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A los dos años de nuestra salida de La Habana, y después de veintidós meses de estancia en un colegio de religiosas norteamericanas, mi alma había acabado de moldearse por completo. Ya no había curiosidades enfermizas ni terrores exagerados en mi conciencia. Lo sabía teóricamente todo, pues no es posible que se mantenga una absoluta inocencia de espíritu en una jovencita educada entre trescientas condiscípulas de más y de menos edad que ella; pero los conocimientos, los instintos y las ideas morales se habían ordenado metódicamente en mi interior, dejándome en un estado, casi continuo, de equilibrio, de calma placentera y silenciosa en lo interno, que rara vez venían a turbar y siempre momentáneamente, las impresiones demasiado vivas que me llegaban de afuera. Más tarde trataré de explicar esta organización íntima de mi personalidad moral, que tan importante papel desempeña en mi historia, como en la de todo el mundo.
Llegamos a New York en pleno invierno, en la época en que la inmensa capital mercantil del Norte se abre a todas las alegrías y expansiones de la vida. Cielo brumoso, aire frío, árboles pelados, abigarrada multitud de hombres y mujeres cubiertos de lana o de pieles que casi corren con febril actividad sobre aceras anchas como nuestras calles y a la sombra de edificios altísimos: he ahí mi impresión durante los primeros días de nuestra instalación, pasados casi todos entre compras y largas horas de aburrimiento en la habitación caliente donde se experimentaba una dulce sensación de bienestar y de pereza. Y fue casi lo único que pude entrever de aquella Babilonia moderna en unos cuantos meses, porque, por razones de economía, mis padres se alojaron en modesta casa de huéspedes, en tanto que mi hermano Gastón iba a un colegio militar de la cercanía y Alicia y yo a una pensión de religiosas católicas, situada en pleno campo y mucho más lejos.
El colegio no era triste, a pesar de los negros hábitos, las blancas tocas y la rígida disciplina de las horas de trabajo. Si no hubiera sido aquélla la primera vez que me separaba de mi familia, lo hubiera encontrado alegre, desde el día de mi llegada a él. Un grupo de edificios modernos, entre bosques y jardines, a unas cuantas millas de la población más cercana, constituía el plantel donde las monjas venían educando, desde hacía cuarenta años, a una multitud siempre creciente de niñas. El recreo y el estudio estaban allí sabiamente distribuidos, y la naturaleza era bella en todas las estaciones. En el invierno, la nieve colgaba festones caprichosos en los árboles secos, en los aleros y en las molduras de las casas. Las niñas jugábamos alanzarnos puñados de aquel fino polvo que se deshacía como blanca espuma al chocar contra nuestros cuerpos. En la primavera, bajo el sol riente, los gorriones se abatían en bandadas sobre nosotras, y bajaban las ardillas de los árboles a comer en la mano. Nos envolvía el aire seco de las montañas y el perfume acre de los pinos. A lo lejos, las cimas azulosas parecían más limpias y más brillantes, como lavadas por el buen tiempo. Pero el otoño, sobre todo, era magnífico en aquella mansión, mitad paraíso y mitad convento. Los árboles teñidos de amarillo, de rojo, de anaranjado, de los infinitos tonos del verde, erguían sus copas policromas bajo un ambiente tibio y un cielo pálido donde el azul parecía desvanecerse tras el velo de un polvillo luminoso disuelto en el aire. Era el festín de la luz y de los colores, entretenidos en un juego inacabable de gentilezas. En los alrededores del colegio; sangraban los pinares para extraer la resina, y el olor de la savia que se escapaba por las heridas de los árboles, saturaba completamente el aire. Aquel olor era más intenso en las noches profundas, de cielo inmóvil, en que se me antojaba que la bóveda era más alta y el brillo de las estrellas más vivo que en las otras estaciones. Algunas veces aquel aroma selvático me perseguía hasta el dormitorio, turbándome con extraño vértigo, y no me dejaba dormir.
