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No olvidaré nunca la desagradable impresión que me produjo La Habana, pocos momentos después de desembarcar: las casas bajas, las calles estrechas, las aceras casi ilusorias y las caras demacradas de sus habitantes. Y eso que nuestro júbilo nos armaba con lentes de color de rosa. Por todas partes se veían aún las huellas de la catástrofe que había estado a punto de aniquilar la población cubana. Fuimos a un hotel, mientras alquilábamos una casa, y no salíamos sino a lo más indispensable. Pero teníamos algo de qué reír: papá se había convertido en un héroe casi novelesco. Por aquel tiempo estaba en moda el heroísmo, y la hipérbole siempre lo estuvo entre nosotros. Se contaba que habíamos sido víctimas de una abominable conjura de oficiales españoles y que mi padre después de mantener a raya a sus perseguidores huyó al campo revolucionario, con toda su familia, y de allí al extranjero, no sin antes dar fuego, con sus propias manos, a todas sus propiedades. No supimos nunca quién fue el autor del embuste; pero los periódicos hablaron bastante del asunto, con gran indignación de papá, y en algo se debió a la aureola patriótica que formaron sobre su cabeza el nombramiento de jefe de administración de primera clase con que el gobierno militar juzgó oportuno recompensar sus servicios. Esta última circunstancia hizo que mi padre desistiera de desmentir públicamente aquellos rumores y que dejara marchar los acontecimientos.

Héroe nominal y burócrata efectivo, con un sueldo de cuatro mil quinientos pesos anuales, no era posible que pensara volver a nuestra ciudad para reconquistar la antigua clientela y volver al cultivo de la caña. Nuestra suerte quedó, pues, determinada: por obra del acaso: nos quedamos en La Habana. Alquilamos un departamento alto, con balcón al frente, en una casa de la calle de Consulado, lo amueblamos con sencillez y nos dispusimos a emprender la nueva fase de nuestra vida. Papá obtuvo para Graciela un destino en su oficina; pero cuando se trató de traer con ella a mi tía Antonia, ésta se negó en redondo a salir de su pueblo natal, amenazándonos con que iría a dejarse morir en mitad de la calle. Fue menester buscarle albergue en la casa de otros amigos, mientras Graciela y su madre preparaban su viaje a la capital; pero mamá y yo nos alegramos bastante de que hubiera rehusado la invitación de venir a vivir con nosotros. De esa manera papá no tendría nada que reprocharnos, y nos veíamos libres de la temible solterona.

Nuestra casa era pequeña y alegre: paredes blancas, pisos de mosaico, puertas de imitación de nogal y luz por todas partes. Mamá y papá ocupaban dos habitaciones. Alicia y yo una y Gastón tenía su cuartito independiente; quedaban el recibidor, un saloncito de comer, una especie de hall estrecho, el baño y un aposento para las criadas. Difícilmente hubiéramos podido encontrar algo más adecuado a nuestras necesidades. Por las tardes veíase el desfile de coches y paseantes a pie que pasaban hacia el Prado, y de noche, los jueves y los domingos, se oía la banda de la retreta. Alicia y yo salíamos pocas veces, a causa de las calles llenas de barro, de las aceras estrechas y de los atrevimientos de los transeúntes. Cuando Graciela y su madre llegaron como no había sitio para ellas en la casa, se hospedaron en la casa de una señora que les suministraba habitación y comida por una módica cuota mensual. Mamá se alegró de la pequeñez de nuestra vivienda, pues aunque quería mucho a Graciela, no le agradaba que viviese demasiado cerca de nosotras. Nuestra vida tomó de nuevo el curso tranquilo que tenía antes de la guerra. Papá llegaba de su oficina, tomaba su baño templado, cambiaba su levita de paño por una americana de dril, y se calzaba las zapatillas. Gastón se iba a la calle en cuanto terminaba de almorzar o de comer, y no volvía hasta las diez de la noche, hora en que, inflexiblemente, mamá exigía que todos estuviesen en casa. Algunas noches recibíamos visitas o íbamos al Prado a aspirar un poco de aire; mientras la música militar ejecutaba piezas escogidas. Al teatro íbamos poco. A mamá le repugnaban las crudezas de la zarzuela moderna, que hacía de la inmoralidad un campo explotable y fecundo en beneficios para empresarios y actores; y aunque no hacía alardes de indignación, porque todas las «personas decentes» iban a oír aquellas obesidades, procuraba disuadirnos suavemente, y tomaba informes, con anterioridad, del carácter de las obras que íbamos a ver. Cuando no salíamos, Alicia cosía o bordaba, pues le aburría la lectura, yo me entretenía con mis novelas, muchas de las cuales había leído tres o cuatro veces.

