5

En cuatro meses habían ocurrido dos sucesos de importancia. Graciela nos anunció inesperadamente que se casaba, y a los treinta días lo hizo, sin darnos tiempo para escoger con calma su regalo de boda. Todas las cosas de aquella atolondrada eran lo mismo, y su marido, según parece, pensaba de la misma manera. En cuanto a su madre no tenía opinión propia: hacía siempre lo que deseaba la hija. Se casaron un sábado al mediodía, en la sala del juzgado, pues juzgaron molesta e innecesaria la ceremonia religiosa. No hubo, por lo tanto, invitados ni fiesta, mi padre y aquel Menéndez de la oficina firmaron el acta como testigos, y del juzgado se fueron los novios a una casita muy bien arreglada que alquilaron y donde ya estaba instalada la madre. Pedro Arturo tenía ahorros; era hombre ordenado, y acariciaba la ambición de hacer fortuna. Y desde el principio, los tres habían arreglado muy bien su vida conservando los jóvenes sus empleos, mientras la anciana tomaba a su carga los cuidados de la casa.

El segundo acontecimiento de importancia fue el noviazgo de Alicia, anunciado oficialmente la misma noche del matrimonio de Graciela. Hasta entonces sólo había habido asiduidades y ternezas por parte de Trebijo: cartuchos de bombones especiales, recibidos directamente de Italia, y flores cortadas para ella en la casa de recreo de Arroyo Naranjo. Alicia dejó de salir mucho antes de aceptar formalmente la solicitud de su enamorado: no iba al teatro sino cuando él iba, ni hizo visitas, ni pensó más en bailes, encontrando pretextos para excusarse, con el beneplácito de mamá y sin mencionar todavía a su pretendiente. Las cosas se llevaban, por consiguiente, con todo el ceremonial de costumbre. Pero yo sufría, de rechazo, las consecuencias del encierro, lo cual hacía crecer mi mal humor y mi sordo rencor hacia «el intruso», sobre todo en aquellos días, en que empezaba a vestirme de largo y me peinaba lo mismo que mi hermana Desde la noche en que mi hermana fue novia de Trebijo, los dos sillones, invertidos y juntos, se colocaban todas las tardes en un ángulo de la sala, en frente del otro donde mamá tenía la costumbre de sentarse a tejer sus interminables obras de lencería. Mi pobre madre estaba tan contenta como yo aburrida. Parecía querer más y tenerle otras consideraciones a mi hermana desde que estaba en camino de convertirse en una señora formal. Sin embargo, sus ojos no se descuidaban un instante, sorprendiendo el menor indicio que pudiera parecer inconveniente, y llamándole enseguida la atención a Alicia, con mucha dulzura.

—Mira, hija mía —le dijo una noche, después que se hubo retirado Trebijo—: cuando despidas mañana a tu novio, no pases de la línea que marca en el suelo la luz del recibidor.

Mi hermana quiso protestar.

—Pero, mamá, ¿qué tiene de malo…?

—Nada, hija. Sólo que no está bien. Haz lo que te digo. Alicia, un poco malhumorada, obedecía siempre.

Ahora se peinaba, por las tardes, con más cuidado que si se preparase para un baile, y no pensaba más que en el novio ni sabía hablar de otra cosa. Fue un curioso cambio operado en veinticuatro horas. La víspera del matrimonio de Graciela, Trebijo era el amigo predilecto, por el cual se sacrificaban gustosa mente las diversiones: al día siguiente era el novio con todos su derechos, hasta el de exigir de ella que fuera coqueta por agradarle. En la mente de Alicia, como en la de mamá, las idea debían de estar trazadas a cordel, como las calles de una ciudad nueva. En la mía también intentaban alinearse en la misma forma, a pesar «de mi defecto de pensar demasiado», como decía mi madre; porque hasta muchos años después, cuando la experiencia me ha hecho rectificar muchas de mis opiniones, no he estado en aptitud de fijarme en la curiosidad de ciertos detalles.

Por entonces no sentía sino fastidio. Como no podíamos salir ansiaba más que nunca las diversiones y los paseos. Y ni siquiera la lectura me distraía, como otras veces, porque las falsedades de los libros me irritaban, acabando por aumentar mi tedio. Afectaba una gran seriedad, un desencanto de mujer madura que desprecia los sueños y el romanticismo, y hablaba de las ilusiones como de algo infantil, con una convicción que a mí misma me hacía reír interiormente muchas veces.

