7
He llamado al estado en que me encontraba «principio de una enfermedad del espíritu», y nada más exacto ni más en consonancia con los extraños sentimientos que fueron poco a poco enseñoreándose de mi alma. La enfermedad se presenta sin contar con nosotros y sigue una marcha inexorable hacia la curación o la muerte, sin que puedan detenerla los esfuerzos de la inútil voluntad. No hay una disculpa envuelta en esta observación. Me he propuesto decirlo todo aquí, y continuaré hasta el fin, simple narradora de un drama que se ha desarrollado dentro de mí misma y al que he concurrido como actriz y única espectadora.
Tuve tres o cuatro días de humor variable: con frecuencia alegre, sin motivo que justificara mi contento, y a veces huraña e inconforme, hasta sentirme aburrida de mí misma y de los míos y sin ánimo para distraerme con los pasatiempos que antes me gustaban. Y no fue sino al cabo de esos días, cuando tuve la intuición brusca de que rodaba por un pendiente moral peligrosa y se pusieron en juego los frenos de mi voluntad para prevenir el peligro. Mi imaginación volaba sin cesar hacia la oficina donde sólo había estado veinte minutos y hacia el hombre que la habitaba, cuyos menores ademanes estaban ya fijos con tanta precisión en ella, que me hubiera atrevido a hacer su retrato de memoria, si hubiese sabido pintar.
¿Estaba enamorada del principal de mi marido? La primera vez que, crudamente y sin ambages, me hice esta sencilla pregunta, retrocedí indignada, como si, de improviso, otro que no hubiera sido yo me hubiese cruzado el rostro con el latigazo de una sospecha infame. La firmeza con que me respondí después, me tranquilizó casi completamente. No; no podía estarlo una mujer casada; pero sí podía aceptar la amistad que le ofrecieron, y sentir el infinito desalienta de no poder cultivarla, a causa de la imposibilidad de seguir manteniendo unas relaciones que no tenían razón de ser. Como mujer, yo no tenía ni tendría jamás otra inclinación que Joaquín, aunque éste lamentase el que «la mujer» no hubiera participado jamás en la perfecta compenetración que debe existir en el matrimonio.
Pero, ¿había algún mal en que, firme en este propósito, yo soñase, sin que ninguna mirada extraña penetrara en el santuario de mis pensamientos? Tuve necesidad de responderme que no, mis escrúpulos y se disiparon. Dejé, pues, que mi fantasía se desbordara, puesto que sentía con ello un placer, y a nadie le hacía daño. Acaricié con delectación la idea de lo que habría sido yo si el destino me hubiese unido a un hombre semejante, cuya superioridad hubiera encadenado para siempre el ansia de sumisión que vivía intacta en mi alma. Era el ideal de eterno príncipe ambicionado por todas las cenicientas del orbe. Mi corazón latía con violencia durante las peripecias imaginarias de este juego mental. Pero cuando pensaba que podía encontrarme nuevamente ante aquel hombre sentía la impresión contraria: me parecía que iba a detenerse. Temblaba ante la idea de que viniera a entregarme la contestación del informe, como me había anunciado. ¿Sería capaz de conocer en mi rostro lo que había pensado de él? Me moriría de vergüenza, si esto sucediera, pensaba. E involuntariamente recordaba al dentista a quien, por fortuna, no había vuelto a ver, y que me hubiera hecho caer, perdido el conocimiento, en la calle, si la casualidad hubiese hecho que nos cruzáramos en ella.
Los días pasaban, sin embargo, y el príncipe no llegaba. Casi iba perdiéndole el miedo a que se presentase de improviso. Recibí carta de Joaquín, y la contesté con otra casi apasionada. Cuando la leí, antes de meterla en el sobre, me sorprendí de las cosas que le decía, al anunciarle que mi destierro se acortaba; pero esta vez no vacilé y la dejé tal como estaba, sonriendo al imaginar el asombro y la alegría que mi marido experimentaría, a su vez, al leerla. Y aquella misma noche tuve una noticia desagradable: Enriqueta me dijo que la casa en que vivían se había vendido dos días antes y que la señora que la compró les había suplicado que se mudasen, pues deseaba vivir en ella. Su tía lo sentía por tener que alejarse de nosotras; pero justamente había a seis cuadras de allí una casa desocupada que les convenía, y pensaban alquilarla.
El anuncio de que se iban más lejos mis amigas, y de que yo no tendría donde pasar el tiempo después de comer, me tuvo triste dos días, hasta el punto de hacerme casi olvidar las tonterías que me tenían vuelto el seso por aquellos días. Era tan cómoda la comunicación entre ambas casas para Enriqueta y para mí, que vivíamos como si estuviéramos en la misma, pues el fondo de la que ellas habitaban, casi tocaba al costado de la nuestra, y penetrando por la cochera, como yo lo hacía, ni siquiera tenía necesidad de salir a la calle. Además, temía que aquella otra señora fuese una mala vecina, y sentía despertarse en mi ánimo la prevención que siempre tuve a crear relaciones con personas desconocidas.
Estábamos una mañana Enriqueta y yo comentando este suceso, que era el tema entonces de nuestras conversaciones, de pie ella en el muro de la cerca divisoria y yo en mi jardín, donde acababa de trasplantar unos rosales, cuando, de improviso, un automóvil, que ni una ni otra sentimos llegar, se detuvo ante la puerta de mi casa. No era el mismo carruaje que me trajo, pero reconocí al mecánico y al lacayo, y me quedé como petrificada de espanto. Tenía las manos sucias de tierra y el cabello en desorden, e instintivamente quise huir y refugiarme en la casa pero ya el caballero, que vestía ese día un terno claro y un fieltro gris, había saltado ligeramente a tierra, y habiéndome divisado sin duda, se detenía a pocos pasos de donde estábamos, saludándonos con una mano, mientras conservaba en la otra los guantes y un delgado bastón. No pude dejar de salir a su encuentro, olvidando, en mi aturdimiento, el despedirme de Enriqueta. Don Fernando sonreía y me miraba, encantado, sin duda, por el apuro que me hacía pasar.
—De jardinera, ¿eh? —dijo alegremente—. ¡Ah! No esperaba seguramente encontrarla tan ocupada, y le pido perdón por haberla sorprendido sin avisarle.
