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El 28 de febrero de 1895 iba a cumplir once años. El año anterior me llevé todos los premios de nuestra clase, en el resumen final que hacía mi madre, el 31 de diciembre, de los trabajos hechos en los doce meses. Papá me entregó, con verdadera solemnidad, un volumen, lujosamente empastado, del Almacén de las señoritas, que era la principal recompensa y, además, me prometieron llevarme a La Habana, después de mi cumpleaños, y permitirme concurrir a un baile infantil de carnaval. En mes y medio no hablé sino del baile, y hasta olvidé por completo mis observaciones de la naturaleza.
En realidad, aquellas observaciones me fatigaban. Lo más que podía comprobar era que los animales resultaban tales como Graciela describía a los seres humanos, y esto no satisfacía, ni a medias siquiera, la natural ambición de mi espíritu. Mi conciencia, al abandonar las inocentes playas donde hubiera vivido todavía algún tiempo a no ser por Graciela, necesitaba un rumbo y una brújula, y los tuvo. Le debía a mi madre las ideas que llenaron aquel vacío moral, sin que ella supiese, naturalmente, que el tal vacío existiera. Algunas veces nos hablaba del alma y de la materia, y a la teoría de esta dualidad se amoldó mi mente, encontrando en ella la explicación de muchas cosas al parecer incomprensibles. Me complacía, por ejemplo, el achacarle a la materia todas las fealdades y las podredumbres de la vida y al alma todo lo que había en el mundo de bello, de armónico y de agradable. Los animales no tenían alma: eran toda materia, y esta circunstancia justificaba muchas de sus costumbres. Un paso más y llegaba a esta conclusión: el alma es de Dios, la materia, del diablo. Mamá era profundamente religiosa, aunque no practicaba con mucha frecuencia, y me infiltraba la sencillez de su fe. Mi pensamiento, no muy seguro de sí mismo, reposaba en estas ideas, que encerraban la clave para interpretarlo todo, sin ir demasiado lejos a buscar el significado de ciertos enigmas. Y como tenía la volubilidad propia de mis años, y no era más que simplemente curiosa, con satisfacer de cualquier manera esa curiosidad quedaba tranquila por completo.
El baile me tenía casi trastornada. No había visto sino desde la calle y durante algunos minutos las salas llenas de luz y de flores, donde daban vueltas, al compás de la música, muchas parejas enlazadas. En mi imaginación exaltada, el que iba a presenciar adquiría proporciones fantásticas. Alicia sonreían casi maternalmente, al oírme hablar de lo que íbamos a divertirnos, y Gastón se burlaba llamándome «guajira» y cursi, que no sabría qué hacer cuando estuviera en el salón. Desgraciadamente aquel apasionado anhelo, el primero de mi vida, no habría de verse satisfecho. Cuatro días antes de mi cumpleaños empezó la guerra. Mi padre frunció las cejas al leer la noticia en los periódicos. Recordaba las privaciones y las angustias que había sufrido en aquella otra del 68, que duró diez años y que había consumado la ruina de su familia y la muerte de sus padres y de tres hermanos. Delante de él era imposible hablar de revoluciones sin verlo palidecer y cubrirse su semblante con un velo sombrío. No era posible, pues, pensar en bailes ante aquella nerviosa angustia que se traducía en largos silencios y agitados paseos por la casa, con las manos en los bolsillos del pantalón. Lloré, sin que me vieran, la muerte de mis ilusiones, y durante muchos días estuve triste, aunque no me atrevía a quejarme, más afectada por el dolor de papá que por mi propia pena. Mamá se dirigía a mi razón:
—Tú ves cómo está tu pobre padre, hijita. Ya tú eres casi una mujer y puedes darte cuenta de las cosas. Que no te vea llorosa ni de mal humor. Cuando la guerra se acabe, que se acabará pronto, iremos, no a uno sino a varios bailes. ¡Yo te lo prometo!
