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Me casé en los primeros días del mes de noviembre, porque en diciembre tenía Joaquín que empezar los trabajos en el ingenio que lo había contratado aquel año.

Por una casualidad, en que no intervino nuestro pensamiento, mi matrimonio se celebró veintitrés meses justamente después del de Alicia y fue como éste, aunque con ligeras variantes. No hubo necesidad de arreglar la casa, puesto que nos íbamos a vivir al campo; ni asistieron los vistosos trajes del elemento oficial; ni hubo marcha de Lohengrin a plena orquesta. Ni siquiera fue lluviosa la noche, pues me tocó una, fresca y espléndida, con luminaria de estrellas y claridad de luna. El único uniforme de gala que asistió fue el de Gastón. Me casaba con un químico, hijo de un telegrafista de provincia; y era necesario marcar las distancias. En lo único que hubo igualdad fue en lo que dependió de mis padres: mi canastilla de boda era exactamente lo mismo que la de mi hermana.

José Ignacio nos ofreció su quinta de Arroyo Naranjo, donde él había pasado su luna de miel, para que estuviésemos allí hasta que partiéramos para el ingenio, y la aceptamos. También quedó acordado que llevaría el traje de novia de Alicia, que fue adaptado a mi cuerpo por la modista que lo hizo.

Mis suegros no pudieron asistir a la ceremonia, por razones económicas, enviándome, en cambio, una larga carta donde mi madre política me prodigaba todo género de ternezas, y que no me pareció completamente sincera.

Mi impresión como novia fue esencialmente distinta de la que había experimentado como espectadora del matrimonio de mi hermana. Hoy tengo la certidumbre de que no hay nada más cruel que el martirio que se impone a las desposadas. Cansancio por el trabajo febril de la canastilla, en las últimas semanas; profunda depresión moral causada por el choque de emociones encontradas al aproximarse el día decisivo; vergüenza y aturdimiento al encontrarse una convertida en blanco de todas las miradas: he ahí un resumen apenas bosquejado de una parte de mi estado de ánimo cuando nos acercamos por fin, al altar, mi marido y yo. Y por otra parte una alegría intima, un secreto sobresalto, un enternecimiento dulce, en que se fundían todos mis idealismos de niña y de jovencita, y la satisfacción de llevar, en presencia de muchos invitados a quienes no miraba, el largo velo y la blanca corona que señalaban la última etapa de mi vida de soltera. Los poetas tienen razón al rodear de nimbos radiantes el alma de las vírgenes consagradas al himeneo.

En lo que no se han fijado es en ese estado de fatiga física y de postración moral a que acabo de referirme. La mañana de mi boda le había dicho a mamá:

—Si esto sigue tres días más no llego al matrimonio.

—¿Por qué?

—Porque me muero antes de cansancio.

Mi madre se encogió de hombros sonriendo.

—¡Bah! A todas las muchachas que se casan les sucede lo mismo, y no sé que ninguna se haya muerto. Afortunadamente este mismo cansancio y la agitación febril del trabajo me impidieron pensar mucho en otras cosas relacionadas con el matrimonio. Como me sucedió en los días del casamiento de mi hermana, la ocupación constante de la mente y de las manos en el infinito número de cosas que hay que hacer para casarse, sirvió de narcótico a ciertas ideas que germinan preferentemente en la ociosidad. Apenas había en mi corazón aquel leve sobresalto de miedo, de que he hecho mérito. Sabía que me esperaba una prueba dolorosa. La propia Alicia se había referido a ella, al complacerse en asustarme dos días antes, con una frase llena de malicia y de reticencia:

—¡Prepárate! ¡Eh!

—¿A qué?

—A nada. No te digo más que eso.

Y se alejó de mí riéndose y dejándome mucho más trastornada aún que antes de su advertencia.

De vez en cuando mi corazón latía aceleradamente unos momentos, sin causa aparente que lo justificase. Sin embargo, tenia la seguridad de que me llevarían suavemente, casi como si tuviera los ojos vendados, a la revelación del misterio tendido y secretamente anhelado, y ni quería pensar en eso siquiera.

¡Qué caída después!

Para huir de los invitados íntimos que irían a casa al salir de la iglesia, fuimos a cambiarnos de traje, después de la ceremonia, a la de Graciela. Por discreción, la madre y Pedro Arturo se ocultaron de mí, dejándome sola con la joven. La casa era pequeñita y alegre como un juguete. Pedro Arturo llamó a Joaquín desde la habitación de la suegra para que cambiara su frac por una sencilla americana oscura.

Graciela me ayudó a ponerme precipitadamente una falda negra y una blusa de seda clara; encima me colocó un largo abrigo de teatro. Recuerdo que pensaba vagamente en mi casa, a la que no volvería esa noche, y que temblaba, respirando anhelosamente. Tenía en la cabeza como una bruma que enturbiaba mis ideas. Me dejé las medias y los zapatos blancos de la boda. Quería ayudar a Graciela, y mis dedos torpes tropezaban con las bailenas y no acertaban a quitar los broches. Acabé por dejar que ella lo hiciera todo. La joven, muy seria, no se permitió ninguna broma, lo que le agradecí de todo corazón.

