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Tomo mi vida en el punto más lejano adonde alcanzan mis recuerdos. Mi niñez, en Santa Clara, la ciudad provinciana, triste y silenciosa, fue la de casi todas las muchachas de nuestra clase ligeramente acomodada. Un poco más severa la educación, tal vez, y en eso consistía la única diferencia. Mis padres, mi tía Antonia, mi hermana Alicia, mi hermano Gastón y yo vivíamos en una antigua casa, con arboleda en el patio y grandes habitaciones embaldosadas a cuadros amarillos y rojos. La tía Antonia era solterona, hermana de mi abuela paterna, y ocupaba dos cuartos separados del resto de la casa, dedicándose por completo a cuidar dos gatos, y una cotorra que casi nunca se separaban de su lado. Me parece verla aún, gruesa y arisca, gozando de una actividad y una salud, raras a sus sesenta y cinco años, y dispuesta siempre a esgrimir su malévola lengua, como una lanza, contra todo el género humano.
Mi padre, en cambio, tenía un carácter dulce y por lo general poco comunicativo. Era procurador de la Audiencia y, además, poseía en arrendamiento una finca, a poca distancia de la población, que dedicaba desde hacía algunos años al cultivo de la caña. A pesar de esta doble actividad, no consiguió nunca reunir una fortuna. Por las madrugadas salía siempre a caballo, acompañado del negro Patricio, antiguo esclavo de mi abuelo. Iba a la finca, de donde regresaba a las once, para cambiar de traje, almorzar apresuradamente y dirigirse a la Audiencia. Algunas veces, antes de bajar del caballo, me tomaba en sus brazos, a mí que era la más pequeña, y sentándome sobre el arzón de su silla, me hacía dar un paseo de dos cuadras, mientras Gastón rabiaba en la puerta, gritando que era a él a quien debían llevar, porque era hombre. Por la tarde llegaba papá antes de ponerse el sol; tomaba su baño templado, se calzaba las zapatillas, y no salía más a la calle hasta el día siguiente. Mi madre, en la mesa y en la sala, se sentaba siempre a su lado, aun cuando estuvieran horas enteras sin cruzar una palabra; ella cosiendo o tejiendo y él leyendo los periódicos.
Mi madre, mi tía, mis dos hermanos y yo, vivíamos durante el día recluidos en la casa, sin que los niños de la vecindad vinieran a ella ni nos permitieran salir a jugar con ellos. Mamá quería tenemos siempre al alcance de su vista. Era dulce, y nos colmaba de caricias cuando nos portábamos bien; pero su fisonomía cambiaba, de pronto, si tenía que reprendernos, y su voz, breve y seca, no admitía réplica. Ocupada siempre en algún quehacer de la casa, no nos olvidaba un instante, observando lo que hacíamos cuando menos lo esperábamos. Así llenaba todas las horas del día. Recuerdo sus batas siempre blancas, de anchas mangas, y el ademán peculiar con que las echaba hacia atrás mostrando los blancos brazos, cuando impaciente, para enseñar a las criadas, tomaba la escoba o removía cacerolas en la cocina. Los sábados parecía gozar extraordinariamente, entre los cubos del baldeo y los largos escobillones que perseguían las telarañas en el techo. Toda la casa se ponía en movimiento, en aquellos días, recorrida por los ojos vivos y movibles de mamá, que no perdía un solo detalle de la limpieza, mientras las dos criadas, sudorosas, se multiplicaban. Mis hermanos y yo íbamos entonces a refugiarnos en la arboleda, a la sombra de los viejos mangos y de los enormes mamoncillos, temerosos de sus cóleras, que estallaban con más frecuencia en esos días de febril trabajo.