Me rendía la mano, que yo miraba aterrorizada, no atreviéndome a enseñar las mías, que mantenía ocultas detrás de mi cuerpo. Por fin, mostrándoselas con una brusca decisión, exclamé, toda confusa:
—¡Miré cómo estoy! Permítame siquiera lavármelas en un instante.
Y sin esperar su respuesta eché a corre hacia el portal como una chiquilla, no sabiendo exactamente lo que hacía.
—¡Deliciosa! —me pareció oír que el caballero murmuraba a mi espalda.
En la sala encontré a Julia y después a Susana, y, sin detenerme, les dije que era don Fernando el que llegaba y que me había sorprendido en el jardín. Un doble «¡ah!» de asombro, y las dos mujeres salieron a su encuentro, solícitas, con el fin de proteger mi retirada.
Ya en mi cuarto, cepillé febrilmente mis uñas, me puse polvo y arreglé el cabello, tumbando, en mi atolondramiento, una silla, que cayó con estrépito, y volcando en la palangana la polvera. Me miré al espejo, tenía los labios pálidos por la emoción y me los froté varias veces con la toalla. Ni dos minutos había invertido en todas aquella operaciones.
Cuando le tendí la mano a don Fernando, me la sentía helada. La estrechó afectuosamente entre la suya.
—Le decía a estas señoritas que he venido para devolverle a usted su amable visita y para entregarle algunas observaciones al informe que se sirvió llevarme y que me ha dejado completamente satisfecho.
Julia y Susana, al saber que iba a tratarse de negocios, se retiraron discretamente, sin advertir la señal que les hacía con disimulo para que se quedasen.
Sánchez del Arco me miró larga y profundamente, y dijo, en tono más bajo:
—¿Me perdona usted la inoportunidad de la hora?
Hice un vago signo de asentimiento. Debía de encontrarme boba y torpe. El continuó, completamente seguro de sí mismo:
—Hay acontecimientos en la vida que parecen insignificantes y son, en realidad, trascendentales. Hace diez días que pienso constantemente en esto; diez días justo que cuenta de existencia nuestra amistad, y que, sin embargo, me parecen diez años. Porque somos amigos; me lo dice el corazón y mi corazón no me engaña nunca.
Me eché a reír, ocultando con la risa mi emoción, y exclamé, para quitar toda importancia a sus palabras:
—Es usted bromista, señor Sánchez, y como broma lo acepto. ¿Cómo podría creerse que existiese esa amistad entre personas que sólo se han visto una vez?
Él, afectando siempre el tono ligero, que tan bien le sentaba, repuso, sin desconcertarse:
—Es curioso que las mujeres, en general, guarden siempre un compás en sus cabezas para medir exactamente el tiempo y las distancias; como si los sentimientos pudieran sujetarse a la marcha de un reloj. Por mi parte, le aseguro que soy su amigo, y amigo de veras; y lo seré aunque se oponga a ello. Si usted me conociera a fondo, comprendería hasta qué punto es verdad lo que le digo. Un pasional en todo, que se burla de las conveniencias. Usted piensa que es casada, que su esposo es empleado mío, y que la amistad entre usted y yo sería el colmo del absurdo. ¿Verdad que es así? Pero yo me río de eso, como de todo lo que es artificial y hecho a molde, y cometo, como usted ve, la gravísima inconveniencia de decirlo. ¿Qué tienen que ver todas esas cosas, aprendidas de memoria, con la realidad de las simpatías y de los afectos?
Me puse seria y en guardia, e instintivamente dirigí una mirada al interior de las habitaciones, molesta por la tontería de Julia y Susana que me abandonaban a esta extraña intimidad. Y repliqué, casi severamente:
—Pero hay también la realidad del mundo y de la sociedad, a la cual no es posible sustraernos. Don Fernando, cambiando de tono, se inclinó en señal de respetuoso asentimiento.
—Ésa es su opinión la respeto: es la primera condición para que la amistad subsista el acatar recíprocamente las diferencias de criterio. El mío es otro, porque conozco más a fondo la vida. En el nombre de esos augustos valores de que usted me habla se cometen a diario grandes canalladas y hasta crímenes, en los cuales las personas de su sexo de usted son casi siempre las víctimas. Invocándolos se santifica el matrimonio, que es, la mayoría de las veces, un tráfico infame. ¡Qué horrible parodia del amor la que ofrecen una pobre muchacha llena de ilusiones y un imbécil, poseedor legal del tesoro de sus gracias, que la lastima, la mancha y le hace concebir finalmente una tristísima idea de la vida y del hombre! Cuando pienso en eso, me confirmo en el propósito de aislamiento y de excentricidad que me echan en cara todos los mentecatos. Ya ve usted que empiezo a ser su amigo, acatando sus ideas y dejándole ver las mías más queridas; cosa que no hago ciertamente con todo el mundo.
Yo estaba anonadada y sin fuerzas ante la singular situación en que me hallaba. También a mí me subían del corazón a los labios dolores y confidencias que reprimía enérgicamente. A hurtadillas había mirado la boca y los ojos de aquel hombre, llenos de fuerza y de pasión, y me prometí no mirarlos más, temerosa del poder sugestivo que ejercían sobre mi alma. Hubiera permanecido siglos enteros encadenada al poder mágico de su presencia, y deseaba al mismo tiempo que se levantara y que se fuera.
—Usted es feliz sin duda —continuó el hipnotizador—; tiene usted un marido a su gusto; quiere y es querida. Y la felicidad es egoísta. Yo, en cambio, aborrezco a casi toda la humanidad, a pesar de que la fortuna ha sido pródiga conmigo y posea todos los medios para gozaren su seno. De ahí que sintiera una extraña satisfacción, cuando, por un impulso irreflexivo, le ofrecí a usted, con mi mano, mi amistad, y me pareció leer en sus ojos su aceptación, con la misma sinceridad que se la brindaba. Pero he aquí que, a los cuarenta años, todavía carezco de experiencia, y he cometido una nueva tontería viniendo aquí alegremente a decírselo tal como lo sentía, sin fijarme en el mandato todo poderoso de las conveniencias. Usted me rechaza, con delicadeza que le agradezco, y…
—Pero si no le rechazo a usted —dije imprudentemente—. Pienso solamente que todo esto es muy extraño y que las mujeres, como usted dijo antes, somos muy desgraciadas.