Recibimos carta de mi tía Antonia, donde nos refería horrores de Graciela y de su madre. Ahora que estaban lejos y que no podían serle útiles, la inquieta solterona vaciaba su bilis sobre ellas, sin contemplaciones de ninguna clase. Decía con todas sus letras que la muchacha era una perdida y la madre una «aguantona» de primera clase, tan indolente y «vividora», si no era otra cosa peor, que hubiera sido capaz de «sostenerle la vela» a los amantes de su hija. Ésta, según afirmaba, había llevado amores durante la guerra, con dos o tres oficiales españoles, y uno de ellos saltaba las tapias a media noche y estaba en el cuarto de la joven hasta la madrugada. Mamá no quiso que yo viera la carta, pero se la enseñó a Alicia, diciéndole que todo era una infame calumnia de aquella vieja loca. Por la noche me apoderé de la carta y la leí oculta en el baño. Mi tía contaba que se había pasado noches enteras sin dormir, deslizándose por las habitaciones como una sombra para sorprender el secreto de Graciela, y que sólo se quedó en aquella casa, después de averiguarlo, obligada por la necesidad. Y acababa advirtiéndole a mi madre que si le decía todo aquello era para que supiera con qué clase de pájara iban a reunirse «las niñas». Como mamá, rechacé enseguida la imputación, que me parecía calumniosa. Sin embargo, la tía Antonia, cuya malicia era muy agradable y la impulsaba a hablar mal de todo el mundo, era religiosa y nunca se atrevía a mentir. Cuando ella decía: «he visto», no era como cuando daba suelta a su cortante lengua, anteponiendo las palabras: «se dice…». A pesar de ser una niña, yo sabía esto mejor que mi madre, con toda su experiencia. Y me quedó la sospecha, que me hizo ver, siempre a Graciela como una criatura envuelta por cierta sombra de misterio, que en nada disminuyó mi cariño hacia ella.

Si el colegio no hubiera abierto mis ojos a las realidades impuras de la existencia, los periódicos, los libros y los teatros: hubieran tardado en destruir mi inocencia mucho menos tiempo que el que invirtieron mis amiguitas en «ilustrarme» sobre todos los aspectos de lo prohibido. No conozco nada más pueril que ese juego de escondite, en que las familias se empeñan en ocultarnos lo que la sociedad entera se complace en poner de manifiesto delante de nosotras a todas horas. Es como un secreto que unos a otros se repitieran a gritos en los oídos. ¿Por qué me ocultó mamá la carta de la tía Antonia? Casi tuve ganas de decirle: «mira, mamá: no te tomes más la molestia de decirme que los niños vienen de París en una cestita. Lo sé todo. Pero no hay peligro: ciertas cosas me repugnan en vez de atraerme». Y me repugnaban, en efecto, hasta producirme en el estómago una sensación de asco. Los hombres me miraban, en la calle, con una brutalidad que me hacía daño. Sobre todo, la expresión lasciva de los viejos me sublevaba. No concebía cómo personas como papá, que no podían inspirarme sino respeto, se atrevían a mirar así a una jovencita, con la falda a media pierna y el pelo todavía sobre la espalda. Pero lo que miraban era precisamente eso, la pierna, lo que primero había atraído la mirada de Gastón, cuando se asombró de encontrarme tan desarrollada. Empecé a comprender que los hombres eran todos unos puercos, a quienes era preciso mantener a raya. Había, sin embargo, que distinguir a los desconocidos de los amigos de mi familia. Éstos eran delicados, atentos, y me decían suaves galanterías que me halagaban; los otros, con sus piropos y atrevimientos, eran simplemente soeces y repulsivos. Sirviéndome de una observación de aquel tiempo, me hacían el efecto de las fieras y los animales mansos. Mi experiencia de muchacha hermosa y codiciada me hizo ver más de una vez los colmillos de la bestia detrás de los labios bondadosos que decían ternezas. ¿Qué hubieran hecho conmigo aquellos galantes caballeros si estuviera encerrada con ellos en una habitación a oscuras? Estas ideas me llenaban de desaliento porque hacían imposible todo abandono y toda amistad desinteresada, y me obligaban a estar siempre sobre mí. ¡Qué fastidio! Algunos me parecían agradables y los hubiera encontrado simpáticos en alto grado, si no se ofrecieran a mi imaginación ardiendo siempre en el mismo deseo pecaminoso.