—Vamos. ¡Gracias a Dios que vas sentado la cabeza! —me decía mamá satisfecha de lo juicioso de mi conducta.

Yo me sonreía melancólicamente por toda contestación, porque por aquel tiempo me divertía imaginado que tenía desgarrada el alma, que era casi una muerta y que mi familia tenía la incomprensible ceguedad de ignorarlo.

—Vamos a ver cuándo te toca casarte —me decía la madre de Graciela—, lo que no será difícil, porque estás muy linda.

Con voz muy dulce, muy musical, que procuraba arrancar lo más hondo de mis desengaños, le respondía:

—Yo estoy muy bien así, Juanita. Me quedaré para vestir santos.

Y me entretenía en deshojar modestamente alguna flor, símbolo de mis ideales, mientras la buena mujer; echaba a reír con la mejor gana.

Dejé de pensar en la hermana de mi futuro cuñado, que ya sabía que se llamaba Teresa y que era muy linda, no pudiendo explicarme cómo había podido interesarme por aquella pérdida. Empezaba a participar de los principios inflexibles de mi madre, que no era dura sino para condenar las faltas de las mujeres, y a comprender el sentido de aquellas palabras de mi tía Antonia: «Como pueden ser otras iguales a mí que no he besado a un hombre en mi vida». En esta nueva situación de mi espíritu renacían a veces mis antiguos y pasajeros rencores contra Graciela, como si fuese ella el ejemplo más cercano de impureza que contemplaron mis ojos. Me preguntaba, un poco escandalizada, a mí misma, cómo habría podido casarse sin que el marido sospechara… lo del otro. Y acababa enredándome un poco en aquellos misterios que no comprendía bien porque mis conocimientos, por más que entonces creyera otra cosa, eran, en realidad, muy limitados en las tales materias.

Lo mismo que me sucedía cuando era pequeña, mis malos pensamientos acerca de nuestra amiga más íntima me dejaban al corto rato un remordimiento en la conciencia. Pero no disminuía por eso aquel orgullo interior que experimentaba de ser mejor que ella y mejor que todas las que no pensaban como yo. Mi tía tenía razón: no podían ser iguales unas y otras. Me lo decía claramente la sociedad entera, los hombres mismos, que, aunque me miraban disimuladamente con ojos de codicia, tenían por lo menos el trabajo de disimular. En cambio, con otras muchachas menos serias se permitían bromas, que yo no permitiría más. Mis sentimientos de honestidad se afianzaban con aquella sanción pública y con el ejemplo de mamá, que ahora, lejos de: recatarse para hablar de ciertas cosas delante de nosotras, procuraba hacerlo muchas veces con el fin de que la oyéramos.

Una tarde se hablaba en casa del escándalo del día: una joven muy conocida, casada con un hombre que podía ser su abuelo, se había fugado del domicilio conyugal en compañía de su médico. Mi madre, que conocía a la dama, por estar hasta emparentada de un modo lejano con nuestra familia, y que había censurado mucho su matrimonio con el anciano, reprochaba duramente su actual conducta.

—Desde el principio —decía— figuré que ese matrimonio acabaría mal. Ella fue siempre muy coqueta; una verdadera loca. Se casó sólo para tener lujo y para brillar en sociedad… Sin embargo, es de buena familia y nunca hubiera creído que se atreviera a dar un escándalo semejante…

—La tentó el diablo, hija —dijo la madre de Graciela interrumpiéndola, con su acento siempre conciliador. Pero mamá, que no podía permitir de ningún modo el triunfo de Lucifer sobre un alma honrada, se exaltó de pronto.

