. Recuerdo que algunas veces, estando descuidada, el espejo me devolvía con crudeza un detalle de mi propia persona y me imaginaba que era de otra o que aquel testigo, que así me copiaba, no era un objeto sino un ser dotado de vida y capaz de juzgarme o de tener conciencia de mi impudor. Y sin embargo, cuidaba mis senos para que no se cayesen, como los de otras mujeres, llevándolos siempre suspendidos las pocas veces en que, por las mañanas, no usaba corsé. Hay tal número de contradicciones en mis sentimientos de la juventud, que si los anotara todos ahora, yo misma acabaría por creer que he sido una loca y que acaso lo soy aún. Porque el estremecimiento íntimo de complacencia que acompañaba a mi repulsión por las rudezas de la carne, el querer y no querer a un tiempo de mi conciencia no podían ser sino efecto de un profundo desequilibrio interno superior al poder de mi voluntad. De esto, claro está, no le hablaba a nadie; aunque me lo explicara por la pugna de los dos principios opuestos que se disputan la posesión de nuestra alma. Y por eso se redobla mi vigilancia interior, fomentando los sentimientos buenos y tratando de ahogar a los malos desde que se iniciaban. Mi fórmula: «Para qué recrearse en recordar las cosas feas». Me parecía dotada de una fuerza incontrovertible, y tenía el poder de llevar siempre la tranquilidad a mi espíritu.
Pero en mi alma se había abierto una nueva brecha después del casamiento de Alicia: empezaba a sentir la necesidad del cariño. El de mis padres era frío y no la llenaba. El de mi hermano Gastón, ni siquiera podía tenerse en cuenta. Me encontraba aislada en mi casa, y hacía esfuerzos por ocultar mis tristezas por no disgustar a los míos. Un día me dije que también yo necesitaba casarme, y no me repugnó la idea. Pero me eché a reír. ¿Con quién? A mi alrededor no había nadie que pudiera llega r a convertirse en mi marido, a no ser Alvareda, que no me desagradaba y que venía a vernos una o dos veces al mes, porque era químico industrial y trabajaba en un ingenio a quince o veinte leguas de La Habana. ¿Me gustaba Alvareda para casarme con él? Me parecía dulce y simpático, pero nada más. Entre todos «me disgustaba menos». He ahí mi sentimiento exactamente expresado. En realidad, mi corazón no había latido por nadie todavía, con ese latido instantáneo y apasionado que se describe en las novelas. Mis sueños de amor no se habían hecho carne, y no se parecían mucho a aquel muchacho tímido y serio que sólo me devoraba con los ojos cuando creía que no lo observaba. Sin embargo, papá y mamá hacían de él grandes elogios. Era ordenado, trabajador y ayudaba a su familia, que era numerosa y no podía vivir solo con el pequeño sueldo del padre. Desde niño ganaba y estudiaba al mismo tiempo, citándosele como ejemplo de muchachos juiciosos. Acabaron por hacerme pensar en él, de vez en cuando, aunque, en honor de la verdad, no se lo proponían. En la sed que empezaba a devorarme, Joaquín Alvareda era la única fuente accesible. Alicia no era mi hermana, como antes: era de su marido. La primera vez que la vi, a los cinco días de casada, me pareció que sonreía y miraba de otra manera, que era otra. Este descubrimiento me produjo un dolor agudo, y me lanzó a la ambición de otro cariño. Su marido parecía muy contento con haber adquirido aquella hermosa muchacha. Sus manos sé buscaban y se enlazaban con mucha confianza denotando una intimidad mayor cuando se hallaban solos… Tuve celos de aquella dicha y de aquel hombre que me robaba el cariño de mi hermana. Una tarde, al entrar en la sala de casa, donde José Ignacio y Alicia estaban solos, vi como aquél atraía a mi hermana contra su pecho y le estampaba un sonoro beso en los labios. Alicia reía, y al verme se puso encarnada. Mi impresión fue tan fuerte, que corrí a encerrarme en mi cuarto y lloré de rabia. ¿No podían hacer esas cosas lejos de las gentes? Y al salir, tranquila ya y disimuladas con polvo de arroz las huellas de las lágrimas, era yo quien se ruborizaba, y no Alicia, cuando mis miradas se encontraban con la de ella o la de mi cuñado.