Hacía un momento que buscaba desesperadamente una salida, y no encontré sino ésta, en que se escapaba una parte de lo que llevaba oculto en el alma. Sánchez del Arco, envolviéndome en su mirada dominadora, se apresuró a responder:
—Aquí sí; en otras partes no. Vivimos en el país de la malicia, de los escrúpulos tontos y de las ideas hechas. ¡Y son tan pocos los que tienen la elevación de alma necesaria para sobreponerse! En las sociedades cultas a nadie le llama la atención el que las personas de distinto sexo se liguen por medio de un sentimiento menos interesado que el amor. Por eso yo huyo de todo este ambiente y no vengo aquí sino como le dije a usted: como ave de paso. Pero usted, en quien yo he adivinado un espíritu superior al medio; usted que es capaz de comprender la necedad de esos prejuicios, ¿por qué no rompe con ellos? Por alguien allegado a usted supe que se educó usted en los Estados Unidos, y ya sabe cómo entienden allí el valor y la independencia las mujeres. Sería horrible que, después de esa educación, continuara usted pensando como nuestros compatriotas.
Bajé los ojos sin responder. Él, conociendo sin duda la turbación de mi ánimo se puso en pie para despedirse. Tendió la mano, se apoderó de la mía, que retuvo un momento en la suya, caliente y suave, y preguntó imperativamente, obligándome a mirar al fondo de sus ojos oscuros:
—¿Amigos?
—Sí —musité dominada, con ganas de llorar y de morirme.
Lo vi, desde la puerta, alejarse gallardamente, saltar al auto y hacerme un respetuoso saludo con el sombrero. Y huía hacia mi cuarto enloquecida y ansiosa de soledad, cuando tropecé con Susana, que salía de él y que me detuvo para decirme con entusiasmo:
—¿Se fue? ¡Qué figura y qué aire de hombre! ¡Es muy simpático! ¿Verdad, chica?
—¡Es insoportable! —le respondí casi groseramente, cerrando de un modo brusco la puerta y dejándola estupefacta en el pasillo. Me dejé caer en una silla y quedé largo rato agitada, rendida, como si acabara de realizar una dura jornada o hubiese sufrido un ultraje. Mi primer impulso fue de ira contra mí misma, por la estupidez con que había procedido. Ni siquiera aquel hombre me había dejado la contestación al informe, que justificaba su visita. ¡Se olvidó de él, como si sólo lo hubiese tomado como pretexto! ¿A qué vino entonces? ¿Y de qué medios se valió para trastornarme de tal modo que le dije y le prometí lo que quiso, como una verdadera idiota? Miré el reloj. Apenas si habría durado diez minutos la visita. Y en ese tiempo había hablado de amistad, de afectos, como si hubiese venido expresamente a recitar su papel. Me sentía un poco humillada por aquel tratamiento, y me culpaba de ligereza. Don Fernando era demasiado sagaz y habría adivinado que no me era indiferente, al sorprenderme así de improviso. Esta idea me ponía fuera de mí.
Y cosa inexplicable, mientras me recriminaba y me retorcía de despecho, una emoción indefinible, mezcla de alegría, de vanidad y de agradecimiento, se levantaba del fondo de mi ser y subía hasta mi garganta, apretándola como un dogal agradable. No sólo le había visto otra vez, sino que había sentido vibrar en mi oído la música de sus palabras, dichas para mí sola y en una especie de intimidad que no esperaba: Tampoco yo le era indiferente; ahora lo sabía. Un hombre como él, acostumbrado a la lisonja, que podía escoger entre el amor de cien mujeres, había implorado el favor de mi amistad. ¿Por qué no había de ser sincero? Mi corazón latía con violencia al sólo pensamiento de que aquel sueño de amistad pudiera realizarse.
Pero un nuevo reflujo de las ideas me lanzó de pronto hacia un escollo que hasta entonces no había divisado desde la barquilla de mis quimeras. ¿Y Joaquín? ¿Sería posible una amistad así en su presencia y con su consentimiento? ¿Aceptaría como bueno el argumento de que mi educación norteamericana lo autorizaba? Fue un brote súbito de luz en el tumulto de mi conciencia, que me hizo detener en seco y aterrada. Me di cuenta rápidamente de mi locura y de sus consecuencias. Una cosa eran los sueños inofensivos y otras las realidades que aquella mañana habían tenido efecto. Por primera vez vislumbré el amor bajo el disfraz de la amistad. Y temblé. Era preciso concluir con aquel peligroso juego, y concluiría. Me lo juré solemnemente a mí misma, antes de salir del cuarto, serena ya, empolvada y peinada.
Pasé una semana de horrible mal humor. Cuantas veces venían a mí los recuerdos torturadores, los rechazaba sin piedad al fondo de mi memoria. Representé conmigo misma el papel de heroína, y hasta ensayé ante el espejo actitudes de mártir. He aquí un nuevo entretenimiento, en que mi espíritu se iba impregnando cada vez más sin saberlo, del sutil veneno que lo corroía. En la lucha estéril que sostuve entonces conmigo misma, sólo conseguí gastar inútilmente mis fuerzas.
Una tarde llegaron juntas dos cartas: una de Joaquín y la otra de Georgina. La de Georgina decía así:
«Mi querida hermana Victoria:
»Te escribo para darte una gran noticia: hoy pidieron formalmente mi mano. Vino a hacerlo expresamente el tío de mi novio, y la ceremonia revistió toda la solemnidad que podrás imaginarte.
Como tú conoces el principio de este idilio, te escribo antes que a nadie, para que veas cómo va acabando. Mi novio parece que se figuró al principio que las cosas iban seguir aquí como en el ingenio; pero tuvo que convencerse de que no es lo mismo el campo que la ciudad; o lo que es igual: de que no todo el monte es orégano. Cuando no tuvo otro recurso, bajó el cuello y se dejó poner el yugo.
»Creo que me casaré dentro de pocos meses. Si es así, te lo deberé en parte, porque supiste conducirte aquella vez con mucha discreción. ¿Te acuerdas?
»Rompe esta carta enseguida que la leas.
»Te besa tu hermana,
Georgina».
La de Joaquín reflejaba la sorpresa que yo había previsto. Hela aquí:
«Mi Victoria idolatrada:
»Desde ayer, que la recibí, he leído cien veces tu querida carta. No puedo creer en la realidad de mi ventura, y tengo necesidad de leerla y releerla para convencerme de ella.
»No puedes imaginarte lo orgulloso que me pone el que la mujercita que yo adoro y que siempre se me mostró esquiva, me hable de que “extraña mis besos” y que tiene ansias de que el tiempo vuele para “darme todos los que me tiene guardados”.