—Vaya; ya estás lista —me dijo besándome; y me dejé conducir hasta la sala, donde me esperaba Joaquín para llevarme al coche. En la puerta se habían reunido algunos curiosos.

Al ayudarme a subir al carruaje, sentí en la presión impaciente de sus dedos sobre mi brazo, la toma de posesión realizada por mi marido. Más tarde —¡oh, mucho más tarde, por desgracia!— después de los dolores y las infamias en que se ha desarrollado mi experiencia, he podido concebir, para disculparla, la especie de locura que debe de agitar el corazón de un joven de veinticuatro años lleno de ardores largo tiempo contenidos, a quien se le entrega de repente una virgen para que la conduzca al lecho.

Mientras fuimos de la iglesia a casa de Graciela, Joaquín se mostró sencillamente pensativo y algo cohibido ante mi traje de novia; pero al emprender la segunda etapa de nuestro viaje me pareció otro hombre: estaba contraído, silencioso y se mordía nerviosamente el bigote. Empecé a sentirme atemorizada ante aquel silencio. Hubiera deseado un torrente de palabras que me aturdieran, de ternuras delicadas que me calmaran, arrebatándome, inconsciente y en completo abandono, adonde fuere menester; y me encontraba con la tímida torpeza de un hombre emocionado como yo, aunque con diferente género de emoción, y que no sabía, sin duda, cómo empezar. Poco a poco fue aproximándose a mi cuerpo, y su contacto brusco me obligó a replegarme instintivamente a un lado del coche. Entonces me miró con asombro, a la luz de los focos del alumbrado que danzaba sobre nosotros al paso del carruaje.

—¿Me tienes miedo, nena?

No fue una reconvención, sino un tierno reproche, y sin embargo su voz era ronca y sonó de una manera ingrata en mis oídos.

Dije que no con la cabeza, y volví al puesto que ocupaba en el asiento, procurando dominar mis nervios.

¡Qué lejos aquello Dios mío; qué lejos aquello, forzado, receloso y falso, del tejido de amables gentilezas que mi imaginación había creado alrededor de un viaje de novios!

Joaquín permaneció largo rato apretado contra mí, sin despegar los labios. Lentamente el malestar de encontrarme a solas con un hombre, en medio de la noche, fue infiltrándose en mi ánimo. Joaquín, de novio, no había intentado siquiera cogerme una vez la mano. Por eso me parecía el de un desconocido aquel cuerpo huesudo y duro que se pegaba al mío, del hombro al pie, y cuyo aliento me llegaba al rostro. Recordé vagamente la broma de Alicia: «Prepárate, ¡eh!» y no pude evitar que un ligero temblor agitara mis miembros. Joaquín repitió la pregunta más dulcemente, acercándose a mi oído.

—¿Tienes miedo, mi hijita?

—No; frío.

Sentía efectivamente que el aire fresco de la noche penetraba mis carnes, al través de la delgada tela del abrigo.

—Espera; voy a subirte el cuello.

Con sus manos torpes, que temblaban tanto como yo, trató de abrigarme la garganta, rozándome el pelo, las orejas y el hombro, sin acertar a envolverme como deseaba. Tuve que ayudarlo incorporándome un poco y levantando con mi mano el cuello del abrigo. Él no retiró el brazo, y al reclinarme de nuevo en los almohadones me encontré enlazada por el talle.

—¿Estás bien así?

—Sí.

—¿No tienes frío ya?

—No.

—Hubieras hecho bien en traer otro abrigo. El aire y la humedad de la carretera pueden hacerte daño. Salimos de la ciudad, rodando sobre la calzada de Jesús del Monte; al trote de dos caballos. A cada momento, un tranvía eléctrico pasaba lleno de luz por nuestro lado, y algún papanatas, al divisar un coche de novios, asomaba la cabeza por la ventanilla. Yo procuraba encogerme todo lo posible bajo la presión del abrazo de Joaquín.

—Me parece esto un sueño, nenita. ¿Y a ti?

—¡Un sueño! ¿Qué? —dije como un eco.

—Tenerte así, sola conmigo y abrazada, enteramente mía ahora y para siempre.

Su brazo me oprimía con tracciones insinuantes, obligándome a caer sobre él, a pesar de mi esfuerzo muscular para mantenerme rígida. Calló de nuevo, disgustado, sin duda, del timbre de su propia voz, y pude distinguir claramente los latidos de su corazón. Un bache me hizo perder el equilibrio, y entonces me obligó a descansar la mejilla en su hombro. Nuestros labios quedaron tan cerca que casi se tocaban. Cerré los ojos involuntariamente.

La mano que Joaquín tenía libre se apoderó de mi barba y me hizo levantar aún más el rostro hacia él, mientras oí que su voz murmuraba suplicante:

—¡Un beso, vidita, ahora que nadie nos ve!

Abrí los ojos con cierto sobresalto, y vi la barbilla negra y rizada y los ojos brillantes que trataban de fascinarme. Instintivamente miré hacia afuera, con el temor de que alguien pudiera observarnos, y vi la carretera desierta, entre las dos hileras de árboles, y las últimas casas de la población que se quedaban atrás. Enseguida, mis labios se abandonaron inertes a la caricia.