Mi hermana Alicia ayudaba a mamá, cuidándonos a Gastón y a mí, con la seriedad de una mujer ya hecha. Era cuatro años mayor que yo y contaba dos más que Gastón. Alta y rubia, tenía, al cumplir los doce, la misma gravedad dulce que la caracteriza ahora, la misma hermosura un poco imponente y casi majestuosa, la misma sonrisa bondadosa y discreta. Yo, en cambio, era menos bonita y tenía un carácter más audaz, un pelo más oscuro y los ojos más vivos, aunque también algo soñadores. Conservo dos retratos que me representan a los ocho años con el vestido corto, el pelo sobre los hombros y dos hoyuelos un tanto maliciosos en las mejillas. Estos retratos han servido para avivar mis recuerdos, haciéndome evocar una multitud de detalles perdidos en los rincones de la memoria.
En los ojos de esas viejas fotografías chispea la curiosidad, que ha sido el rasgo más saliente de mi temperamento. He tenido, en efecto, la manía de saberlo todo, de querer explicarme el porqué y el cómo de cada cosa, de no aceptar como verdad nada que no me pareciera explicable. Mi madre se impacientaba, a veces, con mis preguntas, y mi padre solía burlarse cariñosamente de mí llamándome marisabidilla y materialista. Otras veces me miraba con orgullo y se le escapaba decir que yo era muy inteligente; lo que le atraía siempre una reconvención de mamá, que no quería que se nos elogiase de esa manera, para que «no nos envaneciéramos demasiado». Por lo que toca a Alicia, me contemplaba alguna vez con sus grandes ojos candorosos, asombrándose de que pudiera existir tanta indocilidad en una chiquilla como yo. No recuerdo con exactitud en qué fecha, pero sí que fue desde muy temprano en mi niñez, aquel espíritu indócil empezó a entrever la injusticia con que están distribuidos los derechos de los sexos. Gastón gozaba de ciertas prerrogativas que me irritaban y me hacían lamentar el no haber nacido varón, en vez de hembra. Podía correr y saltar a su antojo y trepar a los árboles, sin que mamá pareciese advertirlo. En cambio, cuando yo quería imitarlo oía el terrible «¡Niña!, ¡niña!», que me dejaba paralizada. Esto hacía crecer en él la pedantería propia de los muchachos de su edad. Se mofaba de nuestros juegos, nos escondía las cintas y las costuras para hacernos rabiar o ahorcaba nuestras muñecas en los árboles del jardín, aprovechando los momentos en que nos veía distraídas en otro lado. Alicia, menos impetuosa que yo, reparaba pacientemente el daño causado, y sonreía o lloraba en silencio. Yo, por lo contrario, lo increpaba con energía y algunas veces saltaba sobre él como una fierecilla para pellizcarle. Mamá intervenía casi siempre, antes de que la contienda se empeñase, y se me antojaba que era, por lo general, más tolerante con Gastón, como si a él le estuviesen permitidas en la vida muchas más cosas que a nosotras. Algunas veces su severidad se concretaba a llamar a Gastón «mariquita» y a reprocharle que se mezclara en las cosas de las niñas. El se alejaba desdeñoso, y volvía a mortificarnos con sus bromas al poco tiempo. El pobre muchacho, a quien le prohibían juntarse con sus iguales de la misma edad, se aburría a menudo y tenía que entretenerse en algo.
Hasta en los juegos que realizábamos juntos y en la mayor armonía resaltaba aquella diferencia. Había en la arboleda un columpio, pendiente de la rama horizontal de un viejo laurel. La rama era alta, y, por consiguiente, las cuerdas muy largas permitían dar al movimiento del columpio una gran extensión. Aquel juguete nos encantaba. Gastón efectuaba vuelos fantásticos, perdiéndose a veces entre la fronda de los árboles vecinos. Mi hermana y yo tratábamos de imitarlo, y Alicia, como era mucho mayor, solía conseguirlo, ayudada por Gastón que jadeaba impulsándola furiosamente, con el propósito de llegar a asustarla. Pero, de improviso, en lo más animado de la escena, una blanca figura aparecía en el umbral de una puerta, y oíamos el peculiar silbido con que mamá nos llamaba al orden en los momentos de gran algazara.
—¡Niña! ¡Niña! ¡Alicia! Bájate esa falda y no te impulses tan fuerte —ordenaba la voz breve y seca.