He tratado de ahondar en mis recuerdos y en mi conciencia, para explicarme cómo se forma en el corazón de una joven ese todo complejo y un tanto paradójico que se llama «la honestidad», que fue en su origen, en mí, como acaso en muchas otras mujeres, evolución de la idea de lo vergonzoso, lo sucio y lo feo, con la sanción ulterior de todos los principios que establecen lo prohibido. A todo esto habría que agregar ahora un sentimiento más fuerte: el de la dignidad de la mujer que completa la obra de tal manera empezada. El instinto nos dice que en la sociedad se representan las escenas de una verdadera cacería, y nuestra dignidad nos aconseja que nos resistamos a ser piezas de caza. A los primeros pasos que damos en la vida social, ese instinto, mucho más previsor que el desvelo de las madres, nos lanza al corazón su prudente advertencia. Y la razón es obvia: ellos no arriesgan nada y nosotras lo arriesgamos todo; en ellos es mérito lo que en nosotras es delito. Caer, servir de juguete al cazador afortunado, equivale hasta a atraer sobre nuestra debilidad la propia mofa del burlador satisfecho. Esta vaga certidumbre nos da una perspicacia y una penetración tan delicadas, en el trato social, que la más inocente niña de quince años puede, en un momento dado servir de modelo a un viejo diplomático. Cuando la sabia previsión se mezcla a cierto deseo de venganza y al afán inmoderado de agradar, agrupándose los tres en partes iguales, resulta la coquetería, que es el arma y a veces el veneno del corazón de la mujer. Yo no sentía ese afán ni aquel deseo, y por eso no fui coqueta. Me contentaba con deplorar interiormente que las conveniencias y la fatuidad de los hombres no me permitieran, a veces, ser sincera hasta donde mi alma hubiera deseado llegar en sus expansiones meramente afectivas.

Fue aquélla la época romántica de mi vida, la que buscó con más ahínco en la idealidad el desquite a las fealdades de la existencia. Mamá llevó varias veces a los bailes a mi hermana Alicia, y yo las acompañé, aunque todavía no me permitían bailar sino «piezas de cuadro». Sin embargo, puedo afirmar que yo gozaba más que mi hermana en aquellas fiestas. La luz y la música me aturdían, con una especie de ahogo de júbilo en que no entraba para nada la sexualidad. Hubiera dado vueltas, con la misma alegría, cogida del talle de una amiga que entre los brazos de un hombre. Más tarde, cuando vestida ya de largo y, peinada como las demás mujeres, pude entregarme sin reservas al placer de la danza, no experimenté nunca el goce que hicieron nacer en mi alma aquellas primeras expansiones de la juventud. Me gustaban los trajes muy claros y los adornos sencillos, y, en mi casa, me pasaba largas horas soñando, con el libro que estaba leyendo abierto sobre el regazo. Quería ser linda y llamar la atención, sin necesidad de galas artificiales, y me imaginaba amada por todas las grandes figuras novelescas de mi repertorio. Leí varias veces Los tres mosqueteros. Athos y Aramís fueron otros tantos novios míos, sin que me produzca rubor el confesarlo. Eran delicados y nobles, como yo los deseaba, e incapaces de la más insignificante grosería. Los quería también desgraciados, a quienes pudiera llevar el consuelo de mi amor como una recompensa excelsa, que ellos aceptarían deslumbrados, dándome las gracias de rodillas.

—Hija mía, ¡qué pesada estás! —me decía Alicia al pasar por mi lado—. Cose. Haz algo de provecho, porque la ociosidad es madre de todos los vicios.

Mamá suspiraba y sonreía.

—¡Ah! ¡No le digas nada! Está en su punto… ¡Es la edad de la punzada con todos sus síntomas!

