5
No fuimos directamente a La Habana, al acabarse la zafra, como había dicho Joaquín. Yo no conocía a mis padres políticos ni a la mayor parte de mis cuñados; y como teníamos que pasar forzosamente por Matanzas, acordamos detenernos allí una semana con la familia de mi marido. Entre ellos y yo no había habido sino cambio de retratos y de cumplidos. Mi suegra me llamaba «mi querida hija» en sus cartas dirigidas a mí, y me prodigaba los más cariñosos epítetos en las que escribía a Joaquín. No me era antipática, a juzgarla por su correspondencia. Tampoco por lo que sabía de su carácter, a pesar de que no ignoraba que era dominante y egoísta. ¿Qué queréis? Las simpatías y las aversiones son instintivas y desprovistas de fundamento la mayor parte de las veces, y, además, Georgina me había enseñado a no aborrecer a la autora de sus días, por lo menos conocida al través de sus descripciones.
Antes de abandonar el ingenio me entretuve en observar atentamente a mi cuñada, admirándome de que no experimentara pesar alguno al despedirse del escenario de su conquista. Tenía, en verdad, aquella chiquilla, un aplomo que me desconcertaba. El año anterior, cuando Joaquín y yo determinamos quedarnos en el ingenio durante el tiempo muerto, creí que ella no se resignaría a acompañarnos, toda vez que su presunto novio se iba al extranjero, y me equivoqué por completo. Ahora me pareció que se separaría de aquellos lugares con tristeza, y también me equivocaba. Hasta creí adivinar que estaba segura de su poder y que se complacía en ponerlo a prueba. No pude resistir al deseo de hablarle de aquello y le pregunté, en broma, la víspera de nuestra partida:
—Y tú, locuela, ¿no sientes ninguna emoción al dejar atrás a tu enamorado? Se encogió de hombros, muy risueña.
—¿Por qué? Si es de ley irá adonde yo esté; y si no lo es, ¿para qué quieres que me sirva ese posma?
En el mohín desdeñoso de su linda boca leí todo un curso de feminismo práctico, e involuntariamente recordé a Graciela, que también afectaba, cuando era soltera, aquella ligereza y aquel tono francamente despectivo al hablar de los hombres. Pero tuve que rectificar enseguida: Graciela era todo corazón, a pesar de su aparente frivolidad, y aun ésta sólo le servía para ocultar los verdaderos arranques de aquél. Su misma caída —si es que cayó— cuando era casi una niña seducida por aquel oficial del cuento, corroboraba este aserto; y su papel ulterior de esposa abnegada y amante hasta el delirio concluía de confirmarlo plenamente. Georgina, en cambio, calculadora, fría y egoísta, no se hubiera dado sin sólidas garantías, en uno y en otro caso. Su belleza, su juventud y sus gracias eran valores que tenían de antemano señalado el precio. Se acicalaba cuidadosa y delicadamente, concretándose al exterior, lo mismo que una gata alisa su pelo, y tenía todos los mimos complacientes de estos animalitos cuando deseaba agradar. Pero también, como las gatas, escondía uñas afiladas en estuches de terciopelo, según había tenido ocasión de ver las pocas veces en que Joaquín se había atrevido a contrariarla en mi presencia. Su aspecto felino era más completo cuando, frente al espejo, pasaba y repasaba suavemente la borla de los polvos por su cuello y sus mejillas, absorta en su contemplación e indiferente a cuanto no fuese ella misma. En esos instantes hubiera dado yo cualquier cosa por descifrar el misterio de su alma y a propósito de Georgina: no he visto jamás nada comparable en simpleza a la credulidad de los hombres, con respecto a nosotras, cuando somos sus más próximas allegadas. Joaquín consideró siempre a su hermana como una muchacha inocentona, a quien su propio candor perjudicaba en muchas ocasiones y a quien había que tratar a menudo como una chicuela. Decía algunas veces: «Esa bobalicona de Georgina», con la mayor inocencia del mundo. Yo me quedaba, con frecuencia, muda de asombro ante estas demostraciones de ceguedad, y me decía que, a pesar de su experiencia y de su malicia en otras cosas, los señores varones tienen, por lo general, acerca de las mujeres, idean bien singulares.
Me solía decir Georgina que su mamá se parecía a ella mucho más que lo que podía colegirse por el retrato, y, a pesar de esta afirmación me sorprendió tanto el parecido cuando la vi, que apenas pude dar crédito a mis ojos. Mi suegra era una mujer no muy alta, de talle erguido y de seno opulento, con la cabeza casi blanca, el cutis fresco, y bien cuidado, las manos y los dientes lindos y una manera peculiar de llevar las canas, mezcla de gravedad y de coquetería, que mostraba a las claras que su corazón no había dejado de ser joven. Era la misma Georgina, con la cabeza blanca, las caderas más anchas y la cintura menos delgada. En la estación, adonde fueron a esperarnos a la llegada del tren, me besó y me abrazó con verdadera efusión. Era alegre, viva y locuaz como una muchacha de veinte años. Su marido, al lado de ella, muy derecho también, con el bigote y la perilla canos y una franca sonrisa de bienvenida en los labios, esperó su turno, y cuando llegó éste, me besó a su vez en la frente con un beso que, aunque ceremonioso en demasía, me pareció mucho más sincero.
Examiné también a hurtadillas, pero no por eso menos atentamente, a este hombre de quien tamo había oído hablar con motivo de las contiendas domésticas que se desarrollaban bajo su techo. Antiguo jefe de estación, tenía el aire militar y la pulcra compostura de todos los viejos empleados de ferrocarriles, y llevaba vigorosamente sus setenta años, que pocas personas, al verlo, le hubieran atribuido. De un solo golpe de vista advertí su actitud digna y correcta, su pelo cortado al rape sobre la frente, su cuello y su pechera muy blancos, sus manos muy bien cuidadas y su calzado brillante; y me pareció singularmente bondadoso, bajo la rígida cubierta oficial que lo envolvía. En cuanto al traje, la americana abrochada hasta el cuello y la especie de gorrilla de corta visera, que conservaba en la mano, completaban el aspecto marcial de toda su persona. Quedé satisfecha de mi examen, y confieso que me sentí entre aquellas gentes mucho mejor que lo que había supuesto. Enseguida besé y abracé a toda la tribu, que se apretaba, atolondrada y curiosa, detrás de sus progenitores. Joaquín y su padre se saludaron a la inglesa, estrechándose larga y efusivamente las manos, como dos viejos amigos que se encuentran después de larga ausencia.
