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Al fin estuvimos en nuestra verdadera casa. «¡Nuestra casa!». «Mía» mejor dicho, pues según las teorías de papá y de Joaquín, en el hogar la esposa es la reina. Tuve en los primeros días, después de la llegada, el júbilo infantil que produce un lindo traje o una muñeca nueva. La misma pobreza del ajuar y la dificultad de encontrar comodidades me servían de diversión. Hubo que tomar criadas y organizar el servicio. Me decidí por una negrita fea y descalza, con cara de salvaje, y una vieja cocinera que me recomendaron. La casa, un chalet minúsculo, con baño, inodoro, luz eléctrica y pisos de mosaico, era semejante a la de todos los empleados de la fábrica. Formaba con las demás una de las líneas que cerraban el gran cuadrilátero del batey: vasta planicie rodeada de construcciones, en cuyo centro se alzaba el pabellón destinado a las oficinas administrativas. Aquellas construcciones, edificadas sin arte, tenían la rigidez de las obras hechas por la ingeniería moderna con arreglo a un plan general donde se subordina la belleza a la utilidad. Nuestras viviendas eran limpias y simétricas, levantadas en medio de un jardincillo y pintadas, como todos los edificios del batey, de un color amarillo de ocre, con los adornos de un tono más oscuro, casi carmelita. Poseían todas aquellas casitas la fragilidad y el brillo de los juguetes baratos fabricados por gruesas. Una hilera de grandes álamos sombreaba sus frentes, donde se entretejían también alegres enredaderas, y protegía a los habitantes del humo y del polvillo de carbón de las cuatro altísimas chimeneas que coronaban la mole enorme de los talleres.

De noche; los potentes focos eléctricos colocados en la explanada a poca distancia unos de otros, iluminaban el batey con una claridad muy semejante a la del día. Aquella mancha luminosa hacía más profunda la oscuridad de los campos que nos rodeaban, mudos y lúgubres desde la puesta del sol, sin otra señal de vida que la orquesta de insectos que alborotaban entre ellos y nosotros, como si estuviesen en la orilla de un mar de sombra.

Nuestra instalación provisional era modesta hasta llegar casi a suprimir lo indispensable. La habíamos dispuesto así por ahorrar fletes de ferrocarril y molestias de traslado, que solían resultar más caros que los mismos muebles. Nos considerábamos como en campaña. Las habitaciones, además, eran tan pequeñas que no era menester un gran derroche para llenarlas. Mimbres, sillas de Viena y cromolitografías baratas para la sala; una mesa de alas y un diminuto aparador para el comedor, y una cama rodeada de una cómoda y de pequeños muebles pintados de blanco en el cuarto de Georgina. Donde únicamente había cierto lujo era en mi habitación, en «nuestra habitación», mejor dicho, pues Joaquín hacía poco uso de un cuartito que le destinamos, donde tenía su ropa y una estrecha cama de soltero. El inmenso lecho de nogal, con columnas y colgaduras, llenaba casi todo el aposento. Éste resultaba tan reducido, con relación al mobiliario, que, para que cupiese el armario de luna, fue necesario quitarle el remate de la cornisa y guardarlo en la cocina; y aun así, ocupando todo un costado de la cama, dejaba entre uno y la otra un espacio tan estrecho que nunca podían abrirse completamente las hojas del armario. A Joaquín le encantaba esta disposición, tanto como a mí me era desagradable. Desde la madrugada, el sol que penetraba por la luceta de vidrios opacos de la ventana iluminaba crudamente la habitación y hacía que nuestras dos figuras yacentes se reflejaran en los espejos, a muy corta distancia. A mi marido le divertía este juego, y los primeros días procuraba despertarse con el alba para no perder un minuto del espectáculo. Decía que tenía dos Victorias, en vez de una. Pero yo acabé por colgar un paño delante de las lunas, todas las noches al acostarnos, y me quedé tranquila por ese lado.