Gastón, por su parte, me produjo algunas desazones semejantes. Dolly venía a verme con frecuencia, unas veces sola y otras con su marido, y mi hermano se las arreglaba para estar siempre en casa cuando mi amiga llegaba. Coqueteaban juntos y se entretenían en un juego de miradas incendiarias y de sonrisas equívocas que me ponían fuera de mí. Traté de imaginar un medio para alejar a Gastón o expresarle a Dolly mi desagrado, y no lo encontré. Me disgustaba, sobre todo, servir de mediadora involuntaria en aquella indecencia. Pero lo que colmaba mi indignación era que lo mismo hacían en presencia que a espaldas del marido. El buen gigante, desgarbado y calvo, no parecía dar la menor importancia a los tales entretenimientos de su rubia sentimental. Un día, sin poderme contener más, le reproché a Gastón su conducta, en enérgicos términos:
—Debías reservarte un poco más en presencia de tu hermana —le dije—, o me vas a obligar a que ponga en la puerta de la calle a esa coqueta. ¿Qué tienes tú que hablar tanto con una mujer casada? ¿Acaso no hay muchas libres en el mundo? Eso se concluye, ¿sabes?, porque no estoy dispuesta a seguir haciendo el papel que ustedes me han señalado. Y no voy a decírselo a mamá, que, por lo visto, es una boba y no ha visto nada, sino que le haré a Dolly una grosería, que no le quedarán ganas de volver a pisar esta casa.
¡Tú tendrás la culpa!
Gastón se echó a reír, mirándome burlonamente.
—Pero, mentecata, si no hay nada. Un poco de flirt de palabras… total, nada. Me gusta hablar con Dolly y a Dolly le gusta hablar conmigo: a eso se reduce todo. ¿No ves que hablamos lo mismo cuando su marido está delante?
Esto acabó de sublevarme.
—Bueno; pero si el marido quiere aguantarlo, yo no. Ve a su casa, o váyanse a la calle. Aquí no, porque yo no quiero… y basta.
Gastón seguía riéndose y se divertía, como siempre, mortificándome para oírme.
—Pues yo sí quiero…
—¡Lo veremos!
—¿Le tienes envidia a tu amiga?
Sentí como un pinchazo en mi amor propio.
—¡Envidia! ¡Envidia! Pero si no tiene más que la cara y los ojos… y las piernas, que son hermosas y por eso las está siempre enseñando… Por lo demás no vale nada. ¡Cualquier cosa!
—No te hablo de eso. Ya me contarás luego, con más calma, cómo está formada y…
Me mordí los labios, como siempre que se me escapaba alguna necedad, y corté la conversación dejando solo a Gastón, no sin recomendarle mientras me alejaba:
—No lo eches a broma. Ya sabes lo que te he dicho.
Mi hermano me temía un poco, a pesar de sus bromas y procuró no exasperarme demasiado en lo sucesivo. Supe que se reunía en la calle con Dolly y con el marido, y que solía acompañarlos en el paseo y en los teatros; pero en casa se mostró mucho más circunspecto cuando por casualidad se encontraban. La joven no dio señales de haberse fijado en mi actitud. La coquetería era en ella tan natural que casi se confundía con la sociabilidad. Acabé por disculparla, y con mejor deseo cuando noté que poco a poco mi hermano fue menos asiduo aún en sus visitas al hotel, de las cuales me hablaba ella sin embarazo alguno. Comprendí que Gastón se cansaba de un flirt sin consecuencias y que la traviesa rubia no iba más allá de lo que yo había visto. Casi me alegré del chasco de Gastón, aunque me guardé bien de hablarle de eso, por temor a sus bromas. Recordé que, cuando era casi una niña, Dolly fijaba a sus amigos un límite del cual no podían pasar. «¡Bueno es divertirse, pero pobre de ellos si se propasan!». Y recordaba la frase de mamá cuando oía hablar mal de Graciela: «Coqueta, sí; pero honrada». Tal vez estuviese mejor aplicada en el caso de Dolly que en el de mi otra amiga. En fin, ¡quién podría saberlo…! De lo que estaba cierta es de que no comprendía a estas mujeres, y de que ignoraba el goce que podían encontrar en ciertas cosas. Al menos, Graciela tenía corazón, a pesar de su aparente ligereza, y hasta podría añadir que un gran corazón, que nosotros conocíamos bien y que tal vez la impulsó a su caída, felizmente olvidada; pero, ¿qué clase de corazón sería el de Dolly?