Me encogía de hombros, porque no se me podía acusar de perezosa. Cosía, pero no a todas horas, y no me gustaban, como a ellas, las labores de aguja. Los días de trabajo eran monótonos. Esperaba los domingos, en que íbamos a misa por la mañana y Graciela venía a comer con nosotras. En esos días nos levantábamos a las siete, para estar en la iglesia de Monserrate a las ocho. Íbamos a pie, por la calle de Virtudes hasta Galiano. Alicia y yo delante y mamá detrás, vestida de negro, con su devocionario de tapas de nácar y el crujir de sedas de su falda que olía a la naftalina con que ahuyentábamos las polillas del armario. En el atrio había grupos que miraban con descaro a las mujeres, al entrar. Mamá contraía el entrecejo, adoptando un aire severo, y nos obligaba a pasar rápidamente. La misa era corta. A la salida, algunos amigos se acercaban a saludarnos, y permanecíamos un momento en pie, charlando con ellos, entre los espectadores curiosos.

A las cuatro venía Graciela con su madre. Era la misma de siempre, a pesar de los años, que la habían convertido en una linda mujer, no muy alta, pero bien formada. El pecado, si lo había cometido, no dejó huellas visibles en su interesante persona. A veces la examinaba a hurtadillas, con el fin de sorprender en ella algún gesto revelador del estado de su conciencia, porque, si había querido a su novio, debió de padecer mucho al verse abandonada, y si pecó seguramente sentiría remordimientos jamás vi en ella nada que me pusiera sobre la pista de aquel pecado. Muy alegre, siempre, Graciela hacía ostentación, con mucha coquetería, de sus dientes, que eran muy lindos, y de su carita redonda, donde los hoyuelos y los lunares exageraban la natural malicia de su expresión. Mi madre la trataba con más mimo desde que la creía calumniada. Ella había pronunciado su fallo: «Coqueta sí, ¡bastante coqueta! Pero nada más, lo juraría». En mi candor llegué a pensar lo mismo, después de haberla observado muchas veces, no comprendiendo que ciertas cosas pudieran dejar de imprimir una marca imborrable en la fisonomía.

Lo que sí aseguro es que, cuando Graciela venía a casa, entraba con ella un rayo de alegría, una ráfaga de bulliciosa locura que nos animaba a todos. Hasta papá se mostraba locuaz y bromeaba con ella, riendo mucho de sus salidas, que eran ocurrentes la mayoría de las veces. La mesa de casa, tan silenciosa de ordinario, se alegraba con su presencia. Gastón hablaba más que de costumbre; aunque, en verdad, no parecía acordarse ya de su antiguo amor de chiquillo, dominado por completo por su pasión por el football y las regatas a remo, que no le dejaban abrigar ningún otro sentimiento. La sobremesa era larga. Después papá y Gastón tomaban sus sombreros y salían; la madre de Graciela y la mía charlaban en el recibidor o dormitaban en sus sillones, y nosotras tres nos íbamos al balcón a entretenernos con el movimiento de la calle.

Graciela tenía novio, desde el segundo mes de su estancia en La Habana. Era un muchacho, compañero suyo de oficina, casi tan joven como ella, que, según decía papá, la adoraba. Pero ella, muy caprichosa, no le permitía que la acompañara en sus visitas, afirmando que no había nada más ridículo que el novio «pegado a una a todas horas». A las diez, cuando se retiraban de casa, lo encontraban en la esquina, dispuesto a acompañar a las dos mujeres hasta su hospedaje.

—¡Qué rara eres, chica! —le decía Alicia—. Pero di la verdad, ¿lo quieres? Graciela reflexionaba un instante.

—Sí; o mejor dicho: creo que sí. Me gusta. Es el hombre que más me ha gustado, entre todos los que he tratado. Es un bohemio, como mamá y como yo, y en el fondo tiene talento y un gran sentido práctico. Lo observo, y si me sigue gustando me casaré con él; porque no iré nunca al matrimonio, sin tener antes la seguridad de que voy a ser feliz siempre con mí marido.

—Entonces, ¿cómo es que no te gusta estar siempre a su lado? Ella se echaba a reír.