El arreglo de nuestro nido me entretuvo completamente durante los primeros días. Era necesario ingeniarse para crear con tan pobres materiales un hogar habitable. Amo naturalmente los lugares en que vivo, como los gatos; pero, exceptuando nuestra vieja casa de Santa Clara, que con tan fuertes lazos ha estado siempre ligada a mi corazón, ninguna otra me ha inspirado el afecto que llegué a sentir por aquella minúscula vivienda apenas amueblada. Puede decirse que en cada adorno, muchos de los cuales eran grotescos y me parecían adorables, y en cada clavo de la pared, puse o colgué un pedazo de mi alma… Georgiana me ayudaba, más dispuesta que lo que yo creía a hacer de nuestra casa la suya, y alegre tal vez por encontrarse lejos de las interminables luchas de su propio hogar. Llegué hasta hacer presentable la hirsuta cabeza de Facunda, la negrita, y a vestir de limpio a la cocinera. Trabajábamos muchas horas al día, Georgina y yo, en aquella obra de lenta transformación. Y en los ratos de ocio nos entreteníamos viendo ir y venir la pequeña locomotora del batey que arrastraba incesantemente vagones cargados de caña para que el monstruo, rugiente y envuelto en nubes de vapor, se los tragase.

Al principio nos distrajo aquella actividad, a la cual no estábamos acostumbradas. Cuando el sol caía y nos paseábamos por las avenidas asfaltadas no dejábamos de detenemos ante el ancho portón desde donde se veían voltear los enormes brazos de acero de los motores, y rodar perezosamente las mazas de los molinos alineados en serie, por los que pasaba la caña sucesivamente, saliendo luego casi convertida en polvo de color pajizo. Los empleados y los campesinos saludaban siempre al pasar por nuestro lado. Había en el ingenio un suave ambiente de sociabilidad y de franqueza, que me agradaba. De noche, se oían varios pianos, entre el sordo zumbido de las máquinas y la música de los grillos que llenaban el espacio. Algunas familias se visitaban, y las muchachas y los jóvenes solteros solían reunirse y bailar, los domingos, improvisando asaltos a las casas donde había piano. La viva iluminación y la actividad del batey hacían que por el se pudiese circular a todas horas sin peligro y como si estuviera uno en su propia casa.

Conocí y traté a las señoras del primer maquinista, del jefe de tráfico y del inspector de colonias, que habían sido particularmente recomendadas a mi marido, como lo mejor entre los elementos más serios del batey. La primera era joven y tenía cinco hijos pequeños; las otras dos eran mujeres de alguna edad, muy formales, y con nietos que no vivían con ellas. A esas tres familias se concretaba mi amistad. Joaquín no era celoso, pero no se mostró nunca aficionado a las visitas. Era avaro de la intimidad de su casa y le contrariaba que viniesen los extraños a robarle algunos minutos de esa dicha. Aquellas señoras me acogieron con grandes agasajos, maravillándose de mi juventud y llamándome chiquilla y linda como si les hiciera gracia el verme ya casada y tan formal en mi papel de ama de casa. A la verdad, no me consideraba linda, ni me gustaba que me lo dijesen, porque lo creía una lisonja falta de sinceridad. Hermosa, sí, y con un aire… presentable; aire de familia, podría decirse, porque mamá lo conservaba aún, a pesar de la edad y de su gordura, y Alicia y Gastón causaban envidia por la natural arrogancia de sus aposturas. Si hubiese creído a las tres buenas señoras y dado oídos a los arrebatos de Joaquín, que se extasiaba delante de cada uno de mis encantos, sorprendidos muchas veces al descuido, me habría hecho vanidosa. De todas maneras, me encontraba bien en la compañía de mis nuevas amigas y no tenía prisa en adquirir otras. Georgina, en cambio, conocía y trataba a todo el mundo, desde el segundo mes de nuestra llegada, y se había enterado de las historias que circulaban acerca de la maestra y de dos o tres jóvenes casadas, de las cuales se murmuraba discretamente. De estas cosas no se hablaba al principio, sino en forma esbozada, deseosa de seguir representando conmigo la comedia del candor, mientras no estuviese segura de mi manera de pensar, que nunca le di a conocer. Pero después se arriesgó, arrastrada por su carácter y no pudiendo contenerse por más tiempo. «Entre mujeres, ¿verdad, chica?, no deben existir escrúpulos y gazmoñerías», decía algunas veces para justificarse. Y añadía: «Además, aquí se aburre una y no queda más remedio que entretenerse averiguando lo que hacen los demás». Su desenvoltura me hacía gracia, y me divertía algunas veces oyéndola, sin que consiguiera nunca incitarme a imitarla.