Por el camino, mientras nos dirigíamos a pie de la estación a la casa, volví a pensar en la estupidez de tratar de conocer a las personas por sus fotografías y por los relatos de los demás. Me había imaginado a mi madre política como una mujer seca, avinagrada y antipática, aunque buena moza todavía, y a su esposo como a un desgraciado sin voluntad y sin carácter, y me encontraba con una señora que tenía la alegre juventud de sus hijas y con un anciano cortés y robusto, de aspecto y modales de coronel retirado. Delante marchaba el grupo de los hijos —una verdadera escala de edades—, muy limpios por lo menos exteriormente: las hembras con sus ligeros vestidos claros y las medias muy estiradas por encima del calzado nuevo y lustroso, y los muchachos, sencillamente, mostrando las piernas desnudas y sus graciosas gorras de escolares. Me admiró el orden que revelaba aquella pulcritud de toda la familia, precisamente donde yo esperaba encontrar incuria, abandono y malos gestos que denunciasen la guerra sorda que los devoraba lentamente. Mi suegro, sobre todo, no tenía el aire de mártir que me había imaginado antes de conocerlo, Parecía orgulloso de la frescura de su mujer, de la que hablaba siempre en tono de galante deferencia, haciéndolo como si, después de veintisiete años de matrimonio, aún le complaciese mostrarse a las gentes como único dueño de aquella guapa hembra de cincuenta y dos otoños.
Caminábamos entre el bullicio de una charla incesante, sostenida por el viejo matrimonio y por los hijos, que se dirigían constantemente a Joaquín y a mí para festejarnos, y hablaban, a menudo, todos a la vez.
—¿No estuviste nunca antes en Matanzas?, me preguntó mi suegra, tuteándome desde el primer instante. Hice con la cabeza una señal negativa, y ella repuso, con un gesto displicente que le era familiar:
—Los alrededores son bonitos. No tanto como dicen, desde luego; pero se ven con gusto una vez. Te llevaremos al valle y a las cuevas, que es todo lo que hay que enseñar…
Georgina, que iba a tres pasos delante de nosotros, se volvió, al oírlo; palmoteando de alegría:
—¡Eso es! ¡A las cuevas! Estoy segura de que a Victoria le gustarán mucho…
Había enlazado con el brazo el talle de su hermana Susana, que tenía un año menos que ella, y se adelantaban a todos, hablándose ambas al oído y riendo frecuentemente, cual si tuvieran prisa en cambiar sus confidencias. Más delgada que ella, Susana se hacía visible a su lado por el contraste, pues era rubia y dulce, con un lindo rostro ovalado de muñeca y ojos rasgados de soñadora que parecían dos discos azules flotando en enigmáticos abismos de candor. El talle flexible de la jovencita se balanceaba al andar, con un delicioso ritmo, acomodándose al paso de su hermana, y su cuello se henchía, a cada momento, por las risas que jugueteaban en su garganta como trinos. Me parecía encantadora aquella chiquilla, la más interesante, sin duda, de todas mis cuñadas, y no me cansaba de mirarla.
—¿No es fea, verdad? —me dijo orgullosamente la madre, al observar la dirección de mis miradas.
—¡Oh, es muy linda!, le respondí con la mayor sinceridad mi suegra suspiró.
—E inteligente —añadió con una mezcla de satisfacción de tristeza, envolviéndola a su vez en una tierna mirada—. ¡Sí vieras cómo canta y toca el piano! En el colegio le da todos los años, y eso que nunca fue aplicada… Desgraciadamente, no hemos podido educarla como yo hubiera querido.
Volvió a suspirar, al concluir esta frase, dicha con tan honda amargura que vislumbré detrás de ella la herida que hasta entonces me habían ocultado y el primer indicio de la enconada vida de aquellos seres, que harto conocía de oídas.
Ya lanzada en su tema favorito era difícil que mi suegra se detuviera. Hizo, pues, una pausa y continuó, con voz vibrante por el despecho:
—Si hubiésemos tenido recursos, hace tiempo que ella hubiera entrado en el conservatorio y los otros estarían estudiando con formalidad; pero lo que gana su padre es un milagro que nos alcance para comer.
¡Y ahí tienes mi calvario, hija mía! Tener hijos y más hijos para no poderlos educar, me parece un crimen horrible… Yo sé que se habla de mí; que muchos tal vez me critican. ¡Me importa un bledo…! Cada cual sabe adónde le duele; y lo que puedo asegurarte es que si los papeles se hubiesen distribuido al revés, es decir, si yo fuera el hombre, no me asustaría el trabajo y sabría dónde encontrar el dinero para mi familia. Aludía sin rebozo al marido, y como alzaba la voz, volví instintivamente la cabeza, temerosa de que la oyera y se enfadase. Mi suegra vio el ademán y se encogió de hombros con indiferencia, como significando que para nada tenía en cuenta el que la oyese o dejara de oírla. Por su parte, mi padre político, que no había perdido, sin duda, una sola de sus palabras, no pareció inmutarse, y siguió charlando muy animadamente, cogido al brazo de Joaquín, a menos de media vara de nosotras.