—No me digas eso, Juana. ¡El diablo, el diablo! ¡Nada de diablos! Que son peor que las perras; peor que las perras de la calle… El diablo nos tienta a todas; ése es su oficio. Pero, ¿te tentó a ti cuando te quedaste viuda, joven, bonita, con dos hijos y en la miseria? Yo recuerdo aquella época como si hubiera sido ayer, y sé bien los trabajos que pasaste, sin que nadie pudiera decir de ti lo más mínimo… El diablo, ¿eh? Pues cuando una tiene la tentación, piensa en otra cosa o reza o se da una ducha fría… El diablo aquí son los trajes y los sombreros y los paseos y toda esa corrupción que se traen las mujeres de ahora… ¿Quién la mandó a casase con el viejo? ¿No lo hizo por su voluntad? Pues que se hubiera conformado con su suerte, que no era tan mala por cierto… ¿Quién ha visto que una mujer honrada ande fijándose en si su marido es joven o viejo, bonito o feo? Es su marido y basta: el que le dio Dios y el que eligió ella misma… Lo demás es lujuria y porquería, y no necesita el diablo mezclarse en ella para que dé sus frutos… como el que estamos viendo.

Doña Juana acabó por asentir, convencida por aquella elocuencia exaltada que se desbordaba como un torrente. Sin embargo, no pudiendo prescindir de su natural indulgencia encontró una frase ambigua.

—Tienes razón, Carmen —dijo—. Yo también pienso como tú en muchos casos. Pero a nosotras nos criaron de distinta manera que a las muchachas del día…

Mamá movía la cabeza negativamente, y la interrumpió de nuevo.

—Tampoco eso es así. Es cierto que antes había más severidad y más respeto pero ahí tienes a mis dos hijas… ¿Son de ahora, verdad? Victoria no ha cumplido aún diecisiete años… Pues yo apuesto la cabeza a que, casadas con viejos o con jóvenes, no son capaces de olvidar un instante sus deberes… Vaya, ¡ahí tienes otro caso! Y como ése, millares…

Desde el fondo de mi alma aprobaba con todas mis fuerzas las ideas de mamá, aunque no me atrevía a mezclarme en la conversación. Graciela no oyó una palabra de la misma, entretenida con su marido en el balcón, donde ambos se arrullaban como dos tórtolas.

Me explico el mal humor de mi tía que, obligada a vivir sola al lado de la dicha de los demás, acabó por hacerse perenne y producir en ella aquel genio bilioso y malévolo que la hacía enemiga de la humanidad.

Mi aislamiento en la casa, desde que Alicia sólo se ocupaba en el novio, me hubiera conducido a los mismos extremos si en lugar de ser una situación transitoria hubiera sido definitiva. Por eso «el intruso», causa única de todo aquel trastorno en mi familia y en mí misma, me inspiraba cada día una aversión más honda. Me molestaba su aire de superioridad, su pedantería; que lo impulsaba a considerar sus opiniones más acertadas que las de nadie. Tenía una manera peculiar de decirle a mamá: «¡Oh! No crea usted eso, señora», y una sonrisita de suficiencia que me mortificaba extraordinariamente. Alicia lo creía un genio. Mamá lo respetaba y lo quería, como quería y respetaba a todo lo que era autoritario y dogmático, por secreto espíritu de sumisión. Era muy atento con Alicia, de la cual estaba profundamente enamorado, pero le imponía siempre su capricho y la tiranizaba con dulzura. Le dictaba las modas, los colores de los vestidos y las formas del peinado, y la obligaba a salir de la sala y encerrarse en el interior de la casa cuando llegaban hombres de visita, siempre que no estuviese él presente. Mi hermana resultaba muchas veces grosera delante de los extraños con estas salidas inexplicables, pero cumplía escrupulosamente los deseos del novio, sin permitirse la más ligera variante. A mí también intentó, con cariñosas indicaciones, imponerme sus gustos; pero me rebelé desde el principio, y acabó por dejarme tranquila, aunque simulando no haberse dado cuenta de mi indocilidad. Le aborrecía también por estas tentativas de dominación y le achacaba todas las tristezas de mi soledad.

Eran tan complejas las palpitaciones de mi vida interna en aquellos días de ociosidad y de tedio, que me sería difícil reconstruir hoy el estado completo de mi ánimo de entonces. Desde niña, ciertos movimientos íntimos de mi naturaleza, que se producían espontáneamente en los órganos, sin causa externa aparente, me produjeron siempre un sentimiento de alarma y de vergüenza casi imposible de explicar. Ahora pasaba una parte de la vida previéndolos y evitándolas. Un roce o una emoción agradable los despertaban, llenándome de ira contra mí misma. Era como si una mano extraña e invisible se posara en mi cuerpo, mancillándolo. No creía gran cosa en el diablo, porque mi fe religiosa fue siempre un poco tibia, pero le atribuía con gusto aquellos malos ratos que pasaba. Mi cuerpo, completamente desarrollado ya, me inspiraba análogas repulsiones. Lo tocaba sólo para las más indispensables operaciones de limpieza, y procuraba verlo desnudo lo menos posible. Para conseguirlo me ingenié para cambiar la posición de un espejo del baño, sin participarle a nadie el motivo de la mudanza. Y sin embargo vestida, me contemplaba con gusto en la gran luna de nuestro cuarto y cuidaba mi cutis con tal esmero y con tales precauciones en la elección de cremas y de polvos, que Alicia se reía de mí llamándome maniática y presumida.