—Pero, mamá, Gastón hace lo mismo… —se atrevía a replicar tímidamente mi hermana, deteniéndose, sin embargo, en el acto, y ordenando el vestido con un ligero rubor en el rostro.
—Gastón es hombre y puede hacerlo —insistía mamá en tono severo—, pero ustedes son unas niñas y deben darse su lugar siempre.
En el sistema de educación que empleaban mis padres, este lugar se encontraba siempre definido del modo más claro. Las niñas tenían que ser modestas, recatadas y dulces. La alegría excesiva les sentaba tan mal como el encogimiento demasiado visible. Debían saber agradar, sin caer en el dictado de petulantes. Mi madre tenía ideas acerca del cuidado y la delicadeza con que ha de dirigirse a las jovencitas, parecidas a las de un coleccionista de objetos frágiles que tuviera que remover a diario las más valiosas filigranas de cristal. A menudo nos sermoneaba dulcemente, tratando de infiltraron la humildad y la moderación: «Las niñas no se entretienen con ciertos juegos, ni ríen muy fuerte, ni saltan como los varones. Ustedes deben procurar que el que las vea diga para sí: ¡Qué niña tan modesta y tan dulce es ésa!». Cuando éramos pequeñitas, Alicia y yo cantábamos, sin duda para conservarnos en «nuestro lugar», esta amarga coplilla:
Papeles son papeles,
cartas son cartas;
palabras de los hombres
todas son falsas.
Ni Alicia ni Gastón ni yo fuimos a la escuela. Mi madre nos fue enseñando uno a uno lo más indispensable; y cuando todos supimos leer nos daba clases a los tres reunidos, diariamente y durante tres horas consecutivas, exactamente lo mismo que si estuviéramos en un colegio. No era una mujer vulgar. De soltera se había preparado para el magisterio, de cuya esclavitud la redimió su matrimonio con papá, cuando se disponía a hacer oposición a una plaza vacante en las escuelas públicas. Entonces tenía más de veinticinco años y había padecido mucho para conservarse honrada, pues su familia era muy pobre. No tuvo, por consiguiente, más que recordar sus antiguas aficiones, para convertirse en nuestra institutriz. Mi padre tal vez deseaba ahorrarle este trabajo, enviándonos a una escuela cercana; pero tenía la costumbre de respetar la voluntad de mamá en todo lo que se refería a nuestra dirección, y no insistió mucho en su propósito. Mi tía, por su parte, era también enemiga de los colegios, donde, según ella, se corrompía la juventud. Quedó acordado que mamá nos enseñaría la gramática, la aritmética, la geografía y algo de historia; y ella el catecismo, la historia sagrada y el bordado. A pesar de su edad, tenía manos de hada para las labores de aguja, y una vista excelente. Pero nosotros aborrecíamos sus lecciones, que eran de memoria y sin perdonarnos la omisión de una coma, a causa de su humor atrabiliario y de los castigos que nos imponía. Después de una hora de clase con la tía Antonia, era raro que uno de los tres no llevara en el brazo la huella de sus pellizcos.
Dábamos nuestras clases en un gran salón, próximo a la cocina, donde los cuadros amarillos y rojos del piso lucían gastados por los pies de tres o cuatro generaciones de habitantes, hasta el extremo de dejar que el agua se depositara en el centro de las losas después del baldeo. Allí se había improvisado nuestra escuela. Había una gran mesa de pino en el centro, y en las paredes, mapas y pequeños estantes de libros. Después del mediodía el sol trazaba en el suelo un gran cuadro de luz, en el que se dibujaba, como un encaje movedizo, la sombra de los árboles. No había reloj en la habitación, y nosotros nos guiábamos por la extensión de aquella mancha luminosa para saber casi exactamente, en cada estación, la hora en que terminábamos nuestro trabajo.
