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¡Con qué rapidez pasan los años cuando el corazón reposa! Días, semanas, meses; una larga sucesión de horas iguales, tristes o alegres, según los acontecimientos exteriores, pero profundamente uniformes para el alma desprovista de grandes anhelos y de tumultuosas pasiones, que se proyectan hacia lo porvenir siguiendo una línea recta, invariable… De mis impresiones de dos lustros sólo se destaca vigorosamente un grupo de sentimientos, para revelarme ahora, mientras escribo, que el eje de la vida de la mujer es la maternidad. ¡Y qué variada, sin embargo, la escala de los otros, algunos de los cuales, al pasar, imprimieron tan honda huella en el espíritu! He cumplido ya treinta años, y acude con tal precisión el recuerdo de lo pasado a mi entendimiento, que me pregunto con cierta curiosidad si será ésta, como dijo el poeta, la edad clásica del resumen de las recapitulaciones clarividentes.

Mi vida, desde el día en que nos despedimos de la familia de Graciela, al pie de la verja de su nueva casa, hasta hoy, se representa dividida exactamente por la mitad en dos partes: los años de lucha por acumular la fortuna que la suerte nos deparaba y los años de reposo a la sombra del bienestar conquistado. A la primera parte están ligadas nuevamente escenas campestres: un cielo dilatado, una planicie verde, largos días de sol o de lluvia, en medio de una naturaleza tan feraz que desaparecíamos en medio de ella como puntos perdidos y próximos a ser devorados por sus olas de vida. Vivíamos en «nuestra» colonia, en una casa moderna, edificada en lo alto de un pequeño cerro y rodeada de viviendas más modestas de trabajadores y empleados, sobre las cuales se destacaba como la iglesia en medio de una pintoresca aldea. La casa, demasiado grande para nosotros, estaba casi desprovista de muebles. El cuadro vive todavía en mi memoria con la exactitud de una impresión fotográfica. Desde el portal corrido que circundaba nuestra vivienda veía a todas horas el mismo panorama monótono: mares ilimitados de caña, y las manchas negras y movibles de los trenes que se cruzaban en todas direcciones, ensuciando el aire con sus nubecillas de humo. Como la única elevación en la llanura fertilísima la ocupaba nuestra casa, hasta la línea del horizonte la vista se fatigaba sobre el uniforme campiña verde, sin un repliegue del terreno, sin una nota viva de color o de gracia. Únicamente hacia el Norte, a unos dos kilómetros de distancia, se alzaban las cinco torres del ingenio, humeantes en la zafra, y se adivinaban, casi borrosos en una especie de niebla oscura, los amontonamientos de talleres y edificios que integraban el coloso.

En medio de aquel marco se deslizaron dolores y alegrías: fui madre, una sola vez por desgracia, murió la tía Antonia lejos de nosotros, murió mi pobre padre en La Habana, la infeliz Julia envejecía con la misma expresión de dulce flor que se marchita, mi hija, Adriana, dio los primeros pasos y empezó a crecer rodeada del éxtasis, casi religioso, de todos, y comencé a vislumbrar el verdadero sentido de la existencia. En estas sinuosidades complejas de la mente, ¿qué sitio ocuparon los remordimientos, el recuerdo de mis faltas, la mancha negra que oscurecía una parte de mi alma, y que tenía necesariamente que resaltar como un contraste al lado de la inalterable nobleza de Joaquín? He tratado muchas veces de determinarlo exactamente, estudiándome con ahínco, con objeto de establecer si mi estado de ánimo correspondía al que he visto descrito en poemas y novelas y que constituye el fondo de nuestra educación moral. También he estudiado atentamente a los hombres y a las otras mujeres, comenzando por los que tenía más cerca. El resultado ha sido conclusiones bien originales acerca de la verdad y de la vida que no sé si llegaré a consignar en estas memorias.