—No; tú a mí, nena. Tú a mí también…

Di el beso, sin experimentar emoción de ninguna clase, y señalé después al cochero que, erguido y digno en el pescante, parecía tener abiertos los dos oídos a los menores movimientos del interior del coche.

—¡Es verdad! —murmuró avergonzado, permitiendo que me incorporase y manteniendo sólo su brazo derecho al derredor de mi talle.

Respiré, como si acabaran de soltar la mitad de las ligaduras que me retenían prisionera, y me resigné a seguir apretada en aquel abrazo invisible, que me conservaba unida a «mi marido» desde el brazo hasta el tobillo. En medio de mi turbación poseía una sangré fría y una lucidez mental que yo misma no me hubiera atribuido antes. Era como esos soldados que tiemblan se ofuscan antes de ver el peligro, y que una vez en pleno fuego razonan y observan con la serenidad de los héroes, aun cuando su carne se estremezca de espanto. El aire de la noche nos traía el aroma de los campos silenciosos. Sin querer pensar, trataba de abandonarme al suave vaivén de los muelles, que me arrebataban cual si fuesen las alas del destino. «Mi marido» no hablaba, sino se estremecía de vez en cuando, aferrado a mí, y ahogado, sin duda, por la emoción.

De pronto me sentí acometida de un brusco sobresalto. Sentí la mano de Joaquín que se deslizaba por el talle hacia arriba y el contacto de los dedos insinuándose por encima de las bailenas del corsé. Con mucha calma tomé aquella mano y la aparté dulcemente del camino que intentaba seguir, reteniéndola prisionera en la mía durante el resto del viaje. La audaz cautiva se vengó imprimiendo significativas presiones a la valerosa carcelera que la inmovilizaba.

La voz de Joaquín me despertó de la especie de marasmo en que me había sumiso.

—Estamos llegando, nena.

Entrábamos en un pueblecito de casas amplias y limpias, alineadas a los dos lados de la carretera. La mayor parte de ellas estaban a oscuras ya. En otras había luz y las gentes estaban sentadas en el portal, a pesar de la frescura de la noche. Al aproximarse el carruaje se incorporaban con curiosidad, y algunas mujeres se ponían en pie para vernos pasar. Sabían sin duda que éramos unos novios que veníamos a pasar la luna de miel entre ellos. Sentí una sorda cólera contra esta estupidez del público que convierte al que se casa en un objeto de diversión o de mofa.

El coche se detuvo de repente. En la puerta y apoyándose contra las barandas del portal había aún una veintena de personas que habían ido hasta allí para contemplarnos de cerca. Ana, la vieja criada de mi cuñado, nos esperaba, esforzándose por alejar a los curiosos. Joaquín, al verla, bajó de un salto y me tendió la mano. Vacilé, pero hubo que decidirse y atravesamos casi a la carrera la franja de luz que proyectaba la puerta entreabierta de la casa. Creo que los espectadores quedaron burlados y que pocos pudieron verme el rostro. Ana nos siguió, cerrando la puerta detrás de nosotros y desapareciendo después sin pronunciar una palabra.

¡Solos! Mi corazón empezó a latir ahora con tal violencia que tuve que apoyar una mano en mi pecho y aferrarme con la otra al marco de un espejo de la sala. La luna me devolvió mi imagen pálida y azorada, envuelta hasta la barba en los anchos pliegues del abrigo. Mi marido, muy demudado también, se acercó lentamente.

—¡Uf! —exclamó queriendo aparecer jovial—. Ya estamos libres de toda esa turba de imprudentes. Deja que te quite el abrigo.

Con mucha delicadeza quitó los automáticos y desarticuló los dos broches del cuello, desprendiendo luego de mis hombros la ligera prenda y colocándola, como si fuera un objeto sagrado, en el respaldo de un sillón. Hecho esto, volvió nuevamente a mí. En plena luz volvía a acometerle su habitual timidez, y me trataba como a una señorita a quien la mamá vigila de cerca. Sentí renacer la confianza durante breves momentos, al verlo mirarme tiernamente, sin aquella máscara de locura que descomponía su semblante. Pero él interpretó mal la mirada con que le agradecí su delicadeza, y probablemente avergonzado de su indecisión, puso sus manos en mis hombros y me atrajo a él hasta casi tocar mi rostro con el suyo.

—¡Qué linda eres, Victoria, y qué imposible me parece que seas mía! —exclamó temblando sobre mis labios.

Y añadió ingenuamente, en un arranque de sinceridad y entusiasmo:

—Eres la más hermosa de las mujeres que he podido contemplar así… de cerca.

El recuerdo de otras, a quienes había contemplado de hito en hito antes de poseerlas, me reveló situación exacta en que me hallaba y me hizo apartarme un poco, con un movimiento que él no advirtió, porque, enardecido sin duda por antiguas imágenes, me enlazó repentinamente el cuello y pegó con avidez a los míos sus labios ardorosos.