Aquella frase, «yo te lo prometo», encerraba un poema en labios de mi madre. Cuando ella decía: «Yo te lo prometo» daba a las palabras el énfasis de un compromiso formal, de una seguridad solemne y definitiva, que debía dar por terminadas todas las controversias. Podía confiarse ciegamente en la promesa así empeñada, y la esperanza me reanimaba. Además, la guerra había traído una ligera relajación de la disciplina a que vivíamos sujetos. Estudiábamos menos y jugábamos más. Papá no iba todas las mañanas a su finca, como antes, y desatendía un poco sus negocios de la Audiencia. Prefería quedarse en casa, abstraído en sus meditaciones o leyendo los periódicos, que devoraba con verdadera avidez. En esos días mamá se quedaba junto a él; no había clase, y nos pasábamos a veces horas enteras sin que viniese a ver lo que estábamos haciendo. La tía Antonia, más hosca y gruñona que nunca, se encerraba en su cuarto, donde sostenía conversaciones con sus gatos y su cotorra, como si fuesen personas, y nos abandonaba en la arboleda, que nos parecía más nuestra y más agradable al pensar que nadie nos vigilaba. Era aquella libertad como una especie de compensación a la pérdida del carnaval y del baile. Gastón subía a los árboles a coger nidos o uncía grandes lagartijas a un carrito que había hecho. Cuando se mostraban indóciles sus cabalgaduras o él se aburría del juego, las separaba del carrito y las perseguía, destripándolas a pedradas, a pesar de mis protestas y de las de Alicia. Nos faltaba el columpio, que se había roto, pero lo sustituíamos con nuevas invenciones cada día. Mi hermana no tomaba parte en todas nuestras travesuras. Había crecido mucho, y tenía una formalidad de mujercita que la obligaba a intervenir muchas veces para reprendernos. Sin embargo, creo que también experimentaba como Gastón y yo, el goce de no tener quien observase lo que hacíamos.
Un día estuvimos a punto de provocar una grave perturbación doméstica. Se le ocurrió a Gastón amarrar una lata al rabo de una de las gatas de mi tía, y el pobre animal, que no estaba habituado a que lo trataran de ese modo, huyó hacia el cuarto de su dueña arrastrando su carga entre saltos y bufidos. La anciana cayó en medio de nosotros, furiosa como si lo que acababa de suceder fuera el mayor ultraje que podía recibir su gruesa persona, llena de carnosidades y de arrugas. Ordinariamente no era dulce en su trato; pero aquella vez, perdida por completo la serenidad, intentó pegarle a Gastón, con un palo que cogió del suelo, y nos dijo o tales cosas que Alicia y yo nos echamos a llorar desoladamente. Mi madre intervino, riñendo a Gastón; mas la tía Antonia, sin darse por satisfecha, continuó colmándonos de improperios, convulsa y con los ojos saltándosele de sus órbitas. Entonces mamá, un poco molesta, se encaró con ella. Vamos, Antonia; ésa no es manera de dirigirse a unos niños. Parece mentira que por un gato armes ese escándalo… La solterona envolvió a mi madre en una mirada terrible, y en el paroxismo de la cólera dejó ver todo el fondo de su alma saturada de hiel.
—¡No quiero que se toque a mis animales, lo oyes! Si es necesario me, iré de aquí, pero no permito siquiera que los miren… ¡Esa gata es mejor que ellos! ¡Vale más que los tres juntos! ¡Para que lo sepas de una vez! Quiero a mis animales, porque ellos son mi única familia, y no consiento salvajadas con ellos.
¡Mi única familia! ¿Me entiendes bien? De ellos no he recibido ni recibiré nunca desengaños… Si no lo sabías, ahora lo saben tú y tus hijos… Enseguida arreglaré mis cosas y me iré de esta casa…
Su furia se deshizo en una crisis nerviosa, con gemidos y grandes estremecimientos. Fue necesario desabrocharla, hacerle aspirar sales y darle mucho tiempo aire con un abanico. Alicia, Gastón y yo estábamos consternados. En tres días no jugamos en la arboleda. La tía no habló más de marcharse, pero estuvo una semana sin dirigirle a nadie la palabra y encerrada a cal y canto en su habitación, adonde le llevaban la comida por orden de mamá, que sabía que aquellos arrebatos le duraban siempre un número determinado de días.