¿Mis remordimientos? Tuvieron tantas fases como horas los días sosegados y dulcemente iguales de mi nueva vida. Pero, ¿existieron en realidad aquellos remordimientos?, ¿fueron como los imagina en los demás la mayoría de las gentes? Al principio, el pensamiento de que residía en aquella tierra que había sido «suya», donde «él» había vivido y amado tal vez a otra, me producía un malestar persistente, agravado por el agradecimiento de mi marido, que hablaba de aquel hombre con mucha frecuencia, llamándolo su bienhechor. ¡Si él hubiera sospechado qué aguda espina clavaba en mi corazón cada vez que lo nombraba delante de mí! Yo sola debía sufrir el martirio de mi humillación, porque sólo yo conocía que aquella liberalidad, casi inexplicable, era el precio de mis favores, concedidos en un arranque generoso de gran señor, que tenía que reconocer a pesar mío y me rebajaba aún más por la propia magnitud de la dádiva. Y he aquí la convencional diferencia de ciertos sentimientos. ¿Qué hubiera hecho, si, en vez de haber empleado aquel rodeo para pagar mi deshonra, Fernando hubiese sacado con mucha calma de su cartera unos cuantos billetes de banco y los hubiera puesto en mis manos, la última vez que nos vimos?

Acabo de exponer lo que había de inquietud, de vergüenza y de despecho en los primeros meses de nuestra estancia en la colonia; y debo añadir que aquellos brotes aislados de pena se diluían en la alegría inmensa de mi próxima maternidad y de mi dicha reconquistada, cual si fueran gotas de tinta caídas en la superficie de un gran estanque lleno de agua. Y ¡cosa singular!, mi malestar fue mayor mientras mamá estuvo cerca de mí, sobre la tierra indiscreta que avivaba mis recuerdos de impureza. Su rostro severo y dulce tenía el poder de aumentar la intranquilidad de mi conciencia. Cuando se despidió de mí, después del nacimiento de mi hija y de verme enteramente restablecida, sentí el dolor de su separación y una especie de alivio en mis recónditos pesares.

Los problemas morales que no tienen solución poseen la propiedad de acostumbrarnos pronto a la molestia de sus incógnitas, por una especie de adormecimiento de la conciencia, parecido al estado de insensibilidad que sigue a un dolor físico prolongado. Hay además en nosotros algo que inclina suavemente nuestras ideas hacia el lado que secretamente nos conviene, encargándose de allanar cuantos obstáculos se opongan al equilibrio de la vida interna. No encuentro nada que explique mejor que estas dos leyes la transacción entre mi pasado y mi presente, llevada a efecto por una especie de sedimentación sistemática e infalible. De mi amor por Fernando no hay que hablar: quedó muerto instantáneamente como derribado por un hachazo, desde el instante mismo de nuestra separación. Sólo quedaba de él en mi alma algo semejante a un fúnebre recogimiento y la herida del amor propio, cuyo escozor persistente de quemaduras no se calmaría sino con el tiempo o con la noticia inesperada de la muerte del que fue mi amante. No podía, pues, acusarme de ninguna deslealtad «actual» hacia mi marido. Por eso, cuando me mortificaba la idea de mi deslealtad «pasada», saltaba a mi mente esta frase: «¿Y qué remedio?», que tenía el poder de extinguir de un solo golpe mis escrúpulos. Entonces razonaba. Comparaba la alegría presente de Joaquín, su rostro siempre radiante y su franco optimismo, con el estado de espantosa desolación en que hubiera caído, si, cediendo a un impulso de mal entendida honradez, me hubiese matado o hecho aturdidamente la confesión de mis faltas. Llegaba a más, aunque nunca me atreví a mirar acerca de esto cara a cara a mi corazón: Llegué a pensar vagamente, recordando las palabras de la comadrona, que sin mi locura no hubiéramos llegado Joaquín y yo a saborear el inefable deleite de la paternidad. Y aquella locura de niña arrebatada por la imaginación estaba, lo repito, bien muerta y bien expiada. Ahora era una mujer completa, con el espíritu maduro y la plena conciencia de mis responsabilidades. Y esta mujer, que tenía a su vez el derecho de hacer grandes acusaciones a la sociedad, creía honradamente que la rectitud de lo porvenir podía lavar mejor que las lamentaciones románticas los errores de lo pasado.