Por aquella época me sucedieron dos cosas que no dejaron de ejercer una honda influencia en mi vida: me enamoré de un actor y un dentista trató de besarme en los labios… o me besó realmente, en su gabinete. Lo segundo fue indudablemente consecuencia de lo primero. Vi al cómico una noche en una obra moderna, de americana gris en un acto y de frac en otro, y perdí el interés de la representación sólo por mirarlo a él. Jamás ningún hombre me había hecho una impresión parecida: lo cual me daba una idea aproximada de lo que es el verdadero amor, el de las novelas. Verdad es que nunca había visto en sociedad jóvenes que llevaran como él la ropa, ni que como él accionaran, moviéndose con facilidad y desenvoltura, ni que se inclinasen como él lo hacía sobre el hombro de una dama muy descotada, para depositar en su oído una terneza… Cuando esa noche regresé a casa estaba convertida en otra mujer. Hablaba mucho y sentía afluir, por cualquier simpleza, la sangre a las mejillas. Me sentía más ágil, cual si me hubieran aligerado de un peso interior, y nombraba al objeto de mi capricho unas diez veces al día, con diferentes pretextos. Alicia tenía un palco de abono, y procuré no faltar ninguna noche. Cuando lo veía aparecer en la escena se me enfriaban las manos y sentía como si el corazón me martillara en el pecho. Tengo la seguridad de que si lo hubiera visto aparecer delante de mí, en el palco, hubiese escapado de allí a todo correr; pero por la noche, con la imaginación, me complacía en tenerlo cerca, y aun en sentir que sus brazos me oprimían sin mucha violencia…
Aquella especie de locura debió de reflejarse en mi semblante, porque una noche Joaquín Alvareda, a quien tenía arrinconado en lo mas oscuro de mi memoria, notó el cambio y se atrevió a decírmelo.
—¿Qué le pasa a usted hoy, Victoria? La encuentro extraña, como distraída, qué sé yo…
—¡Oh! Nada —me apresuré a decir—. Ideas de usted. Estoy como siempre.
El me contemplaba con cierto recelo. Y movió la cabeza, sin mostrarse satisfecho.
—¡Hum! ¡No! Yo he aprendido a conocerla muy bien. Usted está ahora como si su imaginación estuviese en otra parte. Vamos, séame franca. ¿Adiviné?
Dije que no, sin esforzarme mucho en convencerle. Me era pesado con su insistencia, y deseaba que se fuera y me dejase sola. No sé si se dio cuenta de este sentimiento mío; pero aquella noche se despidió temprano, y no volví a verlo en un mes.
El amor me hizo olvidar mi soledad. Dejé de pensar en la partida de Alicia, y hasta me encontraba mejor disponiendo de toda la habitación, para poderme entregar en ella a mis sueños sin enfadosos testigos. Aquello duró, en un estado de creciente exaltación, próximamente unos veinte días.
Lo del dentista fue un atrevimiento y una grosería, de esas a que las pobres mujeres estamos expuestas en nuestro país cuando no vamos acompañadas de un hombre. Aunque no era joven, confieso que su conversación era espiritual y agradable y que le oía con gusto, mientras trabajaba. Tenía algo del mundano aspecto y de la flexible gracia de mi amado, el actor. Esto hacía que pensase más intensamente en el otro mientras él hablaba. ¿Interpretó mal el estado de mi ánimo? ¿Estaba acostumbrado a abusar de las otras muchachas que frecuentaban su gabinete? No lo sé, ni me interesa averiguarlo. Sólo sé que, en un instante en que me hallaba ausente de mí misma, sentí el contacto infame y no del todo desagradable… y que la afrenta me despertó como un latigazo. Alicia me esperaba, leyendo una revista, en la salida próxima, sólo separada del gabinete por una mampara, casi siempre abierta; pero afortunadamente estaba de espaldas y pude llegar hasta ella sin que notase la alteración de mi semblante.