Desde que ingresamos en el colegio formamos nuestro grupito como hacían casi todas. Pero Alicia y yo, además de las razones de simpatía o de afinidad que crean esas agrupaciones pequeñas en el seno de toda colectividad, teníamos otra mucho más poderosa: cuando llegamos no sabíamos una palabra de inglés. En el colegio había cuatro o cinco compatriotas nuestras, entre ellas dos niñas de mi pueblo, las hermanas Guzmán, hijas de un comerciante español, rico y retirado de los negocios Mi hermana y yo ingresamos, naturalmente, en la pequeña sociedad que éstas habían formado. El idioma nos unía estrechamente, a pesar de la diferencia de caracteres que, en otro lugar, quizás nos hubiera separado. Pero no constituíamos una agrupación exclusivamente nacional: con nosotras se reunían dos jovencitas norteamericanas, Jinny y Dolly, nombres abreviados de Juana y Dorotea, que habían optado por levantar tienda aparte con nosotras. Ambas tenían más edad que yo y menos que Alicia. Eran rubias, alegres, pulcras y atildadas, con algo de ingenuo y de altivo en sus hermosos ojos color de acero. Las envidiábamos, porque tenían sus familias cerca e iban a su casa todos los viernes por la tarde, para regresar el lunes por la mañana; mientras que Alicia y yo, en veintidós meses, no pudimos ir a nuestra casa sino tres veces. Nuestro grupo se reunía siempre a las horas de recreo y procuraba estar lo más cerca posible unas de otras en las clases, en el comedor y en el dormitorio. Claro está que no siempre era esto posible, pero hacíamos prodigios de ingenio para conseguirlo. Las Guzmán llevaban dos o tres años en el colegio, y conocían sus costumbres. Eran delgadas, feas, inteligentes y maliciosas como diablos, y sus rostros morenos y huesudos contrastaban con la blancura de leche y las frescas mejillas de Jinny y Dolly, que no eran ni parientes, aunque parecían hermanas. Compartíamos nuestras golosinas y nuestros recursos y nos prestábamos un infinito número de pequeños servicios. En el colegio usábamos todas un horrible uniforme, que recordaré siempre con desagrado, y estaban prohibidos los polvos de arroz y los perfumes. Sin embargo, encontrábamos la manera de burlar en parte estas prescripciones del reglamento, y en esto, como en otras muchas circunstancias, nuestra «hermandad» ponía en juego todos sus medios y desempeñaba un papel muy importante.
Puede decirse que, en el instante en que entramos a formar parte de este mundo en miniatura, empezó nuestra iniciación en los misterios que, con tanto celo, había procurado mamá mantener lejos del alcance de nosotras. No sé si entre los hombres sucederá lo mismo; pero sí aseguro que en cuanto se reúnen más de dos mujeres, cualquiera que sea su edad, el tema principal de su conversación es el hombre. Las Guzmán eran muy expertas, teóricamente, en esta escabrosa materia. Por su parte, Jinny y Dolly, que tenían novio, o, mejor dicho, «amigos preferidos», hablaban de besos recibidos y devueltos en plácida confraternidad, como de la cosa más natural del mundo. Cuando, los lunes, llegaban al colegio, venían como impregnadas de aquel ambiente, a la vez ingenuo y perverso, que parecía reflejarse en sus cándidos semblantes. Mis primeras impresiones fueron de desagrado; tenía que rectificar muchas de las ideas que me había forjado acerca de la animalidad, del alma, de los hombres y las mujeres y del nacimiento de los niños. Me asombró, sobre todo, que una criatura pudiera pasar por ciertos sitios, y el hecho me inspiró una vaga repugnancia. La mujer se manifestaba allí tal como es, en su doble aspecto de caza perseguida y de ser indefenso y necesitado del apoyo del hombre. A éste se le consideraba como el perpetuo enemigo y el eterno deseado. Se le temía y se soñaba con él a todas horas. Si mamá hubiese oído las palabras de aquellas niñas, la mayor de las cuales no había cumplido aún dieciocho años, hubiera temblado por nosotras. Pero la verdadera inocencia de Alicia, lo mismo que la mía, no corrían peligro. Sé por triste experiencia la enorme distancia que hay siempre entre la teoría y la práctica en esta clase de asuntos. La mayor parte de aquellas cabecitas de vírgenes tendían a dar al amor, aun en sus más descarnados aspectos, un tinte de idealidad que rara vez tiene en la vida real. Me acostumbré pronto a sus conversaciones y sus teorías; pero tuve mis ideas propias acerca del pudor, que en nada se modificaban por la mayor o menor suma de conocimientos que adquiriera acerca de la unión de los sexos. Estas ideas, adquiridas allí, en contacto diario con centenares de niñas de diversa