El nacimiento de Adriana acabó de anudar los lazos que me unían a mi marido. Desde nuestra primera noche de amor completo nuestros corazones se habían acercado y el verdadero matrimonio quedó hecho. Amé a Joaquín con amor tierno, no con amor apasionado y violento. Si he de decir la verdad, mis sensaciones voluptuosas no fueron jamás tan hondas como las que experimentaba en la época de mi vergonzosa pasión. Mi deseo respondía siempre a la solicitación del de mi marido, pero no lo provocaba nunca. Entonces procuraba retenerlo unido a mí y apuraba hasta el fin el goce de su caricia. Con esto me bastaba, me sentía satisfecha y no aspiraba a más. He sabido después, gracias al afán de averiguar lo que sucede en el corazón de los demás, que se despertó en mí después de mi caída, que las tres cuartas partes de las casadas no han experimentado nunca las tales satisfacciones de la intimidad. Ahora bien, al ser madre, este natural arreglo de nuestras efusiones amorosas se hizo más delicado, al paso que se consolidaba convirtiéndose en una especie de idealidad mansa, interrumpida por el juego casi mecánico de los sentidos, en los cuales ejercía una profunda influencia la fuerza de la costumbre. Joaquín, que se impacientaba antes, aunque sin demostrarlo, cuando tenía que estar tres días alejado de mí, soportó alegremente, durante aquellos primeros meses de paternidad, la larga separación de la lactancia, sin que, al parecer, echara de menos a la mujer en la divina función de la madre. Cuando Adriana dejó el pecho, la mujer recobró su doble carácter cerca de aquellos dos seres entre quienes se compartía su alma. Y esta mujer, aleccionada ya por la pasión, había aprendido a desplegar el poder máximo de sus encantos en presencia del hombre amado y a ofrecerse con un incentivo picante y dulce al mismo tiempo, en que palpitaban todas las coqueterías del sexo. Mi marido me lo había dicho, más de una vez:

—Victoria, eres como una fruta, que, al sazonarse, concentra todo su aroma y su jugo. A lo cual le respondía, entregándome enteramente a él con una mirada…

—Me alegro sólo por ti, porque todo ese jugo y ese aroma son tuyos.

A veces la comparación entre esta vida que ahora hacíamos y la que hicimos, también en el campo, después de nuestro casamiento, me llevaba a pensar en Georgina, que se había casado en Matanzas, dos meses después de nuestra llegada a la colonia y había ido a pasar la luna de miel a Suiza. ¿Cómo se encontraría en aquellos momentos? Tal vez era completamente dichosa, puesto que lo que buscaba era el dinero y su marido era rico; y la creía también capaz de hacer dichoso a ese hombre a quien había sabido atrapar con tanta habilidad. En cambio yo al acendrarse mi ternura, me ocupaba menos en los asuntos de dinero. Ya no recorría mis libretas de cuenta con espasmos de avara. Mi marido tenía en su mesa las del banco, y aunque jamás la llave estaba echada, pocas veces la curiosidad me llevaba a examinarlas. Nos enriquecíamos sin que yo me interesase mucho en ello. Joaquín era ahora quien manejaba los fondos, ordenaba las cuentas y remitía anualmente las cantidades sobrantes a Pedro Arturo, que era su banquero, para que las invirtiese. La felicidad multiplicaba sus energías. Se levantaba a las tres de la madrugada y se acostaba a las ocho de la noche, dando pruebas de una excelente salud. Durante el día recorría varias veces los campos de caña y la distancia que mediaba entre nuestra casa y el ingenio, en un automóvil de vía férrea que devoraba kilómetros. Dirigía los trabajos de elaboración, en los cuales Llevaba un tanto de utilidad por cada saco de azúcar, siendo de su cargo el pago de los empleados necesarios; distribuía las tareas entre éstos, a distintas horas, y dedicaba el resto del tiempo a la administración de sus propios intereses. En los pequeños intervalos de descanso, cargaba a Adrianita y la hacía saltar locamente entre sus brazos, como si quisiese resarcirse del tiempo que tenía que vivir alejado de ella.

Los días pasaban velozmente sin dejar en mi alma el menor residuo de aburrimiento.