Cuando nos detuvimos frente a la puerta por donde debíamos entrar, la madre de Joaquín y yo parecíamos excelentes amigas. La casa era grande y respiraba pobreza, a pesar del cuidado que se ponía en ocultar el deterioro de los muebles y la vejez de los adornos. La sala, dividida en dos por un tabique de madera, abandonaba su mayor porción a la oficina de telégrafos, quedando el resto convertido en un pasillo, especie de zaguán estrecho, que servía para dar entrada independiente a las habitaciones interiores. El verdadero salón de recibo era el primer cuarto, donde había un viejo piano de caoba y muebles antiguos, de respaldo en forma de medallón, con flores esculpidas en la madera y los fondos de rejilla de paja hundidos por el uso. Pero donde se reunía habitualmente la familia y se recibía a los íntimos era en el comedor, inmensa pieza rectangular que tenía un estrado y varios sillones en un extremo y en el otro la mesa de comer, el aparador y unas cuantas sillas de fabricación ordinaria. Atravesamos esa estancia para llegar al cuarto que nos habían destinado a Joaquín y a mí, que era el mejor de la casa. En las demás habitaciones, situadas en hilera en un solo lado de la casa, se amontonaban las estrechas camas de los muchachos, protegidas por mosquiteros blancos. El padre y la madre se refugiaron en el último aposento, al lado de la cocina, donde se guardaban ordinariamente los utensilios poco usados de la casa. En todos esos cuartos había una profusión de imágenes religiosas colgadas de las paredes y viejos lavabos de patas torneadas, con palanganas, jarrones y jaboneras de loza barata. En el nuestro, que era el que ocupaban habitualmente los dos esposos, se veía, además, en uno de los ángulos, un viejo altar con la figura moldeada en cera, de Nuestra Señora del Carmen, ante cuya urna de cristal ardían siempre dos velas y mostraban sus pétalos descoloridos grandes ramos de flores de papel. Era la devoción de mi suegra, que también se llamaba Carmen, y que se imponía así al respeta de todos, como si fuera una parte de ella misma lo que encerraba el pequeño altar.
Tuve que aceptar un puesto en la tertulia que a todas horas se formaba en el comedor, entre los chillidos de la cotorra, que se balanceaba en un aro pendiente del techo, y las disputas de los muchachos que se arrebataban los juguetes, prodigándose toda clase de injurias. La madre cosía y las niñas mayores aporreaban el piano, durante horas enteras, o se pulían las uñas con mucho esmero, frotándolas con distintas clases de polvos. Cuando estas ocupaciones concluían, iban de un lado para otro, tumbándose en todas las mecedoras y bostezando de fastidio, Las faldas se caían de las cinturas, arrastradas por el andar perezoso y lánguido. La madre no quería que hiciesen nada en la casa, para que no perdieran el matrimonio si llegaban a estropearse las manos. En cambio, por las tardes, cuando se aproximaba la hora de las visitas, el tiempo era siempre corto para distribuir armónicamente el colorete por las mejillas y para quitar de los cabellos los papelitos con que amoldaban artificialmente sus rizos durante todo el día. Me divertía observándolas de cerca, y pensaba que, entre todas, era sin disputa Georgina la más hacendosa. Cuando sonaban pasos en el pasillo, a horas en que todavía no estaban arregladas para presentarse, era de ver el tropel de sueltas chambras, de trajes demasiado transparentes y de cabezas cubiertas con rabos de papel de todos los matices, que huían a la carrera hacia las habitaciones interiores. El padre, que lo sabía y que casi siempre estaba en su oficina, se divertía muchas veces introduciendo de contrabando por la puerta de ésta a algún amigo de confianza, lo que le valía por lo general un diluvio de recriminaciones y aun de insultos, de los cuales el buen hombre no hacía el menor caso.
Poco a poco fui conociendo los detalles de aquella vida que tanta curiosidad me había inspirado desde mi casamiento con Joaquín. Mi suegra no se mordía la lengua para hablar de sí misma y de los suyos, y se manifestó, desde el primer día, pródiga en confidencias. Según ella, no se habían muerto ya de hambre gracias a que el Estado daba la casa y la luz, y a unas clases de telegrafía que su marido daba a los jóvenes aspirantes: ¡total, en conjunto, una miseria! Se había casado a los veinticinco años, tal vez un poco despechada al ver que su belleza no consiguió atraerle hasta entonces un buen partido, y aceptó el amor de un hombre de cuarenta y tres con la esperanza de que, siendo ya casi viejo su futuro esposo, no la importunarían los hijos en el matrimonio. El resultado se sabía: un parto cada año, y menos recursos cada día, pues Alvareda, por motivos difíciles de enumerar, había descendido en el escalafón y tenía entonces menos sueldo que cuando se casó y fue a desempeñar en Santa Clara una plaza de telegrafista del gobierno. Mi suegra afirmaba que sus hijos no tenían por qué purgar una falta que no era de ellos, puesto que nadie les había consultado antes de echarlos al mundo. Por eso no consentiría nunca en que las niñas trabajasen. Y se expresaba con dureza del egoísmo de los hombres, que son capaces de arar la tierra con las uñas cuando desean poseer a una mujer, y que piensan menos en ella que en el perro del vecino, después que han conseguido lo que ambicionaban…
—Al principio, fui boba, como todas, y no me defendí todo lo necesario. Pero ahora he aprendido a vivir. Que se reviente el hombre y que trabaje y que busque, puesto que para eso goza de otras ventajas. Por mi parte bastante he hecho con haber soportado mi suerte, como una burra de carga. Alvareda me sacó muy fresca y muy sana de mi casa, y ahora me ves hecha un adefesio y sin haberme divertido… ¿No se dio el gusto de tener todos los años un hijo? Pues que cargue con ellos y los atienda como es debido. No se les puede tener lástima, porque se apoltronan y acaban por burlarse de una. Yo se lo digo a todas horas: «Mis hijas tienen que vestirse decentemente, que ir al teatro y que presentarse de modo que no se rían de ellas, las pobrecitas…». ¡Si no lo hay; que lo busque! ¡Para eso es el macho!, y por cierto, que yo aleccionaré a las niñas para que no sean tan brutas como lo he sido yo…
La mañana en que me decía esto estaba furiosa porque el marido, lleno de apuros, se había negado en redondo a pagar dos guardapolvos, tres velos y un sombrerito de niña, que había encargado para nuestra excursión a las cuevas y que el dependiente del almacén se había vuelto a llevar. La escena había ocurrido una hora antes y fue harto borrascosa, terminando en que Alvareda, cansado de oírla gritar y no habiendo podido calmarla con buenas razones, se encogiera de hombros con mucha calma y, fuese a buscar en su oficina un refugio contra el chaparrón.
Intenté disculpar a mi suegro, con una frase trivial, por decir algo, y me atajó sonriendo con su mueca sarcástica de desencantada.