La vi aquel día tal como era: dura, egoísta y amargada por la cruel soledad de su vida, privada de verdaderos afectos. Ni mis hermanos ni yo le profesábamos mucho cariño; pero lo que no sabía y adiviné en las pocas palabras que se cruzaron entre mi madre y ella fue la tirantez oculta que las separaba y que dio a las palabras de una y otra una singular acritud. Tengo la seguridad de que, si mamá se contentó con dirigirle un ligero reproche, fue por consideración a mi padre, de cuya familia era mi tía, y por evitar un escándalo. Pero a menudo, antes y después de la escena que he descrito, se miraban con fugaces destellos de rencor en los ojos, y se dirigían indirectamente agrias alusiones, en medio de la dulzura aparente de la conversación.
Desde aquel día nuestros juegos en la arboleda fueron menos tumultuosos: Gastón estuvo una semana castigado, sin reunirse con nosotras, y el recuerdo de sus horas de cautiverio, lo hizo más prudente en lo sucesivo. Graciela venía algunas veces a casa, y como la vigilancia no era tan severa, tuve oportunidad de aprender con ella muchas cosas; pero lejos de aprovecharlas como hubiera hecho antes, evadía sus confidencias, hostil a todo lo que pudiera llegarme de los vergonzosos, misterios de la vida. Tenía ahora un pudor íntimo y salvaje, una predisposición de la conciencia contra todo lo que pareciese sospechoso de suciedad, que me hacía enrojecer frecuentemente delante de las cosas más nimias; algo parecido a aquel arrebato que me acometía cuando Gastón intentaba hablarme del parto de la gata. Mi sed de saber, mis curiosidades malsanas habían culminado en pocos meses, en este obstinado anhelo de «no saben». Lo que no era diáfano y claro, lo que no podía decirse a voces delante de todo el mundo pertenecía a los dominios del pecado. Entonces saboreé por primera vez el acre placer de ser mejor que las otras, que sostiene a tantas mujeres en la virtud: me creía mejor que Graciela, y me sentía interiormente orgullosa de esta superioridad. Algunas veces mi orgullo se transformaba en un poco de rencor contra la alegre chiquilla que había desflorado los más albos sentimientos de mi alma, y no podía prescindir de hacer partícipe a mamá de mis confidencias.
—Mamá, Graciela es un poco loca, ¿verdad? A veces me aburre hablar mucho rato con ella.
Pero mi madre, que quería entrañablemente a aquella muchacha, aunque desconfiaba bastante de la bondad de sus ejemplos, me replicaba:
—No, hija mía. Graciela es muy buena. Te parece un poco atolondrada, porque su madre la ha dejado siempre en una libertad que en nada la favorece; pero tiene un fondo excelente.
Después de una de estas bondadosas explicaciones me sentía siempre un poco avergonzada de mi pueril deseo de emulación que acababa por empujarme a cometer una especie de deslealtad con mi amiguita.
Unos tres meses después del penoso incidente provocado por la broma de mi hermano con la gata de la tía Antonia, escuché de labios de ésta una afirmación que prueba hasta qué punto es fuerte en el corazón de la mujer este espíritu de emulación que por sí solo basta para explicar la virtud, como explica el heroísmo y la santidad en los hombres. Precisamente estaba ese día Graciela en casa, y su mamá, la mía, otra señora y mi tía, hablaban en la saleta de comer, mientras la criada preparaba una limonada, pues hacía un horrible calor. Entré en la saleta a tomar agua, y me detuve en la puerta, sorprendida por las palabras que escuché. Sin duda se refería a alguna mujer, cuyo nombre no había oído, porque, en el momento de entrar yo, la mamá de Graciela decía, con su expresión bonachona y tolerante de siempre:
—Yo, hija, disculpo muchas cosas y no hablo mal de ella, porque he visto tanto en la vida…
Mi tía, que bordaba en silencio en frente de ella, suspendió el trabajo, como impulsada por un resorte; puso su labor sobre el regazo, la miró un momento fijamente y dijo con acento vibrante y agresivo:
—¡Pues yo sí hablo! No admito que otras puedan ser iguales a mí, que nunca besé a un hombre, ni siquiera con el pensamiento, y he llegado a los sesenta y cinco años sin que nadie pueda vanagloriarse de haberme tocado la punta de los dedos. En eso…
Se interrumpió ante un vivo ademán de mamá, indicándole que yo escuchaba, y volvió a su labor, murmurando entre dientes:
—¡En eso sí que no transijo!