Un día me dijo, refiriéndose al marido de una de aquellas jóvenes, a quienes se acusaba de inconsecuencia:

—Es joven y no mal parecido; pero tiene algo, ¿sabes?, algo que no acaba de gustarme. Es como tu marido, que, aunque sea mi hermano, es uno de esos hombres de quien no me hubiera enamorado nunca…

—¿Por qué?

—Porque… porque… ¡Qué sé yo! Porque no creo que sean capaces de tratar a una mujer, y menos de inspirarle amor: no cariño, sino verdadero amor: amor ¿Me entiendes?

—¡Georgina!

Es verdad, chica, que soy una tonta al hablarte de esas cosas a ti que eres su mujer y que me dirás que, cuando lo has querido, por algo será; pero…

La interrumpí con cierta severidad:

No; es que no tienes razón al expresarte así de tu hermano. Se encogió de hombros desdeñosamente, y terminó la conversación con esta sentencia:

—En fin para gustos se han hecho colores…

Hasta la hora en que me encerré para vestirme, no pude reflexionar sobre estas palabras, que dejaron una profunda huella en mi espíritu. ¿Sería verdad que Joaquín era uno de «esos hombres» a quienes no pueden amar las mujeres? Entonces mi matrimonio con él era un enlace monstruoso, algo abominable y torpe en que no podía pensar siquiera… Y por primera vez, clara, neta, imperiosamente, me hice esta cruel pregunta: ¿Amaba yo a mí marido? Volvían las incisivas palabras a sonar en mi oído: «No cariño, sino verdadero amor; amor ¿Me entiendes?». ¿Amaba yo a Joaquín con ese amor, que, según su hermana él no podría inspirar a ninguna mujer? Temí ver claro en mi conciencia, y la encerré horrorizada, bajo el fuerte cerrojo de mi voluntad, como acostumbraba hacer siempre cuando no estaba segura de mí misma. A la hora de comer, cuando llegó Joaquín, me mantuve a su lado, humilde y más afectuosa que de ordinario, como si tuviera que reprocharme una deslealtad por haber discutido un momento, en mi interior, las sacrílegas ideas de Georgina. Ésta me examinaba de reojo con cierta malsana curiosidad que me hacía daño.

Mi marido era un tímido; uno de esos temperamentos concentrados, cuya susceptibilidad se exagera cuando no se les adivina y que, incapaces de comunicara nadie sus sentimientos, padecen por imaginarse eternamente no comprendidos. Su misma brusquedad al tomar posesión de mí, después de la boda, era efecto de esa timidez que lo hacía caminar haciendo eses como un ebrio si creía que lo miraban y que contraía su mejilla derecha con un tic nervioso cuando tenía que sostener, frente a frente, la mirada de una mujer. Poco a poco, había llegado a conocer una parte del fondo de su carácter y a eludir de mi trato todo aquello que pudiera contrariarle. Las palabras de Georgina, aunque relegadas a lo más oscuro de mi memoria, seguían viviendo dentro de mí y me incitaban a observar con atención creciente a este niño grande que tenía delicadezas exquisitas y rudezas incomprensibles. Así, por ejemplo, mi marido no hablaba mal de nadie, ni censuraba a los otros; pero tenía odios y simpatías recónditos que mostraban cuáles eran sus tendencias, a pesar de su tolerancia, al parecer, ilimitada. Ni la maestra, ni las jóvenes casadas de que hablaba Georgina fueron jamás nombradas por él, ni siquiera incidentalmente. Era como si no existieran, y en esto sólo consistía su reprobación y su deseo de que hiciéramos lo mismo, excluyéndolas de nuestro trato.