Al empezar el segundo año de nuestra estancia allí llegó la noticia de la muerte de mi tía, acaecida después de una larga enfermedad del corazón, de la cual nada nos habían escrito. No la sentí mucho, admirándome de la sequedad de mi corazón en aquel trance. La separación había hecho que los rasgos de aquella fisonomía imperiosa y un poco sarcástica se borrasen en mi memoria. Lloré un poco, casi por cubrir las apariencias, y dejé de hacerlo, avergonzada de mi hipocresía. En cambio, mi pobre padre, según me escribió mamá, recibió una profunda impresión con aquella muerte. Era el único pariente cercano que le quedaba, y su propia debilidad física, que se acentuaba más cada vez, lo predisponía al influjo de las ideas melancólicas. Las cartas de mi madre reflejaban, de día en día, mayor inquietud por el estado de aniquilamiento en que lo veía sumirse poco a poco. El médico, que lo vio varias veces, había prescrito yoduro y algún reconstituyente, sin mostrarse muy alarmado. Este último dato me tranquilizó, induciéndome a atribuir el pesimismo de mamá a recelos un poco aprensivos.

Sin embargo, diez meses después de la muerte de tía Antonia, llegó inesperadamente un telegrama seco, lacónico, desesperante: «Tu padre grave. Ven». Tuve que tomar precisamente el tren, en compañía de Julia y de mi hija, pues Joaquín en aquellos instantes, no podía separarse del ingenio. Fue como el derrumbamiento de un mundo dentro de mí, de cuyos estragos apenas me daba cuenta. Mi pobre padre había caído una noche, después de comer, con la lengua torpe y un lado del cuerpo paralizado. Hasta la víspera, a pesar de su creciente decadencia, había estado concurriendo a su oficina. Dijeron que aquello era una hemorragia en el cerebro, y me avisaron enseguida. Cuando llegué, ya no podía hablar el infeliz, aunque me reconoció en el acto. Pasé once días terribles, al lado de mamá y de Alicia, que me contemplaban, mudas, con los ojos enrojecidos. Papá, en lugar de reaccionar, se extinguía lentamente delante de nosotras, como una masa casi inerte, de la cual se escapaba la vida como las deyecciones y la orina que ya no podía retener. Mi madre se absorbía, a ratos, en la contemplación de aquel hombre, a cuyo lado había vivido treinta años, con los ojos inmóviles, y una trágica expresión de locura impresa en el semblante. Parecía pedirle cuenta a Dios y a las cosas del mundo de la enormidad de aquel desastre, que le parecía inverosímil, aunque lo esperase. Cuando cerró los ojos mi pobre padre, su dolor estalló formidable, empequeñeciendo el nuestro. Era la primera vez que yo veía tan cerca aquello frío y espantoso y quise morir también mientras duraron los crueles convencionalismos de las visitas y de la exposición del cadáver. Papá, entre las sedas blancas del féretro, parecía de cera. El entierro salió al fin, quitándome del corazón una parte del peso que lo agobiaba. Mamá se negó a ir con Alicia, cuya casa, llena de recuerdos, la torturaría horriblemente; y dos días después del entierro, me la llevé conmigo, enlutada y casi inconsciente, deseando llegar pronto a borrar de mi mente la siniestra visión de la agonía y del viejo hogar en ruinas, que acababa de desplomarse para siempre. Gastón, muy serio dentro de su uniforme, con un crespón negro en la manga izquierda, nos abrazó estrecha y largamente en la estación. Leía en sus ojos secos que también él tenía en el fondo de ellos aquella visión.

Se produjo en mi un fenómeno natural, a raíz de este triste acontecimiento: la destrucción del antiguo nido de mi niñez me aferró con más fuerza al nuevo, lleno ahora por completo con el dolor de mamá y con la alegría de Adriana, que se alzaban frente a frente como un conmovedor contraste. Desde que estaba entre nosotros, mi madre, siempre ensimismada y grave, hablaba poco y ofrecía el mismo aire de triste reserva cada vez que procurábamos distraerla. Sólo Adrianita tenía el poder de hacerla sonreír. Mi hija era delicada, de facciones finas y de temperamento vivo y bullicioso. Tenía algunos rasgos de su tía Susana: los ojos azules, sobre todo, y la suavidad de las líneas del semblante, que le hacían asemejarse a ratos a una linda muñeca de porcelana. Se había dado cuenta, con la clara intuición que los niños poseen, del dolor de su abuela, y extremaba con ella sus gentilezas, obligándola muchas veces a olvidar momentáneamente sus penas. Fuera de esos instantes de fugitivo gozo, mamá prefería la sociedad de Julia, única persona con quien le placía hablar largo rato, enfrascándose con ella en fúnebres coloquios. Suspiraba a menudo y se refería muchas veces al «turno» que pronto le llegaría. A mí me parecía que mi casa tomaba ahora un aspecto más definitivo; que amaba a mi hija y a mi marido más hondamente; como si temiera que también ellos me faltaran y que llegase a verme en la triste situación de mamá, y como si sobre los que quedaban tuviera que repartir la ternura que ya no podía dedicarle a mi padre. Un poder oscuro y desconocido, al herirnos, remachaba las cadenas que me unían al único asilo que podía ofrecerme un poco de paz en el mundo, y me dejaba arrastrar por su voluntad, con egoísta abandono.