Escapé hacia el patio, sin tomar el agua, y oí que Graciela, que me seguía y había escuchado, como yo, las últimas palabras, exclamaba, riendo burlonamente:
—¡Tiene gracia! No sé quién iba a tener el mal gusto de besar a semejante hipopótamo.
En el mes de julio empezó a hablarse en casa de la conveniencia de abandonar el país. Mi padre, más taciturno que nunca, empezaba a dar muestras frecuentes de una intensa inquietud. El negro Patricio huyó una noche al monte para reunirse con los insurrectos, y a los pocos días desapareció el único hermano de Graciela, con tan mala suerte que lo prendieron al salir, muriendo de fiebre en una fortaleza algunos meses después. Vivíamos en constante zozobra. La ciudad, tranquila hasta entonces, empezaba a animarse con las escenas de una actividad militar incipiente. Llegaban y salían trenes con soldados y se veían oficiales en las calles a todas horas. Entre tanto, Alicia crecía, se redondeaba, adquiría aire y modales de señorita, con la falda a media pierna y el seno que empezaba a abultarse. Las desgracias de nuestra familia, la preocupación de papá y la posibilidad de tener que emigrar, maduraban su alma antes de tiempo, tornándola más formal y más reflexiva que de costumbre. A veces, al acostarnos. Veía sus formas al través de la transparencia de la camisa, y la envidiaba ligeramente. Quería crecer, convertirse en una persona mayor y que me escucharan en las conversaciones, como comenzaban a hacer con mi hermana. Aquélla fue la nueva pasión que se apoderó de mi alma. Me miraba al espejo y estiraba mi vestido para contemplar mi seno, liso como una tabla todavía, con la rabia de no verlo hincharse y crecer como el suyo. Y al salir Alicia del cuarto, me probaba sus corsés rellenándolos con trapos, para calcular, poco más o menos, cómo luciría cuando la naturaleza me otorgara los mismos dones…
El principal obstáculo para nuestro viaje, si llegábamos a decidirlo, era mi tía Antonia. Se negó obstinadamente a acompañarnos, y era difícil encontrar dónde alojarla porque nadie la quería en su casa, de tal modo se le temía a su carácter y a los animales que no dejaría por nada del mundo. Ella tenía una pequeña renta que le permitía vivir modestamente, sin ser gravosa; pero nuestras amistades la conocían demasiado para aceptar la peligrosa carga de su compañía.
Mi tía no era mala, y su trato resultaba casi agradable cuando estaba de buen humor; más esto acaecía pocas veces, teniendo, en cambio, la variabilidad de carácter de todos los maniáticos en quienes las fluctuaciones de la conciencia no dependen de causas externas, sino interiores. Inesperadamente, una tarde quedó resuelto el conflicto: la tía Antonia iría a casa de la madre de Graciela, que estaba en una situación difícil después de la prisión de su hijo y a quien la ayuda pecuniaria de la solterona no vendría mal en aquellos momentos. Era quizás la única persona en el mundo capaz de hacerse cargo de una misión semejante.
En mi semiinconsciencia de chiquilla, donde la imaginación imperaba subordinándolo todo al capricho de sus vuelos fantásticos, aquel viaje por el mar, a países desconocidos, me encantaba. Estaba triste cuando veía el pesar y la duda reflejados en el semblante de papá, y saltaba enseguida de júbilo pensando en que dentro de poco tiempo nos embarcaríamos. Hubiera deseado hablar mucho con Graciela de vapores, de hoteles y de trajes de invierno, porque Alicia no mostraba mucho entusiasmo por el viaje y apenas me atendía cuando le trataba de estos asuntos. Pero la pobre Graciela había cambiado mucho después de la desgracia de su hermano. Estaba desconocida la traviesa muchacha. También ella crecía y se redondeaba, adquiriendo tentadores contornos, y aun su belleza asumía un nuevo encanto con la expresión de melancolía que velaba el brillo de sus ardientes ojos oscuros; mas lo que ganaba su exterior, siempre interesante, lo perdía la gracia de su charla. Gastón rondaba en torno de ella, como de costumbre, enamorado hasta dejar caerla baba y tímido ante sus bromas como un mentecato. Pero la niña no se burlaba ya de él como otras veces, llamándole idiota, pollo zancudo y otras lindezas, y sacándole desde lejos la lengua con el despectivo mohín de su linda boca. Ahora tenía ella otro aire y otras maneras. Y es que su coquetería inagotable se plegaba fácilmente al grave papel que las circunstancias le imponían, y sacaba partido de la seriedad y la tristeza, como antes lo sacaba del aturdimiento y la alegría.