No pude ni desasirme ni hablar, bajo el peso que me estrujaba los labios, impidiéndome la respiración; por el contrario me sentí arrastrada hasta la silla más próxima, donde se sentó Joaquín sin soltarme, obligándome a caer sobre sus rodillas. Estaba loco otra vez, y me oprimía, me ahogaba con sus brazos y sus besos, sin darme tiempo para proteger el vestido, que se arrugaba lamentablemente entre sus dedos.

Cuando fue menos violenta la presión de aquel arrebato y me debatía dulcemente para libertarme de sus brazos, sentí en la piel, bajo las ropas, el contacto de una mano de fuego que se había deslizado hasta allí sin que lo notara. Protesté dolorida, encontrándome próxima a romper en llanto.

Entonces me soltó con asombro, no pudiendo seguramente comprender la razón de mi pudor en una noche como aquélla. Y habló más tranquilo ya, pero manteniéndome aún sobre sus rodillas con la cadena, ahora floja, de sus brazos.

—Bobita, si soy tu marido y te quiero, y tú eres mi mujercita ya. ¿Por qué te asustas de una cosa que es natural entre los casados?

Bajé la cabeza confundida, y él, ayudándome a levantar como a una chiquilla enfadada y poniéndose también en pie, me condujo suavemente a la habitación. En el trayecto se inclinó dos o tres veces para corregir el desorden de mis ropas. Aparté los ojos con vergüenza de la gran cama de mi hermana que estaba en el centro de la estancia, sin cobertor y con las almohadas puestas en lugar de los almohadones. Me sentía como humillada y vencida interiormente, sin fuerzas para escapar de la fatalidad del destino, que me envolvía. ¿Por qué aquel hombre, a quien yo quería, no se daba cuenta del estado de mi ánimo y me confortaba, antes que mi fe cayera totalmente desvanecida? Conocía que si él hubiera sabido comprenderme un poco mejor en aquel instante decisivo de mi existencia, lo hubiera amado como quería yo amar y como tal vez no me sería posible hacerlo en lo sucesivo. Los dos armarios de luna que había a entrambos lados del lecho, me producían tanto temor como éste, por la aprensión de que me mostraran mi pobre aspecto de novia acongojada, bajo la intensa iluminación de los dos focos eléctricos que alumbraban la estancia.

Joaquín, de pie a mi lado, trataba de calmarme, peinando dulcemente con sus dedos los rizos que su impaciencia había deshecho en mis sienes y hablándome como a una niña asustadiza a quien se desea engañar:

—Vamos, nenita, tranquilízate. Mira como te has puesto el pelo y el vestido con tus nervios… Es natural que te asustes un poco, pero no tanto, ¿me oyes? Tu marido no puede hacerte nada malo, ni nada que te pueda avergonzar… Vamos; voy a dejarte sola en el cuarto para que te acuestes. Cuando estés en la cama, vendré a darte un beso… Con tiempo, ¿sabes? No es necesario que te apures.

Salió al fin, dejándome una impresión de alivio en el alma. ¡Los nervios! Tenía razón; me encontraba tan excitada que me parecía sentirlos tirantes bajo la piel. El cansancio y las últimas emociones del día me predisponían seguramente a este estado anormal tan poco propicio para el amor. Ya no me preocupaban ni la revelación del sublime misterio, ni el dolor que me había anunciado mi hermana y que ya conocía por referencias. Sabía que no iba a experimentar el menor goce, y estaba resignada a sufrir lo que fuera necesario. Pensé que en aquella cama había pasado Alicia su noche de boda, y me pareció que las maderas y el dosel se animaban recordando los hechos de que fueron testigos. Tuve que repetirme: «mi noche de boda», «ésta es mi noche de boda», sin que consiguiera dar crédito a mis propias palabras. De pronto se oyó un ruido en la habitación contigua y recelando que «mi marido» volviera y me obligase a desnudarme en su presencia, corrí al botón de la luz y la apagué, arrancándome rápidamente las ropas a oscuras y arrojándolas una después de otra, sin inquietarme si caían en las sillas o en el suelo. Enseguida busqué a tientas el lecho, dejé caer en la alfombra los zapatos y me cubrí hasta el cuello con el cobertor que estaba plegado a los pies de la cama. Ni siquiera advertí que en una butaca había preparada una larga camisa de dormir. El frío de las sábanas me devolvió una gran parte de la serenidad perdida.

Diez minutos después Joaquín se colocó a mi lado. Sentí sus miembros delgados y duros en contacto con mi cuerpo, y dominé valerosamente el impulso de huir o de hacerme un ovillo al otro extremo de la cama. La idea del deber se me impuso, surgida de no sé qué rincón de mi espíritu donde duermen los mandatos ancestrales que prescriben a mi sexo la humildad y la sumisión. Tenía además otro propósito más egoísta: deseaba llegar pronto al fin y quedar tranquila. Pero aquello se prolongó horas, durante las cuales asistí, pasiva y resignada, a mi martirio. Por mi natural conformación o por la torpeza de Joaquín la lucha fue larga, tenaz y encarnizada. La acepté, sin exhalar una queja, sin protestar una sola vez. Y pude hacer una observación desconsoladora: el hombre es cruel en el amor, y su deleite aumenta en proporción a los padecimientos que ocasiona. Harto claramente me lo dijeron las frases sueltas y las ingenuas exclamaciones de mi marido, en las cuales, si había algún rasgo de piedad, era sólo para exhortarme a la pasividad que facilitaba su obra… ¿Para qué recordarlas ahora? No quisiera jamás que su evocación pudiera parecer, a mis propios ojos, una justificación de mi conducta ulterior, que no me he perdonado nunca.