—¡Vamos!
—¿Ya acabaste?
—¡Sí!
La voz se ahogaba en mi garganta. Únicamente entonces se fijó en mi rostro y en el temblor que sacudía todo mi cuerpo. Se puso en pie, casi de un salto, súbitamente alarmada.
—¿Qué tienes, hija? Parece que te va a dar algo…
—¡Mucho dolor! ¡Vamos!
Quiso volverse hacia el dentista, que estaba en pie, un poco pálido, en la puerta del gabinete; pero la arrastré enérgicamente a la escalera, diciéndole:
—Es inútil. Dice que se me aliviará en media hora. ¡Vamos!
Alicia, ignorándolo todo, hizo un amable saludo con la cabeza al doctor. Yo no lo miré siquiera.
En mi casa tuve una especie de crisis nerviosa, que se deshizo pronto en lágrimas. Afortunadamente mamá había salido, y Alicia, que me llevaba y me traía en su coche, me dejó en la escalera. Nadie se enteró, a no ser la cocinera, a quien le dije que el dolor era muy fuerte, y me dejó sola para preparar una taza de tilo. Pero la estúpida aventura mató de un golpe mis amorosos ensueños y me acercó, mucho más que lo que yo creía en aquel tiempo, a Joaquín Alvareda.
Durante algunos días quedé como aturdida, del mismo modo que si hubiese recibido un golpe en el cerebro. La humillación de sentirme tratada como una de esas muchachas locas que se dejan besar por los doctores me volvió a la realidad, haciéndome aborrecer los sueños. No creo que en la mujer haya un sentimiento más torturador que el despertado por esta frase: «Qué habrá pensado de mí», base de más de las dos terceras partes de nuestra virtud. Pensé que yo había provocado la grosera acometida con mis necedades románticas, y me atormentaba horriblemente la idea de que algún día pudiera encontrarme en cualquier parte con el dentista. Y lo peor es que tenía que disimular para que no advirtiesen en mi casa que algo grave me había sucedido. Excuso el decir que no volví a pensar una sola vez en el cómico, a quien acusaba indirectamente de ser el causante de mi afrenta.
La natural reacción, después de esta crisis, me arrojó de nuevo a todos los tormentos de la soledad. Y mi sentimentalismo me hacía recordar a Alvareda, que fue el único que me habló de mi dolor, la noche de la boda de Alicia. Cuando, después de un mes de ausencia, volvió a casa, lo recibí casi con alegría, y leí en su rostro la satisfacción que le produjo mi acogida. Comprendí que en su alma, como en la de todos los tímidos, los sentimientos se agrandaban, igual que los sonidos en la campana de un micrófono. Mi desvío en nuestra entrevista anterior había impreso en su frente de testarudo una huella, que la cordialidad de mi último recibimiento consiguió desvanecer en un instante.
Tuve que confesarme que me halagaba el amor respetuoso de este joven, que con tan violento contraste resaltaba al lado de la brutalidad de mi necia aventura con el dentista. Y por primera vez me pregunté por qué no había de amarlo yo, en lugar de andar imaginando irrealizables amoríos, puesto que estaba segura previamente de que mi elección merecería la aprobación de todos. Jamás Alvareda me había hablado una palabra de amor, al menos directamente; pero yo no podía equivocarme acerca de la naturaleza de su sentimiento. ¿No sería la simpatía que yo había experimentado siempre hacia él indicio de una inclinación análoga de mi alma? Procuré convencerme de esto, robusteciendo la idea afirmativa con toda suerte de argumentos capciosos sugeridos por la mente. ¿No odiaba yo la violencia, la imposición, lo que se arranca sin contar con el deseo y la voluntad del ser independiente? ¿No encarnaba Alvareda la idealidad, la ternura sumisa, la adoración tímida que tan bien se adaptaban al anhelo de mi alma? Entonces, ¿por qué no tejer con aquellos materiales la trama de una novela, mil veces más interesante que todas las que pudiera imaginar con artistas y perdidos? Para Joaquín Alvareda era yo como una virgencita de porcelana, frágil y pura, al lado de la cual no se atrevía nunca a lanzar una broma equívoca o una frase atrevida capaz de empañarla. Y así era como yo deseaba que me amasen…
Mamá me decía algunas veces, entre seria y maliciosa:
—Joaquín está enamorado como un loco de ti. Yo negaba, un poco confusa.