»Si yo hubiera podido estar ahí en el momento en que escribías eso, ¡cómo te hubiera cogido la palabra y te hubiera hecho vibrar al calor de los míos, que tan insensible te dejaban antes! Tú ves, amor mío, cómo era verdad lo que te he dicho tantas veces: que tú despertarías algún día al amor y al placer natural que éste trae consigo, porque no es posible dejar de sentir ese placer cuando se quiere de veras y se tienen veinte años y una buena salud.
»Por mi parte, te aseguro que sólo el verte cariñosa, con ese cariño que me demuestras por primera vez en tu carta, era lo que faltaba a mi felicidad, desde que tengo la dicha de poseerte.
»Guardo esa carta como un talismán; la llevo conmigo; la beso como si te besara a ti, y creo que dentro de poco la habré puesto de tal modo que no podrá leerse. ¡Si supieras cómo te la he agradecido en mi soledad!
»Adiós, nena mía. Por cada uno de tus besos te devuelvo un millón, y aún te guarda también muchos, muchos, tu amantísimo esposo.
Joaquín».
Al concluir de leer estas líneas me quedé meditando largo rato. La carta a que se refería mi marido la había escrito yo, pero no se la había escrito a él. Me horroricé del cúmulo de traiciones que encerraba mi alma, que antes era recta y simple y ahora tornábase de tal modo sinuosa y complicada que a veces me era, a mí misma, imposible leer en ella. A pesar de la quietud aparente de mi espíritu, donde la voluntad reinaba despóticamente, un cambio profundo se había realizado en mi vida, y lo advertí cuando tuve que escribir nuevamente a Joaquín. Si mi carta anterior había sido sincera, aunque inspirada por un sentimiento bien distinto de los que expresaba, la que entonces le escribí fue consciente y deliberadamente fingida y sus efectos calculados de antemano. No podía negarme a mi propia, ante estos pequeños relámpagos de evidencia, el verdadero estado de mi alma en aquellos instantes, y aunque lo deploré, como una mancha y una desgracia, ni por un momento cruzó por mi mente la idea de que las cosas pudiesen llegar más allá de donde habían llegado. Afortunadamente faltaban las ocasiones de encontrarnos don Fernando y yo y de experimentar, por mi parte, aquella rara impresión de embeleso que me dejaba hecha una tonta delante de él. Yo salía muy pocas veces de casa, y él no podría venir a ella con nuevos pretextos. Y sin embargo, aun alegrándome con toda sinceridad de este forzoso alejamiento, mis nervios seguían padeciendo de aquel mal de exaltación continua, que los llevaba a extrañas explosiones de gozo y de abatimiento, y por mis venas circulaba el mismo ardor desconocido que me mantenía en grata y constante zozobra interna desde los primeros días le «mi enfermedad».
La carta de Georgina llegó también en momento propicio para aclarar la naturaleza de mis sentimientos. Envidié sencillamente a aquella muchacha experta y calculadora, que se conocía a sí misma y a la vida lo suficiente para trazarse al través de ella un camino y seguirlo sin desviarse. Yo, en cambio, no había podido hacer lo mismo, porque lo ignoraba todo, hasta mis propias inclinaciones. Cuando Joaquín me hacía el amor no sentía lo que ahora en presencia de don Fernando, que sólo me había hablado de amistad. ¿Sería por eso, porque nunca estuve enamorada de él, por lo que consideraba sucias e insípidas las intimidades entre el hombre y la mujer? ¿Obedecería a esa causa también mi frialdad con mi marido, y la lástima que me inspiraban las solteras que se deshacían por probar al fin aquello que a mi me producía aversión y asco? ¿Estaría enamorada Georgina del hombre a quien, con tanta habilidad, supo inclinar hacia el matrimonio? Este problema moral me entretuvo en una multitud de comparaciones amargas con mi propio caso, que me llevaron a pensar que, si me hubieran educado de otra manera, acaso hubiese podido ser feliz, como Graciela y tantas otras, a pesar de haber cometido ésta «una falta» antes de casarse. De mis reflexiones me distrajo la despedida de Enriqueta y de su tía. Las dos pobres mujeres nos abrazaron con lágrimas en los ojos. Sus muebles no habían acabado de salir de la casa, y ya entraban los de la nueva propietaria: una señora gruesa, fresca y de aspecto simpático, que Susana y yo nos entretuvimos largo rato en observar, al través de nuestras persianas, mientras se paseaba por su jardín. Sentí el corazón oprimido también, al despedirme de aquellas dos criaturas, buenas y sencillas, en cuya casa se pasaban horas tan apacibles. La nueva vecina era viuda y sola, y por eso Susana, un poco despechada, pues hubiera deseado que viviesen allí hombres jóvenes y solteros, le llamó desde entonces a la de al lado «la casa de las solitarias». La criada nos dijo que la recién llegada se llamaba señora de Montalbán y que su nombre era Úrsula. Me mandó a decir que vendría personalmente a ofrecerme su casa.
Tres días después, hallándonos Susana y yo cerca de la puerta del cementerio, en uno de nuestros paseos de la tarde, tuve una violenta sorpresa: nos encontramos vascamente delante del señor Sánchez del Arco, que salía por la monumental portada, buscando con la vista su auto, que había ido a situarse a la sombra. Fue mi cuñadita quien lo vio primero y me dio disimuladamente con el codo para llamarme la atención. Me quedé fría y como clavada en el sitio. Don Fernando, al vernos, se acercó afectuosa y galantemente, con el sombrero en la mano.
¡Oh, qué encuentro! ¡Qué agradable encuentro! Lo más lejos que tenía era la idea de que iba a verlas a ustedes hoy. Hay que creer que la casualidad es amiga mía desde hace mucho tiempo.
Parecía tener un especial empeño en hacernos creer, a Susana sobre todo, que no había habido premeditación alguna en aquella entrevista.
Nos estrechó la mano en silencio y se colocó a mi lado. Susana lo contemplaba ávidamente, a hurtadillas.
—¿Siempre tiene usted las manos tan frías? —me deslizó al oído, mirándome con fijeza. Me estremecí, pero dije lo más ingenuamente que pude:
—Creo que sí, siempre.
—Lo he notado dos veces —repuso en el mismo tono de discreta confidencia—. Es cosa que me encanta porque indica delicadeza de sentimientos. He observado que todas las mujeres de manos frías son sentimentales.