No dormí. A la madrugada esperaba la salida del sol, inmóvil para no despertar a mi marido; con las piernas apretadas, sintiendo el escozor de mis desgarraduras, humillada, dolorida, sucia… Me parecía que hacía un siglo que había salido de mi casa y que durante ese tiempo habían sucedido en mi cuerpo y en mi espíritu innumerables cambios. Lo que me había dejado hacer, sin deseo y sin goce, me rebajaba a mis propios ojos. No experimentaba ya ni cansancio ni sueño. Una profunda desilusión me invadía, al paso que experimentaba el ansia imperiosa de correr al baño y purificarme largamente en sus aguas. Pero, ¿cómo salir de la cama, sin que Joaquín despertara y me viese? Se me antojó este sencillo acto tan erizado de dificultades que cien veces estuve a punto de abandonar el proyecto por imposible de ejecutar. El vestido de la víspera, el corsé y la saya interior estaban en las sillas. Los veía como grandes manchas, en la penumbra de la estancia. Sin embargo, ¿de qué modo alcanzarlos? El sol, que había esperado con ansia, se convertía en mi enemigo. Y en aquella situación de prosaica derrota, descompuesta, manchada, maltrecha; ¡qué lamentable figura mostraría al levantarme del lecho en plena luz!

Al cabo de media hora de vacilaciones, tuve un arranque de valor y me decidí. Saqué sigilosamente las piernas de la cama, y me detuve de pronto: Joaquín se había movido sin abrir los ojos. Esperé, conteniendo el aliento, y, al fin, de un salto me apoderé de la saya. ¿Y el seno? Una toalla grande encontrada casi a tientas me sacó de apuros. Miré a Joaquín: dormía con ligeros sobresaltos, restos de la tempestad de la noche. Aún no estaba hecho todo. Mis ropas se guardaban en los armarios, cuyas llaves sonarían al abrirlos. Pero casi vestida como estaba tenía más valor. Sin vacilar saqué medias, ropa interior; un corsé lila pálido con encajes y una de aquellas hermosas batas «de casada», vaporosas y anchas, que eran mi delicia cuando me las probaba. Encontré en aquellos vestidos suaves y perfumados un desquite a la suciedad de mi cuerpo en aquel instante. ¿Era ésta la poesía del himeneo, con sus blancas flores, sus músicas y sus luces? Tuve que reprimirme para no escupir mi asco y mi despecho sobre el piso de la alcoba nupcial. En un instante tuve listo cuanto necesitaba, sin que, afortunadamente, mi marido se despertase.

Y fue un bálsamo físico y moral el baño frío, en el gran pilón de mármol, donde quedaron las manchas y los terrores de aquella noche de pesadilla. Salí de él sintiéndome renovada, dueña otra vez de mí y experimentando cierto infantil alborozo al repetirme: «Estoy casada», «estoy casada», mientras la batista y la seda limpias acariciaban la piel de mi cuerpo. Se disipaban mis terrores como por encanto, y casi me alegraba de haber pasado ya por el «duro trance». El agua me había vuelto optimista. Saboreaba con más deleite que nunca la indefinible sensación de bienestar que me producen unas medias bien ceñidas y muy estiradas, cuando oprimen con igual presión las piernas de arriba abajo. Es una de mis debilidades: no usaría sino medias nuevas. Y aquéllas, como todas las de mi canastilla, lo eran. Verdaderamente muchas veces hacen bien los hombres en reírse de nuestras puerilidades.

Ana me esperaba a la salida del baño, y supo saludarme con la mayor naturalidad, desvaneciendo la ligera turbación que me había acometido al verla. Ni sonreía indiscretamente, ni guardaba una reserva exagerada, que hubiera sido igual que la sonrisa. Estaba como siempre, atenta y solícita.

—El desayuno está listo, señora. Lo hice preparar temprano porque sé que en el campo se madruga.

«¡Señora!». Ya empezaban a llamarme «señora». Me sentí como hinchada por dentro con aquel título. Y con la volubilidad ingenua que impera sobre todas las cosas a los diecinueve años, me dispuse a desempeñar mi nuevo papel, como si fuese niña todavía y me hubieran propuesto «jugar a los casados». Bajé al patio recogiéndome mucho la falda para no mancharla con el rocío de las hierbas. Había gallinas que acudían volando de todas partes al verme. Saboreé la frescura húmeda del campo y la brisa cargada de aromas. Era una especie de renacimiento espiritual el mío, en presencia de aquellas cosas sencillas y alegres de las primeras horas del día. Ana tuvo que llamarme, para preguntarme dónde queríamos el desayuno. Me había olvidado de Joaquín… y de mí.