procedencia moral, fueron, poco más o menos, las mismas que dirigieron mi vida ulterior durante todo el tiempo en que permanecí soltera. Todas mis compañeras, sin excepción, aspiraban a casarse, en su día. Era ésta la única manera de llegar al amor completo y seguir siendo «buenas». Las otras mujeres, las que aman sin casarse, eran «malas» y formaban una legión de gentes despreciables, de los cuales ni debía de hablarse siquiera. En esto concordaba el sentir de todas con lo que había oído y visto siempre en mi casa, y nada nuevo podía enseñarme. Pero en otros aspectos del problema, mis sentimientos iban más lejos. Cuando yo supe, sin género de dudas, lo que los hombres buscaban y perseguían en nosotras, sentí asco por ellos y por mí. Hasta que no tuve, muchos años después, un conocimiento amplio y completo de la vida, me fue imposible separar la idea del amor físico de la de cierta suciedad orgánica. Era la evolución persistente del sentimiento primitivo de aversión a lo vergonzoso, lo feo y lo mal oliente, adaptado a un grado más alto de desenvolvimiento mental. El propio idealismo de las menos escrupulosas de mis compañeras, de las Guzmán, por ejemplo, me alejaba con repugnancia de ciertos pensamientos demasiado descarnados que la curiosidad natural solía llevar a mi espíritu. La religión me hablaba en alta voz del alma, siempre pura, y la carne inmunda y pecadora, y aquella otra voz interior me repetía al oído que lo noble residía siempre lejos de los órganos despreciables del cuerpo. Así empezó a formarse, en medio del bullicio ardiente de los deseos y las confidencias, mi conciencia de mujer honesta y los sentimientos que habían de regir definitivamente mi conducta de virgen juiciosa.
Me complacía, para fortalecerme en mi fe, el evocar y enumerar las interioridades poco gratas de la naturaleza humana.
Las mujeres tenemos tantas, por desgracia. En las aulas, cerradas durante el invierno, el vaho de treinta o cuarenta niñas aglomeradas engendraba en mí una repugnancia sin límites. Pensaba, con cruel insistencia, en el contraste entre aquella interioridad de los cuerpos y las caritas frescas y sonrosadas que sonreían como ángeles hablando de sus enamorados. Supe por una de las Guzmán, que lo sabía todo, que mi amiguita Graciela padecía, desde muy pequeña, de un mal horrible y repulsivo: una leucorrea abundantísima que los médicos no le habían podido curar. En el colegio había muchas así, cuyos secretos se divulgaban gracias a la malevolencia de sus amiguitas. Pero el recuerdo de Graciela, tan linda y tan alegre, ¡con aquello!, no se apartaba de mí. Me ensañaba evocándolo para colocarlo al lado de todas las cosas feas que había en el colegio… y en mí misma. Mis nervios, en pleno desequilibrio por la proximidad de mi transformación en mujer, se habían aferrado a esta manía, como antes a la de los trapos y las modas. Pero, a pesar de mis reflexiones acerca de lo más feo de la vida, no tenía un concepto pesimista de ésta. Creía sencillamente que las personas hacían bien en ocultar con vergüenza aquellas cosas y no podía explicarme cómo hubiera quien tuviese complacencia en hablar de ellas. Jamás fui ni hipócrita, ni gazmoña. Trabajaba a las horas de trabajo, jugaba a las de juego, si había que reír reía, y no hice nunca gesto de desagrado ante las expresiones de mis amigas, si eran demasiado atrevidas Creo que a Alicia le sucedía poco más o menos lo mismo que a mí aunque, mucho menos apasionada que yo, debía de pensar pocas veces en lo qué aún no le afectaba de un modo directo. Mi hermana era optimista; yo, acabo de decirlo, no era pesimista: en esto consistía una de las diferencias de nuestros caracteres respectivos. Por mi parte, hasta me hacía gracia algunas veces oír los desplantes de Luisa Guzmán, que hablaba de los hombres como si los conociera íntimamente, lo cual no era cierto. También me complacía el flirt de Jinny, de Dolly y de tantas otras cuyo pudor tenía en el fondo algo de semejante al mío, y que señalaban siempre de antemano un límite para las audacias de sus «preferidos». Lo que hacía era no compartir enteramente sus ideas, creyéndolas todavía demasiados materialistas. Besos, manoseos y coqueterías, ¿para qué? Ellas alzaban altivamente la barrera que no debía pasarse: «bueno era divertirse; mas si se propasaban, ¡pobres de ellos!», y los ojos color de acero brillaban con fiereza en los duros semblantes. Mi idealismo fue, desde que empecé a sentir como mujer, menos utilitario y más puro, sin que se escandalizara ante las ideas ajenas. Así seguí siendo durante toda mi primera juventud.