Algún tiempo después, cuando acabábamos de quitarnos el luto, acaeció un incidente, que me colocó cara a cara con mi propio corazón, con respecto a lo pasado, y que debe ser referido por la importancia que tuvo para precisar el estado de mis sentimientos.

Alicia, que había escrito muchas veces acerca de un proyecto de visita a nuestra colonia, para ver a mamá, a quien no había abrazado desde hacía más de un año, se presentó de improviso, en compañía de José Ignacio, de una criada y de dos perros de caza que aquél había adquirido expresamente para el viaje. Alicia nos explicó que la criada era para ayudarla a preparar el baño y la gimnasia de su marido, porque ya estaba adaptada a sus costumbres. Además, despachados como equipajes, venían dos baúles y el tren completo de caza de mi cuñado, que fue menester transportar aquella noche de la estación a casa: Pensé que iban a permanecer con nosotros un mes, quedándome asombrada cuando supe que sólo venían por tres días; y recordé que José Ignacio nos había dicho muchas veces que era un formidable cazador de venados, por más que ni su mujer ni nosotros recordásemos haberle visto salir nunca de caza.

Encontré a mi hermana gruesa y siempre linda, con su blonda hermosura de diosa y su aire de tranquila dicha; aunque una observación minuciosa mostrara que su tez había perdido un poco la frescura de la juventud y que su mirada era más lánguida. Se quejaba también de periódicos achaques: golpes de calor, respiración angustiosa, vahídos… no sabía bien; pero era algo que no tenía antes de operarse y que la molestaba bastante. Su marido lo explicaba, doctoralmente:

—Es la falta de ovarios, ¿saben ustedes? Una cosa natural en todas las que están así… Y si sufre es porque siempre se olvida de tomar las píldoras de extracto ovárico que le recomendó el médico.

Con eso pretendía arreglarlo todo, sin que la más pequeña alteración de su semblante indicara que su conciencia le reprochase el ser el autor de aquel mal. Por lo demás, no tenía oídos Y ojos sino para extasiarse ante los rústicos detalles de nuestra instalación y ante las bellezas del campo. «Porque esto sí que es campo de veras, ¿verdad, hija?», decía mirando a su mujer, que aprobaba siempre. Y a continuación deploraba el no saber manejar una cámara fotográfica, para haber comprado una y sacar algunas vistas.

—No saben ustedes el trabajo que me ha costado arrancarlo de La Habana —nos decía Alicia a Joaquín y a mí—. Y, sin embargo, ahí lo tienes entusiasmado con el campo. Todos eran demoras y pretextos y vacilaciones. Pero yo no podía esta más tiempo sin ver a mamá… ¡La pobre! ¡Cómo le ha afectado la pérdida! ¿No se fijan en lo que ha envejecido y en lo desmejorada que está?

Se enjugaba dos lágrimas, y un momento después lucía en su rostro la ingenua sonrisa que habitualmente lo iluminaba; incapaz su alma de soportar mucho tiempo seguido el peso de una misma pena.