—¿Y quién te ha dicho que no me gusta? Todo el día estamos frente a frente, cada uno en su mesa, a dos varas de distancia… Es que él es un desengañado y yo otra, y tenemos nuestra manera de ser… Con calma se hacen mejor las cosas.

—¿Desengañado? —Decía yo con sorpresa—. ¿Qué edad tiene tu novio?

—Veinticuatro años, pero yo tengo veinte y me creo casi una vieja… Y volvía a reír, con su risa argentina y fresca, que se burlaba de todo.

En el balcón nos entretenía con sus bromas, de las cuales hacía blanco a casi todos los que pasaban. Tenía un maravilloso golpe de vista para apreciar en un instante el lado ridículo de cada persona y ponerlo de manifiesto con un solo rasgo. Los domingos paseaban en coche los dependientes del comercio, muy tiesos en sus trajes nuevos y con el pelo recién cortado. Graciela los distinguía a larga distancia y se divertía adivinando el giro de sus respectivos almacenes. Algunos muy presuntuosos, al vernos en el balcón, adoptaban aires de conquistadores, tan cómicos que la traviesa joven soltaba una brusca carcajada y Alicia y yo no podíamos dejar de hacerle coro. Cuando esto sucedía dos o tres veces seguidas, la silueta de mamá no tardaba en dibujarse en el marco de la puerta, detrás de nosotras. No decía una palabra, pero las risas cesaban como por arte mágico.

Graciela no parecía tener en mucha estima al sexo fuerte. Se mofaba casi siempre de los hombres, y solía dejar escapar frases como ésta:

—¡Qué bobos y qué estúpidos! Todos son lo mismo… La azuzábamos para oírla.

—¿Quiénes, chica?

—¿Quiénes? Los hombres… Fíjense: cada uno que pasa se cree un Adonis, y piensa que nos vamos a tirar del balcón para verlo de cerca. ¡Los pobres…!

Y hacía un mohín de lástima que ponía en relieve todas las gracias de su boca.

Yo la acosaba a preguntas, deseosa de saber cómo procedía en presencia de ciertas costumbres que a mí me molestaban mucho.

—Óyeme, Graciela, ¿qué haces tú cuando te piropean en la calle?

—Me divierto con ellos. Me gusta hacerlos rabiar, cuando miran lo que no pueden coger… Y me río mucho, interiormente, desde luego… ¿Te preocupan esas cosas?

Alicia intervenían.

—No, hija: nos lastiman. En los Estados Unidos los hombres son más respetuosos…

—¡Y aquí más bobos! —replicaba ella prontamente—. Según me han contado, allá no hablan, sino ejecutan… Aquí, ya se sabe, los piropeadores son los comedores de bolas… Miren, una vez me reí de veras. Me seguían dos o tres molestándome; constantemente: «Qué cosa más mona». «Qué cinturita más elegante».

«Vuelva la cara un momento, hijita, para que la veamos». ¡Unos verdaderos moscones! Me volví de pronto, parándome en seco. Uno de ellos, que no se esperaba esta salida, al detenerse, estuvo a punto de caer e hizo una cabriola ridícula. Les miré a la cara con lástima. «Bueno, ya me han visto la cara, ¿y qué…?». Balbuceaban excusas sin saber qué decir, y acabé por volverles la espalda recomendándoles que fueran a cuidar a sus hermanitas. No volví a verlos más.

—¡Ay, chica! ¿Hiciste eso? —exclamó Alicia asombrada—. ¡Y si te hubieran faltado!

—¡Les sobro…! Y después llamo a un policía, que casualmente no estaba lejos… Pero no hay cuidado: esos atrevidos de la calle son los más tímidos.

Así eran muchas de nuestras conversaciones, en las cuales yo admiraba siempre la serenidad y la experiencia de aquella mujercita, ligera y altiva al mismo tiempo, con quien hubiera sido peligroso medirse en una lucha de palabras.

—No pareces cubana, hija —solía decirle—. En muchas de tus cosas eres sajona. Una noche nos indicó con el gesto un coche que pasaba por debajo del balcón.

—¿Lo conocen? —preguntó. Movimos la cabeza negativamente.

—¡Dios mío! Ustedes no se fijan en nada… Éste es el cuarto domingo que pasa ese prójimo por aquí, y ésta la quinta vez que nos muestra su bella figura esta noche.