En la biblioteca del convento había novelas en que la pasión; ennoblecida se elevaba como algo esencialmente distinto de aquellas feas realidades. Walter Scott me encantaba. Dickens me entretenía, aburriéndome muchas veces, y Shakespeare me asustaba. Aquella literatura fue como el pulimento de mi alma recién formada. Ivanhoe y Guido Marmering me hicieron soñar más de una vez con el amor, y recordar al lindo oficialito que perseguía a Alicia. Tengo la seguridad de que mi madre no me hubiera permitido leer a los trece años aquellos libros; y sin embargo contribuyeron a formar mi naturaleza moral mucho: más eficazmente que las áridas meditaciones de los autores religiosos. No era inclinada al misticismo por eso la educación religiosa no se infiltró profundamente en mi espíritu. Al acercarme a la pubertad era una chiquilla ni bulliciosa ni retraída, un poco precoz y aficionada a observarme a mí misma. Como casi todos los niños que han pasado sus primeros años lejos del trato de los demás muchachos, tenía un alma un tanto contemplativa. La naturaleza me parecía bella, y a ratos me extasiaba admirándola o me entusiasmaba ante la poesía de uno de sus aspectos. Era como una especie de desquite que tomaba de las cosas de la vida humana que me disgustaban o me herían. Los libros en que el heroísmo o el amor dignificado imperaban y las cosas brillantes y hermosas que la tierra contenía me transportaban a un mundo mejor, en el que deseaba vivir siempre. Las monjas me querían, y escribían a mis padres enviándoles excelentes informes de mí. Era estudiosa, obediente y aprendía con facilidad lo que me enseñaban. Una buena nota obtenida en la clase de fisiología motivó una larga carta de mamá, más alarmada que satisfecha de aquellos progresos.
Fuera de mi ligera exaltación nerviosa y de las exageraciones pudibundas que me asaltaban, mi naturaleza se acercó en un estado de casi perfecta calma al momento de la «gran crisis». Los mismos desarreglos nerviosos se apaciguaron al aproximarse el brote de la pubertad. Recuerdo bien que hubo como una pausa en mi interior: hasta me atrevería a decir que una pausa solemne. Y bruscamente estalló lo que desde hacía mucho tiempo esperaba y no podía, de ningún modo, sorprenderme como cuando le sucedió lo mismo a Alicia. Sólo que un dolor horrible fue el heraldo que me anunciara «la visita» como le decía, entre política e irónica, Luisa Guzmán; un fiero dolor, de muchas horas de duración, que no ha dejado de atormentarme después y que me hace temblar con silencioso terror cada vez que leo su proximidad en el calendario.
Fui mujer con un sentimiento a la vez de vanidad y desagrado. Como todas queremos crecer cuando somos pequeñas y vestir de largo cuando llevamos la falda corta, el hecho no podía dejar de darme importancia a mis propios ojos y a los de las demás. Pero es tan repugnante eso; tan repugnante, que se pregunta una con enojo por qué pesa sobre la delicadeza de la mujer una carga que tanta semejanza tiene con un castigo… Mi dolor tremendo hizo que el hecho no pudiera permanecer oculto a las madres ni al grupo de mis íntimas, pues fue menester que me trasladaran a la enfermería.