—¡Ah, sí! Póngalo todo en una bandeja. Lo llevaré yo misma, porque «el caballero» duerme todavía.

«El caballero» le decían a mi padre los criados de casa, para distinguirlo de «el caballero Gastón» y me pareció el título más apropiado para Joaquín en aquel instante. «Mi esposo» hubiera sido demasiado fuerte para mí entonces; tenía primero que acostumbrarme a decirlo.

Cinco minutos después hacía una especie de entrada triunfal en el cuarto de mis terrores, llevando la bandeja en alto como un trofeo. Mi marido seguía durmiendo.

Lo toque suavemente en el hombro, después de haber colocado la bandeja en la mesa de noche. Sentí el despertar de mi timidez al recibir en mi mano el calor de su cuerpo.

Abrió los ojos y se incorporó, sonriendo, un poco asombrado.

—¡Tú nena mía! ¡Vestida ya, y tan linda! Ante todo deja que te dé los buenos días con un beso.

Me incliné para recibirlo en la mejilla, y aprovechando el movimiento pude arrojar con disimulo una punta de la sábana sobre algo innoble que vi en la cama. Por fortuna Joaquín no lo había advertido, porque si lo veo dirigir los ojos hacia allí me hubiera muerto de vergüenza.

Desde entonces no tuve otro afán que sacarlo de la cama, sin salir yo de la habitación. Desayunamos, él cubierto con la sábana de los pies a la cintura, y yo a prudente distancia para evitar sus arrebatos. No me gustaba verlo así, con el cuello y los brazos delgados morenos y velludos, saliendo de la camisa escotada y sin mangas. Recordaba su traje de la noche, reconocido al tacto: la camisa aquella y el calzoncillo corto.

¿Cómo me atrevería a mirarlo cuando saliera de la cama? Felizmente, Ana, cuya sagacísima previsión no olvidaba un detalle, llamó discretamente a la puerta, cuando concluimos de tomar el desayuno. Traía un pijama, que me entregó, pidiendo excusa por no haberlo colocado en el cuarto la noche anterior. Se lo agradecí. Y en un instante, mientras me volvía disimuladamente de espaldas, fingiendo que examinaba un pequeño cuadro que había en la pared, quedo hecho todo.

Joaquín, ya presentable y hasta guapo, con su ancho traje a rayas azules y blancas, me hizo un cariñoso gesto de despedida y se dirigió a su habitación. Cuando lo vi transponer el umbral, cerré por dentro la puerta y corrí a la cama. ¡Horrible! Hice rápidamente un montón y corrí a esconderlo, sintiéndome aliviada de una íntima pesadumbre. ¡Ah! Las mujeres, a pesar de nuestra sensibilidad y nuestra educación rigorista, ¡cómo tenemos que soportar casi siempre, con valor, la carga de todos las tristes realidades de la existencia…!

De pronto, recordé que era «casada» y que tenía que empezar, desde aquel mismo instante, mis tareas de ama de casa. Corrí a la cocina, mientras se vestía Joaquín, y me dirigí a la vieja sirviente, con la clásica pregunta:

—¿Qué tenemos hoy para almorzar, Ana?

Se sonrió, mirándome con bondadosa sorpresa.

—No se ocupe la señora. Yo haré que le arreglen algo que les gustará. La señora mancharía su bata en la cocina, que está negra del humo, como todas las del campo.

—¿Y el dinero? —insistí con leve inquietud. Volvió a sonreír.

—Ya el caballero arregló eso…

—¿Qué caballero?

—¡Cuál ha de ser! El mío, el caballero José Ignacio. Tengo orden de no dejar que ustedes gasten un centavo, mientras estén aquí.

Admiré el rasgo generoso de mi cuñado, que no era por cierto la forma habitual de su carácter, y pensé, no sin algún desconsuelo, en unas moneditas de oro que mamá había puesto en mi bolsa para evitarme la vergüenza de pedirle dinero a Joaquín «durante los primeros días». Una idea malévola y traviesa cruzó enseguida por mi mente. «José Ignacio se ha portado con esplendidez porque sabe que no tendrá otras cuñadas que se casen». Me reí de mi propia ocurrencia, y dije sencillamente.

—Está bien.

«Como en un hotel», pensé, y casi me regocijó la idea de no hacer nada serio todavía, para ir saboreando con más calma mis primeras impresiones de casada. Joaquín, de día, me gustaba. No era el amor romántico que había soñado; pero era un amor suave, impregnado de dulzura y de admiración por parte de mi marido. Sus ojos no se apartaban de mí, como si quisiera fotografiarme en su mente en cada una de las mil distintas actitudes de las horas de constante intimidad. Para él, como para mí, nuestra vida era interesante y llena de sorpresas que le divertían. Su deseo, ya satisfecho, se mantenía en reposo.

Jugábamos los dos a los casados, sin habernos puesto de acuerdo para el juego, y yo empezaba a creer que tal vez el matrimonio no era tan malo como había pensado al principio.