Esta obsesión y aquellos estremecimientos de una materia, llena de juventud y de vida se mezclaban a los otros sentimientos de celos, de angustias desconocidas y de miedo ante lo por venir que creaban el todo de mi personalidad en aquel tiempo. Una nueva «punzada», como hubiera dicho mi madre, si hubiese podido contemplarme por dentro. ¿Qué quería? ¿Qué anhelaba? ¿Qué hubiera podido satisfacerme por completo? Si me hubieran preguntado esto, en concreto, hubiese contestado con cualquier tontería: «que las gentes fuesen más perfectas», «que el mundo fuera mejor», «que yo fuese más feliz». ¿Acaso era desgraciada? No lo sabía, pero creía que no…

Afortunadamente las compras y el trabajo de la canastilla de Alicia vinieron a arrancarme pronto de aquel peligroso estado de conciencia creado por la inacción. A los cuatro meses de noviazgo cayó en mi casa como una bomba la declaración que hizo mi hermana una noche. Después de la partida de Trebijo de que éste querría casarse lo más pronto posible. Mamá y yo salimos al día siguiente a visitar almacenes de novedades y a contratar dos costureras para que trabajasen en nuestra casa. Desde entonces ésta se convirtió en un centro de actividad febril. Mamá escogía telas, consultaba diseños, elegía bordados y vigilaba el trabajo de las dos mujeres que habían convertido en taller el comedor. La transformación que produjo el trabajo en mi espíritu fue la confirmación más elocuente de la teoría que proclama la necesidad de una ocupación constante que distraiga a las mujeres, cualquiera que sea su edad. Tomé a mi cargo una buena parte de los bordados de sábanas y fundas, y me pasaba los días enteros inclinada sobre el bastidor, que me destrozaba la espalda y me consumía la vista. Mamá estaba radiante de satisfacción, y, a pesar de su naciente obesidad, que la molestaba un poco se movía activamente de un lado al otro, pareciéndole siempre que andábamos muy despacio. Mi padre y Gastón, aturdidos por la ola de trapos y encajes que ocupaban todas las sillas y por las conversaciones sobre las labores y modisturas en que nos enfrascábamos, almorzaban y comían de prisa y huían a la calle abandonándonos el campo.

Me quedé tranquila, con los nervios en calma y sólo predispuesta siempre contra mi futuro cuñado, a quien no podría querer aunque me lo propusiese con toda la fuerza de mi voluntad. No hubiera sido novia de un hombre semejante por todos los tesoros de la tierra. Una vez, sólo por sostener una opinión contraria a la suya, tomé la defensa de una pobre mujer, de quien hablaban los periódicos, muerta por su esposo al salir de la cárcel donde había estado recluido varios años. La conversación se había generalizado, por una broma de Gastón, que no había salido todavía, y Trebijo se mostró inexorable, declarando que aquella mujer no podía disponer de sí misma, aunque hubiera tenido que morirse de hambre, mientras viviera su esposo, en presidio o en cualquier parte. Mamá aprobaba con toda, su alma las ideas de su futuro yerno, que eran las suyas. Gastón, escéptico, sonreía, divertido con la discusión. Yo fui quien se colocó sola contra todos, tomando con calor la defensa de la desgraciada víctima. Y lo hice tan bien que mi madre tuvo que llamarme al orden, preguntándome qué entendía yo de aquellas cosas. Desde entonces se acrecentó mi rencor contra el «intruso» que se atrevió a reírse al oír la reprimenda.