Los días no eran a propósito para la caza. Aunque estábamos en enero, llovía extremadamente y los caminos estaban llenos de barro, donde se atascaban hasta el cubo las carretas. Sin embargo, Joaquín, que era ya una especie de campesino endurecido a la intemperie, y que tomaba en serio las aficiones de Trebijo, preparó una batida, que mi cuñado pospuso con diferentes pretextos y que nunca llegó a efectuarse. Prefería levantarse al amanecer y pasearse por el portal, luciendo su elegante cazadora de paño claro y el fino panamá abollado, que daba a su rostro fresco y ancho de hombre sanguíneo una singular expresión de juventud. Las mañanas eran trías, y cuando el airecillo cortante de la llanura o el aburrimiento lo obligaban a entrar, daba vueltas por la casa buscando los rincones y el calor de la cocina, y concluía por llamar a Alicia, que se levantaba más tarde y que salía del cuarto, muy guapa, con su bata de lana y el hermoso busto moldeado bajo el sweater de fino estambre. Entonces volvían los dos al portal, y se paseaban muy gravemente, cogidos del brazo, ante la admiración de los criados y los campesinos, los cuales miraban, sobre todo, con cierto respeto, a aquel señor de brillantes botas, tan elegante y tan desdeñoso, que nunca les daba los buenos días. Como mi marido no podía desatender a todas horas sus obligaciones para hacerle los honores de huésped, José Ignacio acabó por hastiarse de la vida campestre, y nos veíamos obligadas su mujer y yo a oírle sus largos discursos sobre cacerías de venados y sobre la estupidez de aquellas grandes explotaciones industriales, que lo invadían todo con sus cultivos matando el placer de la caza y arruinando la fauna. Otras veces Joaquín podía dedicarle algunas horas, y mi hermana las aprovechaba para hablar a solas conmigo y darme noticias.

De estas nuevas, algunas conocía yo, por cartas recibidas con anterioridad. El padre de Joaquín había dejado su destino, a causa de la edad y de la falta de vista, cuyos efectos se agravaban rápidamente. Ahora estaba convertido en una especie de momia que su familia dejaba arrinconada en la casa para dedicarse a sus paseos habituales. El marido de Georgina había concluido por alejar de su casa a toda esta parentela voraz, limitándose a señalar a su suegra una pensión para que viviesen. Susana se había casado hacía varios meses. Consiguió atrapar a aquel Mongo Lucas de quien habló mi cuñado una vez y que era un antiguo petardista convertido por las bajezas de la política en un gran personaje. Creía la muchacha que iba a hacer su voluntad después de casada, como Georgina, que era la segunda edición de su madre y se equivocó, pues el marido «la tenía en un puño», y hasta se rumoraba que le había pegado varias veces. ¡Un mal negocio el matrimonio de la chiquilla! Pero la familia entre tanto, vivía bien, gastaba mucho y se divertía continuamente. Sólo les faltaba que acabara de morirse el viejo, que era una carga inútil, para que todos se sintiesen completamente satisfechos.

—A ver, dime una cosa —me preguntó una vez Alicia, de pronto—. ¿Cuánto les pasa mensualmente tu marido?

—Cien pesos.

—El marido de Georgina, otros cien, y Mongo Lucas, según sé de buena tinta, ¡ni un centavo! No quiere siquiera que le hablen de su familia política, y no los ayuda en nada, aunque dice en público que se arruina por ellos… Eso hace doscientos pesos justos al mes. Y gastan quinientos; tal vez más. Se visten todas mejor que nosotras, andan siempre en auto, se abonan a la ópera, ¡qué sé yo! ¡Un verdadero derroche de dinero, desde que viven en La Habana…! ¿No crees tú que hay algún misterio en todo esto?

Sonreí ante la candorosa malicia de mi hermana, y dije:

—O algunos misterios; porque son dos las solteras que quedan, y nada feas por cierto… En La Habana un gran número de familias vive con lujo sin que se sepa de qué… En todo caso, hay que reconocer que la de mi marido sabe hacer bien las cosas.

—¡Y tan bien! —exclamó Alicia—. Si hay algo oculto, lo esconden con mucho cuidado, porque nadie sabe nada de ellas, en concreto. Las gentes suponen que todo eso sale de los cientos y miles que se dice que gana aquí tu marido y del bolsillo de los dos yernos, que son ricos.

—Sobre todo, el pillo de Mongo Lucas hace creer, usando de ciertas reticencias que lo saquean ferozmente: lo que, según él, no le importa gran cosa, puesto que le basta dar con el pie en el suelo para que brote el oro.

Cuando Alicia concluyó de hablar, me quedé pensando, con pena, en todas estas cosas que de tan cerca afectaban a mi marido y que podrían tal vez ocasionarle disgustos algún día pero, ¿qué derecho tenía yo de juzgar con severidad a mi familia política?