—¡Querer es poder, hija mía! ¡No encuentran porque no quieren, desengáñate! Son egoístas y prefieren que el mundo se hunda a dejar la tranquilidad de sus costumbres… ¡Claro! Cómo que ya obtuvieron de nosotras lo que deseaban, ¿qué les importa lo demás? Al principio, muchas zalamerías, muchos mimos, muchas adulaciones, y después… En fin, lo que te aseguro es que si hubiera tenido a los veinte años la experiencia que tengo ahora, me hubiese…
Se detuvo porque iba, sin duda, a decir una barbaridad. Las hijas intervinieron: lo hacían casi siempre, formando entre todas un coro de censuras contra el padre, y terminando, por lo general, con la afirmación de que ellas, por su parte, sabrían poner el remedio a tiempo cuando se casaran. Pero lo maravilloso para mí fue que, a la media hora, ya no se hablaba más que de un paseo que tenían en proyecto para aquella tarde, entregándose todas a los preparativos con la mayor alegría y como si nada hubiese sucedido. Mi mamá política, más animosa y más risueña que sus mismas hijas, daba el ejemplo y hacía, por sí sola, más ruido que todas las demás.
Ya antes había tenido ocasión de observar lo poco que duraban allí las más rudas tormentas. Aquellos seres, que vivían en perpetua guerra, lejos de odiarse, se amaban a su manera, con una especie de áspera ternura. En realidad no pensaban más que en divertirse, y esta excelente disposición de espíritu alejaba todo residuo rencoroso la tiranía de mi suegra llegó hasta a prohibir a su esposo el uso del tabaco, que resultaba muy costoso, y él no parecía menos feliz por eso. ¿Qué clase de gentes eran, que de tal modo sabían acomodar los ángulos entrantes y salientes de sus respectivos caracteres? No vi nunca enfadado a Alvareda, cuando la madre le lanzaba al rostro, sin consideración alguna, sus sarcasmos, y las hijas se reunían para increparle, todas a un tiempo, armando, a veces, una algarabía de mil demonios. Se reía de eso, a menudo un poco socarronamente, y dejaba que los instintos belicosos se gastaran por sí mismos, faltos de réplica me pareció adivinar que era feliz sólo con haber conquistado, para sí únicamente, una hermosa mujer que hubiese podido aspirar, por su belleza, a la mano de un potentado, y a la cual podía perdonarse mucho, a cambio del rico regalo de su persona. En la sencillez de su pasión tal vez creía haberla defraudado, al casarse con ella. Así, la única represalia que solía emplear contra las jugarretas de sus hijas consistía en hacerles saber irónicamente que no podrían resistir la comparación de sus cualidades en general con las de la madre, porque saldrían perdiendo mucho en ella.
—Cuando tengan veinticinco años —decía— estarán arrugadas, feas y horribles como unas verdaderas viejas. Todavía, si salen juntas, las gentes se fijan más en su madre que en ustedes. Y es que, en nuestro tiempo, las personas andábamos más sanas de cuerpo y de alma has muchachas acogían estas frases con un gesto burlesco hecho a sus espaldas, en tanto que la fresca jamona rara vez dejaba de recompensarlas con una mirada acariciadora de sus ojos por lo general esquivos. Algunas veces se valía él de este recurso en los momentos de crisis, y con frecuencia obtenía buenos resultados.
A los cinco días de encontrarme entre ellos estaba ahíta de diversiones y con un gran deseo de que transcurrieran las cuarenta y ocho horas que aún teníamos que permanecer allí. Salíamos casi siempre por la mañana y por la tarde, y todas las noches se bailaba en casa de mi suegro. No me atreví a rehusar las invitaciones de mis cuñadas, por temor a disgustarlas, pero me aburría extraordinariamente con todo lo que a ellas les gustaba. «Pensaba a la antigua», como decía Georgina, y tal vez por eso no me era posible aceptar sus costumbres. Sin poderlo remediar, padecía al ver cómo aquellas niñas destrozaban las ropas, tomando para andar en la casa el primer vestido que les caía en las manos y ensuciándolo o rompiéndolo sin el menor escrúpulo. Además, no eran limpias más que en lo visible, por lo que tuve que rectifica muchos de mis primeros juicios acerca de ellas. Por último, la lucha entre unas y otras era casi constante y acababa por aturdirme. Las más descuidadas cogían, sin reparo, los objetos de las hermanas y los usaban, armándose enseguida homéricas contiendas. Varias veces hicieron conmigo lo mismo, pero lo sufrí con calma, sabiendo que duraría poco el abuso.
La víspera de nuestra partida, Georgina recibió una carta, y supo arreglárselas de manera que se encontró a solas conmigo, a los pocos minutos de abrirla.
—¡Eh! ¿No te lo dije? —exclamó, mostrándome triunfalmente el sobre—. ¡Es de él! Me escribe y me anuncia que vendrá a verme. ¡No ha podido resistir más que cinco días! Decididamente no me voy a La Habana con ustedes. Llévense a Susana, que, de paso, podrá ir a su conservatorio. A mí me conviene más quedarme para redondear mi asunto. Y como no he tenido secretos para ti, quiero que, en pago me ayudes, siendo tú la que digas a mamá y a Joaquín que deseas que te acompañe Susana…
Se lo prometí, admirando, como siempre, su aplomo y astucia. En el fondo, no me desagradaba el llevarme a la figurilla de ojos de porcelana, por quien había experimentad cierto interés desde el primer momento. Y por la tarde, en la mesa, quedó acordado el nuevo plan, a gusto de todos. Sólo mi suegra, por el buen parecer, manifestó un ligero escrúpulo, diciendo:
—Lo siento por la pobre Georgina, que es mayor y se hubiera divertido mucho en La Habana…
—¡Oh, no, mamá! —se apresuró a replicar la avispada muchacha—. La Habana me aburriría. Prefiero quedarme aquí con ustedes.
¡Actriz asombrosa! Ni la voz, ni el gesto de una perfecta modestia, podían merecer el menor reproche. Subyugada por su arte no pude sustraerme al deseo de cambiar con ella una mirada de complicidad que nadie advirtió.