Algunos domingos, si habíamos sido estudiosos y buenos, nos llevaba mamá a pasear a la fea plazuela que hay frente al palacio del Gobernador o de visita a casa de algunas amigas. Eran nuestros días de gran expansión, porque gozábamos de un poco más de libertad y solíamos reunirnos con unos cuantos niños como nosotros. Algunos días había retreta o baile en el Liceo, y la música nos producía una alegría tal, que la recordábamos a veces durante toda una semana. Mi madre salía siempre vestida de oscuro, como convenía a una señora respetable, y no nos dejaba separarnos mucho tiempo de su lado. No obstante esta rigidez, deseábamos que llegasen los domingos, y estudiábamos con ahínco los seis días de trabajo para que no nos privaran de aquella diversión.
Un sistema de educación fundado en el aislamiento más escrupuloso no podía dejar de dar sus frutos. A los nueve años mis oídos no habían sido heridos por una sola palabra que turbara la serenidad de mi inocencia. En casa no había parejas de animales, los criados eran antiguos y de absoluta confianza, y mis padres no se hubieran atrevido a tocarse la punta de los dedos delante de nosotros. Estoy por afirmar que a Alicia, a pesar de sus treces años, le sucedía lo mismo, y que Gastón no estaba más enterado que nosotras de ciertas picardías. Mamá se deleitaba contemplándonos, satisfecha de su obra, y nos vigilaba siempre, impulsada por su innata desconfianza hacia todo lo que venía de afuera.
Cierta noche, en un descuido de aquellos recelosos ojos, sucedió algo que ha quedado profundamente grabado en mi memoria, y que me ha hecho después sonreír muchas veces. Una hermosa niña de doce años, hija de un antiguo compañero de mi padre, muerto hacía mucho tiempo, charlaba con Alicia y con —migo, refugiadas las tres en uno de los más oscuros rincones del portal, mientras Gastón, como un zángano, rondaba cerca de nosotras, sin atreverse a incorporarse al grupo. Nuestra amiguita, mujer precoz, de grandes y maliciosos ojos negros y una cara redonda llena de lunares y de hoyuelos, hablaba mucho, voluble y locuaz, de cosas que ni mi hermana ni yo entendíamos. Y de pronto, después de una necia pregunta de Alicia, soltó la risa y dio detalles. «¡Claro, bobas! ¡El matrimonio es para eso! Si no, ¿cómo habría niños?». Un rayo de luz en pleno cerebro, algo como un choque brusco, y luego una súbita reacción de protesta fue lo experimenté— lo recuerdo como si hubiera acaecido ayer—; y repliqué indignada, sin poder contenerme:
—Eso lo harán los matrimonios indecentes. Mi padre y mi madre te aseguro que no.
Mamá, desde el otro extremo del portal, donde hablaba con la madre de aquella niña, vio el gesto de mi cólera, oyó la carcajada, sonora y burlesca, con que respondió la muy loca, y vino hacia nosotras, desconfiada, con el pliegue de una aguda sospecha marcada en la severa frente.
—¡Vamos a ver! ¿De qué hablaban ustedes?
Por toda contestación, Alicia y yo bajamos los ojos, confusas; pero nuestra amiguita, con su imperturbable aplomo, nos sacó del apuro.
—De nada, señora Conchita. ¡Boberías…! Esta niña Victoria, que dice que los ministros protestantes no son curas, porque se casan…
—¡Bah! Jueguen a lo que quieran; pero no se metan en las cosas de la religión —replicó mamá. Y en el resto de la noche procuró no alejarse mucho de nuestro lado.
Aunque lo que nos había dicho Graciela —que así se llamaba aquella niña— me parecía horrible y absurdo, no por eso dejé de pensar en ello muchas veces. Por la noche, a la hora de acostarnos, cuando me encontré a solas con mi hermana, quise hablarle de este asunto y saber su opinión; pero ella lo tomó en otro sentido.
—Viste qué descarada —me dijo—. Estoy segura de que mamá sospechó algo…
—Pero, ¿crees tú que, cuando una se casa… es así como ella dice?
Alicia se encogió de hombros, con mal humor, cortando la conversación.