No había perdido aún el entusiasmo de mis primeros días de casada, ni la alegría de tener «mi» casa y de sentirme tratada por los demás con las consideraciones que se deben a una señora; y reflexionaba muy seriamente sobre la manera de conservar la integridad del hogar y armonizar los caracteres, como si se tratase de un aprendizaje en el cual tuviera que aplicar la atención que ponía en mis antiguas lecciones de piano. De esta manera entretenida, dirigía mi esfuerzo, sobre todo, a ir comprendiendo el carácter de mi marido, y me llenaba de júbilo cuando creía haber descubierto un rasgo nuevo, detrás de la cortina de reservas en que parecía encerrado. A veces mi manía de observarlo todo y de observarme a mí misma hacía brotar súbitamente en mi interior como un chispazo de alarma producido por el presentimiento de que algo faltaba para la consolidación verdadera de nuestra dicha. Las enigmáticas palabras de mi cuñada fulguraban entonces a la luz de aquel relámpago inoportuno, hasta que caía sobre unas y otro la pantalla de mi voluntad y hacía reinar de nuevo la penumbra en mi conciencia. Mi secreta desazón en las horas de intimidad con Joaquín, tanto más perceptible cuando más vivos eran sus transportes, me parecía propia de una mujer honesta, que debe someterse a ciertas cosas, pero no complacerse en ellas. Mi madre acudía como ejemplo a mi mente a cada paso. Jamás le había visto un abandono que delatase un impulso sexual cerca de mi padre, aun cuando se creyese a solas con él. Por eso yo enrojecía, con frecuencia, como una colegiala, ante ciertos desplantes de Georgina, y me encontraba bien en la sociedad de las tres señoras sesudas y reposadas a que se reducía el grupo de mis amigas, que hablaban de fórmulas de cocina y de métodos de ahorro, mientras cosían activamente y sonreían con benévola indulgencia, mirándose unas a otras, ante las preguntas con que demostraba mi inexperiencia de ama de casa. Ellas contribuían a que me afirmara en mis ideas, arrojando lejos de mí la insidiosa sospecha de que no había verdadero amor entre Joaquín y yo. En realidad, de día, me sentía sinceramente enamorada de mi marido. Me vestía y me adornaba con gusto para él solo, y lo veía entrar en la casa, con un latido de alegría en el corazón, después de las interminables horas en que el laboratorio me robaba su compañía. Su presencia tenía el poder de redoblar mi actividad en el arreglo de la casa, adivinando, cuando estaba de espaldas, su mirada siempre fija en mí con arrobamiento. Me había impuesto la tarea de civilizar a mi criadita, que era una verdadera salvaje y apenas sabía hablar. Joaquín se reía burlonamente de mi empeño, y se divertía con las escenas que aquel aprendizaje provocaba. Otras veces me llamaba avara, porque no me decidía a tomar una criada mejor, en mi afán de que sobraran siempre, por lo menos, cien pesos mensuales de lo que él ganaba, con que aumentar nuestra cuenta de ahorro en el banco. En esto tenía razón. Por nada del mundo hubiera renunciado a la satisfacción de deleitarme viendo cómo crecía, cada treinta días nuestro pequeño tesoro. Era uno de mis grandes y más profundos goces, y con él y los demás que acabo de enumerar se amasaba aquella gran alegría en que parecía sobrenadar mi alma desde la mañana a la noche. Por eso no deseaba nunca que llegase la hora de acostarnos. Sin embargo, hacía provisión de paciencia, de docilidad y de ternura para ese momento, y procuraba que mi marido no pudiese leer en mi semblante el menor indicio de disgusto. Sólo cuando no había llevado a efecto esta especie de preparación previa y sufría de pronto el contacto brusco de una caricia, mis nervios, en libertad, se permitían una pequeña sacudida de repulsión, que él, suspicaz como todos los temperamentos concentrados, acogía siempre con una larga mirada de inquietud y de recelo. Me arrepentía enseguida de tal imprudencia, y mi docilidad y mi dulzura aumentaban con el anhelo de borrar el mal efecto producido en el alma de aquel niño grande.