—¡Eso es! ¡Enamorado! ¡Siempre el fantasma del «enamoramiento» por delante! No puede una tener preferencias por un amigo sin que se piense que está enamorado y loco y qué sé yo cuántas cosas. Pues bien, me figuro que ni siquiera le gusto como mujer.
—¿Por qué?
—Porque prefiere a las rubias —respondía, mintiendo con la mayor tranquilidad.
Mamá hacía un gesto, que le era familiar, para dar a entender que, a pesar de todo, ella sabía a qué atenerse. Y un día, a la afirmación de que Joaquín estaba enamorado de mí agregó esta otra:
—¡Y tú de él!
Protesté, casi con indignación, sintiendo que la sangre se agolpaba en mis mejillas, lo que la hizo sonreír benévolamente.
—¡Qué boba eres! Y si fuera cierto, ¿qué tendría de particular? ¿Acaso no tendrás que pensar en casarte algún día?
Acabé por acostumbrarme a estas inocentes bromas y a la idea de mi amor hacia Joaquín. Poco a poco se fue formando a mi alrededor una especie de complicidad discreta que tendía a aproximarnos uno al otro. Mamá se sentaba en la sala un poco lejos de nosotros, y nos dejaba hablar, con el pretexto de una lectura en que parecía interesada y que la obligaba a acercarse a la luz del hall.
Graciela solía darle bromas a Joaquín, tratando de inquirir si estaba enamorado y cuál era el tipo que más le atraía. Alvareda, un poco turbado, se defendía y concluía por hacer una pintura, bastante mal trazada, que casi siempre se parecía a mí, aunque tratara de desfigurarme un poco. El mismo papá no se quedaba, como otras veces, a fin de emprender una larga conversación con su joven amigo. Había algo como una sorda conspiración; en que cada cual desempeñaba su papel, sin enseñar completamente su juego a los otros. Yo misma coqueteaba a veces con Joaquín. Fingía que no me daba cuenta de sus alusiones y que las interpretaba en un sentido diametralmente opuesto, después de haberlas provocado discretamente.
—Yo no puedo creer que no esté usted enamorado —le decía—. Alguna habrá por ahí que le tiene sorbido el seso. ¡Cualquiera lo averigua!
—Tal vez —replicaba él, dando a las palabras una significación que quería hacer recta como una espada—. Pero tengo miedo de saber lo que piensa ella. Generalmente sucede que; cuando uno quiere no lo quieren…
—¡Ah! ¿No se trata de un amor correspondido? —le preguntaba con tanto interés como ingenuidad. Él hacía una señal negativa con la cabeza, y yo inquiría, al parecer muy intrigada con la aventura:
—¿La conozco yo?
Vacilaba, buscando una salida, y al fin respondía con cierto aire de misterio:
—Es muy posible que la conozca. Y aquí el cambio de frente:
—¡Oh, perdóneme! Estaba siendo indiscreta sin darme cuenta. ¿Qué pensará usted de mí?
Decía esto muy seriamente, y cambiaba de conversación, a pesar de los tímidos esfuerzos que hacía él para volver a traerme a este resbaladizo terreno de las confidencias pasionales. Evidentemente, en esta clase de luchas, las mujeres, aun las menos avisadas, llevamos siempre la mejor parte. ¿Por qué las sostenemos instintivamente? Yo misma no sabría decirlo.