El último día que debía permanecer Alicia con nosotros, organizamos una pequeña excursión a la fábrica de azúcar, que José Ignacio aceptó con júbilo, a fin de que mi hermana viese por primera vez un ingenio. Se hizo traer de éste un carro automóvil de vía férrea mayor que el que usaba Joaquín y que se destinaba generalmente a transportar al alto personal de la compañía al través de las colonias, y se dispuso una carreta, tirada por bueyes, para atravesar los doscientos metros de camino fangoso que separaban nuestra casa de la línea próxima. Cuando llegamos a esta última, pudo Alicia gozar del espectáculo de un transbordador mecánico en funciones, que tomaba entera la carga de una carreta de caña unos tres mil quinientos kilos, aproximadamente para depositarla en los vagones que esperaban alineados en un chucho. Por mi parte, estaba tan cansada de ver aquellos trabajos, que ya no me inspiraban interés. Ni siquiera había tenido antes la curiosidad de visitar el ingenio, que, según me decían, era magnífico, y sólo iba por acompañar a Alicia. Seguimos. En el chucho le dieron paso al automóvil, y nos precipitamos velozmente por las rectas avenidas abiertas entre los cañaverales, deteniéndonos apenas brevemente en las curvas, para emprender después una carrera más loca a lo larga de los raíles brillantes por la humedad.

Trebijo le recomendaba la prudencia al mecánico y se cogía con las dos manos a los brazos de hierro del asiento. Hasta que, diez minutos después, nos hallamos dentro del gran cuadrilátero que cerraban los edificios de la fábrica, no se sintió tranquilo mi cuñado ni apartó la mirada del camino que devorábamos. De nuestra casa al ingenio no había más de dos kilómetros; pero, por las líneas, habíamos andado más de quince para llegar a éste.

Preferí quedarme en la oficina, mientras los demás, guiados por un empleado, recorrían la fábrica, porque me mareaba un poco el voltear de las máquinas y el calor de las calderas. Pierdo la cabeza con facilidad cuando contemplo el suelo desde cierta altura, y me inspiraban un vago temor los estrechos puentecillos de acero que había que atravesar, por encima de poleas y volantes, para ir de un departamento a otro. Tomé un periódico, y me acomodé tranquilamente en la butaca, pensando en Adrianita, que se había quedado llorando al cuidado de mamá. Una hora después estaban de vuelta, José Ignacio, radiante, daba explicaciones y señalaba defectos, hablando con Joaquín y el empleado.

—¡Es admirable! —decía—. Pero no me gustan los centrales de ahora: le han hecho perder todo su encanto al viejo ingenio de nuestros abuelos… Nací y me crié entre azúcar, porque mi padre era hacendado. Yo pude serlo también, y lo dejé. Por eso conozco bien los detalles de la industria y no haría nunca una instalación como ésta… Si me diera algún día la ocurrencia de hacer un ingenio, lo haría construir en declive, para que todo se realizara por el propio peso de la materia prima, con pocas bombas. Hay más economía en este sistema que en…

—¿Quieren ustedes visitar la antigua residencia de los dueños? —nos preguntó obsequioso el empleado, tal vez para liberarse de la charla de mi cuñado, que le obligaba a estar siempre atento.

No comprendí bien de pronto, y seguí a los demás, que aceptaron con gusto la invitación.