Desde aquel momento generalizó la conversación, dirigiendo algunas galanterías a Susana que, muy complacida, las contestaba, sin perder su aplomo. De pronto se detuvo.
—No hay duda de que soy un indiscreto. Las entretengo a ustedes sin preguntarle adónde iban y si podía…
—Volvíamos a casa —le interrumpió Susana—. Ya habíamos terminado nuestro paseo.
Don Fernando tuvo, al parecer, una idea súbita, pero vaciló un momento antes de exponerla, mirándonos alternativamente a mi cuñada y a mí.
—Es temprano —dijo al fin—. Si me atreviera les propondría a ustedes otro paseo… en automóvil… por ejemplo hasta Mariano. Susana palmoteó de alegría.
—Es verdad, chica —exclamó dirigiéndose a mí—. Tenemos tiempo antes de comer, ¿quieres? Yo me había puesto seria, y respondí casi secamente:
—No, hija. Debemos dar las gracias a este caballero; pero tenemos que estar temprano en casa hoy. Los lindos ojos azules de Susana bailaban de impaciencia en su alegre rostro de muñeca.
—Pero si no tiene nada de malo, Victoria —insistió indiscretamente, fijándolos en mí para animarme con la vista.
—Ya lo sé, hija mía. No es por eso. Es que no podemos ir.
Mi acento no admitía réplica, y Susana se quedó como una niña a quien le arrebatan un juguete, mientras don Fernando, disimulando su contrariedad, me decía:
—No insisto; puesto que usted no lo desea; pero ¿sería también indiscreto que las acompañara un momento a pie en su regreso?
No tuve fuerzas para negarme, aunque quise hacerlo, y consentí con un vago ademán. Entonces don Fernando se colocó más resueltamente a mi lado, en tanto que Susana entretenía su mal humor alejándose sola de nosotros y dando con la punta de la sombrilla en las piedras.
—¿Por qué es usted mala conmigo? —murmuró casi rozándome la oreja—. Me ha ofrecido usted su amistad, y me trata como a un extraño. Yo aprecio este instante más que todos los tesoros del mundo. Cuento los segundos uno a uno, y me muestro avaro de ellos; yo que no he sido avaro de nada en mi vida. Por eso quería prolongar el paseo, y propuse una inconveniencia que no me hubiese atrevido a proponerle a otra persona; pero a usted era distinto, porque suponía que usted iba a darles más valor a las intenciones que a las apariencias. ¿Dónde y cómo encontrar a menudo momentos como éste?
Turbada hasta el fondo de mi alma, había encontrado, sin embargo, en los restos dispersos de mi voluntad, una resolución que se me antojó heroica. Detuve un instante el paso, y dije, con la voz serena que pude producir, mirando esta vez frente a frente a aquel hombre:
—Estos momentos, señor Sánchez, son precisamente los que no pueden ni deben repetirse.
—¿Por qué? —preguntó él, simulando una perfecta ingenuidad.
—Usted debe saberlo.
—No, no; yo no sé nada —repuso él, mientras echábamos a andar de nuevo—. Yo no sé otra cosa, sino que encuentro una infinita dulzura en hablar con usted y en oírla, y que el deseo de volver a experimentar esa dulzura me acomete en cuanto me separo de usted, como si fuera ya una necesidad de mi espíritu más fuerte que yo y más fuerte que todo… ¡Oh, no se alarme usted! —añadió dulcemente, al notar en mí un leve sobresalto.
No es una declaración de amor. Nada hay en mis sentimientos que pueda ser ni ofensivo para usted, ni reprochable. Es algo que no me explico, y que, sin embargo, nada tiene que ver con las violencias y los arrebatos de la pasión. Algo que ha cambiado por completo mi ideas y mi vida. Yo no me guío en el mundo por la opinión de los necios, que ven el mal en todas partes, Tengo mi moral más alta y un concepto más verdadero de las cosas. Y quisiera que usted, que es mi amiga, que es la persona a quien elegí para depositar toda mi confianza, se elevara conmigo un poco por encima de las vulgaridades convencionales y perdiera de vista ese concepto estrecho del deber, que es la norma de todos los mentecatos.
—¡Dios mío! Bien sé que así debía de ser, y por eso he aceptado que nos acompañe ahora. Pero señor Sánchez, en nombre de esa misma amistad se lo suplico: deme su palabra de que no tratará de que estos momentos se repitan. Ya ve usted que no se lo impongo; que tal vez no tenga fuerzas para imponérselo… Vea mi franqueza, absoluta, como yo la entiendo en estos casos, y procure corresponder a ella del mismo modo… Es preciso que esto no se repita, y de usted depende también. Si fuera necesario se lo imploraría de rodillas…
Sentía que las lágrimas subían a mis ojos, y me aferraba a esta súplica como al único medio de apartarme del abismo que veía abrirse a mis pies. Él me miró, con tan honda emoción en el fondo de sus negras pupilas, que mis rodillas flaquearon.
—¡Pobre ángel! —murmuró enternecido—. Usted quiere huir de lo único que podría llevar a su corazón un poco de la verdadera alegría a que tiene derecho y que no ha disfrutado ni disfrutará tal vez en la vida…
Porque yo lo sé, y lo he adivinado —prosiguió tratando de desentenderse de mi súplica—: su alma está sola, como la mía; no la han sabido comprender, no la han sabido cultivar, y vive también ansiosa de la parte de dicha a que tiene derecho, en este mundo donde tan mal distribuidas están las cosas…
Quise protestar, aun sintiendo que sus palabras removían en mí una infinidad de esas cosas amargas y dulces al propio tiempo, y me cerró los labios con un gesto de enérgica convicción.