Cuando aquel odioso martirio me arrancaba gritos desesperados, rodeaban me solícitas mis amiguitas, mostrándose como invadidas de respeto ante la majestad de la función que allí se cumplía.
—Toma cerveza, mucha cerveza —me recomendaba sentenciosamente Dolly—. Es lo único que lo calma.
El médico me mandó antipirina; pero después he comprobado cien veces que aquella linda muñeca tenía razón y que, sin duda, había experimentado en sí misma el remedio. La cerveza es lo único que me calma un poco. Y sin embargo, no sé qué es peor: si el dolor o lo otro… Si estas páginas, desahogo de mi alma atormentada, hubieran de publicarse, me dirigiría ahora a las mujeres que poseen un alma sutil y una percepción delicada, para que respondieran por mí, después de recordar, una por una, todas las fases de este tormento…
El primer año de mi estancia en el colegio fue para mí mucho; más penoso que el segundo. Sin llegar a olvidar a mi familia, de la cual recibía cartas dos veces a la semana, me fui acostumbrando a mi nueva vida y a aquellos encantadores lugares, mucho más fácilmente que lo que había imaginado al principio. Al principio había llorado algunas veces, al acordarme de mis padres y de mi pobre patria tan lejana; más tarde me resigné y últimamente me hallaba tan bien allí, que si mamá, papá y Gastón hubieran vivido a pocas millas de distancia, no hubiese deseado jamás abandonar a las buenas monjas. Aquellas excelentes mujeres eran religiosas, sin fanatismo, y hacían el bien sin aspirar a la santidad. Nos preparaban para la vida, no para el claustro. De ahí que su educación, mundana y práctica, abarcaba una multitud de materias que no estamos acostumbrados a ver aparejadas con la religión en los países latinos. Esta particularidad me chocó tanto como las costumbres de las jóvenes, que enseñaban las piernas sin el menor escrúpulo, tilinteaban y hablaban de tres o cuatro amigos, casi novios, escandalizándose, en cambio, ante nimiedades increíbles. Yo soñaba despierta, algunas veces, que me hacía monja y seguía viviendo toda la vida en aquel dulce retiro, leyendo mucho y enseñando a las niñas que irían entrando todos los años. Lo más alto que mi imaginación alcanzaba entonces era el tipo de una de aquellas admirables mujeres, toda severidad y dulzura. Un día se lo dije a una de ellas, por quien sentía un gran afecto. Sonrió.
—No, hija mía, usted no tiene vocación. Usted se irá a su país, se casará y formará una familia: es para lo que usted está hecha.
Y añadió con otra sonrisa llena de indulgencia:
—No se sirve a Dios de una sola manera.
Aquel día noté que era «una mujercita», que mi seno empezaba a formarse y mis caderas se redondeaban como las de Alicia, aunque no sería nunca tan corpulenta ni tan hermosa como ésta. Como no había grandes espejos en nuestro dormitorio, ni libertad suficiente en el baño para entregarme a un minucioso examen de mí misma, había perdido la costumbre de contemplarme cuando estaba sola, y me sorprendí de los progresos que había hecho en unos cuantos meses. Desde entonces, a la multitud de sentimientos que se agitaban en mi alma, se unió el anhelo de crecer, de «ser grande» pronto, que con tanta intensidad impera en la mente de todas las niñas. Algunas veces recordaba las palabras de la religiosa, «usted se casará y formará una familia». ¿Por qué no? Se había casado mi madre, y la mamá de Graciela y todas las señoras que conocíamos. Antes, cuando mamá nos oía hablar de matrimonio, nos reñía severamente.