¿Lo amaba realmente mi hermana? He ahí algo difícil de discernir. No creo que Alicia se entregara a cálculos aritméticos sobre la fortuna de Trebijo, antes de aceptar su amor; era; demasiado joven e indolente para eso. Mamá sí calculó, de seguro, y hasta es posible que el clásico: «te conviene» influyera con la fuerza de un mandato en la inclinación amorosa de la joven; pero en Alicia no hubo más —me atrevería a jurarlo— que esa pasiva necesidad de ser amada, esa certidumbre de que están hechas para ser algún día esposas y madres que lleva dócilmente al matrimonio a las nueve décimas partes de las mujeres. Mi hermana hacía lo que hacen todas las novias. Comíamos a las siete. A las siete y media iba a nuestro cuarto a terminar de vestirse, a empolvarse y a dar la última corrección a su tocado de la tarde. Y a las ocho menos cuarto, exactamente, ya estaba en el balcón sondeando con la mirada fija la penumbra de la calle y molestada por el foco eléctrico que había delante de la casa y que no la dejaba ver a mucha distancia el carruaje en que él venía. Después, mientras subía el novio la escalera, corría hacia la puerta del hall donde terminaba ésta, y allí esperaba unos segundos, sonriente, palpitante, apoyada en el marco… Un apretón de manos efusivo, y media vuelta de los dos hacia los sillones, donde habían de permanecer en continua charla a media voz hasta las diez de la noche, hora en que se repetía, a la inversa, la escena de la llegada. Si en esto consistía el amor, amor era. Pero tengo para mí que no era a Trebijo sino «al novio» a quien se dirigían estas solicitudes; es decir, que cualquier otro hombre hubiera gozado de los mismos privilegios, si ese otro hubiese llamado primero a las puertas de su corazón, despertando en éste el latente propósito de consagrarse a alguien que albergaba.

Graciela tampoco quería bien a mi futuro cuñado. Cuando estaba libre de su oficina, los sábados después de las doce, y los domingos, venía a ayudarnos a coser; pero no perdía ocasión de lanzar alguna sátira contra el novio, aun en presencia de Alicia, que se la toleraba y muchas veces seguía la broma. Graciela afirmaba que ella era mejor que él y que valía mucho más. Sobre esto opinábamos lo mismo; pero yo generalizaba un poco más y pensaba, aunque no lo decía, que era mejor que todos los hombres que había conocido hasta entonces.

Un sábado por la tarde la joven hizo un resumen, que pudiera llamarse «gráfico» de sus ideas, y la forma un poco naturalista que empleó, muy propia de su carácter, despertó en mí una especie de malestar o de desasosiego que no me era completamente desconocido. Estábamos en el cuarto. Alicia, menos cuidadosa de ocultarse que yo, cuando estaba entre mujeres, se ajustaba el corsé para probarse un traje, andando de un lado a otro de la habitación, como hacía siempre cuando estaba vistiéndose, y se detenía a menudo frente a la luna del espejo para contemplarse maquinalmente. Calzada ya, las medias de seda negra lucían con vivo contraste bajo la camisa blanca, que bajaba hasta las rodillas. El corsé, color salmón pálido, moldeaba delicadamente el talle y la maciza amplitud del busto, presto a desbordarse de la opresora armazón de seda y de bailenas. Así, a medio vestir, mi hermana parecía menos alta y más encantadora con la blancura de su carne y la mórbida redondez del cuello y de los brazos, donde no podría señalarse un defecto. Sus movimientos eran rítmicos, un poco inexpresivos tal vez, pero naturalmente bellos, sin sombra de ostentación ni de coquetería. Graciela y yo, a pesar de la costumbre de verla así, la contemplábamos con arrobamiento. Alicia no parecía fijarse en nosotras. Enganchando el último broche, comenzó a ajustarse las cintas con indolente lentitud delante del espejo, distribuyendo la presión gradualmente y presentándose de frente o de lado al reflejo de la luna, según iba tirando de los largos cordoncillos. Cuando anudó los dos extremos, después de dar dos vueltas al talle con el sobrante, se inclinó y fijó, una después de otra, las cuatro presillas de las ligas al borde de las medias. Y al incorporarse nuevamente quedó delante de nosotras, sonriente y cansada, como si acabara de realizar un gran esfuerzo, la seda tendida sobre la curva magnífica de las pantorrillas, el vientre recto, las caderas apenas dominadas por el corsé, y sobre las blondas de éste el seno y la garganta carnosos y frescos, teñidos por el ligero aflujo de sangre que provocaba la reciente presión del busto único detalle que no es posible admirar en las estatuas.