He tratado cien veces de reconstruir después mi estado moral en aquellos instantes de prueba, por la importancia que éstos tuvieron en el desarrollo de ulteriores acontecimientos y por la que tienen en la situación de infinito número de mujeres que, sin duda, se encuentran en mi caso. En sus momentos de pasión, Joaquín me parecía otro hombre, menos dulce, menos delicado, más egoísta. Yo asistía fríamente al desarrollo de su locura y lo encontraba grotesco, de una exaltación inexplicable, con una seguridad y un aplomo de ama que dejaba en mi alma no sé qué ligerísimo sabor de humillación. Sin embargo, no me atrevía a formular interiormente la crítica de aquella situación desairada para mí; por el contrario, reprimía mis instintos y procuraba con todas mis fuerzas acomodarme a sus gustos. En algunas ocasiones la presión de mi voluntad me llevó a desear lo que, por lo general, o me repugnaba o me dejaba indiferente. Algo como una vaga ansiedad, como un principio de fiebre se infiltraba en mi sangre, obligándome a apretar los párpados y abandonarme, en espera de no sé qué ignorado estremecimiento de todo el ser. De pronto, Joaquín dejaba de oprimirme en sus brazos, sus músculos se aflojaban y caía a mi lado casi inerte, suspirando. Entonces volvía de mi ensueño más irritada contra mí misma y contra toda aquella estúpida escena. Me quedaba malhumorada y prefería conservar mi indiferencia habitual a exponerme a nuevas decepciones. Notaba que la fuerza de la costumbre iba poco a poco disminuyendo mis repugnancias instintivas, y este descubrimiento acababa por llenarme de júbilo, porque hubiera padecido horriblemente si mi marido hubiese llegado a sorprender el verdadero estado de mi ánimo.

Aquel espíritu exaltado, receloso y sentimental, que espiaba disimuladamente mis más mínimos movimientos, me producía, a veces, una indefinible inquietud. Comprendía yo que el pliegue que solía dibujarse entre sus cejas era indicio de una persistente contrariedad, de la cual era yo la causa. Temía adivinar, y procuraba no pensar en eso por la demás, con mis conocimientos de ciertas materias no hubiera podido resolver sola estos complicados problemas pasionales. Mi situación verdadera era ésta: no había salido de mi oscuridad de soltera sino para sumirme en una nueva penumbra llena de inquietantes misterios. ¿Por qué, en vez de obsérvame, callar y contraer de vez en cuando el entrecejo, mi marido no me expresaba claramente lo que quería, lo que yo debía hacer, lo que todas las mujeres hacen para mantener satisfechos a sus esposos? En las primeras semanas de nuestro matrimonio, cuando el deslumbramiento de mi posesión lo cegaba, no advirtió, al parecer, lo que llamaba mi frialdad. Después quiso combatirla con ligeras quejas, que me dejaban trastornada, sin saber qué hacer.

—Nunca me has dado un beso en la boca, espontáneamente y sin que te lo pida, nena mía —me dijo una vez con acento de amargo reproche, después de uno de sus largos silencios.

Quería complacerle. Dejé pasar un rato y le di un beso en los labios, acaso con demasiada timidez.

—No; así no, mi vida. Lo haces por lo que te dije hace un momento. Y me besas con los labios blandos, como los niños. ¿Cómo serían los besos que deseaba, «con los labios duros», ya que no le gustaban los «blandos? Me desesperaba tratando de adivinar lo que querría, para hacerlo feliz, aun a trueque de toda mi sangre. Si supiera cómo besaban las otras mujeres trataría de imitarlas a fin de que estuviese satisfecho. Por mi parte, hacía lo que podía. ¿Qué más deseaba de mí? ¿No me tenía enteramente a su disposición, cuando se le antojaba, sin que jamás me hubiese atrevido a expresar el menor desagrado? Y empezaba a encontrar en el fondo de su conducta una leve sombra de injusticia.

Poco a poco los reproches francos y las alusiones encubiertas fueron haciéndose más frecuentes, llegando a enfadarnos los dos, como cuando éramos novios y nos poníamos «de moñas» por cualquier bagatela, él dejando escapar un rápido chispazo de su contrariedad concentrada, y yo dolorida por su falta de equidad. Pero acababan pronto estas tempranas tormentas de verano. Mi marido concluía por olvidar la frialdad de mi temperamento, y yo dejaba de pensar en su injusticia, como si se tratara de un niño a quien no comprendía.