Antes de los postres, mi madre política aprovechó la conversación de nuestro viaje para desencadenar una vez más la tormenta sobre la cabeza de su esposo. Dijo a Joaquín que, al llegar a La Habana, debía mover algunas influencias para tratar de conseguirle a su padre un destino del gobierno, fuera del ramo de comunicaciones, que le permitiese vivir en la capital y con más holgura. Y añadió algunas lindezas, de las de ritual.
—Es preciso hacerlo así, porque él no se mueve —dijo con su aire despectivo—. Ni hace política, ni pide, ni deja su endemoniada apatía por nada de este mundo. ¡No he visto jamás un hombre semejante! Por eso lo posponen en su carrera y lo engañan y pasan por encima de él hasta los muchachos que entraron ayer en telégrafos. No creo que sea tan difícil arrimarse a un grupo político y conseguir otra clase de puesto, cuando tanta nulidad se ha encumbrado y goza de verdaderas canongías…
Mi suegro se encogió de hombros, sonriendo, y repuso, irónicamente:
—¡Claro! Y mucho menos difícil que, al día siguiente, me echaran a la calle para darle mi flamante destino a otro político más astuto. ¿No es eso?
Su acento tranquilo y lo razonable de su argumento exasperaron a la mujer, cuyos ojos despidieron llamas, a pesar del esfuerzo que hizo por contenerse delante de mí.
—¡Anda! —exclamó en un tono de indefinible desprecio—. No quiero decirte ahora lo que te mereces, por respeto a tus hijos. Pero da vergüenza lo que sucede aquí… No sé lo que hubiera sido de esta casa si, desde el principio, no hubiera sido yo quien llevase los pantalones.
Las niñas empezaban ya a murmurar entre dientes, por lo que Joaquín, viendo acercarse otra tempestad, intervino, invitándonos a ir todos al teatro esa noche, si éramos capaces de vestirnos enseguida. Por lo general llevaba la paz a los ánimos sacrificando el bolsillo, y rara vez dejaba de conseguirlo cuando lo intentaba. La buena señora se apaciguó en el acto.
—Si nos esperas —respondió con amable sonrisa— te aseguro que no tardamos ni diez minutos. Puedes sacar el reloj. ¿Cómo podían vivir así? Me fatigaba la mente el tratar de seguirlos al través de sus luchas, y contaba los minutos que aún me quedaban de estar entre ellos. Experimentaba la doble impaciencia de huir de aquella casa y de acercarme a los míos, a los cuales no había visto desde hacía dos años. Además, a pesar de los halagos que me prodigaban a pofía, adivinaba que yo era allí la «intrusa», como Trebijo fue para mí el «intruso», cuando lo vi por primera vez instalado en mi familia; tal vez más intrusa que mi cuñado, puesto que a mis parientes políticos les arrebató el casamiento de Joaquín una parte del dinero con que contaban mensualmente para sus gastos. Y era precisamente ese mismo dinero lo que, sin duda, los tornaba amables, obligándoles a disimular sus rencores, y lo que más me irritaba contra ellos, pues mi suegra se las arreglaba para saquear a su hijo de mil maneras distintas, mientras estuvimos en su casa, y yo temblaba por nuestros ahorros, que habíamos destinado ya a la compra de un solar para nuestra futura vivienda, y que el carácter demasiado débil de Joaquín ponía en peligro, al lado de la voracidad de los suyos.
No estuve, pues, tranquila hasta que al día siguiente, a las diez, me encontré en el tren y éste hubo partido, dejando atrás el grupo de blancos pañuelos que se agitaban sobre el andén.
Susana, muy seria, en frente de nosotros, se había enjugado, poco teatralmente, dos lágrimas. Yo no iba alegre, aun ansiaba abrazar a mis padres, sobre todo al pobre papá, que na gozaba de muy buena salud. La actitud de Joaquín me entristecía y me inquietaba. Creía que, al salir del ingenio, se encontraría; mejor, y aunque se distrajo un poco con los suyos, estaba más preocupado y más hosco al acercarse a La Habana. Por otra parte teníamos delante de nosotros el problema de crear nuevamente nuestro hogar. Mamá quería mudarse a una casa más amplia para que viviésemos juntas; pero Joaquín se opuso, y yo lo ayudé con cierta solapada intención, porque estaba resuelta a no dejarlo partir sin mí a Oriente y pensaba que se vería obligado a llevarme consigo ante el temor de dejarme completamente sola. Nuestro plan consistía, por lo tanto, en alquilar una vivienda pequeñita e independiente, lo más cerca posible de la de papá, y consultar más tarde a Pedro Arturo y aun a Graciela acerca del mejor lugar en que podríamos fabricar nuestra casita. Precisamente, en su última carta, mamá me hablaba de análogos proyectos. Mi padre quería vender nuestra vieja casa de Santa Clara, con el fin de adquirir un solar de esquina en la nueva ampliación del Vedado, hacia la calle Veintitrés. Aquello hizo volar nuestra imaginación en pos de nuevos proyectos. ¡Si pudiéramos fabricar dos casas, una al lado de la otra…! Parecíamos millonarios que se preparan a revisar planos y presupuestos, y sólo teníamos dos mil duros…
Al llegar a La Habana, nos esperaban en la estación mis padres, mi hermano, Graciela y su marido. Encontré a mi padre muy envejecido y a Gastón mucho más guapo. Por su parte Graciela, al separarse de mis brazos, no pudo contener su asombro:
—¡Qué hermosa estás, Victoria! ¡Casi el mismo cuerpo de Alicia! ¡Eres otra!
En efecto, el matrimonio y la vida en el campo habían aumentado mis carnes en una proporción que conocía bien por las veces que había tenido que dar por inservibles mis vestidos. En cambio, Graciela era poco más o menos la misma, a pesar de su nueva posición, que se advertía en su traje y en sus joyas, y pedro Arturo se mostraba como siempre, delgado, moreno y vivo, con su fealdad simpática de hombre inteligente y su movilidad de mico.
—¿Y Alicia? —le pregunté a mamá—. ¿Se tienen nuevas noticias?