Era un pabellón aislado, de una sola planta, cuyo exterior se asemejaba al de un templo griego, construido al otro lado de la calle de asfalto y separado por ésta del macizo edificio de las oficinas. Nadie habitaba allí desde que la compañía había adquirido el ingenio, demasiado ocupados sus directores en la organización industrial del negocio para dejarse arrastrar por la molicie de aquella vivienda de recreo. Sin embargo, lo habían comprado todo, cuadros, muebles y objetos de arte, y se contentaron con cerrar el pabellón, como un museo curioso, para mostrarlo de vez en cuando a los visitantes que llegaban a la fábrica; aunque no dejaba de mostrarse orgullosa la compañía con aquellas riquezas destinadas a la exhibición. Cuando entramos, nos envolvió la atmósfera peculiar de las estancias largo tiempo cerradas. Casi nada veíamos. Un criado se apresuró a abrir las ventanas, y brillaron de pronto los artesonados, los tapices, las colgaduras y las artísticas lámparas suspendidas del techo, cuyos dorados parecían empañados por el continuo encierro. Experimenté la emoción súbita provocada por el lugar en que me encontraba y en cuyos objetos reconocí el gusto ostentoso y un poco falso de alguien que me era muy conocido. Tuve que hacer un vigoroso esfuerzo para no huir de allí. Aquella casa, cerrada como una tumba, estaba llena de su recuerdo, y era como si también una tumba se abriera ante mí. Eran su sala, sus muebles, su vajilla. Lo que yo creía muerto y olvidado revivía en mi alma con fuerza inesperada, lanzándome otra vez a todos los horrores de la vacilación y del espanto. Afortunadamente nadie se fijaba en mí, y pude seguir andando casi automáticamente al lado de los otros. ¿Se despertaría nuevamente en mi corazón la terrible llama que había estado a punto de abrasarlo? En esta pregunta consistía mi terror y mi angustia. José Ignacio se detenía ante cada objeto, con gestos de coleccionista; mientras el empleado, a quien impresionaba seguramente la blonda hermosura de mi hermana, se dirigía con preferencia a ella, mostrándole las curiosidades dignas de admiración.

—Vea usted, señora, se dice que este cuadrito es un Fortuny auténtico.

Hice un acopio de todas mis energías, y continué avanzando erguida, ahora detrás de todos, y aspirando con fuerza el aire húmedo, que mi mente poblaba de fantasmas. Tenía el corazón palpitante y una especie de nudo que me apretaba el cuello.

De pronto me quedé helada de terror y no sé cómo pude contener el grito que se me escapaba: delante de mí, a cinco pasos de distancia, estaba él, en pie, con la mano derecha suavemente apoyada en una consola y el cuerpo ceñido por el príncipe Alberto de elegante corte, cuyas solapas, con vueltas de moaré de seda, relucían por encima de una condecoración que yo no conocía. No fue más que la sorpresa del encuentro imprevisto, pues se trataba de un retrato al óleo de tamaño natural, que cerraba el testero del fondo de la segunda galería, donde estaban los mejores cuadros. Y, ¡cosa extraordinaria!, mi terror se disipó de repente en presencia de aquel retrato. Fue éste como una de esas visiones imaginarias que nos han atormentado una noche entera sin dejarnos mover en el lecho, y a los cuales nos acercamos, al amanecer, con una sonrisa, comprobando que era nuestro propio vestido colgado de una percha. Miré al retrato cara a cara y en señal de reto y de desprecio. Eran su frente recta, su boca imperiosa e irónica de labios estrechos, sus cabellos negros, su talle esbelto y el aire negligente con que solía inclinarse sobre el lado derecho para desenvolver toda la amplitud elegante del busto. Pero había tal expresión de frialdad y de egoísmo en aquella figura, artificialmente benévola, y tal doblez en aquella mirada, que el artista había sabido reproducir con pasmosa exactitud, que me pregunté asombrada cómo había podido dejarme engañar por un hombre semejante. Ahora ya no le temía. Podía encontrarme con él en la calle, sin que una sola fibra de mi corazón se conmoviese. Y lentamente le volví la espalda al retrato, cuando nos dispusimos a salir de allí, pensando que lo pasado estaba muerto, y bien muerto en mi corazón.

Aquella noche, de sobremesa y como incidentalmente, nos habló José Ignacio de su propósito de poner en venta la casa contigua a la que él vivía, que era también suya. Elogió la propiedad y señaló un precio, sin duda muy alto, afirmando que no podía encontrarse nada más barato. Mi marido se quedó pensativo un momento, y acabaron por hablar seriamente de la compra. Al levantarnos de la mesa quedó cerrado el negocio, como quiso Trebijo.

Dos horas después, en la cama, y bien arrebujados los dos entre las frazadas, Joaquín me decía:

—¿Sabes que creo que tu cuñado indujo a Alicia a que nos contara una fábula para explicar su visita? El verdadero motivo fue que José Ignacio se proponía vender bien la casa; pero, a pesar de todo, no me arrepiento del negocio.

Me eché a reír, asintiendo con un movimiento de cabeza, y le respondí, por todo comentario:

—Si yo fuera «literata», como tú me llamabas antes en tus cartas, y quisiera hacer una novela, escribiría la historia de mi hermana y le pondría por título: La perfecta casada.