En el almuerzo gozamos al vernos solos en la mesa, servidos por los criados de Alicia cual si fuéramos dos personajes. Y hablamos de nuestra futura casita, que sería «nuestra» solamente y nos esperaba ya en el ingenio donde iba a trabajar Joaquín aquel año. Los muebles habían sido despachados aquella semana. La casa nos sería facilitada por la empresa propietaria de la fabrica, lo mismo que a todos sus empleados. Mi marido hablaba de lo venidero con una seguridad que me llenaba de alegría; y cuando los criados nos dejaban solos se apoderaba de una de mis manos y la besaba furtivamente.

—¿Toma la señora café o café con leche? —preguntó el sirviente.

Joaquín me hizo un guiño malicioso. También a él le parecía graciosa la palabra «señora», y se reía de mi seriedad al escucharla.

—¿Me da «la señora» un beso? —parodió cómicamente en cuanto nos quedamos solos.

—¡Atrevido! Con una señora no se juega…

Y se lo di, esta vez de muy; buena gana. ¿Por qué no fue así espiritual y delicado, cuando la noche anterior llegamos los dos fatigados y confusos de la iglesia?

Al mediodía Joaquín se entretuvo en enseñarme la marcha del ajedrez. Nuestras rodillas se tocaban, y el contacto lo ponía muy serio, como si tuviera que hacer un esfuerzo para reprimirse. Y sin embargo, lo buscaba con avidez.

Una vez me insinuó tímidamente:

—Debes de estar muy cansada. ¿Quieres que nos acostemos un rato?

—¿Ahora? ¡No!

Lo dije con un énfasis y una prontitud que me dejaron asombrada a mí misma. Él no pareció notarlo y guardó silencio pero me hizo perder, durante media hora, una gran parte de mi buen humor.

Un poco antes de la hora de la comida empecé a temer la aproximación de la noche. Joaquín se tornaba más locuaz a medida que yo enmudecía. Me habló de Teresa, la hermana de Trebijo, a quien había visto dos veces en uno de sus viajes a Oriente. Era una mujer rebelde y voluntariosa, pero muy bella y de un aspecto extremadamente interesante. Decían que se había escapado con un hombre casado; pero siempre se le veía sola. Un amigo suyo que la trataba le había contado que era tan orgullosa como desgraciada. Me mostré implacable.

—Desgraciada, no: sinvergüenza… ¡Con un hombre casado! ¿No había bastante solteros en el mundo? Eran mis ideas de siempre, agravadas por el desprecio que me inspiraban las intimidades del amor, ahora que las conocía. Para que una mujer se perdiera por una cosa semejante tenía que ser necesariamente muy viciosa, pensaba. Pero me guardé bien de repetir en voz alta esta última parte de la observación. Joaquín se había echado a reír, al oírme.

—¡Bravo! —dijo—. Ya aprendiste a defender el derecho de las casadas… Pero no hay que temer: ninguna habrá que te arrebate tu maridito.

—No; es que siempre me ha repugnado la audacia de «esas mujeres» —repuse con cólera y desprecio. Se cambió el tema de la conversación, porque nos llamaron a comer. La noche se acercaba.

De sobremesa, la locuacidad de mi marido se había transformado en una contemplación muda e impaciente en que parecían notarse leves estremecimientos de la mirada. Sin duda a Joaquín se le antojaba que las manecillas del reloj andaban muy despacio. Hablaba solamente para que el silencio no se hiciese demasiado pesado, y siempre se refería a mí. Una vez me dijo:

—Te estás pareciendo cada día más a tu hermana Alicia.

—¡Oh! —protesté enseguida—. Alicia es linda y mucho más hermosa que yo…

—Te aseguro que no. Luce más, porque es más blanca. Y en cuanto a hermosura…

Pasaba el dorso de los dedos por entre las hebras de su barba, con un movimiento que le era habitual en los instantes de perplejidad y sonreía maliciosamente a sus recuerdos.

Renacía mi inquietud, con todas sus fuerzas. Y objeté audazmente, como en desquite:

—¡Tú no me has visto!

—Mis ojos no; pero mis manos saben pesar y medir. ¡A que adivino lo que pesas!

—Tal vez —dije con un marcado mohín de despecho.

—Ciento cincuenta y cinco libras.

—Ciento cincuenta y dos.

Me reprochaba interiormente el desvío que sentía hacia mi marido cuando pretendía acercarse a mi carne con la acción o con el pensamiento; pero no podía evitarlo. Tenía que repetirme cien veces: «Soy su mujer; tiene derecho a eso; para algo nos hemos casado»; y sólo a fuerza de imponer esta idea a mi espíritu, conseguía dominar la profunda rebeldía del instinto humillado.

Joaquín se había puesto en pie y, acercándose a mi silla, se pegó a mi espalda dejando descansar suavemente las dos manos en mi pecho. Me dejé acariciar, obediente y tranquila. Desde la cocina nos llegaban las voces de los criados que comían. Después mi marido me hizo levantar, me abrazó estrechamente, con transporte, y me condujo, enlazada por el talle, a una de las dos mecedoras de la sala, colocadas juntas e invertidos los asientos como cuando éramos novios.