Poco a poco, Alvareda y yo llegamos a hablar como buenos amigos. Él se aburría en su laboratorio y yo me aburría en mi casa Nos referíamos nuestras penas y nuestros pequeños anhelos. Pensaba algunas veces en él, durante la semana, y los domingos, cuando debía venir y tardaba un poco, lo extrañaba. Me lo imaginaba, por sus conversaciones, idealista, un poco romántico, dispuesto como yo atender un manto de poesía sobre todas las fealdades de la vida; y aunque no era un héroe de leyenda, ni mucho menos, no se apartaba mucho del ideal de marido que yo me había forjado. Con frecuencia me traía novelas. Pero, fuera de algunas miradas lánguidas y de las tímidas alusiones que yo me obstinaba en no comprender, nada serio me había dicho a los ocho meses largos de conocernos.
Mamá suponía que esta demora en decidirse era ocasionada menos por la timidez que por el temor a su familia, donde la noticia de que el hijo mayor, y el único que las ayudaba con su trabajo intentaba casarse, caería seguramente como una bomba. Ella conocía bien a la madre de Joaquín, una mujer dura y egoísta, que renegaba de su marido y tenía con él todos los años un hijo, y sabía hasta dónde era capaz de influir en el ánimo del joven para mantenerlo soltero por mucho tiempo. Generalmente este asunto, en la conversación, me molestaba, y concluía por preguntarle si tenía muchos deseos de que yo saliera de casa. Mi madre respondía siempre, con mucha gravedad:
—No, hija mía. Bien sabe Dios el dolor que me cuesta separarme de ustedes. Pero no estaré tranquila mientras no los vea, a los tres, casados. Entonces tu padre y yo podremos morirnos cuando el Señor quiera llevarnos, porque ya ustedes no nos necesitarán.
Me entristecían estas ideas fúnebres y procuraba borrarlas de su frente con un beso.
En realidad, mi corazón no tenía prisa en que Joaquín se declarara. Me sentía bien rodeada de aquel afecto dulce, especie de amistosa solicitud, en que mi enamorado me envolvía, y me abandonaba a él sin ningún género de impaciencia. Si Alvareda me hubiera propuesto seguir así toda la vida, no hubiese experimentado una pena muy grande. Desde que su cariño llenaba el vacío de mi alma, me sentía menos sola.
Pero la conspiración para empujarme al matrimonio era general. No sólo la familia y los amigos íntimos sino hasta los que eran casi extraños intervenían en la conjura.
Alicia me decía, con maliciosa intención:
—Ten cuidado de que no se pasme, ¿eh?
Me encogía de hombros para darle a entender que si eso sucedía no me mataría la tristeza. Por su parte, Graciela me preguntaba siempre, en cuanto me veía:
—¿Ya se decidió ese guanajo?
—No; ni hace falta…
—Hija, tendrás que ponerle banderillas de fuego.
Una noche mamá hablaba con una viuda, vecina nuestra, a quien sólo conocía por Angelita. Le gustaba charlar con esta señora, porque era de su manera de pensar, y entre las dos solían poner de oro y azul a la sociedad de estos tiempos. En cuanto a mí, aborrecía a la tal Angelita, que era un angelote feo y viejo armado de terribles impertinentes, porque le gustaba enterarse de todo.
Aquella noche, como siempre, hablaron de las jóvenes del día, acabando con la indispensable frase: «Yo no sé lo que piensan las madres de ahora», con que amenizaban ordinariamente sus comentarios. Cuando el tema estuvo agotado, se trató de enfermedades y de las famosas operaciones del doctor Argensola, que estaba haciendo prodigios en su extensa clientela de mujeres.
—¡Un gran cirujano!, ¿verdad? —declaró mamá; y añadió no sin cierto orgullo—: Él va una vez a la semana a ver a mi hija Alicia. La pobre no sé siente bien…
Angelita no pudo reprimir su asombro. ¡Como! ¡Tan pronto! Menudearon las preguntas. ¿No sería embarazo, no es cierto? Entonces, ¿qué…?
Mi madre vacilaba. Al fin se decidió a decirlo.
—¡Bah! ¡Achaques! Algo en la matriz… Argensola dice que se curará pronto.