—¡Qué feliz eres, chica, al poder embarcarte! —me decía con lánguida expresión de ensueño—. Seguramente hay cosas muy lindas en el mundo… Pero ya sabes: mamá y yo no podemos pensar en eso… Nos quedaremos aquí, y suceda lo que Dios quiera…
Ponía cara de mártir al resumir de este modo su resignación ante el mandato del destino. ¡Era inimitable aquella chiquilla! Aunque todavía no se hablaba de lugares ni de fecha, nuestra partida estaba resuelta en principio. Mi padre tenía, sin embargo, poderosos motivos para aplazarla. La guerra había estallado cuando una zafra tocaba a su término. Todavía podría efectuarse la otra, la que iba a dar comienzo en diciembre. La caña valía algunos miles de pesos, si llegaba a molerse, pero abandonada se perdería totalmente. Para un viaje inmediato, no había, pues, más que los pequeños ahorros de mi padre y el valor de algunas prendas de mi madre, estando toda nuestra modesta fortuna representada en aquella caña. Por un momento pensó papá que nos embarcásemos nosotros, mientras él se quedaba el tiempo necesario para liquidar los negocios; pero mi madre se opuso con tan enérgica resolución, que no volvió a hablar de este proyecto. En aquellos instantes de prueba fue cuando la calma valerosa de mamá alegó a los límites de lo sublime. Había adquirido su rostro hasta un aire de resolución que no le conocíamos. ¿Que no había dinero? ¡Bueno! Con dos brazos y dos manos nadie se moría de hambre en ninguna parte del mundo. Lo esencial era estar saludables y todos reunidos. De este modo, si la casa había de derrumbarse nos aplastaría a todos juntos. Al lado de aquella compañera animosa, el espíritu del pobre papá se reanimaba algunas veces y llegaba a sonreír. A veces, avergonzado de su debilidad, solía decirle, a manera de elogio:
—¡Soy un badulaque! No sé qué hubiera sido de mí si no llego a casarme contigo.
Para mí lo esencial era que nos iríamos al fin. Pensaba en eso constantemente y con el mismo apasionamiento con que antes había acariciado la idea del baile aun cuando casi nunca hablase a nadie de mis sueños. En casa se trataba algunas veces de trajes y de modas de invierno, que serían indispensables para el viaje. Yo también cogía las revistas de moda de mamá y las devoraba en un rincón, cuando nadie me veía. Así me pasaba largas horas, entretenida y silenciosa. Las cintas y los trapos me habían atraído siempre con una seducción irresistible; pero en aquellos días de fiebre mi pasión se convertía en una verdadera voluptuosidad ante los modelos pintados, que de antemano sabía que no iban a confeccionarme nunca. Viendo un vestido que me gustaba sentía como la impresión de caricia en la piel que me hubiera producido al ponérmelo. Y, cerrando los ojos, me imaginaba vestida con él, experimentando una satisfacción ideal muy parecida a la realidad. De este modo renovaba a mi gusto y sin costo alguno las emociones. Era evidente que mis nervios empezaban a sufrir una singular alteración que acaso venía preparándose desde algún tiempo antes. Lo que más caracterizaba este desorden era una irritabilidad exagerada. Los perfumes y los colores me trastornaban algunas veces, y en algunos momentos la presencia de una persona, aunque fuera de mi familia, se me hacía intolerable. Por eso prefería la soledad a la compañía de mis hermanos, y buscaba los rincones para entregarme a mis largos soliloquios frente a los figurines.
—¡Ah! Ya está la loca con sus modisturas —solía decir Alicia riendo al pasar por mi lado y verme esconder de prisa el cuaderno de modas.
La loca se ruborizaba al verse sorprendida, y durante unos minutos guardaba rencor a su hermana por la sorpresa. Eran efectos de la «edad de la punzada», como llamaba mi madre al conjunto de rarezas que constituían mi carácter de entonces.