Inesperadamente un acontecimiento que al parecer no tenia importancia, vino a aumentar aquella naciente tirantez, apenas perceptible aún, en la serenidad de nuestras vidas. Se estableció por los jefes de Joaquín y el maestro de azúcar, que los químicos se turnasen en la guardia nocturna del laboratorio y de la fábrica, por ser poco equitativo que un solo empleado efectuase ese trabajo todas las noches. Tuvo mi marido, por consiguiente, que trabajar tres noches a la semana y dormir de día. Cuando le tocaba una de estas guardias nocturnas, sola en la anchísima cama, me despertaba varias veces en la noche para arrebujarme entre las sábanas y pensar, con el corazón apretado, en el frío que estaría pasando en aquellos momentos mi pobre Joaquín bajo la altísima techumbre de hierro de sus departamentos; pero experimentaba también cierta egoísta satisfacción al encontrarme dueña de todo el lecho y poder volverme sobre él a mi antojo. Hasta las ocho de la mañana no concluía el turno de Joaquín, y como en el campo yo había adquirido la costumbre de levantarme a las siete, estaba siempre vestida y en lucha con mi rústica criadita cuando él llegaba. Esto contrarió a Joaquín desde el primer momento, sin duda porque la amplitud de la cama no le parecía una cosa tan apetecible como a mí.

—Ven —me dijo sencillamente aquel día.

—Pero, hijo, si acabo de levantarme para hacer que sirvan el desayuno…

Me pareció que iba a dejarme tranquila para abstraerse en uno de sus amargos mutismos; pero su deseo acabó por imponerse a su despecho.

—No importa. Ven. Hace frío.

Le obedecí disimulando mi contrariedad y mis pudores. De día, ciertas cosas me desagradaban mucho más que de noche. Jugó conmigo, como si nada hubiese pasado, se satisfizo, se durmió y pude levantarme de nuevo, no de muy buen humor. Mas la próxima vez nada me dijo y me guardó rencor todo el día por no haberle esperado en la cama.

Mis ideas se trastornaban y la incertidumbre me hacía padecer. ¿Cómo era preciso que fuera una esposa?

¿Hacendosa u holgazana?

En mi despecho, llegué a imaginar que mi marido hubiese preferido que yo fuese una mala mujer, de las que sólo piensan en cintas y perfumes y trapos y dejan que la casa se desplome socavada por el abandono. Era injusta, pero la actitud de Joaquín me desconcertaba. Y lo que acabó de llenarme de pesadumbre fue la firmeza con que aquella vez se mantuvo en su desvío. Dejé pasar dos días de guardia nocturna. Él nada me decía, aunque yo procuraba dar muchas vueltas a su alrededor mientras se acostaba. Al fin le sugerí tímidamente:

—¿Quieres que me acueste?

Me miró con fijeza, vaciló un momento y concluyó por responderme, sin abandonar el tono dulce con que me hablaba siempre:

—No, hijita; tienes mucho que hacer, y no quiero distraerte.

El timbre ligeramente irónico que vibraba en su voz me quitó las fuerzas para insistir. Salí, tragándome las lágrimas, y lloré en el pasillo silenciosamente, dando salida por primera vez con el llanto a una gran congoja de mi vida de casada. ¿Por ese camino, llegaría a dejar de quererme mi marido?

Bruscamente tomé una resolución. Me enjugué las lágrimas, procuré serenarme y fui en busca de Georgina para preguntarle si quería dividir conmigo el manejo de la casa, haciéndose cargo de mi quehacer por la mañana los días en que le tocaba a su hermano dormir de día. Sonrió con tanta malicia que casi hizo que me arrepintiera de haberle hablado. En sus lindos ojos danzaron un instante obscenas travesuras, que leí claramente. Sentí asco y vergüenza al verme examinada con maligna curiosidad, e iba a hablar cuando lo hizo la joven, después de sonreír con todo género de reticencias.

—Sí, hija mía, sí; desde hace varios días iba a proponértelo yo. ¿En plena luna de miel deben aprovecharse las mañanas frías, verdad? Yo no tengo nada de eso, pero procuraré tenerlo pronto…

Dos días después esperé a Joaquín sin levantarme. Creyó al principio que estaba enferma y se inmutó su semblante; pero, enseguida, al verme reír, corrió hacia mí con tal expresión de alegría que me consideré recompensada. Y durante algunas semanas la nube que empezaba a formarse en su frente se disipó por completo.