Graciela la miró, sonriendo con una expresión de malicia que le retozaba por todos los hoyuelos de la cara, y dijo de pronto:

—Alicia, ¿crees tú que daría el vejancón de tu novio por verte ahora así?

Mi hermana hizo un mohín de indiferencia mientras se volvía para fijar, frente al espejo, una de las grandes horquillas de carey que se había salido un poco de su peinado.

—¡Bah! ¡Nada! Tantas habrán visto…

—¿Tú crees…? Pues yo me figuro que no. Eres un bocado demasiado fino para su boca, y eso es lo que me apenas, palabra de honor. Tú eres una mujer hecha para las caricias de un príncipe, y tu novio, chica, perdóname que te lo diga, es demasiado prosaico…

—Pero a mí me gusta así…

—Además, es viejo para tu edad.

—¡Viejo! ¿De dónde has sacado eso? No tiene más que treinta y dos años.

—Para mí son viejos todos los que pasan de treinta… Pero ése es asunto tuyo. Lo que quería decirte es que a tu José Ignacio se le van los ojos cuando te ve. Lo he observado. Se le cae la baba, y si en este momento se presentara aquí tendríamos que huir tu hermana y yo… Daría cualquier cosa por estar escondida en el cuarto el día de la boda, cuando él vaya descubriendo una por una, todas las cosas buenas que tienes…

¡Vaya! ¡A que soy más capaz de hacer eso que tú de consentirlo!

Alicia se había probado, mientras tanto, la blusa nueva, y ahora, con la que iba a llevar esa tarde puesta ya, y sin abrochar, se pasaba la borla por el cuello y la nuca, levantando con la mano izquierda el pesado casco de sus cabellos de bronce. Se ruborizó un poco, y repuso, sin abandonar su ocupación:

—¡Eres una loca! Ya sé que serías capaz de eso y de mucho más; pero no verías nada: mi novio es un hombre muy juicioso.

Graciela se echó a reír. Se divertía mortificándola para provocar sus réplicas, siempre sosegadas y firmes. Sus ojos picarescos evocaban escenas, que tal vez le recordaban aquellas en que ella misma había sido actriz.

—Lo dudo —dijo con fingida ingenuidad—. Pero si no es todo lo juicioso que tú deseas ¿qué piensas hacerle en castigo?

A pesar mío, también yo seguía con la imaginación el vuelo de aquellas ideas que parecían danzar en el brillo de los ojos de mi amiga. Alicia se casaría, y por las tardes estaría así, a medio vestir al lado de su marido, que podría también acabarla de desnudar y… La malicia de las mujeres es contagiosa, y a pesar de mi propósito de apartar de mí ciertas ideas, me dejaba arrastrar hacia ellas esa tarde, con una especie de trepidación interior, encantadora y culpable. ¿Por qué lo más vergonzoso de la vida constituye el eje alrededor del cual giran eternamente nuestros sentimientos? La desnudez de Alicia había tenido la culpa de aquel despertar de mis viejas curiosidades que la rigidez de mi voluntad no conseguía dominar aquella vez.

Afortunadamente entró mamá indignada, llevando en la mano un lienzo cuadrado que agitaba en el aire como una bandera de ignominia.

—Mira; otra funda de almohadón perdida. ¡La marca al revés! Será menester que despidamos mañana a Justa, porque esto no puede seguir así.

Alicia, que se había puesto la falda y acababa de cerrar su blusa, guardando los alfileres entre los labios mientras iba prendiéndolos, se volvió, indulgente, y dijo con mucha calma:

—No te apures, mamá. Probaremos a deshacer el bordado. Esta salida dejó a mi madre estupefacta. Protestó airada.

—¡Magnífico! Para que queden los agujeros en la tela… Alicia, hija mía, el matrimonio te ha puesto boba. Lo único que hay que hacer con esto es botarlo o aprovechar lo que se pueda en otra cosa… Y lo peor es que el tiempo no nos sobra.

Nadie la contradijo, y salió refunfuñando, con la tela plegada sobre el brazo, para desahogar en otra parte su mal humor.

El encanto estaba roto; pero pasé el resto de la tarde disgustada y profundamente pensativa.