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Los que acabo de referir fueron los episodios más salientes de lo que he llamado primera parte de los últimos diez años de mi vida. La segunda se desarrolló en La Habana, precisamente en aquella casa que Joaquín le compró a mi cuñado, al lado de la que éste y Alicia vivían, y que Pedro Arturo se encargó de embellecer y amueblar con arreglo a nuestra nueva posición. Aquél era el puerto en donde anclaba por fin definitivamente nuestra nave, después de dilatado viaje y de haber sorteado terribles escollos.
Allí, como en la colonia, fui ante todo, madre, después esposa y finalmente hija. Estos tres sentimientos llegaron a distribuirse tan armónicamente en mi corazón que casi borraron la peligrosa personalidad de «mujer» de la cual se derivaron todos mis infortunios anteriores. Cada semana del desarrollo de mi hija me imponía un nuevo cuida o y me proporcionaba un placer diferente. No conozco nada semejante a esa angustia con que vemos correr al pequeño pedazo de nosotras mismas, temiendo que se caiga y se lastime, y al deleite de verlo contento, en ese mismo juego, y de sorprender en el niño una idea recientemente concebida, una travesura distinta a las otras; un nuevo progreso, en fin, de su inteligencia y de sus músculos. No quiero escribir sobre estas pequeñas emociones de las madres, porque llenaría volúmenes sin acabar de describir mi estado interno. Con mi Adrianita sola me bastaría para vivir, sin ambicionar nada mas hasta el fin de mis días. Desde que nació empezó a mostrar las tendencias del sexo: era más delicada que los varones de su edad, teína el carácter más dulce y sus movimientos eran menos vivos.
Después empezó a desenvolverse el instinto de agradar, la inconsciente coquetería de las posturas y los ademanes, la flexibilidad del cuerpo, la gracia de los saltos y las carreras, la mayor amplitud de la imaginación, aficionada a los cuentos, aun antes de entender bien el idioma, el gusto por los objetos limpios y los trajes vistosos… ¡Un mundo en miniatura, para absorberme en él y no sentir jamás ni el hastío ni el cansancio! Por eso no salía de casa, sino cuando, algunas tardes, daba un corto paseo en automóvil con Joaquín y con la niña. Él, en cambio, se pasaba el día entero en la calle o en la refinería de azúcar que había establecido en sociedad con Pedro Arturo, y por la noche iba al club o al teatro. No sentía celos; aunque estaba acostumbrada, en el campo, a tenerlo a mi lado constantemente, fuera de las horas de trabajo. Joaquín volvía siempre a casa como a un oasis de paz, y las mejores vibraciones de su alma eran a todas horas para nosotras.
Nuestras relaciones íntimas eran ahora más mecánicas y menos prolongadas, por más que la ternura se manifestase inalterable. A veces mi marido entraba en mi cuarto sin anunciarse y me sorprendía en un estado de semidesnudez, que no me cuidaba ya de ocultar; pero, por lo general, no paraba mientes en eso, vencido también por la fuerza de la costumbre, y se dirigía al objeto que iba a buscar o me hablaba con la misma tranquilidad que si estuviéramos uno frente al otro, sentados en un salón y vestidos de etiqueta. En muy pocas de aquellas ocasiones, su imaginación, excitada bruscamente, le sugería un capricho, una vuelta a sus antiguos tiempos de locura, mas estos arrebatos iban haciéndose cada vez menos frecuentes. Éramos ahora personas serias y reposadas, que teníamos importantes misiones que cumplir en la vida.
¿Le sucedería lo mismo a mi marido con las otras? Este pensamiento me asaltaba de vez en cuando, y la pregunta quedaba sin respuesta, pero la duda no dejaba ningún residuo de rencor en mi alma. Ya conocía a los hombres y sabía cómo sentían con respecto a nosotras. Y me venían a la memoria las ideas de Graciela: «Me basta con saber que no me cambiaría por ninguna. ¿A qué pedirle peras al olmo?». Mi carácter había ido variando paulatinamente, y algunas veces me sorprendía al encontrar en mí misma rasgos que se parecían a los de mamá, cuando era más joven. En lo que no me asemejaba, en la actualidad, a ella, era en la intolerancia, la fe absoluta en Dios y la creencia en una bondad innata en la humanidad. Mis faltas maduraron mi espíritu, poniéndolo de acuerdo, al fin, con la verdad de la vida. No era severa sino conmigo misma, como con un muchacho indócil cuyas antiguas travesuras se conocen bien y a quien se vigila continuamente. Las pocas veces que hablaba con un hombre que no fuese Pedro Arturo o uno de los de mi familia, me mostraba fría y seca, como Alicia; con la diferencia de que a mí no me lo imponía mi marido y que no me costaba el menor esfuerzo hacerlo así. Mis ternuras eran sólo para mi casa y para este miope bonachón y simpático de Joaquín, que, al avanzar en edad, se hacía conmigo más zalamero (tal vez porque tenía algunos pecadillos que hacerse perdonar), y cuya barba corta y rizosa empezaba a encanecer prematuramente. No sé si procediendo de este modo, algo melancólico y ligerísimamente amargo se movía en el fondo oscuro de mi alma; pero sí sé que, desde que tenía una hija, desviaba de mí con más facilidad el pensamiento, para fijarlo solamente en ella.