Entonces nos fijamos. Un hombre algo grueso, de rostro completamente afeitado, con un terno oscuro y el panamá abollado sobre la cabeza, se reclinaba en los almohadones del coche, cuyo caballo, refrenado de intento, marchaba al trote corto. Estaba sentado con un aire de negligencia un poco afectado, y al alejarse, volvió disimuladamente el rostro, contemplándonos con una mirada furtiva.

—¡Ah! ¡Viene «con buen fin»! —exclamó Graciela triunfalmente al advertir este movimiento. Y casi palmoteó de alegría, encantada con la finura de su observación.

Durante otros tres domingos consecutivos, el desconocido paseante siguió exhibiéndose ante nuestras miradas, siempre vestido de diferentes maneras. Lo conocíamos ya desde lejos, a pesar del cambio de ropa de un domingo a otro. Al divisarlo, tosíamos para avisarnos las tres. Nos divertía el juego, y sentíamos excitada la curiosidad. ¿Quién sería? Graciela no había vacilado en calificarlo de «hombre serio», desde el principio. Después precisó más: dijo que pasaba por ver a Alicia.

—¿Y cómo tú lo sabes? —preguntamos las dos al mismo tiempo.

—Es muy sencillo —respondió ella con calma—. En primer lugar, porque ese caballero, cuando me encuentra por la calle ni siquiera se digna mirarme… sin duda para no establecer confusiones… En segundo lugar, porque me ha encontrado con mi novio, y no le he visto hacer ni la más insignificante mueca de disgusto. En tercer lugar, y es el último, porque hemos quedado en que es «una persona seria», y no es creíble que le pasee la calle a Victoria, que todavía no se viste de largo ni se ha recogido el pelo de la espalda… De las tres queda una, ¿quién es?

No sé por qué me mortificó el oír que no podía un enamorado pasear nuestra calle por mí, porque era todavía una chiquilla. E instintivamente sentí aversión por el misterioso personaje.

A la luz del foco eléctrico de la calle, que nos iluminaba de lleno, vi a mi hermana, muy encendida, que trataba de evadirse de la sospecha que caía sobre ella.

—¡Ah, hipocritona! —pronunció Graciela notando su confusión—. ¡Lo habías adivinado antes que yo! Alicia sonrió, sin responder.

El viernes siguiente, día de moda, tuve, en Albisu, una sorpresa. Papá nos había invitado a un palco, sin consultarle a mi madre, que, al llegar al teatro y enterarse del programa, empezó a ponerse nerviosa: Al agua patos, Kikiriki, ¡un horror! Miró a mi pobre padre, que no se fijaba mucho en ciertas cosas, como preguntándole dónde tenía la cabeza. El teatro estaba lleno, y no de gentes de baja estofa, sino de lo más selecto de la sociedad, como todos los viernes. La vista de los palcos, ocupados por lindas jóvenes, muy conocidas, devolvió un poco la tranquilidad a mi madre. Graciela estaba con nosotros, mientras su mamá la esperaba en casa; el novio, en una butaca de orquesta, no venía a verla sino en los entreactos. Era un muchacho alto, feo, lampiño, delgado, muy moreno y de una viveza de movimientos que aturdía muchas veces; tenía el pelo muy negro y los hombros un poco huesudos, pero los ojos eran hermosos y expresivos y el conjunto inspiraba simpatía desde el primer instante. La representación había transcurrido sin incidente alguno de importancia, a no ser las murmuraciones casi ininteligibles de mamá a cada obscenidad de la escena. Empezaba el segundo entreacto. Papá estaba fuera del palco, y Pedro Arturo, el novio de Graciela, acababa de entrar y de sentarse a su lado. De pronto los ojos de ésta, que no perdían un solo detalle de lo que sucedía en la sala, se fijaron en el pasillo del lado opuesto, y la joven dejó escapar una exclamación.

—¡Mira! —dijo, dando con el codo a Alicia.

—¿Qué?

—¡El del coche!

Y añadió enseguida, muy divertida con lo que veía:

—¡Atención! La cosa promete… Viene con Menéndez, el jefe de negociado de nuestra oficina, al encuentro de tu padre, que está hablando con otro señor. ¡Míralos…! ¡Bravo! ¡Una presentación en regla! No me había equivocado al decirte que venía «con buen fin»… a pesar de los paseos en coche. Pasa por todas las formalidades de rúbrica.