Aunque estaba resuelta a defender mi felicidad a todo trance, lo cual demuestra que no me era indiferente el perderla, al examinar mi conciencia me llenó de terror la idea de que tal vez me había casado sin amar a mi marido. No era la primera vez que la tal sospecha cruzaba rápida e inesperadamente por mi pensamiento, como una sugestión diabólica, y quedé seriamente preocupada, durante varios días, tratando de sorprender los secretos impulsos de mi alma y sin variar en nada mi vida ordinaria. Pero se enfermó Joaquín de unas anginas flegmonosas, que fue preciso que el médico le dilatara con el bisturí, y por el dolor que sentí viendo padecer a mi marido deduje la magnitud de mi cariño y recobré por completo la tranquilidad.

En toda una semana ni me acosté ni consentí en separarme de su lado un solo instante. Comía en la habitación, mirándole, y dejaba que la casa marchara al antojo de Georgina y de la negrita Facunda. Besaba a Joaquín muchas veces —¡oh, entonces con todas las fuerzas de mi alma!—, hasta el punto de hacerle daño a menudo, al oprimir demasiado su cuello enfermo. Nunca había sido más feliz a su lado, lejos de todo motivo de divergencia entre los dos y sintiéndome unida a él por un lazo del que parecía pender mi propia vida. Fue aquella nuestra verdadera luna de miel. Después de la dilatación del absceso se inició, rápida, la convalecencia. El ocio y las interminables horas de encierro nos aproximaban, impulsándonos hacia el tema de las tiernas confidencias, con los dedos entrelazados, como dos novios.

Joaquín me decía gravemente:

—No todos se casan enamorados como yo lo estoy de ti; nena mía. Yo sé como los demás quieren y como quiero yo. Por eso, si alguna vez tuviera penas a causa de tu cariño, mi dolor no podría ser comparable de ningún modo a los otros dolores de los hombres.

Y yo le contestaba, con mucha dulzura:

—¿Para qué hablar de penas, si no es posible que existan cuando dos personas se quieren? No has tenido más que unas simples anginas, y por ellas he podido saber el verdadero tamaño de mi cariño, que yo misma no conocía. ¡Nada de penas ni de dolores! Nunca las tendrás por mi culpa, si eres siempre franco y me dices cómo quieres que te complazca…

A veces nuestra conversación tenía un carácter más íntimo. Me parecía que Joaquín estaba a punto de confiarme sus desilusiones con respecto a mi indiferencia, sin ocultarme nada.

—Lo que más echo de menos es un hijo, alma mía; un hijo tuyo y mío, que tenga alma y sangre de los dos… Tú sabes: a veces la misma violencia de mi pasión me lleva a pensar en ciertas cosas que me hacen muy desgraciado en algunos momentos… ¡Oh, nada, mi ángel! —rectificaba prontamente, respondiendo a un ademán mío—. ¡Nada de que tú seas culpable, te lo juro! ¡Exageraciones y locuras mías! Pero aun esas exageraciones y locuras se disiparían como el humo, si tuviese la suerte de sembrar mi vida en tu vida, en uno de esos instantes en que, al poseerte, me parece que voy a morir de plenitud, de deseo y de felicidad; de una felicidad tan grande que, cuando vuelvo de mi embriaguez necesito verte y hasta tocarte para no imaginar que todo ha sido un sueño o una alucinación de loco…

¿Qué clase de extraña laxitud me invadía oyéndolo, en aquellas horas de profunda compenetración de nuestras almas, aun cuando se refiriese a cosas que siempre me molestaba que me recordase y que entonces me parecían serenas, razonables y dulces? ¿Por qué palpitaban mis entrañas al anuncio de esa fecundación, por mí también ardientemente deseada, como queriendo significar que recibirían con placer, en aquellos instantes, la ofrenda del amar? Siempre he creído que todos los seres humanos han tenido por lo menos un minuto en su vida durante el cual cada hombre es dueño de su porvenir y puede moldearlo a su antojo; y más de una vez he pensado que aquellos días de la convalecencia fueron para Joaquín y yo el instante definitivo de prueba ofrecido por el destino. ¿Por qué, viéndome rendida y ansiosa, mi marido no me apretó contra sí, como tantas veces había hecho con menos razón, y me hizo suya; suya de veras y tal vez para siempre? No lo hizo, sin duda, Joaquín, por miedo a contagiarme su mal de garganta, y el encanto quedó roto, al desvanecerse la ocasión…