¿No se proyectaban también, sobre mis ideas, a la manera de grandes sombras bienhechoras, la presencia constante de mamá y el espectáculo de su dolor eterno? Por eso he hablado antes del fuerte trípode en que descansaba mi dicha de entonces. Austera, dulce y siempre erguida a pesar de su obesidad, mi madre me ofrecía el ejemplo de su vida, como una prueba muda de la necesidad de inmolación y de sacrificio que hay en el destino de todas las criaturas de nuestro sexo que viven bajo las leyes del mundo. Ella fue en toda su vida la encarnación del deber, lo mismo que ciertos soldados son la personificación de la disciplina. Una vez pensé si habría sido como Graciela y como yo en su juventud, y si al llegar yo a vieja, con el propio aire de imponente matrona, no me juzgaría mi hija, de idéntico modo al que yo empleaba para juzgarla a ella. Mis creencias se embrollaron un poco, y acabé rechazando el sacrílego pensamiento, con una sincera indignación. Tenía la seguridad de que mamá no había vivido jamás en el infierno de la pasión, porque si hubiese sido así habría aprendido a ser más benévola con la debilidad de los otros. Y recordaba su existencia valerosa, unida a la de papá mientras éste vivió, con una cohesión tan perfecta que no podría pensarse en uno sin evocar en el acto la imagen del otro. El deber, rígido e inflexible, les imponía esa fusión absoluta de sus almas, como les impone a los buenos sacerdotes el olvido de sus pasiones, al héroe el sacrificio de su vida y al mártir la indiferencia ante el dolor. Era el mandato de Dios y la sanción de los hombres, unidos en un haz formidable de voluntades, contra las cuales ninguna fuerza ni interna ni externa, podría rebelarse, impotentes todas contra el escudo de la fe. Y así treinta años, encerrados dentro de un molde rígido y uniforme. Y cuando, acaso en un instante de distracción de aquel Dios omnisciente o por un oculto designio suyo, el golpe rudo, inesperado e injusto había derribado a mi pobre padre, ante la atónita mirada de sus ojos de creyente, rompiendo lo que ella creía indestructible en su cándida apreciación de las cosas, quedó mamá, aturdida, anulada, incapaz de dirigirse a sí propia en la tierra y con los ojos del espíritu fijos en el cielo, donde al menos podía seguir manteniendo un secreto coloquio con el muerto amado; mientras la misma voz del deber la ordenaba vestirse de negro y llorar perpetuamente su viudez, con la propia inexorable energía con que antes le mandara amar, obedecer, educar y sufrir.
¡Pobre madre mía! A veces no se contentaba con esta lejana comunicación con el alma de papá, y cedía a la necesidad de exteriorizar su pena. Se detenía un momento delante de los juegos de Adrianita, y me decía en voz baja, con los ojos secos y la voz temblorosa:
—¡Lo que deseaba conocerla a ella cuando contemplaba su retrato! Se hubiera vuelto loco de alegría si la ve así…
Julia y nosotros la cuidábamos a porfía, agasajándola como a una niña y procurando hacerle olvidar un instante sus pesares; y ella, niña otra vez, después de la destrucción de su energía de esposa y de haber cumplido su misión de madre, se dejaba atender y acariciar, con una expresión de dulce agradecimiento, y solía decirnos conmovida:
—¡Ah! ¡Cómo procuran ustedes endulzarme lo que me queda de vida! ¡Y cómo debe agradecerles él, desde allá arriba, las atenciones que tienen con su pobre vieja!
Pero he dicho mal, al afirmar que su misión de madre estaba cumplida, a juicio de ella. Aún le preocupaba Gastón, que no acababa de casarse. Era comandante, estaba casi siempre de guarnición, lejos de nosotras, y se decía que tenía queridas. Para mamá eso de «tener queridas» significaba algo confuso y peligroso, que exponía a enfermedades, a venganzas y a hijos ilegítimos. ¿Cómo podría preferir un hombre a una cualquiera que había sido de muchos, en lugar de la esposa honrada y pura que sólo era de uno? Yo sentía frío en el corazón al pensar en aquella concepción simplista del mundo, conservada intacta en las postrimerías de la vida, y al advertir que había sido aplicada por la humanidad, a los códigos, la educación y las costumbres. Me enternecía, sin embargo, la ingenua fe de mi pobre madre. Ella resumía, a veces, su pensamiento acerca del hijo ausente con esta sola frase:
—No puedo morirme basta que Gastón se case.