Mientras la guerra iba acercándose cada vez más a nosotros, más retraída era la vida que hacíamos, encerrados en nuestro viejo caserón como un grupo de moluscos en una concha. Pasaban los trenes militares, y algunos vaciaban en la ciudad su contenido de carne joven cubierta con uniformes azules de campaña. La animación oficial crecía con aquel flujo y reflujo de soldados. Menudeaban las retretas, ofrecidas de noche al pueblo por las bandas militares, y la oficialidad, numerosa y turbulenta, procuraba divertirse alternando con el elemento civil. Con cualquier motivo se improvisaban bailes y asaltos a música llegaba con mucha frecuencia a nuestros oídos desde que había soldados en las calles y paseos, mi familia no salía de casa sino a lo más indispensable. Mis padres declinaban con dignidad y cortesía las invitaciones que les hacían y nos obligaban a vivir en perpetuo encierro. Ya no íbamos los domingos por la noche a la plaza a jugar con los otros niños, ni nos parábamos frente al Liceo las noches de baile a ver cómo daban vueltas las parejas en el salón. La guerra había abierto una honda sima entre españoles y cubanos, y los niños, como nosotros, no podíamos explicarnos la razón de aquel antagonismo.
De improviso se me presentó algo con qué entretenerme, haciéndome olvidar un poco mis folletos de modas. Un oficial, joven y apuesto, empezó a rondar nuestra casa. Venía por Alicia, no me cabía duda alguna, y se recataba tras las esquinas cuando veía aparecer a mamá o a las criadas. En cambio, en Gastón y en mí ni siquiera parecía fijarse. Tenía el talle fino y erguido, bajo su guerrera ajustada, de elegante corte, y usaba lentes y un junquillo. ¿Había advertido mi hermana sus movimientos? No podría decirlo, aunque la espiaba, porque la vi siempre impasible. Cuando, por la tarde, el oficial aparecía, a la hora en que ella estaba siempre sola en el portal, iba a esconderme detrás de las persianas del cuarto de mamá, desde donde podía observarlo todo sin ser vista. Alicia, con indiferencia real o fingida, permanecía de codos en la baranda y volvía la cabeza a un lado y a otro, mostrando una perfecta naturalidad.
En el pecho de cada mujer, aunque no haya cumplido todavía los doce años, latirá siempre algo del alma de Julieta, mientras haya Romeos en el mundo.
Yo no podía sustraerme a esta ley y me dejé subyugar por la aventura, esperando con impaciencia, todos los días, el momento en que el galán aparecería en la escena.
Desde que daban las cuatro, empezaba, pues, a observar el campo de mis pesquisas. Iba varias veces a la puerta, con disimulo, para comprobar si el oficial había llegado y estaba en su puesto. No; todavía no. Y volvía. De pronto asomaban el kepis, los lentes, el junquillo y el talle de avispa. Entonces sentía una violenta palpitación en el corazón, como si fuese yo y no mi hermana la cortejada, e iba a ocupar mi puesto en el observatorio. Alicia llegaba al poco rato, arrastrando indolentemente los pies y con el semblante tranquilo. Sus cabellos de bronce, sueltos sobre la espalda, y apenas recogidos con un lazo de seda por debajo de la nuca y su vestido a media pierna hacían aparecer su estatura menos alta y su cuerpo menos desarrollado que lo que era en realidad. Sin duda por este aspecto un poco infantil, el oficial no se aventuraba, o demasiado cauteloso o quizás un poco tímido. ¿Se miraban? ¿Estaban de acuerdo? Esto es lo que no podía comprobar bien desde mi escondite. Lo que sí sabía es que, al aproximarse la hora en que mi padre salía en zapatillas a leer los periódicos, el gentil guerrero desaparecía como si lo hubiera tragado la tierra.
Una mañana, al cabo de muchos días empleados en aquel juego, cuando menos pensaba en el enamorado, entretenida en seguir desde el portal el trabajo de unos obreros que componían la calle, vi al oficial, de repente, delante de mí. Sonreía, y me pareció ver una carta entre sus dedos. Me pareció también que los lentes y el kepis eran gigantescos, vistos de cerca.
—Niña, una palabra… —creí oírle, en el estupor de mi sorpresa.
No quise oírle. Huí hacia adentro, a todo correr, sin esperar más, y no habiendo prorrumpido en gritos por milagro; mientras él, a su vez, se alejaba más que de prisa.