—¿Para qué negarlo? Yo nada le pregunto. Lo sé casi desde el primer día que nos vimos. Usted pertenece al número de las mujeres que yo llamo incomprendidas, que son muchas, muchas más de lo que las gentes se imaginan. Cuando la mujer es una pobre bestia, que cree lo que le dicen, y no piensa, ni juzga, se somete fácilmente a su triste papel, y hasta puede llegar a fabricarse una especie de felicidad a su manera, dentro de ese inmenso grupo de las incomprendidas. Pero coloque usted una mujer de sus condiciones en esta situación; coloque usted en mi mano un magnífico Stradivarius, y pídale a la mujer y al violín que den los tesoros de armonía que guardan en su seno a la mano ruda e inexperta que se posa sobre ellos… Yo tengo la gloria de haberla descubierto a usted, como se adivina el diamante en el carbón, y no sabe usted qué orgullo me produce el haberlo hecho…
Yo escuchaba, sintiendo que mi pecho se levantaba acompasadamente, como a impulso de un vendaval interno. Había perdido la noción del lugar en que estaba, de la proximidad de Susana, y aun de mí misma, y advertía la penetración en mi sangre del sutil veneno que poco a poco iba nublándome la conciencia. Don Fernando, sin duda, se daba cuenta de mi locura, porque su voz era ahora ronca e insinuante y no se recataba ya para mirarme ávidamente. Se detuvo y cambió de semblante cuando vio que Susana, cansada ya de desempeñar su papel de chiquilla enfadada, volvía a reunirse con nosotros, coqueta y sonriente. Entonces, con un esfuerzo desesperado, logré romper otra vez el encanto que me encadenaba y le dije al mago, con mi más tierno acento de súplica:
—¡Por Dios, no me martirice más! ¿Me promete lo que le he pedido; sí o no?
Susana estaba ya a nuestro lado. Él no pudo sino murmurar entre dientes, para que sólo yo lo oyera:
—Trataré de hacerlo.
Y se apartó de mí, frío, galante y correcto, para decirle al oído a mi cuñadita unas cuantas majaderías, que la hicieron sonrojarse varias veces y reír como si le hicieran cosquillas. Yo caminaba cerca de ellos, silenciosa, sombría y todavía jadeante de la emoción. El automóvil seguía a su amo a cierta distancia.
Llegamos a la vista de nuestra casa. Don Fernando se detuvo descubriéndose, y nos dijo jovialmente:
—No es necesario que las lleve hasta la puerta, ¿verdad nada? Nada malo puede sucederles ya en el camino.
Nos dio la mano, y sentí que imprimía en la mía inerte una disimulada presión que no pude evitar. Susana me preguntó, en cuanto el auto se hubo perdido, entre una nube de polvo:
—¿Por qué no quisiste que fuéramos en automóvil? No tenía nada de particular, y además nadie nos hubiese visto en el coche cerrado.
La miré, asombrada de su descaro.
—No solamente no quise —le repliqué con firmeza—, sino que ya no saldremos más a pasear por las tardes.
—¿Por qué? ¿Te dijo alguna inconveniencia?
—No; pero no estará bien que nos encontremos otra vez con ese hombre. ¿No te das cuenta de eso? Mi cuñada se encogió de hombros, y exclamó despectivamente, por toda respuesta:
—¡Uf! ¡Chica! Tú sigues siempre pensando a la antigua.
Me impuse la obligación de apartarme de un peligro, de cuya verdadera magnitud no podía dudar ya. Tenía motivos para tenerme miedo a mí misma, y temerle sobre todo a una nueva entrevista con el hombre que, no sólo anulaba mi voluntad con su presencia, sino que seguramente conocía el secreto de mi inclinación hacia él, mejor que yo misma. Me encolerizaba mi necedad al entregarme así, como una boba, a una persona a quien no conocía quince días antes; e imaginaba disparates: mudarme de casa, escribirle a Joaquín que viniera, fingiéndome enferma, o tomar el tren, sin decirle nada, y caer llorando en sus brazos. Me aterraba pensar que era realmente yo una incomprendida, una equivocada que al escoger, eligió el camino del sacrificio y de la eterna amargura; pero esta presunción de mi evidente infortunio, lejos de hacer flaquear mis buenos propósitos, tenía el poder de renovar mi energía excitándome al martirio. Y lo peor era que, lejos ya de buscar rodeos para disfrazar a mis propios ojos la naturaleza de los sentimientos que me agitaban evocaba con delectación, en mis noches sin sueño, los ojos ardientes y trastornadores y la boca grande y fresca, de dientes anchos y blancos, que parecían acariciarme al sonreír y que me turbaban como si estuviera segura de que se apoderarían de mí cuando quisieran.
Encerrada en mi casa por las tardes, me aburría extraordinariamente, y devoré un gran número de novelas en pocos días. Sin embargo, la lectura acabó por cansarme, y estaba casi arrepentida de mi propósito de reclusión absoluta, cuando la casualidad vino a ofrecerme una distracción inesperada. La señora de Montalbán nos había visitado, y nosotras le devolvimos la visita. Era una mujer distinguida que, a los cincuenta años, aún conservaba la viveza y las gracias de la juventud. Poseía el secreto de cautivar a las gentes con su conversación, y me sedujo desde los primeros instantes. Cuando llegamos Julia y yo, pintaba flores sobre un trozo de terciopelo, con un gusto y una perfección que me dejaron maravillada. No usaba pincel, sino ocasionalmente, sirviéndose de plumas y rastrillos de metal, con los cuales distribuía la pintura en relieve sobre la tela. Admiré con toda sinceridad sus trabajos, y me propuso enseñarme su arte.
—No tiene nada de difícil —me dijo—. Venga usted, sin cumplidos de ningún género, a pasar conmigo una o dos horas diarias, y le prometo que, en dos semanas, hace lo mismo que yo.
Insistió con tales finezas, que tuve que aceptar, lo que me dio asunto para escribir aquella tarde a Joaquín una larga carta hablándole de mi nueva vecina y de la hermosura de sus flores pintadas. Al día siguiente empecé mis lecciones. La maestra me encantaba. Hablaba de todo con una volubilidad fina y a veces un poco escabrosa, y refería anécdotas de muchas personas de la buena sociedad a quienes aseguraba haber tratado personalmente. Debía de haber sido una mujer en extremo interesante en su juventud a juzgar por lo que de ella se conservaba. Y en materia de distinción y de modas su buen gusto era tan exquisito que resolvía siempre con una palabra o con un consejo apropiado cualquier asunto de esa índole que se le sometiese.