—¡Mal comienzo! —repuso sentenciosamente la viuda—. Pero dígame, Concha, ¿está ella verdaderamente embullada con el matrimonio?
—Mucho, José Ignacio la quiere y es muy bueno. Un poco celoso, ¿sabe usted? Pero esto no es un mal cuando no se exagera… Antes de casarse sabía yo que iba a ser un buen marido. Es hombre que se ha divertido mucho de soltero, y que, al casarse, sabe lo que es la responsabilidad del matrimonio… Tiene sus manías: se hace dar masaje todas las mañanas y se pasa dos horas encerrado con un profesor de gimnasia sueca. Pero yo digo que es mejor que le dé por ahí, que por otras cosas…
Me entretuve en pensar, mientras las oía distraídamente, en que Joaquín no estaba todavía en esa madurez elogiada por mamá como la más preciosa cualidad de un buen marido. Entregado siempre a sus estudios y teniendo que ganarse la vida y costearlos él mismo, mi futuro novio no debió de haberse divertido gran cosa en su juventud. Pero me arrancó a mis reflexiones la voz de Angelita que me aludía directamente.
—Y esta picarona, ¿no tiene ya quien la pretenda? ¡Tan linda y casi tan hermosa como su hermana…! No puedo creer que no haya moros en la costa…
«¡Ya apareció aquello!», me dije yo, mientras mamá hizo un gesto vago y sonrió maliciosamente. Después de una pausa, se decidió a responder, jovialmente:
—Sí, Angelita, hay un moro… pero no acaba de decidirse.
«¡Qué atrocidad!», pensé avergonzada, y protesté con viveza:
—No, mamá; no digas eso. Ni hay, ni habrá nada. Tú lo sabes.
Pero ya Angelita, que no paró mientes en mi negativa, me dirigía un consejo, nacido de su vieja experiencia:
—¡Ay, hijita! Pues, si hay algo y vale, óyelo bien: «si vale» (porque hoy día a los hombres también hay que escogerlos con un candil), no dejes escapar la ocasión. Piensa que cada día es más difícil para la mujer realizar un buen matrimonio.
Era una voluntad más en el círculo de fuerzas que me asediaban para empujarme al matrimonio. Con frecuencia he pensado después en esta insidiosa presión del medio, que acaba de hacer imposible la libre elección de marido por una joven. A mí, en cambio, me halagaba que Joaquín me quisiese, y hasta creo que también sentía una sincera ternura por él; pero repito que no tenía prisa. Por el contrario, la idea de un casamiento próximo, provocaba en mí cierta indefinible impresión de recelo. Me contrariaba un poco, es verdad, que me tratase tanto tiempo como a un ídolo, como a una cosa inaccesible y remota; y por otra parte, le tenía miedo a una declaración que ligase a perpetuidad nuestros destinos. Me decía a mí misma que una decisión de matrimonio es cosa grave, y no me pesaba que se retardase un poco, dejándome reflexionar. Lo que más me gustaba de Alvareda es que no se parecía a mi cuñado. Yo creía entonces de buena fe que todo lo que representase la antítesis de la aversión era el amor o conducía a él.
Desde que terminó la zafra, Joaquín venía con más frecuencia. Me hablaba de los tesoros de adoración que dormían en el fondo de su alma virgen, como si yo fuera una diosa a quien se dirige una plegaria, y de sus esperanzas de hacer fortuna, como si ya fuese su novia. Comprendí que mi padre lo había juzgado acertadamente: era un joven metódico y arreglado, que conocía el valor del dinero. Pero era también un sentimental, agitado por profundos anhelos. Cuando hablaba de su familia, su frente se oscurecía un poco. Eran siete hermanos, tres varones y cuatro hembras, y habían sido trece. Los mil doscientos pesos anuales que ganaba el padre, no alcanzaban para una familia tan numerosa y el humor de la madre se había agriado, en una lucha de cerca de treinta años contra la indigencia. La juventud de Joaquín había sido cogida, desde muy temprano, por este triturador engranaje, y sólo su perseverancia logró salvarle. Tal vez tampoco se equivocaba mamá, al pensar que el temor a su familia era el sentimiento que lo amordazaba en presencia mía. De todas maneras, su espíritu sutil de matemático, acostumbrado al cálculo, debió de haberse trazado con anterioridad una línea de conducta, en que el tiempo de la explosión pasional estaba, de seguro, sabiamente prefijado, así como la manera de conciliar su amor con los intereses de los suyos.