—Volverá el mes que viene —repuso mi pobre madre, moviendo la cabeza tristemente—. No ha querido operarse lejos de nosotros; aunque dicen que tendrá que hacerlo de todas maneras, porque no sigue bien. Empezó entonces para Joaquín y para mí una vida de actividad física que no excluía por completo la mortificación producida por la idea fija que roía poco a poco nuestras existencias. El negocio de los solares adelantaba, y comenzamos a visitar repartos y a examinar planos y presupuestos. Pedro Arturo aprobó el proyecto de adquirir terrenos próximos a la calle veintitrés. No tardó mamá en asociarse a nuestros conciliábulos, llevando a ellos la plena representación de mi padre, que delegaba siempre en ella su jefatura en todo lo que se relacionaba directamente con el hogar. Graciela también deliberaba con nosotros. Pedro Arturo nos propuso que adquiriésemos los dos solares y nos prometió edificarlos a plazos, reconociendo a su favor una hipoteca sobre las nuevas propiedades y amortizándola mensualmente con el precio de los alquileres. Casi rico ya, no se contentaba con la venta de terrenos, sino que se proponía edificar a plazos pequeñas viviendas destinadas a los pobres, y acababa de organizar una compañía constructora de casas, de la cual era el presidente. Nosotros seríamos los primeros en utilizar las ventajas de esta compañía, y en atención a que Graciela era como de nuestra familia, se nos ofreció un contrato en condiciones excepcionales, que nos apresuramos a aceptar. El mal estuvo en que no fue posible encontrar los dos solares contiguos, y tuvimos que aceptarlos, a buen arreglo, con una faja intermedia que pertenecía ya a otra persona. Joaquín y yo adquirimos la costumbre de ir dos o tres veces por semana a pasear por aquellos sitios, deleitándonos en la contemplación de «nuestra propiedad», aun mucho antes de que estuvieran emplazados los cimientos.
Desde nuestra llegada nos instalamos en casa de mis padres aunque sólo por pocos días; pero como la casa que fabricábamos estaría lista antes de cuatro meses, determinamos quedarnos allí hasta que estuviese concluida. Nos habían preparado el cuartito de donde Alicia y yo salimos para casarnos, cada uno de cuyos rincones estaba, para mí, lleno de recuerdos. Esta resurrección de lo pasado se me ofrecía entonces como algo doblemente melancólico, puesto que no podía hacerme ilusiones respecto al amor de mi marido, a quien veía encerrarse más en sí mismo cada día y absorberse apasionadamente en todo lo que podía distraerlo de la obsesión de mi persona. Mi cerebro batallaba sin cesar, buscando en vano una salida a este laberinto de nuestros sentimiento; y cuando me quedaba sola en la casa, procuraba sumergirme en el mar de aquellos recuerdos, que me refrescaban el alma y me llenaban al mismo tiempo de tristeza. Uno de mis entretenimientos consistía en revolverle el cuarto a Gastón, como cuando éramos solteras Alicia y yo y nos encerrábamos allí llenas de curiosidad por averiguar los secretos de mi hermano. La habitación no había cambiado. En las paredes había banderines triangulares con nombres de universidades americanas y de sociedades deportivas, Yale, Columbia Atletics, entre trofeos y panoplias de todas clases. En un cajón del armario, cuya llave dejaba siempre en la cerradura, descubrí cartas, retratos de mujeres, flores secas y una liga azul, de bastante mal gusto por cierto. Pero una vez, al llevar un poco más lejos mis pesquisas, encontré un libro horripilante, con láminas. Tuve el cruel valor de examinar éstas y de leer algunos párrafos, y lo arrojé enseguida, con asco. Desde aquel día sentí cierta aversión por el cuarto, y no entré más en él, pensando que mi hermano era tan puerco y grosero como casi todos los hombres.
Joaquín salía ahora sólo la mayoría de las noches. Otras me invitaba y salíamos juntos. Íbamos al teatro o nos paseábamos por el Prado y por la explanada del malecón, acosados por el calor. Los días de moda se aglomeraban allí las gentes, mientras una doble fila de carruajes daba vueltas monótonamente alrededor y una banda de música tocaba en el feísimo templete que cierra la avenida por el lado del mar. Las mujeres, muy elegantes, se exhibían con aire lánguido de odaliscas. Los hombres miraban con cinismo, y algunos, conocedores de todas las paseantes que hacían de aquellos lugares su punto de reunión habitual, se fijaban en mí con cierto asombro, encontrando que era un nuevo ejemplar no clasificado en sus nomenclaturas. Por lo visto, tenía razón Graciela al elogiar mi hermosura: causaba impresión, sin que mi pobre marido advirtiera las miradas envidiosas que le dirigían. No me sentía halagada con esto, como otras veces, ahora que sabía exactamente lo que los hombres desean de una. Por el contrario, experimentaba algo de la antigua repugnancia con que acogía, cuando era soltera, los piropos callejeros. Y me complacía, al volver a casa, soñolienta y aburrida, en considerarme vieja ya, harto prematuramente, e incapaz de reaccionar ante ningún humano estímulo.
La llegada de Alicia vino a distraerme un tanto de la monotonía de estos sentimientos. Llegó precisamente el día en que se colocaron las primeras piedras de nuestras casas. No había perdido mucho de su hermosura, y estaba más bella con su palidez de marfil, sus grandes ojeras y el aire de cansancio que se notaba en toda su persona. Pensé que si hubiera sido coqueta hubiese sacado un gran partido de aquella interesante languidez que tan bien sentaba a sus naturales encantos. Encontré, en cambio, a mi cuñado más grueso, más satisfecho de sí mismo y hasta con mayor apariencia de juventud en el ancho rostro, como si el aire de los países del Norte hubiese renovado su sangre. Traían un automóvil, y mi hermana, cuyo ingenuo optimismo no decaía nunca, me habló de las excursiones que emprenderíamos juntas, a pesar de que los médicos de Europa le aconsejaron que no abusase de este ejercicio. Aquella noche, al regresar de su casa, Joaquín y yo nos quedamos en el balcón de la nuestra, huyéndole al calor horrible de las habitaciones interiores. Nos sentíamos un poco más alegres que de ordinario, él por la emoción de la fábrica empezada y yo por la llegada de mi hermana. Este doble estado de ánimo, muy propicio para la ternura, nos impulsaba a acercarnos el uno al otro, como hacía algún tiempo que no lo efectuábamos. Joaquín habló largamente del ideal de tener una casa, un nido propio, que estábamos Próximos a realizar. De pronto se detuvo, suspiró, y dijo después de una corta vacilación:
—¡Es lástima que la vida no sea nunca como uno la sueña! Con esa casa, que será un poco mayor que una caja de bombones, y con el cariño tuyo que yo había ambicionado, nadie sería hoy más feliz que yo.