«Están ustedes muy chiquillas todavía para esas conversaciones», nos decía. Pero ahora todas hablaban de eso a mi alrededor, y hasta la misma monja me lo había dicho sin ruborizarse: «Usted se casará». Me imaginaba novia de un lindo mancebo, como el oficial de Alicia, o un poco más joven, como el que aparecía en el grabado de una novela de Walter Scott, con trusa, daga y larga malla ceñida hasta los escarpines de seda. ¡Qué desgracia no haber nacido en aquel tiempo, en que los enamorados decían y hacían cosas tan hermosas! Y mi sueño era puro, sin los feos detalles que Luisa le agregaba a sus proyectos de casamiento, cuando, de vuelta en su casa, la fortuna de su padre la pusiera en situación de tener sólo que alargar la mano para encontrar a un novio de su gusto. Si aquellos detalles venían importunamente a mi memoria, los apartaba con repugnancia y energía, con una impresión parecida a la que produciría el ver caer una mancha de grasa sobre un bello bordado… Los últimos meses que pasé allí estuve entregada a estos juegos contradictorios de la fantasía.
Las cartas de mamá eran siempre largas y melancólicas, con frases tiernas y alusiones numerosas a la voluntad de Dios, que nos mantenía aún en el destierro. Siempre concluían, poco más o menos: «Gastón muy adelantado en sus estudios y hecho todo un hombre. Tu pobre padre bien, pero echándolas a ustedes de menos cada día más». ¡Pobre mamá! Me emocionaba la lectura de sus líneas, hasta arrancarme lágrimas; sobre todo de las que llegaron durante el invierno de 1897, en que, detrás de las palabras, se traslucían angustias de dinero, que no se atrevía a expresar claramente. Alicia y yo las leíamos solas en un rincón del aula o en el jardín, y nos quedábamos después contemplándonos largo rato, con los ojos húmedos. No podíamos saber qué clase de oscuras penalidades sufrirían los dos infelices viejos, en su triste hospedaje de Harlem, al extremo de la inmensa ciudad tumultuosa e indiferente. Un momento después, la sangre juvenil recobraba sus fueros, y volvíamos a nuestros estudios y nuestros juegos, sin llevar más que una especie de espinita clavada en el alma. Pero, de pronto, las cartas de mamá empezaron a reflejar menos pesimismo, dejando entrever la posibilidad de retornar pronto a Cuba. Esto coincidía con cierta sorda agitación en el pueblo norteamericano, que franqueaba las tapias del convento y llegaba hasta nosotras convertida en un susurro de esperanza. Las niñas hablaban por primera vez de la guerra que sostenían mis compatriotas con el gobierno de España, y nos contemplaban, a las cubanitas, con simpatía. Un día Jinny nos dijo, envolviéndonos en una mirada casi protectora de sus hermosos ojos de acero:
—Pronto serán ustedes libres.
—¿Por qué? —preguntó Alicia, sin comprender bien el sentido de aquellas palabras.
—Porque el pueblo americano lo quiere así —respondió la varonil jovencita sentenciosamente, sin abandonar su aire de superioridad.
Se esperaba la reunión del Congreso de los Estados Unidos, concediéndose a este acto una inmensa trascendencia para lo porvenir de los dos países, y ellos traían al colegio las conversaciones que oían en sus casas.
A los pocos días, en lugar de las cartas de mi madre, recibimos una de papá, lo cual era siempre indicio de la solemnidad de los acontecimientos, y en ella nos anunciaba que pronto se realizaría nuestro viaje de regreso y que íbamos a dejar el colegio. En aquéllos momentos sólo se hablaba de la guerra alrededor nuestro. El presidente de la República había solicitado de las cámaras el permiso de usar las fuerzas de mar y tierra de la Unión; y una resolución conjunta de aquellos cuerpos declaraba que Cuba «era y por derecho debía de ser libre e independiente». El conflicto internacional no iba a hacerse esperar mucho tiempo. Saltamos de alegría. Un ambiente de exaltación y de entusiasmo bélico nos circundaba. Las pacíficas caras del capellán, el médico y los jardineros, que eran los únicos hombres que veíamos, aparecieron, de la noche a la mañana, animadas por rasgos de una cómica fiereza. Se hablaba de enormes cañones enviados a toda prisa para defender las costas del Sur, y se discutía sobre el calibre de la artillería y el espesor de las corazas de los buques.