Una mañana nombró incidentalmente a Sánchez del Arco, en un tono tan familiar que experimenté un ligero sobresalto, y no pude dejar de preguntarle si era amigo suyo. Me refirió que el padre de don Fernando y el de ella fueron íntimos y que ella lo había sido del hijo siempre, pero que el muy ingrato ya no la visitaba. Entonces me contó, a grandes rasgos, la historia de los Sánchez. El abuelo y el padre se enriquecieron en la trata de negros. El primero se llamaba Sánchez a secas; el segundo llevó el nombre de Sánchez y Arco, pues Arco era el apellido de la madre, y Fernandito, como le llamaba, ennobleció el suyo haciéndose llamar del Arco o del Aro, que de las dos maneras le decían. Salvo este pequeño achaque de vanidad era un hombre completo y un gran corazón, a quien se calumniaba atribuyéndole imaginarias aventuras amorosas. Su sinceridad, por el contrario, le había perjudicado con las mujeres, y por ser demasiado bueno con la suya, ésta lo traicionó huyendo en compañía de un histrión vulgar.
—¿Y dice usted —pregunté con cierta zozobra— que no viene a verla ya?
Sin vacilar, la señora de Montalbán me respondió con la más perfecta naturalidad:
—El mes que viene se cumplirán dos años justos que no lo veo.
Respiré. Mis lecciones de pintura no tendrían que interrumpirse, porque estaba decidida a no continuarlas si había de encontrar allí a aquel hombre. Algunas veces su amiga me hablaba de él, como de tantos otros, y mi corazón latía con violencia al escucharla. Deseaba siempre que me dijera más de su vida y de su carácter, y no me atrevía a preguntarle, por temor de descubrir mi secreto. De este modo fui abandonándome a una especie de adoración platónica, que no trataba de combatir, por creerla inofensiva. Sánchez del Arco, que se parecía un poco al actor de quien estuve enamorada una vez, era el héroe de todas las novelas que forjaba mi espíritu, el paladín noble y gallardo que se complacía en crear, de mil variadas formas, mi pensamiento. A veces la señora de Montalbán, que era muy aficionada a fabricar confituras, después de haberlo nombrado en la conversación, me dejaba pintando y se iba a la cocina a dar un vistazo a sus calderos. Entonces cerraba los ojos y permanecía abstraída en mis sueños, hasta que los pasos de mi maestra me hacían ponerme otra vez precipitadamente al trabajo.
Hacía más de dos semanas que tomaba mis lecciones y había adelantando bastante, cuando un día en que la señora de Montalbán estaba atareadísima con no sé que complicada labor de repostería y daba frecuentes viajes a la cocina, sentí que llamaban a la puerta y que la criada cambiada breves palabras con el recién venido. La señora salió a enterarse y volvió a los pocos segundos bastante trastornada.
—Hija mía —me dijo casi al oído—, yo no la engañé a usted al decirle que hacía dos años que no veía a cierta persona… Pero ve usted las casualidades: ahora…
—¿Ahora qué? —grité fuera de mí arrojando al suelo el bastidor donde pintaba y poniéndome en pie.
¿Quién está ahí?
La señora vaciló, y luego dijo:
—Fernandito.
—Entonces me voy —exclamé casi enloquecida buscando la puerta con mirada de loca.
Estábamos en la saleta de comer, que era el lugar más cómodo y apartado de la casa y el que mejor luz ofrecía. Para huir, por lo tanto, tenía que saltar por la ventana al patio, de una altura de dos metros, o atravesar el hall en busca del jardín y pasar por el lado del visitante que no podría dejar de verme. Sin titubear elegí el primer medio, y ya me disponía a saltar por la ventana, ante la mirada absorta de la dueña de la casa, cuando Sánchez del Arco, entrando en la saleta me dejó paralizada por el estupor y la vergüenza. Estaba serio esta vez, y sin perder el tiempo en vanos cumplidos, se dirigió a mí y me obligó a sentarme con tanta firmeza como dulzura.
—Siento mucho, señora —me dijo después con acento irónico—, que el terror que le inspiro la haya puesto a punto de dislocarse un pie por huirme. Créame que, de haberlo supuesto, no hubiese dado lugar a ello.
Bajé los ojos sin encontrar qué decir. La señora de Montalbán me sacó del apuro inmediato en que me hallaba, fingiendo que de nada se había enterado, al decir jovialmente:
—Los dejo, puesto que ustedes se conocen. Tengo la idea de que mis flanes van a echarse a perder hoy. Sánchez del Arco no se movió. Su actitud de muda reconvención pesaba sobre mi como una losa, y aunque no lo miraba, sentía que sus ojos se clavaban en mí severamente, produciéndome un malestar inexplicable. Al fin acercó una silla, en frente de mí, se sentó y me dijo con mucha dulzura.
—Vamos a ver, Victoria, ¿qué arrebatos son ésos?
No respondí, obstinada en mi hosca contemplación del suelo. Entonces habló él lentamente de su pena al tener que juzgarme, por primera vez, distinta del ideal que se había formado de mí. Me había creído una mujer inteligente, superior a la multitud de hipócritas y gazmoñas que constituían la mayor parte de la sociedad. Por eso había concebido por mí un sentimiento delicado, mezcla de amistad y de ternura, que en nada podía ni rebajarme ni ofenderme. ¿A qué esas niñerías incomprensibles? Él no había venido aquel día creyendo que iba a encontrarme; era el destino el que lo disponía así. Vino para estar cerca de mi casa; para verme tal vez de lejos en mi jardín, puesto que era la hora en que yo cuidaba mis flores. Con esto le hubiera bastado, como le bastaba con hablarme un momento y oír el timbre de mi voz. ¿Había pedido algo más, por ventura? ¿Tenía yo el derecho de atribuirle una intención malévola? Quería que le contestase, y no pude sino hacer un signo negativo con la cabeza, casi ahogada por la emoción.
—¡Es usted una niña, Victoria! Y lo que usted no sabe —dijo audazmente— es que está usted ahí a merced mía; que podía apoderarme de usted, si quisiera, sin que su voluntad, rota, hiciese el más leve esfuerzo para impedirlo. No tendría más que alargar la mano para tenerla. Y, ya ve usted, ni lo hago, ni lo haría por nada del mundo. Mi cariño es respetuoso, y sumiso, porque es verdadero. No le pido nada, a no ser que no huya de mí: no quiero nada de usted, ¡nada, óigamelo bien, nada!, sino lo que libremente me otorgue. Y era necesario que hablásemos de esto serenamente y sin testigos. Por eso me alegro de que la casualidad me haya traído aquí hoy, poniéndola a usted otra vez en mi camino.
Desde hacía un momento, yo miraba aterrada la puerta por donde había salido la dueña de la casa, temiendo que volviera Y me encontrase en aquel estado de turbación, que en vano hacía desesperados esfuerzos por dominar. En el vacío de mi alma no quedaba sino aquel terror y este esfuerzo erguidos frente a frente.