Sentí que el reproche indirecto envuelto en estas palabras penetraba en mí como una hoja de acero, y repliqué, entre tierna y ofendida:
—¡Dios mío! ¿Dudas tú de que yo te quiera, Joaquín?
—Sí —respondió sin vacilar, con voz sorda y como a pesar suyo.
Hubo un momento de silencio, durante el cual nos miramos ansiosamente. Joaquín movió después la cabeza, y dijo:
—Sí; dudo que me quieras como yo a ti. Me quieres de otra manera… como si yo fuera tu hermano. Y yo no he podido cambiar la naturaleza de mi cariño hacia ti, como mi razón y mi amor propio me aconsejan… No he concebido nunca la entrega por deber. Desde niño he sido orgulloso: he querido recibir, en materia de sentimientos, lo mismo que doy. Por eso mi carácter nunca se amoldó bien a la manera de pensar de mi familia, y me llamaban sentimental y romántico… Tú eres la única mujer a quien he querido por encima de todas las cosas; y no puedes imaginarte lo que me hace sufrir el pensamiento de que te molesto, de que te fastidio, de que no sentirás nunca a mi lado el ansia inmensa de posesión que a mí me atormenta en cuanto te tengo cerca…
Su voz temblaba, como arrancada de la garganta por un supremo esfuerzo de la pasión. Me acerqué a él, profundamente conmovida ante aquella queja que él no había podido contener, y pasé con mucha dulzura mi brazo alrededor de su cuello.
—¡Oh, hijo! ¡Fastidiarme! ¡Molestarme! —protesté, en un sincero arranque de mi alma—. ¿De dónde sacas esas cosas? Tal vez no te comprenda bien; pero es que tampoco tú eres completamente explícito conmigo; y te entretienes en pensar atrocidades… Enséñame, dime lo que quieres que haga, muéstrame lo que deseas, y no sufras. ¡Yo no quiero que te apenes por mí!
Se secó la frente con el pañuelo, sonriendo tristemente.
—No, vida mía. Ya te lo dije otra vez: esas cosas ni se improvisan, ni se aprenden: nacen espontáneamente del corazón… o no existen… ¡Si tú supieras! Esta noche, al ver a tu hermana y a José Ignacio, he sentido envidia… Tal vez por eso te he hablado como acabo de hacerlo.
—¡Celoso! —exclamé, besándolo en ambas mejillas, como a un niño malhumorado por un capricho.
En mi conciencia renacieron de golpe todas las antiguas dudas. Me confesé que era cierto que lo quería con un cariño muy semejante al que le profesaba a Gastón; de ahí la confusión y la vergüenza que en ciertas ocasiones me producían sus caricias… ¿Era éste un verdadero crimen contra las leyes del amor, como él pretendía? En ese caso, con nuestro matrimonio se había realizado un error tremendo e irreparable que acabaría por envenenar la existencia de los dos. Fue aquélla una noche cruel, en que mi marido y yo, fingiendo dormir para engañarnos recíprocamente, permanecimos inmóviles uno al lado del otro casi hasta el alba, mientras nuestras mentes se dejaban abrasar por pensamientos devoradores.
Al día siguiente había tomado, por fin, una resolución: hablaría a Alicia y a Graciela claramente y sin ambages, dejando a un lado mis necios pudores, y procuraría que estuviesen las dos reunidas en el momento de la entrevista. Era viernes. No tendría más que esperar al domingo y tendría ocasión de hablar con ambas, sin moverme de casa. Estuve el sábado nerviosa y agitada, como si del paso que iba a dar dependiera una parte de mi vida. Era menester que supiese, sin ningún género de duda, si debía considerarme como una mujer incompleta, hecha de una materia distinta a la de las demás, y en tal caso Joaquín tendría razón, o si, por el contrario, mi marido perseguía algo que no era natural, y entonces el desequilibrio residía en él y no en mí. Llegué a pensar en una posible enfermedad, que un médico acaso podría remediar a tiempo… Y cuando me encontré a solas con mi hermana y con mi amiga, a la hora de vestirnos, abordé a esta última, casi brutalmente, con una pregunta directa y precisa que la hizo reír.
—¡Ésas tenemos! La niña, a los dos años de casada, no sabe todavía lo que experimenta una mujer con su marido… Hija mía, a ese paso me figuro que pensarás que el primer niño te lo mandarán de París en una cestita…
Alicia también se rió de mi salida y del trastorno que expresaba mi semblante al dirigirme tan inesperadamente a Graciela. Pero yo no estaba para bromas. Tenía como una rabiosa necesidad de acabar de una vez, e insistí en mis preguntas, indiferente ya a la vergüenza que me producía la confesión de mis miserias íntimas y de mi ignorancia, con tal de que las otras me revelasen su experiencia personal en aquel asunto. Graciela, un poco asombrada, repuso al fin:
—¡Claro, boba! ¿Crees tú que tengo la sangre de horchata? Si no fuera por esos momentos, serían muy difíciles de soportar las penas de la vida…
La respuesta, sin embargo, no me dejó satisfecha.
—No, hija; ésa no es la respuesta a mi pregunta. Óyeme bien: quiero saber si, en esos momentos de que hablas, tú sientes… de la misma manera que siente tu marido…
La joven, un poco encarnada ahora, sonreía, sin volver de su asombro.
—¡Claro que sí! ¿Cómo quieres que te lo diga? ¡Tanto como él y quizás más que él! Me atrevería a asegurar que mucho más, sin temor a equivocarme…
—¿Y tú? —dije, mirando a mi hermana con angustia. Alicia se turbó un momento, y pareció vacilar.