Los cuatro hombres se quedaron unos minutos hablando, bajo uno de los ventiladores del pasillo, mientras Graciela. Que me hacia comentarios, entre senos y jocosos, acerca de su ricura.

—Es una lástima que se haya colocado tan cerca del ventilador porque se le va a descomponer el peinado. Estoy segura de que ha estado lo menos una hora para hacer la raya y distribuir el pelo, con tanta simetría, que si las cuentan no hay una hebra más de un lado que del otro… Pero no me gusta, chica —le decía a Alicia—. Me parece un poco presuntuoso, y además, le crecerá mucho el vientre dentro de poco. Lo demás está bien: estatura, elegancia, modales… Para un marido, lo del vientre no es un gran defecto, ¿verdad?

Soltó los gemelos, y se volvió de pronto hacia mi hermana.

—Tú no te resientas por la franqueza de mis opiniones, chica. Te advierto que, por mi parte, no me ofendo si me dices que éste —e indicaba a su novio— parece un grillo negro, con las patas muy largas…, porque es la verdad.

Miró a Pedro Arturo con toda su alma, ofreciéndole el piropo. Se amaban así, y se amaban de veras. Él sonreía embelesado, contemplándola. Alicia, muy apurada, protestó diciendo:

—Pero si yo no tengo nada que ver con ese joven…

En ese momento el desconocido y mi padre se despidieron de los otros dos hombres y echaron a andar lentamente hacia nuestro palco, sin dejar de hablar. Creo que los vi acercarse con más emoción que mi propia hermana, que había recobrado su actitud impasible y miraba a otro lado.

Entraron. Mi padre hizo las presentaciones.

—El señor José Ignacio Trebijo, amigo de mi compañero Menéndez. Mi esposa. Mis hijas Alicia y Victoria. La señorita Graciela Cortés, amiguita de mis hijas, y el señor Pedro Arturo Lagos, su prometido. Trebijo saludaba con mucho aplomo. Era hombre de más de treinta años, ancho y fornido, con cara de actor o de torero distinguido, completamente rasurada y azulosa. Graciela lo había observado bien: su vientre comenzaba a redondearse y la extraordinaria simetría del peinado, partido en dos bandos sobre la frente, un poco estrecha, llamaba la atención. Desde su llegada inició la conversación dirigiéndose preferentemente a Alicia, tanto como lo permitían las conveniencias. Mi hermana lo escuchaba indiferente y cortés. Parecía habituada ya a la vida ligera y galante de los salones, o haber olvidado que aquel caballero tan atento venía directamente a enamorarla.

El telón empezó a subir lentamente. Pedro Arturo y Trebijo se pusieron en pie, y mamá le ofreció a éste nuestra casa. El primer paso se había dado.

Cuando, después de terminada la función, regresábamos a pie por el Prado, invadido por la ola de espectadores que salían de los teatros, papá nos contó lo que sabía de Trebijo. Era el hijo único de un comerciante rico, que había muerto algunos años antes. Vivía solo en la casa que había sido de su familia y que no había querido dejar cuando se quedó huérfano, y una hermana; que tenía desapareció de una manera misteriosa. Mi padre nos enseño, al pasar, la casa, que estaba situada en la propia avenida del Prado por donde íbamos, y que aparecía iluminada sólo en el ala izquierda del segundo piso. Aunque desplegaba cierto lujo, era ordenado y gastaba sus rentas con método, evitando que los amigos lo explotaran, y prefiriendo usar sólo sus carruajes y su quinta de recreo en Arroyo Naranjo. Por eso se le; calificaba de egoísta y de un poco avaro. Era, en fin —y esto no lo decía mi padre, incapaz de hacer tales cálculos en voz alta—, un hombre maduro ya para el matrimonio, aunque sólo contaba; treinta y dos años. De todo este relato yo sólo retuve lo que se refería a aquella hermana misteriosa; y no pude dominar mi deseo de saberlo que había sido de ella.

—Y la hermana, papá, ¿está viva o murió?

—Dicen que nunca habla de ella —repuso mi padre con mucha tranquilidad—. Parece que no salió de buena cabeza… En fin, Menéndez, que es quien me dio esos informes, asegura que está en Santiago de Cuba.