—¡Bah, hija! Somos muy chiquillas ahora para pensar en esas cosas. Cuando seamos mayores lo sabremos. Con su sano equilibrio de alma, mi hermana apartaba siempre de sí los problemas que no podía resolver de momento. Conocía su carácter, y me fue imposible sacarle una palabra más. Yo, en cambio, medité mucho en la revelación que acababan de hacerme, buscando la confirmación o la negativa en las personas y las cosas que había a mi alrededor. ¿A qué hora podían realizarse aquellos hechos? Graciela nos había dicho que los casados dormían juntos. Y recordaba que, muchas mañanas, me había sorprendido el encontrar intacta la estrecha cama de hierro que había en el cuarto de papá. ¿Sería verdad…? ¡Qué asco! No sé por qué, al pensarlo, el concepto en que tenía a mamá se rebajó considerablemente en mi espíritu. Mis ideas acerca de ciertas interioridades del cuerpo eran confusas y estaban relacionadas con sentimientos de repugnancia y de vergüenza, de los cuales eran inseparables. No concebía que se pudiese ni siquiera hablar de eso a otras personas, y menos que alguien, que no fuese uno mismo, consiguiera llegar hasta allí. Cuando Gastón hablaba de porquerías, con esa complacencia que los muchachos sienten en provocarle a un asco, para vernos escupir con náuseas, le tapaba la boca con la mano, rabiosa por su desfachatez. «¡Cochino! ¡Puerco! ¿No se te ensucia la boca con esas indecencias?». No hacía distinción entre unas cosas y otras de las clasificadas en aquella ambigua categoría de «cochinadas». Por eso, muchas veces, las conversaciones de Graciela, que era muy libre en su manera de hablar, me mortificaban, a pesar de lo mucho que la quería; aunque no me molestaban tanto como las suciedades de Gastón, porque, al fin y al cabo, era mujer como yo. Pero la crudeza con que se expresó aquella noche y lo que dijo, me habían hecho una impresión mucho más honda que todo lo que había oído hasta entonces.
¿Sería verdad que era yo una boba al negar que aquello existiese y al mostrarme escandalizada como si acabara de ver al diablo?
Mi curiosidad adquirió formas enfermizas, tanto más atormentadoras cuanto que no tenía a quien comunicarle mis observaciones. Adivinaba la existencia del misterio en torno mío, y hubiera dado la mitad de la vida nada más que por penetrarlo. Afortunadamente no pensaba en eso de una manera continua, atraída por el estudio y por el juego que empujaba mi pensamiento en otras direcciones. Sólo que algo vigilaba en mí, espiando constantemente a los demás y a cuanto podía encerrar la clave del enigma, aun en los momentos en que más distraída parecía. La indiferencia de Alicia me irritaba. Puestas las dos a investigar, nuestra tarea hubiese sido mucho más fácil. Pero mi hermana, además de su natural poco curioso y hasta algo apático, empezaba a languidecer y a mostrarse huraña y perezosa, deslizándose de sillón en sillón y quejándose de frecuentes dolores en la cabeza y los riñones. Acabé por dejarla entregada a sus achaques, y proseguí mis pesquisas, cada día más aburrida de tener que jugar sola o en compañía de Gastón.
Poco a poco mis observaciones fueron inclinándose hacia éste, que era hombre, y, por consiguiente, tenía que parecerse a todos los demás hombres del mundo. Acechaba sus descuidos, con astucia de gata, para ver «como estaba hecho»; pero lo que pude averiguar no aclaraba gran cosa mis dudas. Era como todos los míos pequeñitos que se muestran desnudos en sus cunas. Él sabía poco más o menos lo mismo que nosotras acerca de lo que yo quería aprender, puesto que mamá tampoco lo dejaba solo mucho tiempo y no se reunía sino en su presencia con los otros muchachos. A veces lo interrogaba con disimulo, o le daba bromas con una niña de la vecindad con quien solía hablar por los agujeros de la cerca. Gastón se hacía el misterioso, con su petulancia de varón hablando con evasivas o soltaba alguna de sus porquerías, nombrando lo que les restregaría por la cara a todas las chiquillas. Me impacientaba, comprendiendo que aquel grandullón lo ignoraba todo y quería también averiguar lo que no sabía, lo mismo que yo, y concluía dándole un empujón, para enviarlo lejos de mí.