Graciela me hostigaba con sus bromas.
—¡Eres una posma, chica! ¡Hasta cuándo…! Acabará la madre por quitártelo, si no te defiendes. Pero si lo quieres, sigue mi consejo y no seas boba: ¡defiéndete!
Pensé con cierta amargura que eran las mismas ideas de Angelita, expresadas con diferentes palabras; pero las de Graciela reconocían, en el fondo, una finalidad más noble: el amor. Se acercó a mí, confidencial y afectuosa.
—Dime la verdad, a mí sola: ¿lo quieres?
—Creo que sí —respondí con un ligero sonrojo.
Era la primera vez que la confesión se escapaba de mis labios.
—Entonces, defiéndelo —exclamó la joven en un arranque de su alma impetuosa—. La felicidad no viene nunca por sí sola: la coge una al paso. No te olvides de eso.
Y rió con su risa optimista y confiada, que tenía el extraño poder de ser contagiosa, y que ni los desengaños ni las desgracias podían destruir.
En aquellos días ella y su marido estaban atravesando una época de ruda prueba. Ambos habían renunciado sus empleos, estableciendo, por su cuenta, una oficina de comisiones, donde los negocios no fueron bien al principio. Pedro Arturo, que era activo y ambicioso, quiso atraer a mi cuñado, como socio capitalista, y José Ignacio le negó muy cortésmente su concurso. Entonces empezaron los dos una lucha feroz y enconada contra la miseria, sostenidos por la esperanza y el amor. Graciela era a la vez asociada, corresponsal, cajera, tenedora de libros, mecanógrafa y sobre todo amante apasionada, de una abnegación sin límites cuando se trataba de sostener y confortar el ánimo del hombre elegido. La madre de Graciela completaba el grupo redoblando su actividad, con sublime entereza de heroína y sin quejarse nunca de la suerte. Jamás tres seres humanos, unidos por el azar, constituyeron una asociación más perfecta. Pero Arturo trabajaba en la calle, Graciela en la oficina y la madre en la casa. A la hora de las comidas y por la noche se reunían y reían o jugaban como muchachos. Pedro Arturo, un poco despechado por la negativa de mi cuñado, se multiplicaba utilizando las numerosas relaciones que le había conquistado su carácter franco y simpático. Era, como decía su mujer, «un perro callejero que le movía el rabo a todo el mundo». Y, según me confesó Graciela mucho tiempo después, llegaron a sufrir hambre en aquellos difíciles comienzos.
Sin resolverme a seguir sus consejos admiré con toda la sinceridad de mi alma a esta animosa muchacha, que había sabido «coger la felicidad al paso» y no se acobardaba ante los obstáculos. Y presentí que si yo lograba querer a Joaquín como quería ella a Pedro Arturo también llegaría a hacer de mi casa un paraíso. Por fin, una noche, en el balcón, frente al hueco de la puerta al través del cual mi madre, sentada al otro extremo de la sala, podía vigilarnos disimuladamente, Alvareda me dijo de pronto que me amaba y que estaba dispuesto a consagrarme el resto de su vida. Escapé, con un pretexto, hacia el interior de la casa, para dominar mi emoción, que me hacía temblar. Cuando volví al lado de Joaquín, todavía conmovida, nada le dije; pero desde el día siguiente fuimos novios.
Investido con aquella dignidad, que le confería derechos y que le fue otorgada por una simple declaración y una aquiescencia táctica, Joaquín fue otro para mí desde aquel instante. Hice lo que me había chocado en Alicia, que fue «amiga» hasta una noche y «novia» después, sin transición aparente. Pensé mucho en él, hablé de él a todas horas y me abandoné a su cariño sin recelos ya, puesto que se trataba de algo santo y permitido que habían hecho mis abuelas y que harían seguramente mis nietas.