La familia de mi marido asustaba a esta alma recta, que veía siempre con disgusto a mi suegra y a mis cuñadas. Felizmente venían poco a casa, arrebatadas perpetuamente por una vida de paseos y de fiestas, mientras el infeliz viejo, casi idiota ya por los años, quedaba arrinconado en la casa, como un trasto inservible. Susana sólo había estado una vez a vernos, por cumplido; Georgina, dos o tres; la madre y «las niñas» apenas tenían tiempo para nada. Me pareció que Mongo Lucas exhibía a su mujer como a una linda querida, y que ella lo idolatraba, con un cariño servil de perra castigada. Georgina, en cambio, dominaba completamente a su marido, que era un buen muchacho, un poco simple. Desde mi balcón los veía pasar en automóvil por el Prado, todos los días de moda. Iban muy elegantes las niñas, muy provocativas las dos casadas y la mamá radiante, como no la había visto nunca, fresco el cutis todavía bajo los cabellos ahora completamente blancos. Los grandes sombreros con plumas costosas, cuyas anchas alas proyectan sobre los lindos rostros una voluptuosa sombra, y los minúsculos sombreritos, de una pérfida sencillez, que dan al semblante de las jóvenes la expresión de una faz de pilluelo, parecían hechos ex profeso para aquellas locas encantadoras a cuyos ojos la vida era un jardín, en el cual las flores sólo esperaban a que lindas manos, como las de ellas, las cortasen. Pasaban envueltas en el humo de la esencia y el ruido de las bocinas, agitando, al verme, los abanicos, con un alegre saludo, y se perdían enseguida entre el torbellino del paseo, por la doble y anchurosa avenida, que invadía a esas horas un ardiente soplo de embriaguez. Graciela, que venía a verme con frecuencia, en compañía de sus dos niños, que habían nacido mientras estábamos en la colonia, me las mostraba al pasar, con una sonrisa de irónica indulgencia. «¡Saben vivir!, ¿verdad?». Alicia también se nos reunía, abriendo la puerta que habíamos hecho colocar entre los dos balcones para comunicarnos más fácilmente, y reíamos las tres, como en los buenos tiempos de nuestra juventud, cuando nos burlábamos de los paseantes domingueros desde nuestro pequeño balcón de la calle de Consulado.
Ahora desfilaban centenares, millares de Susanas y Georginas por aquel gran mercado de carne de mujer, abierto al aire libre. Nuestra ciudad, al civilizarse, se transformaba rápidamente. Una sed inmensa de amor y de oro henchía los corazones, mientras se alzaban palacios en todas las calles. Hombres y mujeres adquirían hábitos más libres y una alegre desenvoltura, que se hacía más provocativa bajo el sol brillantísimo del trópico. Las jóvenes, las mismas niñas, aprendían a mirar de un modo burlón y silencioso, que nada tenía que envidiar al de mis cuñadas. Su principal orgullo consistía en el peinado y en los pies, que cuidaban y calzaban con un refinado gusto. En menos de cinco años, las modas sucesivas puestas al servicio de la universal lujuria, habían desnudado, ante los ojos de los hombres, a todas las mujeres de la capital. Primero fueron los trajes Directorio, flotantes, transparentes y ligeramente abiertos por debajo; luego los corsés rectos, que proyectaban hacia atrás las caderas, y las faldas de telas vaporosas, ceñidas como mallas sobre la carne casi desprovista de ropa interior; y por último los talles cortos y las faldas bullonadas que ocultaban una parte del cuerpo, pero de tan poca longitud en ambas extremidades, que el seno, los brazos y las piernas se exhibían completamente, apenas disimulados los segundos bajo un tenue velo necesario que se ingeniaran los modistos para hacer compatibles ciertos vestidos con algunas miserias de la naturaleza; se prescribieron depilatorios para las axilas demasiado pobladas, y se recurría a procedimientos químicos para suprimir el sudor de estos lugares, ya que era imposible usar impermeables, como antes, pues hubieran ocultado lo que se quería mostrar. Los corsés ganaban hacia abajo lo que se acortaban por arriba. Era de mal gusto mostrar una cadera ancha y una redondez prominente. La idealidad del espíritu moderno se declaraba enemiga de esas groseras manifestaciones de la materia, y su paganismo se refugiaba en desnudeces más delicadas y más artísticas. Los hombres empujaban a las mujeres con su sensualismo siempre creciente, y éstas se dejaban arrastrar, encantadas de la libertad que se les confería. Y no resultaba mal aquel conjunto risueño y policromo de locuras y de apetitos, ya no disimulados, vistos desde un balcón a la hora melancólica de la tarde expirante. Su contemplación tenía el poder de sugerirme nuevas ideas todos los días y acababa de madurar mi alma.
Un día, de paseo en el Prado; me dijo Graciela, fijándose de cerca en mis cabellos:
—Chica, ¿es posible? ¡Ya tienes canas!
Me sonreí con dulzura, y repuse sin ningún pesar oculto:
—¿Y qué? Ya somos casi viejas. Yo he cumplido ya los treinta años…
Pasó un momento después el auto donde iban mi suegra y sus hijas, en compañía de dos petimetres. Los abanicos se agitaron en el aire, como alas de blancas palomas, mientras se alzaban gravemente los dos sombreros de los hombres. Graciela sonrió, a su vez, exclamando:
—Ahí tienes canas que no son indicio de vejez… La única pena de la buena señora y de las «niñas» consiste en que ese diablo de viejo chocho, que tienen en su casa, no acaba de morirse.