—¡Anda, estúpido! No sabes decir más que suciedades… Hacen bien en burlarse de ti los otros muchachos…
Los achaques de Alicia atrajeron por fin mi atención, fatigada ya de espiar infructuosamente al mequetrefe de mi hermano. En pocas semanas adelgazó, perdió el apetito y adquirió un verdadero aspecto de enferma. Pero no era, sin duda, muy grave su mal, porque mamá sonreía con cierta malicia al verla extendida en las mecedoras, y papá permanecía muy tranquilo en sus ocupaciones, como si nada sucediese. Recordaba que cuando, dos años antes, tuvimos los tres el sarampión, una especie de locura se apoderó de mis padres, que no se separaron un instante de nuestras camas. Esto me confirmaba en la creencia de que lo de Alicia no era una enfermedad, sino alguna otra cosa, y despertó mis sospechas, que empezaron entonces a encaminarse por este nuevo rumbo.
Mi hermana y yo dormíamos, como dije antes, en el mismo cuarto; pero Alicia se alejaba de mí, rehuía mis preguntas y se mostraba mucho más reservada que de costumbre. Por esta reserva conocí que había hablado con mamá sobre sus padecimientos. Aparenté que no me fijaba en eso, y procuré no perderla de vista. Una noche, por fin, advertí que se escondía para arreglar algo, antes de apagar la luz, y, sin darle tiempo para preparar una disculpa, caí sobre ella y la acosé a preguntas. Después quise ver; y ella, rechazándome dulcemente, me lo contó todo. Hacía dos días que la crisis se había presentado. Desde que se anunció, mamá la previno y le dio consejos; de otra manera aquello la hubiera asustado mucho… Y hablaba con expresión tranquila y seria, recomendándome el silencio delante de mi madre, e indudablemente satisfecha de la superioridad que le daba su nueva situación sobre mí.
Fue un nuevo trastorno en mis ideas el de aquella noche. Recordé que Graciela nos había hablado también de aquel fenómeno preguntándole a Alicia que si no lo había experimentado aún, y afirmando con mucha seriedad que ya ella «era mujer». Empezaba a entrever que aquella loca tenía en todo razón, y esto me desagradaba, obligándome a confesarme que era una tonta, al lado de la sabiduría de mi amiguita. Mi amor propio sufría a causa de mi ignorancia, y tenía que convenir en que muy escasa luz me habían traído todas mis investigaciones. Sin embargo, pocos velos hay que resistan a una curiosidad femenina que acecha pacientemente. La previsión de mamá había escogido a los criados, proscrito las parejas de animales que pudieran ilustrarnos acerca de la gran inmoralidad de la naturaleza y alejado las compañías peligrosas; pero no pudo despoblar el aire de gorriones, ni la arboleda de mariposas y lagartijas, ni el comedor de moscas, ni logró impedir que una de las gatas de mi tía Antonia pariera cinco gatitos, el último en presencia nuestra. Las pruebas se acumulaban, gracias a la idea central que me había dado Graciela, y ciertamente que yo no las dejaba pasar inadvertidas. Y lo extraordinario era que, al caer uno a uno los pétalos de la inocencia, se iba abriendo más lozana la rosa del pudor. Gastón, que había visto como yo el parto de la gata, trataba de molestarme recordando los detalles cuando mamá no podía oírle, y ahora era yo la que le impedía hablar, roja de vergüenza:
—¡Indecente! ¡Te callas o se lo digo todo a mamá! No quiero oír eso…
Empezaba a ser mujer, sin que nadie me lo hubiera enseñado. Quería saber siempre más, pero aprendía a disimular mis impresiones. De ahí que ni mi madre ni mi tía, a pesar de la suspicacia con que nos examinaban continuamente, llegaran a sospechar el más insignificante de mis descubrimientos. Nunca, en efecto, delante de ellas, y mientras estudiaba uno por uno todos sus ademanes y espiaba sus palabras para unirlas a mi colección, mis ojos brillaban con más serena expresión de candor, ni se abatieron con mayor modestia sobre las baldosas del piso.
Así viví algunos meses.