—¿Quiere usted que hablemos, Victoria? —dijo él después de una pausa, exasperado con mi silencio. Dije que sí con la cabeza y con un leve movimiento de los labios secos.
—En ese caso, permítame que le pregunte: ¿persistirá usted en su propósito de huirme?
—No me obligue a contestarle, por Dios.
Me miró un instante fijamente, e insistió con crueldad, tan cerca que su aliento me tocaba en el rostro.
—Pero sí es menester que me conteste; es preciso que dejemos los dos, ahora mismo, sellado un pacto, jurando que lo cumpliremos al pie de la letra.
Seguí guardando silencio:
—Helo aquí —prosiguió implacable—: si yo no pido sino lo que voluntariamente usted me otorgue, ¿me jura que seguirá viniendo como siempre aquí, donde la veré y hablaremos de cuando en cuando, sin temor a suposiciones indiscretas?
Me atreví a mirarle por primera vez. Su semblante sereno y su voz tranquila me subyugaron. Tenía que agradecerle que no se hubiera permitido ni siquiera tocarme la punta de un dedo, aun en sus mas violentos instantes de pasión o de contrariedad. Su mirada franca, que exigía una respuesta, me inspiró una súbita confianza. Y le dije, al fin, con la misma franqueza, incapaz de defenderme.
—Si es así, se lo juro.
Me tendió la mano, poniéndose en pie. La señora de Montalbán se acercaba; riñendo, desde lejos, a una criada, sin duda para anunciar presencia.
—Es todo lo que ambiciono —murmuró sencillamente, al estrechar la mía; y se fue a la cocina, bromeando con la dueña de la casa, mientras yo tomaba nuevamente el bastidor y los tubos de colores para simular que pintaba.
Tenía un secreto que guardar, y lo guardé, acariciándolo voluptuosamente en mis horas de soledad. El que no haya saboreado en su vida el refinado deleite de una de esas situaciones hechas de ansiedad, de alegría oculta y de fingimiento ante los extraños, mientras se agiganta interiormente el fantasma de un ideal querido, no comprenderá nunca el valor de las horas que pasé desde aquel día abandonándome a la dulzura de un sentimiento nuevo para mí, durante el breve tiempo que pasábamos juntos, y gozando con mis recuerdos en los largos intervalos de espera y de ausencia. Nos veíamos dos o tres veces a la semana en la saleta sombreada por enredaderas que crecían en el jardín y subían por alambradas fijas en los marcos de las ventanas. Él venía en el tranvía para llamar menos la atención de las gentes, y yo lo esperaba pintando. La señora de Montalbán entraba y salía, según su costumbre, y la conversación se generalizaba o se hacía íntima, de acuerdo con las caprichosas idas y venidas de las discretísima dama.
Me había abandonado por completo a mi nueva vida, sin noción del tiempo que transcurría ni de las personas que me rodeaban. Delante de los demás era un autómata que reía, que hablaba y que escribía largas cartas a su marido, conservando el corazón y la mente lejos de aquellos cuidados y como mecidos en espacios lejanos. En mi casa nada sospechaban. Susana iba sola al conservatorio todos los días, adquiriendo allí nuevas amistades, y Julia tenía un alma demasiado recta, demasiado cándida, para sospechar siquiera mi secreto.
Poco a poco, mi intranquilidad desaparecía, como disuelta en aquel suave vapor de embriaguez que me embargaba. Fernando —así se había empeñado que lo llamase— cumplía fielmente su compromiso, y sólo me hablaba de cosas tiernas y delicadas, al dirigirse directamente a mí. Cuando quería referirse a escenas de pasión o de materiales transportes, lo hacía en tercera persona, nombrando a otros; pero dejaba en mi sangre el germen de confusos deseos no experimentados jamás en aquella forma, y en mis labios el ansia de expresarlos tímidamente sobre otros labios. De tiempo en tiempo, venía a torturarme, como un pinchazo, la idea de que Joaquín vendría o tendría yo que abandonar la placidez de aquella existencia, para reunirme con él; pero la apartaba, pensando también en la muerte, de un modo afectuoso y dulce, como en una solución posible que tenía el poder de destruir en un instante todas las dificultades.
Una mañana, en que estábamos solos en la saleta, Fernando tomó delicadamente una de mis manos que pendía a un lado del sillón para examinar mis sortijas. Sentí un brusco temor y quise retirarla; mas eran tan dulces su ademán y la expresión respetuosa de sus ojos suplicantes, que se la abandone sin recelos. Desde entonces, cuando la señora de Montalbán salía, se entrelazaban maquinalmente nuestros dedos, buscándose en un impulso espontáneo de los dos deseos. Permanecíamos así silenciosos muchas veces, mirándonos al fondo de los ojos y sintiendo yo el martillar de mis arterias en las sienes. Éramos como dos novios, a quienes el encanto de la mutua proximidad abstraía hasta el punto de hacerles olvidar a los demás y a sí mismos, bastando para llenar por completo sus corazones.
Otro día el sagaz envenenador de mi alma llevó mi mano hasta su rostro, y la tuvo así, largamente apoyada en la mejilla, sin que yo me atreviera a moverme. Lentamente se volvió después y la mano quedó apoyada cerca de uno de los extremos de su boca. Yo sonreía lánguidamente, seducida por la delicadeza de aquel juego, en el que no se imponía ninguna violencia a mi voluntad. Sentía en el dorso de mis dedos el contacto ligeramente áspero de la piel rasurada, y mis párpados se entornaban dulcemente. El juego continuó. Fernando oprimía, con pequeños transportes, mi mano contra su cara. Luego extendió mis dedos entre los suyos y se entretuvo en pasear sus labios con mucha suavidad de un extremo a otro del borde de cada, uno de ellos. Una cálida corriente parecía cruzar por mi brazo y un extraño adormecimiento seguía invadiéndome. Cuando vine a darme cuenta de mí misma, mis dedos se habían vuelto y acariciaban los labios y la barba, mientras los blancos dientes codiciosos mordisqueaban aquí y allá, sobre la piel y las sortijas…
¿Deberé confesarlo? Mi sexo se despertaba bajo la muda e insinuante solicitación de la caricia. Lo noté con sorpresa y vergüenza por ciertos signos inequívocos, de los cuales no había experimentado anteriormente, en toda mi vida, sino leves indicios.