—¡Oh, hija! ¡Vaya un capricho el tuyo! Yo también siento; pero no como dice Graciela… Es como un vértigo, ¿sabes?, una excitación que no se acaba… En realidad mi goce consiste principalmente en ver a mi marido gozar, y en saber que soy yo quien le proporciona eso…
Entonces fue Graciela la que se encaró con ella. —¿Y nada más?, le preguntó, mirándola fijamente—. ¿Qué más quieres, chica? Yo no te niego que haya placer; lo que te digo es que las mujeres no lo sienten igual a los hombres. Yo, por ejemplo, al principio no experimentaba nada; tuve que aprender, que acostumbrarme…
Graciela acabó por encogerse de hombros, con un gesto irónico, y resumió su pensamiento en una sola frase:
—Hijas mías: son ustedes de mármol. El mal parece que es de familia.
¡De mármol! Lo mismo que me había dicho Joaquín una vez. Y Alicia era, a lo que parece, de mármol como yo, a pesar de que mi marido había envidiado la suerte del suyo… Después de aquel esfuerzo, como al final de todas las tentativas que había hecho para cambiar el curso natural de los acontecimientos, me quedé moralmente fatigada y como sumida en aquella especie de apático fatalismo en que se adormecían mis energías. Afortunadamente la casa que fabricábamos me distrajo, y alejaba también a mi marido de la preocupación que le invadía cuando estábamos solos y entregados a nosotros mismos. Desde que empezó la obra, íbamos todos los días a comprobar el progreso de los trabajos. Algunas veces nos acompañaba Susana; pero la joven prefería pasarse los días en casa de Alicia, buscando la alegría y la animación del prado y huyendo de la tristeza de nuestra morada y de la misantropía creciente de nuestros caracteres. Mamá, en cambio, no parecía advertir las nubes que se formaban, a dos pasos de ella, en el cielo de nuestra dicha. Tengo la seguridad de que para ella, acostumbrada a amar, obedecer y sufrir, siempre siguiendo la dirección de una línea recta, ciertos problemas psicológicos no existían, a juzgar por la perpetua serenidad de su alma.
Los dos meses que siguieron fueron, poco a poco, acercándome a un estado de intranquilidad y de sobresalto que los cuidados de la fabricación no lograban ya contrarrestar. Empecé a perder la esperanza de que Joaquín desistiera de su viaje a Oriente o de que, al menos, me llevara consigo. Lo más que pude obtener fue su promesa de que me permitiría ir a reunirme con él, si, después de estudiarlas cosas sobre el terreno, advertía que no era peligrosa mi estancia en aquellos lugares. Por lo demás, tampoco me quedaría con mis padres, sino en la casa nueva, pues sobre este punto mi marido tenía ideas de una extraordinaria firmeza y ni aun los celos, si los sentía, eran capaces de destruirlas. Mi plan, por consiguiente, fracasaba en toda la línea. Mamá propuso que, por lo menos, viviese con Susana y conmigo una «persona de respeto», y Joaquín, encontrando razonable el proyecto, autorizó para que buscase una a su gusto. Mientras tanto, yo veía acercarse el momento de la separación con una inquietud que muchas veces adquiría la forma imperiosa y punzante de un presentimiento.
Una tarde, al regresar de la calle, mamá nos dijo, sin tratar de ocultar su satisfacción:
—Ya tengo a la persona que buscábamos, y no puede pensarse en nada mejor.
—¿Quién es?, pregunté con cierta ansiedad.
—Julia Chávez.
Todos aprobaron con un ademán de absoluto asentimiento, y yo me sentí menos molesta por aquella elección que por cualquier otra.
Los días pasaron con abrumadora rapidez. Ahora solía: llorar, cuando nadie me veía, ocultando después, con el mayor cuidado, las huellas de mis lágrimas. Joaquín, en cambio, se mostraba cada vez más animoso. Su pasión por mí parecía transformarse en un afán de lucha, en un febril deseo de enriquecerse, que acababan por desorientar completamente mis pensamientos. ¿Me amaba todavía? ¿Empezaba a odiarme? Las más contradictorias alternativas son posibles en esas naturalezas concentradas en sí mismas, en las cuales la timidez acumula enormes fuerzas pasionales todos los días. Por aquel tiempo me poseía con más frialdad, y hablaba casi siempre de sus proyectos económicos. ¿Iba a ser sustituida por esa rival temible de las mujeres que se llama «la ambición»? Jamás creí que los celos pudieran llegar a atormentarme de esa manera, ni pensé que hicieran tanto daño.
Mi rencor recayó, sobre todo, en los ingenios, y en particular en ese lejano y misterioso central que iba a arrebatarme a mi marido. Me sabía de memoria los más pequeños detalles de su instalación, por haber oído cien veces las entusiasmadas descripciones de Joaquín. Se llamaba Central Fraternidad, y no pertenecía a una empresa anónima, sino a un particular, aristócrata y rico, que vivía, por lo general, en Europa, y apenas se dignaba venir a Cuba una vez cada cuatro o cinco años para dar un vistazo a sus propiedades. El propietario llegó a inspirarme el mismo odio que el central. Se llamaba don Fernando Sánchez del Arco, y aunque Joaquín no hablaba nunca de él sin prodigarle los más calurosos elogios, me complacía en imaginarlo vanidoso, tieso y antipático como un reyezuelo salvaje y en dejar crecer mis deseos de insultarlo a gritos.
Una noche soñé que Joaquín se separaba de mí para siempre y que moría allá, en la inhospitalaria soledad de la selva virgen donde estaba enclavado el ingenio, comido por las fieras y los mosquitos; y me desperté sollozando, abrazada a él, con tan convulsivos espasmos y tantas lágrimas que acabó por alarmarse seriamente y habló de ir a buscar a mamá y a Susana para que me cuidasen. Me calmé poco después, a fuerza de reflexiones y de caricias, pero quedé profundamente afectada, y le supliqué, casi de rodillas, que rompiese su compromiso con aquellas gentes, haciéndole saber que mi sueño era tal vez un aviso del cielo, que no era prudente desoír. No dormimos en el resto de la noche, y aunque Joaquín se burlaba cariñosamente de mi superstición y me renovó todas sus promesas anteriores, amanecí nerviosa y llena de secretas zozobras, sin poder sustraerme a la horrible impresión de aquella pesadilla. ¡Qué extraños mensajes suele enviar el destino a los seres a quienes amenazan sus rigores!