El invierno había huido, con sus nubes plomizas y las blancas alfombras de nieve tendidas por los jardines desiertos. Hacía algunas semanas que el buen tiempo reía en los aires, en la tierra y en los corazones. Les dijimos adiós a las blancas avenidas de asfalto, trazadas entre macizos de verdura, y a los árboles del parque donde los gorriones y las ardillas, albergados en diminutas casitas de madera durante el tiempo frío, no abatirían más el vuelo sobre nuestros hombros ni bajarían cautelosamente a comer pedazos de manzana en nuestras manos. Alicia y yo estábamos emocionadas al despedirnos de aquellos lugares.
Partimos solas, pues los recursos empezaban a agotarse en mi casa y se quería ahorrar el importe del pasaje de mi padre, si venia a buscarnos, y llegamos a Nueva York un sábado a las cuatro de la tarde. Gastón, instalado ya en nuestra casa, nos esperaba. En veintidós meses no lo habíamos visto ni una sola vez, y nos asombramos de encontrarlo convertido en un hombre con el pecho y los hombros desarrollados por la vida atlética de su colegió, y la suave pelusa rubia que sombreaba su labio superior. El reía satisfecho, y nos examinaba a su vez con mucha, atención.
—Pero estás desconocido, muchacho —le dije al separarme de sus brazos, que por poco me ahogan.
¡Pareces un yankee! Si te veo en la calle, sigo de largo…
—¿Y tú? ¿No te has visto? ¡Una mujer ya! —Y mirando a mis pies, mientras reía maliciosamente, agregó:
—¡Qué piernas! Será menester que mamá te alargue un poco el vestido.
Bajé los ojos, confusa, y le tiré un pellizco, como en nuestros buenos tiempos de la arboleda.
—¡Malcriado!
El también había cambiado mucho, con el trato de sus compañeros de colegio. Sus ojos no aparecían velados por esa indefinible opacidad de la inocencia que encubría antes con su aire petulante de chiquillo. Tenía el aplomo y el descaro del hombre que ha vivido en sociedad con muchachas y sabe cómo tratarlas. Mamá lloraba de alegría al vernos a los tres juntos: Ella y papá habían envejecido mucho en aquellos dos años; pero sobre todo la infeliz se había transformado, perdiendo mucho de su antigua energía y dejando que el fondo de ternura innata que había en su alma subiera todo a la superficie. Se secaba las lágrimas con el pañuelo, y hacía esfuerzos por mostrarse jovial.
Interpeló a Gastón, mirando a Alicia con una expresión de orgullo en su rostro marchito y apoderándose también de una de mis manos, como para indicar que las dos ocupábamos el mismo lugar en su corazón.
—Y de tu otra hermana, ¿qué dices? Fíjate bien y di si es la misma que dejaste aquí. Gastón se inclinó, haciendo una cómica reverencia.
—A ésta no le digo nada, porque siempre fue muy seria, y ahora que es toda una dama me inspira mucho respeto.
Alta y magnífica, con su hermosura efectista de diosa y el aire indulgente y maternal de sus dieciocho años llenos de gravedad, Alicia sonreía y lloraba mientras mantenía, a su vez, entre las suyas la otra mano de mamá y la besaba, a intervalos cortos, con besos muy suaves. Al oír la salida de Gastón, tuvo para él otra sonrisa cariñosa, y repuso fingiéndose enojada:
—¡Payaso! ¡Siempre eres el mismo!
Aquélla fue una de las noches más felices de nuestra vida. A pesar de las angustias que lo habían anonadado durante muchos meses, mi padre estaba locuaz y se manifestaba optimista. Nos contaba cómo mamá había hecho prodigios con el dinero, alargándolo como si fuese elástico. Con lo que quedaba nos alcanzaría para vestirnos de nuevo, pues Alicia, Gastón y yo sólo teníamos los uniformes del colegio, y la ropa antigua ya no nos servía. Hasta podríamos pasear un poco e ir algunas veces al teatro mientras llegara la hora de volver a Cuba. Una vez en nuestra tierra nada nos faltaría…
Lo escuchábamos como embobadas, con la boca abierta. Nos parecía otro hombre, con su alta estatura, un poco encorvada, y su pulcritud atildada de antiguo curial, a tal punto las penas primero y luego la alegría lo había transfigurado.