No sé si mi madre se dio cuenta de esta rápida escena o si sospechó algo por pura intuición; pero al día siguiente y en los sucesivos salió al portal a la misma hora que Alicia, con lo cual el bello hijo de Marte se desvaneció como el humo. Por su parte mi hermana no pareció advertir nada de esto, continuaba su vida de siempre con absoluta indiferencia.
Dos o tres semanas después, ya casi olvidada aventura tuvo un epílogo que nos heló a todos de espanto. Mi padre estaba leyendo los diarios, poco antes de la hora de comer, frente al gran espejo de la sala y de espaldas a la calle. Yo, a su lado, recortaba figuras de periódicos ilustrados, molestada continuamente por Gastón, que se empeñaba en arrebatármelas cuando las iba concluyendo. Alicia estaba sola en el portal, pues mamá acababa de pasar, en dirección a la cocina, llamada por una de las criadas. En aquel momento vi por el espejo claramente la figura del oficial que atravesaba resueltamente la calle y se dirigía a mi hermana. Sin duda no había visto a papá o lo creyó distraído. Mi mirada atrajo seguramente la de mi padre, que siguió su dirección y se fijó en el espejo. El efecto fue rápido, fulminante como el de una bomba. El oficial levantaba con una mano la visera del kepis y con la otra le alargaba algo a Alicia; seguramente la carta que yo no había querido recibir. Mi padre lo vio todo como yo, y saltó en la silla como un tigre.
—¡Alicia! ¡Niña!, le gritó a mi hermana, con una voz que nunca le había oído. —¡Entra enseguida! ¡Y cuidado con salir más a ese portal! ¿Lo oyes?
Mamá entraba en ese instante, y lo contuvo cuando se disponía a salir, lívido y fuera de sí. El oficial se había detenido en medio de la calle, con las cejas fruncidas y en silenciosa actitud de espera; mientras la pobre Alicia corría al interior de la casa deshecha en llanto.
Nada más ocurrió, afortunadamente; pero mi madre, mi hermana y yo, que no tuvimos ánimo para comer ese día, nos pasamos temblando y rezando casi toda la noche.
Dos días después, un mueblista llamado con urgencia, adquiría en conjunto los muebles y enseres de nuestra pobre casa. Se había resuelto el viaje en una hora. La tía Antonia se había ido la víspera, con sus animales y los objetos de su uso, demasiado sensible, decía, para soportar la emoción de nuestra despedida. Mis hermanos y yo llorábamos cada vez que veíamos salir alguna pieza de nuestro ajuar que nos recordaba algún episodio o un momento feliz de nuestra vida, y mi padre, cruzado de brazos en mitad del comedor vacío, parecía de piedra. Por mi parte, me arrepentía sinceramente de haber deseado con tanto ardor aquel viaje. Sólo mamá conservaba su serenidad de espíritu, dispuesta y animosa como nunca, y en la apariencia indiferente ante el desastre de su hogar. Más de una vez he pensado, muchos años más tarde, en aquella entereza de alma demostrada por ella entonces y en los meses de prueba que siguieron, y me he sentido admirada del poder que puede desarrollar la conciencia humana cuando cree de buena fe que la voluntad de Dios está con ella. ¡Cuantas veces he envidiado en mi vida la posesión de esa ingenua creencia que hace aliado y acompañante nuestro, en los trances difíciles, nada menos que al Señor de los Cielos y Creado poderosísimo de cuanto existe! Cuando se lo hubieron llevado todo de la casa y salimos, a nuestra vez, nosotros, fue mamá quien cerró la puerta con dos vueltas de llave y se encaminó la primera hacia la calle, para darnos el ejemplo.
La víspera de la salida del vapor donde habíamos tomado pasaje, nos sorprendió, en La Habana, una dolorosa noticia. La «invasión» acababa de emprender su marcha victoriosa hacia Occidente, destruyendo cuanto hallaba a su paso. Nuestras míseras cañas sirvieron también para alimentar la enorme hoguera de la libertad. Salíamos, pues, pobres y casi desnudos, quizás para no volver, y ninguna mano amiga se tendería hacia nosotros en la tierra lejana.
Cuatro días después llegamos a New York.