—¿Casada? —dije, afectando una perfecta ingenuidad, con el fin de saber más.

—Soltera —se concretó a responder mi padre, que sin duda creía haber dicho bastante.

Aquella noche ya en mi cama, tardé mucho en conciliar el sueño mientras oía la respiración acompasada de Alicia, que dormía como una bienaventurada. El grave suceso que iba a realizarse en mi casa, y a cuya iniciación había asistido en el palco, trastornaba completamente mis ideas. Sin poderlo evitar, me llenaba de ira el pensamiento de que mi hermana llegara a casarse con aquel hombre. Sentía celos, no por él, sino por ella. Me figuraba que mi hermana era algo mío y que solicitar su amor era como arrebatarme a mí algo que me pertenecía. Y nada de envidia, lo juro. Mi sueño de amor no se había hecho hombre todavía. Desde que conocía sus secretos, el amor personalizado en una criatura de carne y huesos, me producía una inquietud muy cercana al horror. A veces recordaba las palabras de la monja «usted se casará, etcétera». Y trataba de penetrar audazmente con la imaginación en la oscuridad de lo futuro, intentando adivinar cómo serían mis impresiones en aquel trance. Pero una especie de cobardía del espíritu me obligaba a retroceder. Allí estaba lo intangible, lo prohibido, lo que me producía una extraña y profunda aversión nunca bien razonada, y que, sin embargo, me atraía con la vaga solicitación del abismo. Entonces procuraba muchas veces afrontar abiertamente el caos de contradicciones de mi vida interna y del mundo exterior, preguntándome, por ejemplo, por qué todos se unían para reprobar en público una cosa que nadie dejaba de practicar en privado y detrás de la cual corrían desaforadamente hombres y mujeres sin confesarlo. Afortunadamente no me dejé deslizar por esta pendiente peligrosa de la lógica. Me detenía en seco, al iniciar la carrera, repitiéndome a mí misma que en estas materias, como en las doctrinas de la religión, no convenía discutir el dogma, porque la duda era el camino de la maldad y el pecado. Sin embargo, el diablo tomaba aquella noche un sendero desusado para, penetrar en mi conciencia. No se trataba de mí sino de mi hermana, y esta circunstancia quebrantaba mi vigilancia interior, dejando abiertas muchas puertas.

La hermana del señor Trebijo, éste y Alicia pasaban, volvían a pasar y se mezclaban en mi pobre cabeza desvelada, como en una danza fantástica. No me atrevía a encender la luz, por temor a despertar a Alicia, y la oscuridad aumentaba la excitación de mis nervios. Me aconteció lo que nunca me había ocurrido y que procuraría no volviera a sucederme jamás en lo venidero: imagine escenas de una obscenidad repugnante en que mi hermana y la de su pretendiente caían juntas, víctimas de la misma furia de dos hombres. Pensé que Trebijo la querría para algo idéntico a lo que había sido causa de que arrojara de su lado a la hermana. Un movimiento de vergüenza, de repulsión, de agudo reproche de mí misma, me hizo sentar en la cama y buscar a tientas el botón de la luz, que hice girar, aun a riesgo de que Alicia se despertara. La claridad brusca que llenó la estancia me calmó como por encanto, sobre todo después que me froté fuertemente los ojos. Alicia se movió, como si luchara por abrir los ojos un instante, y dando media vuelta en la cama, volvió a quedarse profundamente dormida.

Entonces la contemplé mucho rato, envidiando su serenidad, y pensando con tristeza en el día en que un hombre se la llevara dejándome para siempre sola en aquel cuartito. Mis ideas tomaban un rumbo sentimental que poco a poco fue perdiéndose en una suave crisis de lágrimas. Lloré silenciosamente mucho tiempo, sin querer apagar la luz, temerosa de que las horribles visiones de impurezas vinieran nuevamente a tentarme en la sombra, y me dormí sin sobresaltos, cual si las lágrimas me hubiesen lavado el alma.

Cuando abrí los ojos, ya bien entrado el día, la lámpara estaba encendida aún. La apagué con un vivo sentimiento de vergüenza en el corazón y tal vez en el rostro. Alicia seguía durmiendo en la misma postura en que la vi seis horas antes.