Sentía al poco tiempo que la quietud triste del campo me envolvía en un cerco de pereza y de silencio. Pensaba vagamente en mi casa y en la boda, de las que apenas me separaban veinticuatro horas llenas de emociones. Mis ojos se cerraron con lentitud, bajo la presión del cansancio. Fue un sueño interrumpido por sobresaltos y terrores, que no sé a punto fijo lo que duró. Creía a veces, sin abrir los ojos, que un aliento abrasado quemaba mi cuello y mis sienes. Y me desperté, cuando mi marido, sacudiéndome delicadamente, me decía muy cerca del oído:

—Vamos, nena, a la cama. Ahí no puedes descansar bien.

No me asusté esta vez. Me dejé conducir dócilmente, medio dormida todavía. Entonces, ya en la alcoba, quiso desnudarme en plena luz, y empezó a desprender, con dedos torpes, los broches de mi bata. Sus ojos brillaban de impaciencia. Detuve con dulzura sus manos, y supliqué alarmada:

—¡No, por Dios! Vete a tu cuarto, y déjame desnudar sola. Él intentó resistir, tiernamente, con razones.

—Pero, hijita, si estamos casados. Si hemos de vivir y dormir siempre juntos. Te he poseído ya anoche, y tu cuerpo es mío, todo, todo… ¿Por qué me lo ocultas, si tarde o temprano tendré que verlo? Es menester que vayamos acostumbrándonos al matrimonio.

Eran los propios argumentos que yo misma había repetido. Pero no podría soportar lo que pretendía. Y lo miraba suplicante, implorando su generosidad.

—¡Oh, sí! ¡Sí! Ya me acostumbraré; pero más tarde y poco a poco… Te lo prometo.

Accedió, y cumplí mi promesa. Me acostumbré como nos habituamos todas a la vida que nos imponen, sujetas a la obediencia desde que nacemos. ¿No nos preparan escrupulosamente para eso? A los diez días de casada era dócil y procuraba someterme de buen grado a mi deber. Como cuando era soltera procuraba no entregarme mucho al peligroso estudio de mí; misma. Por desgracia aquellos movimientos íntimos de mi naturaleza, que me confundían y avergonzaban de jovencita, no coincidieron nunca con los arrebatos pasionales de mi marido: Venían después, cuando estaba sola, acaso como una consecuencia tardía de sus caricias… Era como una especie de disociación de mi estado de ánimo y la realidad de mi vida. Tomé el partido de reprimirlos, como lo hacía antes, a pesar de no estar prohibidas para mí ahora las expansiones amorosas. Lo que sentía en mis momentos de intimidad con Joaquín era indiferencia, ligera repulsión o cierto secreto rencor por tener que prestarme a un goce que no compartía. Las palabras faltan para explicar esos complejos estados del espíritu. Pero no aborrecía por eso a mi marido. Acusaba a la carne ruin y a los hombres en general, que tienen el defecto de ser siempre sensuales y materialistas. De ese modo, volvía a mis viejas ideas sobre la materia que hiede, que suda y que sangra, y con ellas a la severidad y la intolerancia con el pecado ajeno, que era el fondo del carácter de mi madre y de todas las señoras respetables que he conocido.

¿Qué otra cosa podría hacer? Para vivir es necesario crearse; un ambiente interior, real o ficticio, donde el alma pueda respirar cuando la asfixian las emanaciones externas. En nosotras la conformidad es un guía que nos conduce fácilmente al fatalismo. Con gran parte de esa arcilla moral amasamos la estatua del deber. ¿Qué sería de las mujeres si no tuviéramos la facultad de adaptarnos a todo, mucho más voluntariamente que, los hombres? ¿Y qué premio el de la virtud, si, al paso que experimentamos la áspera voluptuosidad de ofrecer nuestros pequeños dolores en holocausto a las conveniencias, no nos sintiéramos como sublimadas por ellos y a un codo, por lo menos, más altas que las infelices que no tuvieron la dicha de sufrirlos? Tal es la razón y la recompensa del martirio soportado por todas las casadas…

El matrimonio es seriedad, sacrificio, obligación. ¡Con qué claridad lo comprendía entonces mi alma de neófita, recordando las secas palabras del apóstol, en su epístola famosa! Hacía inconscientemente mi aprendizaje, y yo misma me sorprendía a veces con el cambio que iba operándose en mí y con la dignidad que el nuevo estado imprimía a mis frases y mis modales en presencia de los extraños.

Y no me consideraba desgraciada, durante aquellos primeros días, por las pequeñas sombras que empañaban el brillo de mis sentimientos. Joaquín era un compañero amable, y nuestro cariño se consolidaba en la intimidad de las comidas, de los paseos, cogidos de la mano, bajo los árboles de la huerta, de las excursiones en coche a los pueblecitos cercanos y de las conversaciones interminables en que mi marido y yo, poseídos de sincero optimismo, arreglábamos nuestra vida en lo porvenir. ¡Lástima que los nervios indóciles no se sometieran a veces, sin protestar, al mandato de la razón! Sin eso, en vez de creerme infortunada, me hubiera conceptuado feliz. Pero, ¿quién lo es en el mundo?